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El presidente Eisenhower en 1957 en el hospital militar de Denver donde atendieron su trombosis cardíaca. Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. |
Un par de serendipias
decimonónicas sentaron las bases para la síntesis de sustancias químicas en el
laboratorio que acabaron salvando vidas.
La química se puede dividir en
dos ramas: analítica (cuando los químicos intentan identificar sustancias
existentes) y sintética (cuando intentan crear otras nuevas). A principios del
siglo XIX ya se habían aislado varias sustancias de las plantas como la morfina
de la amapola, la quinina de la corteza de la quina y la cumarina de las habas
tonka.
Sin embargo, dado que estas
sustancias se derivaban de especies vivas, se creía que estaban dotadas de una
“fuerza vital” que no se podía duplicar en el laboratorio y que tales
sustancias “orgánicas” no se podían sintetizar.
Esa creencia se disipó a partir
del clásico descubrimiento accidental (eso es precisamente una serendipia) de Friedrich Wohler
en 1828 cuando comprobó que, al calentar el cianato de amonio, una sustancia
química sin relaciones con organismos vivos, se convertía en urea idéntica a la
de su propia orina. Ese descubrimiento se convirtió en una refutación del vitalismo, la hipótesis protocientífica
que sostenía lo que mantiene la actividad de los seres vivos es una
"fuerza vital" imposible de reproducir en el laboratorio.
Como estaba presente en la orina,
la urea obviamente provenía de un sistema vivo, ¡pero podía producirse en el
laboratorio! Aunque la síntesis de Wohler fue la primera vez que un compuesto producido
en la naturaleza se replicaba en el laboratorio, eso no impulsó el desarrollo
de otras investigaciones encaminadas a sintetizar nuevos compuestos.
Eso solo ocurrió después del descubrimiento de la anilina en 1856, la
serendipia ya clásica que tuvo William Henry Perkin a la “avanzada” edad de
dieciocho años. Durante un frustrante intento de sintetizar quinina a partir de
compuestos del alquitrán de hulla, el joven Perkin produjo accidentalmente una
sustancia, la malvaína, que tenía un color malva impresionante.
Hasta ese momento, todos los
tintes se extraían de una fuente natural, pero el descubrimiento de la malvaína
cambió eso. Al poco tiempo, aparecieron en el mercado otros tintes de
“alquitrán de hulla”, muchos de ellos producidos por Perkin, quien con la ayuda
financiera de su padre y su hermano abrió una fábrica de tintes.
Cuando llegó a los treinta,
Perkin ya era lo bastante rico como para retirarse del negocio de los tintes y
dedicar todo su tiempo y su dinero a la investigación química. Su principal
interés, como era de esperar, se centraba en la química sintética, es decir, en
utilizar reacciones químicas para crear nuevos compuestos.
Uno de sus objetivos era la cumarina, muy solicitada por
la industria del perfume. Una versión sintética haría que la producción de
perfumes fuera mucho más sencilla que la extracción de su principal fuente
natural, el haba tonka (Dipteryx odorata)
un árbol de la familia de las legumbres dotado de unas semillas fragantes.
En 1868, Perkin consiguió
fabricar cumarina a partir de compuestos aislados del alquitrán de hulla
mediante una reacción que él mismo diseñó. Posteriormente bautizada como “reacción de Perkin”,
se sigue utilizando profusamente y es un elemento básico en los cursos de
química orgánica.
La cumarina sintética apareció
por primera vez en el mercado en 1882 en el
Fougere-Royal,
un perfume de extraordinario éxito que se convirtió en el prototipo de una
serie de "
Fougeres" unidos por la cumarina. El compuesto no
recibió mucha atención fuera de la industria del perfume hasta la década de
1920, cuando en Canadá y en los territorios fronterizos de Estados Unidos el
ganado bovino comenzó a morir por una misteriosa enfermedad que lo hacía
desangrarse.
La primera observación que ayudó
a seguirle la pista a la mortal y desconcertante enfermedad surgió cuando se observó
que cuando las vacas se alimentaban de heno de trébol de olor, (Melilotus
officinalis), una herbácea pascícola que, dada su alta capacidad
fijadora de nitrógeno, fue introducida desde Europa para mejorar los pastos de
las praderas norteamericanas. Al consumían trébol de olor sangraban más,
particularmente cuando el clima era húmedo y frío y consumían heno ensilado y
mohoso.
