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jueves, 6 de febrero de 2025

BREVE HISTORIA DE LAS VITAMINAS

 

Los componentes fundamentales de la dieta humana —los denominados macronutrientes: agua, carbohidratos, grasas y proteínas—fueron identificados hace casi doscientos años por un inglés llamado William Prout, un tipo curioso que combinaba la química con la teología, pero ya entonces resultaba evidente que hacían falta algunos otros elementos para producir una dieta completamente saludable. Durante mucho tiempo, nadie supo con certeza cuáles eran esos elementos, pero estaba claro que, si faltaban en la dieta, era probable que las personas sufrieran enfermedades deficitarias como el beriberi o el escorbuto.

En un principio se denominaron “factores complementarios de los alimentos”. Ahora los llamamos vitaminas. Las vitaminas son simplemente sustancias químicas orgánicas, que, como no podemos fabricarlas por nosotros mismos, necesitamos obtenerlas de nuestros alimentos.

Cuando despuntaba el siglo XX, el bioquímico británico Frederick Gowland Hopkins, un hombre con un curioso parecido con el VIII marqués de las Marismas del Guadalquivir, se afanaba en alimentar a sus ratas de laboratorio. Las trataba bien a base de una dieta de proteínas, grasas, carbohidratos y minerales. Aunque se sabía que estas sustancias eran los componentes principales de los alimentos, no eran suficientes para mantener la salud. Algo faltaba: las ratas desfallecían de malnutrición.

En 1906, después de comprobar que si complementaba la dieta con algo de leche sus ratas crecían que era un primor, Hopkins acuñó el término “factor auxiliar alimentario”, algo por entonces desconocido pero que era necesario para el desarrollo normal.

Hopkins no fue el primero en hacer semejante observación. Entre 1878 y 1883, Kanehiro Takaki, un médico militar japonés, había estudiado la alta incidencia entre la marinería de una terrible enfermedad caracterizada por degeneración muscular, irregularidades cardíacas y demacración, a la que se conocía como “beriberi” un nombre derivado de una expresión nativa de Sri Lanka que significaba “no puedo, no puedo”, en referencia a la progresiva falta de movilidad que experimentaban los afectados.

Takaki descubrió que en la tripulación de 276 hombres de un barco cuya dieta consistía principalmente en arroz pulido (un arroz molido para eliminar el salvado, el germen y la fibra, dejando un grano rico en almidón) se desarrollaron 169 casos de beriberi, veinticinco de los cuales murieron durante al cabo de nueve meses. En otro barco no hubo muertes y solo catorce casos de la enfermedad. La diferencia era que a la tripulación de este último se les suministraba más carne, leche y verduras. Takaki concluyó que eso tenía algo que ver con el contenido proteínico de la dieta, pero estaba equivocado.

Quince años después, Christiaan Eijkman, un médico holandés que trabajaba en Java, observó que los pollos alimentados con arroz pulido también contraían beriberi, pero se recuperaban cuando se alimentaban con arroz integral. Pensó que el almidón del arroz pulido era tóxico para los nervios y que el salvado contenía una antitoxina. Su conclusión, como la de Takaki, era errónea.

Casimir Funk, un bioquímico polaco emigrado a Estados Unidos, leyó un artículo de Eijkman en el que describía que las personas que comían arroz integral eran menos vulnerables al beriberi que las que comían solo arroz totalmente molido. Funk intentó aislar la sustancia responsable y en 1912 finalmente lo consiguió. El compuesto resultó pertenecer a una familia de moléculas llamadas aminas, y Funk, convencido de que eran vitales para la vida, acuñó el término "vitamina".

Funk sugirió que enfermedades como el raquitismo, la pelagra y el escorbuto también estaban condicionadas por deficiencia vitamínica, una idea que también se le había ocurrido al investigador holandés Gerrit Grijns, continuador de la investigación de Eijkman. Ambos acertaron, pero su trabajo no fue reconocido.

En 1929, Hopkins y Eijkman compartieron el Premio Nobel de Fisiología y Medicina por su trabajo sobre las vitaminas, pero Grijns y Funk fueron ignorados. Con mucha razón, Funk protestó porque el comité del Nobel había otorgado el premio a Hopkins por “su descubrimiento de las vitaminas que estimulan el crecimiento” y ello a pesar de que el propio Hopkins nunca dijo que él hubiera sido el descubridor de las vitaminas. Era verdad: no hubo un solo descubridor, muchos científicos contribuyeron al conocimiento que ahora tenemos sobre las vitaminas.

En 1913, Elmer McCollum y Marguerite Davis, bioquímicos de la Universidad de Wisconsin, descubrieron que las ratas a las que se les daba manteca de cerdo como única fuente de grasa no crecían y desarrollaban problemas oculares. Cuando se añadía a la dieta grasa de mantequilla o un extracto de yema de huevo, el crecimiento se reanudaba y se corregía la afección ocular.

