Los componentes fundamentales de
la dieta humana —los denominados macronutrientes: agua, carbohidratos, grasas y
proteínas—fueron identificados hace casi doscientos años por un inglés llamado William Prout, un tipo
curioso que combinaba la química con la teología, pero ya entonces resultaba
evidente que hacían falta algunos otros elementos para producir una dieta completamente
saludable. Durante mucho tiempo, nadie supo con certeza cuáles eran esos
elementos, pero estaba claro que, si faltaban en la dieta, era probable que las
personas sufrieran enfermedades deficitarias como el beriberi o el escorbuto.
En un principio se denominaron
“factores complementarios de los alimentos”. Ahora los llamamos vitaminas. Las
vitaminas son simplemente sustancias químicas orgánicas, que, como no podemos fabricarlas
por nosotros mismos, necesitamos obtenerlas de nuestros alimentos.
Cuando despuntaba el siglo XX, el
bioquímico británico Frederick
Gowland Hopkins, un hombre con un curioso parecido con el VIII marqués de
las Marismas del Guadalquivir, se afanaba en alimentar a sus ratas de
laboratorio. Las trataba bien a base de una dieta de proteínas, grasas,
carbohidratos y minerales. Aunque se sabía que estas sustancias eran los
componentes principales de los alimentos, no eran suficientes para mantener la
salud. Algo faltaba: las ratas desfallecían de malnutrición.
En 1906, después de comprobar que
si complementaba la dieta con algo de leche sus ratas crecían que era un primor,
Hopkins acuñó el término “factor auxiliar alimentario”, algo por entonces desconocido
pero que era necesario para el desarrollo normal.
Hopkins no fue el primero en
hacer semejante observación. Entre 1878 y 1883, Kanehiro Takaki, un
médico militar japonés, había estudiado la alta incidencia entre la marinería
de una terrible enfermedad caracterizada por degeneración muscular,
irregularidades cardíacas y demacración, a la que se conocía como “beriberi” un nombre derivado
de una expresión nativa de Sri Lanka que significaba “no puedo, no puedo”, en
referencia a la progresiva falta de movilidad que experimentaban los afectados.
Takaki descubrió que en la
tripulación de 276 hombres de un barco cuya dieta consistía principalmente en
arroz pulido (un arroz molido para eliminar el salvado, el germen y la fibra,
dejando un grano rico en almidón) se desarrollaron 169 casos de beriberi, veinticinco
de los cuales murieron durante al cabo de nueve meses. En otro barco no hubo
muertes y solo catorce casos de la enfermedad. La diferencia era que a la tripulación
de este último se les suministraba más carne, leche y verduras. Takaki concluyó
que eso tenía algo que ver con el contenido proteínico de la dieta, pero estaba
equivocado.
Quince años después, Christiaan Eijkman,
un médico holandés que trabajaba en Java, observó que los pollos alimentados con
arroz pulido también contraían beriberi, pero se recuperaban cuando se alimentaban
con arroz integral. Pensó que el almidón del arroz pulido era tóxico para los
nervios y que el salvado contenía una antitoxina. Su conclusión, como la de
Takaki, era errónea.
Casimir Funk, un
bioquímico polaco emigrado a Estados Unidos, leyó un artículo de Eijkman en el
que describía que las personas que comían arroz integral eran menos vulnerables
al beriberi que las que comían solo arroz totalmente molido. Funk intentó
aislar la sustancia responsable y en 1912 finalmente lo consiguió. El compuesto
resultó pertenecer a una familia de moléculas llamadas aminas, y Funk, convencido
de que eran vitales para la vida, acuñó el término "vitamina".
Funk sugirió que enfermedades
como el raquitismo, la pelagra y el escorbuto también estaban condicionadas por
deficiencia vitamínica, una idea que también se le había ocurrido al
investigador holandés Gerrit
Grijns, continuador de la investigación de Eijkman. Ambos acertaron, pero
su trabajo no fue reconocido.
En 1929, Hopkins y Eijkman
compartieron el Premio Nobel de Fisiología y Medicina por su trabajo sobre las
vitaminas, pero Grijns y Funk fueron ignorados. Con mucha razón, Funk protestó
porque el comité del Nobel había otorgado el premio a Hopkins por “su
descubrimiento de las vitaminas que estimulan el crecimiento” y ello a pesar de
que el propio Hopkins nunca dijo que él hubiera sido el descubridor de las
vitaminas. Era verdad: no hubo un solo descubridor, muchos científicos
contribuyeron al conocimiento que ahora tenemos sobre las vitaminas.
En 1913, Elmer McCollum y Marguerite Davis, bioquímicos
de la Universidad de Wisconsin, descubrieron que las ratas a las que se les
daba manteca de cerdo como única fuente de grasa no crecían y desarrollaban
problemas oculares. Cuando se añadía a la dieta grasa de mantequilla o un
extracto de yema de huevo, el crecimiento se reanudaba y se corregía la
afección ocular.