Cuanta más lluvia, más muertes. Y
siempre en invierno. El misterio atrajo la atención del veterinario canadiense
Frank Schofield, profesor de patología en la Facultad de Veterinaria de
Ontario, quien notó que las vacas que morían eran las que habían consumido heno
mohoso. Normalmente, el heno mohoso se desechaba, pero, dada la difícil situación
económica, lo seguían usando.
Para comprobar su teoría,
Schofield condujo un experimento en el que alimentó a unos conejos con heno
seco y a otros con húmedo y mohoso. Estos últimos corrieron con la misma suerte
que las vacas y murieron desangrados en nombre de la ciencia.
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Foto
sin fecha de un experimento en el laboratorio de Link que muestra los efectos
del heno mohoso en los conejos de la derecha. Después de seis años de trabajo,
los investigadores del laboratorio de Link aislaron el compuesto que mata a las
vacas y lo llamaron dicumarol. Cortesía de los Archivos de la Universidad de
Wisconsin, Madison (ID S16316) |
Lamentablemente, Schofield se vio
obligado a suspender su investigación cuando los directivos de la universidad
le ordenaron que volviera a sus funciones de profesor. Desencantado, se fue de
misionario a Corea. Fue otro veterinario, Lee M. Roderick, de la Estación de
Agricultura Experimental de Dakota del Norte, en Fargo, Minnesota (¡Sí, Fargo, el
pueblo protagonista de la famosa película y de su secuela televisiva!), quien
descubrió que la enfermedad era prevenible: bastaba con no darle heno mohoso a
las vacas.
Si ya era tarde y la habían
consumido, una transfusión de sangre de una vaca sana salvaba a otra enferma. Aunque
se sabía que la cumarina no tenía efecto anticoagulante, los químicos orgánicos
que estudiaban el metabolismo del moho lograron transformarla en un compuesto
nuevo que causaba hemorragias. De alguna manera, interfería con la acción de la
vitamina K, el compuesto que evita las hemorragias coagulando la sangre cuando
es necesario.
La estructura molecular del
anticoagulante recientemente aislado, al que llamaron dicumarol, se confirmó
cuando se sintetizó aisladamente. Al dicumarol se le encontró rápidamente un uso
industrial como matarratas.
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Cartel de 1957 publicitando la warfarina utilizada como matarratas. |
En la Universidad de Wisconsin,
el químico Karl Link continuó trabajando en el desarrollo de anticoagulantes
más potentes basados en cumarina para su uso como venenos para roedores hasta
que encontró un derivado del dicumarol al que denominó "warfarina", por el
acrónimo de Wisconsin Alumni Research Foundation, el organismo que había estado
financiando su investigación.
En 1948 la warfarina se patentó
para su uso como rodenticida en Estados Unidos, pero solo llamóa la atención de
los químicos farmacéuticos en 1951, cuando un soldado estadounidense intentó
suicidarse ingiriendo warfarina y se salvó cuando le inyectaron vitamina K, que
es clave en la coagulación de la sangre, algo que había descubierto en 1929 el
científico danés Henrik Dam.
La llamó "la vitamina de la coagulación", que en alemán se escribe koagulation,
de ahí la K.
El éxito del antídoto sugirió que
la warfarina podría usarse como medicamento en humanos cuando fuera necesario
prevenir la formación de coágulos sanguíneos. Se descubrió que era superior al
dicumarol y en 1954 se aprobó para su uso médico en humanos.
Uno de los primeros receptores de
warfarina fue el presidente estadounidense Dwight Eisenhower, a quien se le
recetó el medicamento después de sufrir un ataque cardíaco de origen trombótico
en 1955. A pesar de que era secreto, pronto se supo que al hombre más poderoso
del mundo lo habían tratado con el anticoagulante. A partir de entonces, su uso
se generalizó.
¿No es interesante cómo una
historia que comienza con el descubrimiento accidental de un tinte conduce por
un camino que termina con la síntesis de un fármaco salvavidas?