McCollum sugirió que lo que estuviera presente en el extracto etéreo se llamara factor liposoluble “A” y que el extracto acuoso que Funk había utilizado para prevenir el beriberi se llamara factor hidrosoluble “B”. Cuando se descubrió que el extracto hidrosoluble era una mezcla de compuestos, se designaron sus componentes con subíndices numéricos. El factor específico contra el beriberi se denominó finalmente vitamina B1 o tiamina.

La vitamina B3, o niacina, se incorporó a la nueva cofradía vitamínica en 1914, cuando el doctor estadounidense Joseph Goldberge resolvió el enigma de la pelagra, que era una epidemia en los estados sureños, sobre todo en las zonas de cultivo de algodón. Descrita como la enfermedad de las cuatro D: diarrea, dermatitis, demencia y muerte (death, en inglés), se pensaba que la pelagra estaba relacionada con el algodón, ya fuera en forma de algún germen o de alguna toxina contenida en la planta.

Goldberger, médico del sistema público de salud, demostró que la enfermedad se debía en realidad a una dieta que consistía principalmente en maíz y que podía curarse añadiendo verduras frescas, leche y huevos. Veinte años después, en 1937, el bioquímico estadounidense de origen noruego Conrad Elvejhem identificó la niacina como el nutriente del que carecía el maíz que era necesario para prevenir la pelagra.

Aunque es conocido que los españoles, ya desde al menos principios de siglo XVII, utilizaban de forma habitual los cítricos como método para evitar el escorbuto, la vitamina C, que es la más famosa de todas las vitaminas, fue identificada en 1932 por Albert Szent Gyorgyi, un fisiólogo húngaro nacionalizado estadounidense, galardonado con el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1937, como la sustancia necesaria en la dieta para prevenir el escorbuto. Había extraído el compuesto del pimentón y sugirió que se le pusiera el nombre de ácido ascórbico, del latín scorbuticus (escorbuto). Un año después, el químico británico Walter Haworth determinó la estructura molecular del compuesto.

Efectos del escorbuto en el diario de Henry Walsh Mahon a bordo del barco de presidiarios BarrosaWikipedia

Mucho antes de la identificación del ácido ascórbico, en su Tratado sobre el escorbuto, publicado en 1753, el médico escocés James Lind había descrito experimentos que demostraban que el escorbuto podía prevenirse consumiendo frutas cítricas. Esto llevó a que los marineros de los barcos británicos recibieran jugo de lima. Las guerras napoleónicas anglo-francesas son un buen ejemplo: el Almirantazgo británico suministró unos seis millones de litros de zumo de limón a los marineros durante los años de esa contienda. Sicilia se convirtió, de hecho, en una fábrica de limonada.

Posteriormente se identificaron otras vitaminas y se les dieron las designaciones D y E siguiendo el orden de su descubrimiento. La vitamina K se llamó así porque su descubridor, el bioquímico danés Henrik Dam, propuso el término "Koagulations Vitamin" porque promovía la coagulación sanguínea.

¿Todavía hay vitaminas desconocidas? No es probable. Muchos enfermos hospitalizados han podido sobrevivir durante muchos años mediante la nutrición intravenosa que incorpora las vitaminas conocidas. Sin embargo, la tendencia actual tiene como objetivo investigar si además de prevenir las enfermedades por deficiencia nutricional, las vitaminas pueden tener algún beneficio suplementario.

Se ha sugerido que la vitamina C puede prevenir el resfriado común, la vitamina E puede reducir el riesgo de enfermedades cardiovasculares y la vitamina D es una especie de curalotodo. Ninguna de esas afirmaciones está respaldada por evidencia científica convincente, pero eso no ha impedido que los suplementos vitamínicos florezcan hasta convertirse en una industria multimillonaria.

El debate principal en torno a las vitaminas la provocó el químico estadounidense Linus Pauling, que había ganado, no uno, sino dos Premios Nobel (el de Química en 1954, por su trabajo en el que describía los enlaces químicos, y el de la Paz ocho años después por su defensa de los derechos humanos). En un rotundo ejemplo de zapatero que no se dedica a sus zapatos, Pauling creía que tomar dosis masivas de vitamina C resultaba eficaz para combatir los resfriados, la gripe e incluso algunos tipos de cáncer.

Él mismo Pauling a tomar hasta 40.000 miligramos diarios de vitamina C (la dosis diaria recomendada es de 60), y sostenía que aquella enorme ingesta vitamínica había mantenido a raya su cáncer de próstata durante veinte años. No tenía evidencias de ninguna de sus afirmaciones, y todas ellas han sido bastante desacreditadas por posteriores estudios. Pero gracias a Pauling, todavía hoy mucha gente cree que tomar un montón de vitamina C le ayuda a librarse de los resfriados. Pero no es así.