McCollum sugirió que lo que
estuviera presente en el extracto etéreo se llamara factor liposoluble “A” y
que el extracto acuoso que Funk había utilizado para prevenir el beriberi se
llamara factor hidrosoluble “B”. Cuando se descubrió que el extracto hidrosoluble
era una mezcla de compuestos, se designaron sus componentes con subíndices
numéricos. El factor específico contra el beriberi se denominó finalmente
vitamina B1 o tiamina.
La vitamina B3, o niacina, se
incorporó a la nueva cofradía vitamínica en 1914, cuando el doctor estadounidense
Joseph Goldberge
resolvió el enigma de la
pelagra, que era una epidemia en los estados sureños, sobre todo en las
zonas de cultivo de algodón. Descrita como la enfermedad de las cuatro D:
diarrea, dermatitis, demencia y muerte (death, en inglés), se pensaba
que la pelagra estaba relacionada con el algodón, ya fuera en forma de algún
germen o de alguna toxina contenida en la planta.
Goldberger, médico del sistema
público de salud, demostró que la enfermedad se debía en realidad a una dieta
que consistía principalmente en maíz y que podía curarse añadiendo verduras
frescas, leche y huevos. Veinte años después, en 1937, el bioquímico
estadounidense de origen noruego Conrad Elvejhem
identificó la niacina como el nutriente del que carecía el maíz que era
necesario para prevenir la pelagra.
Aunque es conocido que los
españoles, ya desde al menos principios de siglo XVII, utilizaban
de forma habitual los cítricos como método para evitar el escorbuto, la
vitamina C, que es la más famosa de todas las vitaminas, fue identificada en
1932 por Albert
Szent Gyorgyi, un fisiólogo húngaro nacionalizado estadounidense,
galardonado con el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1937, como la
sustancia necesaria en la dieta para prevenir el escorbuto. Había extraído el
compuesto del pimentón y sugirió que se le pusiera el nombre de ácido
ascórbico, del latín scorbuticus (escorbuto). Un año después, el químico
británico Walter
Haworth determinó la estructura molecular del compuesto.
![]() |
Efectos del escorbuto en el diario de Henry Walsh Mahon a bordo del barco de presidiarios Barrosa. Wikipedia. |
Mucho antes de la identificación
del ácido ascórbico, en su Tratado sobre el escorbuto, publicado en
1753, el médico escocés
James Lind había descrito experimentos que demostraban que el escorbuto
podía prevenirse consumiendo frutas cítricas. Esto llevó a que los marineros de
los barcos británicos recibieran jugo de lima. Las guerras napoleónicas
anglo-francesas son un buen ejemplo: el Almirantazgo británico suministró unos
seis millones de litros de zumo de limón a los marineros durante los años de
esa contienda. Sicilia se convirtió, de hecho, en una fábrica de limonada.
Posteriormente se identificaron
otras vitaminas y se les dieron las designaciones D y E siguiendo el orden de
su descubrimiento. La vitamina K se llamó así porque su descubridor, el
bioquímico danés Henrik Dam,
propuso el término "Koagulations Vitamin" porque promovía la
coagulación sanguínea.
¿Todavía hay vitaminas desconocidas?
No es probable. Muchos enfermos hospitalizados han podido sobrevivir durante
muchos años mediante la nutrición intravenosa que incorpora las vitaminas
conocidas. Sin embargo, la tendencia actual tiene como objetivo investigar si
además de prevenir las enfermedades por deficiencia nutricional, las vitaminas
pueden tener algún beneficio suplementario.
Se ha sugerido que la vitamina C
puede prevenir el resfriado común, la vitamina E puede reducir el riesgo de
enfermedades cardiovasculares y la vitamina D es una especie de curalotodo.
Ninguna de esas afirmaciones está respaldada por evidencia científica convincente,
pero eso no ha impedido que los suplementos vitamínicos florezcan hasta
convertirse en una industria multimillonaria.
El debate principal en torno a
las vitaminas la provocó el químico estadounidense Linus Pauling, que había
ganado, no uno, sino dos Premios Nobel (el de Química en 1954, por su trabajo
en el que describía los enlaces químicos, y el de la Paz ocho años después por
su defensa de los derechos humanos). En un rotundo ejemplo de zapatero que no
se dedica a sus zapatos, Pauling creía que tomar dosis masivas de vitamina C
resultaba eficaz para combatir los resfriados, la gripe e incluso algunos tipos
de cáncer.
Él mismo Pauling a tomar hasta
40.000 miligramos diarios de vitamina C (la dosis diaria recomendada es de 60),
y sostenía que aquella enorme ingesta vitamínica había mantenido a raya su
cáncer de próstata durante veinte años. No tenía evidencias de ninguna de sus
afirmaciones, y todas ellas han sido bastante desacreditadas por posteriores
estudios. Pero gracias a Pauling, todavía hoy mucha gente cree que tomar un
montón de vitamina C le ayuda a librarse de los resfriados. Pero no es así.