De los pedazos del sueño de
Alejandro el Magno de convertirse en señor del mundo, surgieron Cartago y Roma
como las herederas del imperio del macedonio. Ambas, que en sus orígenes habían
sido pequeñas poblaciones aisladas de agricultores y mercaderes, con el tiempo
acabaron preparándose para un combate que dirimiera su arraigada rivalidad por
obtener la hegemonía del mundo mediterráneo.
El resultado de las Guerras
Púnicas, que se libraron de forma intermitente entre los años 264 y 146 a.C.,
determinaría el curso de la historia durante los siguientes setecientos años. Los
romanos obtuvieron a duras penas una victoria pírrica contra los cartagineses
durante la Primera Guerra Púnica. Sin embargo, cuando estalló la Segunda, los romanos se enfrentaron a un adversario desconcertante y
aparentemente invencible comandado por un general dotado de un genio que
rivalizaba con el de Alejandro Magno: el ingenioso y brillante guerrero
cartaginés Aníbal Barca.
Como les había ocurrido a Jerjes el
Grande con Darío I y a Alejandro con Ciro el Grande, Aníbal heredó la guerra de
su padre. Hijo de Amílcar Barca, Aníbal, de veintinueve años, estaba decidido a
vengar la derrota de su padre a manos de Roma durante la Primera Guerra Púnica
y a librarse de la humillante carga de la rendición que él había presenciado
personalmente cuando era un muchacho.
El Imperio cartaginés,
revitalizado y vengativo, decidió devolver el golpe. Aníbal estaba determinado
a llevar la lucha directamente a Roma. La ruta que planeó de forma meticulosa
para penetrar en la ciudad, calculada para evitar las robustas guarniciones romanas
y aliadas e invalidar la supremacía naval de su enemigo, lo conduciría directamente a
través del territorio más hostil del mundo mediterráneo y provocaría la Segunda
Guerra Púnica.
¿Por dónde atravesó Aníbal los
Alpes?
En la primavera del año 218 a.C.,
Aníbal partió de Cartago Nova (hoy Cartagena) para iniciar su avance bélico
hasta Italia recorriendo el este de España (respetando los asentamientos
griegos), atravesando los Pirineos y, cruzando la Galia, alcanzó las
estribaciones occidentales de los Alpes con 60.000 hombres y un numeroso
contingente de caballería de más de 15.000 monturas y 37 elefantes de guerra,
ahora legendarios.
Su travesía de los Alpes en el
otoño de ese año se considera una de las mayores hazañas logísticas de la
historia militar. El ejército púnico se abrió paso a duras penas por el hostil
territorio tribal galo y por un terreno implacable a principios del invierno,
sin ninguna línea de abastecimiento viable.
Las condiciones durísimas de frío
y riesgos extremos, que supusieron perder parte del Ejército, incluidos todos
los elefantes menos uno, Surus,
se tiene todavía hoy por una de las grandes empresas militares de la Historia,
pero persiste el enigma del trayecto que siguió el gran estratega púnico.
Las fuentes clásicas,
especialmente los historiadores Polibio y Livio, discrepan, y un sinfín de historiadores,
investigadores y estrategas militares nunca se pusieron de acuerdo sobre cuál
fue el itinerario exacto que siguió el cartaginés por los Alpes en el 218 a.C, especialmente
sobre qué puerto de montaña eligió. La arqueología nunca ha podido dar una
respuesta convincente… hasta ahora.
En 1887, el coronel Jean-Baptiste
Perrin (no confundir con su homónimo, Premio Nobel de Física de 1926, que nada
tiene que ver en el asunto), un erudito de la historia militar que se había dejado
pestañas, codos y perneras estudiando el tema, propuso el paso de
Clapier en el macizo de Mont-Cenis. En su clásico de 1955 Alps and
Elephants, el biólogo Gavin de Beer, director del Museo Británico, descartó
esa ruta y eligió
como la más probable una mucho más endiablada, la que exigía atravesar el Col
de la Traversette, a 2.398 metros de altitud.
De probarse que había pasado por
allí, Aníbal habría escogido uno de los caminos más peligrosos y traicioneros
en su marcha hacia los dominios romanos. Pero la elección tenía una lógica
militar, sostenía de Beer: la eligió para evitar las emboscadas de las tribus
galas hostiles. A pesar de presentar este y otros razonables argumentos en su defensa,
la tesis cayó en saco roto.
Pero, aunque de Beer no presentó
ese argumento ni podía siquiera imaginarlo, los excrementos de la caballería
cartaginesa dejaron una huella indeleble sobre el terreno que las técnicas
arqueológicas modernas han podido detectar.
La arqueología de las heces
Desde el estudio de los coprolitos de los
dinosaurios y otros animales prehistóricos hasta el análisis de las letrinas
de antiguas poblaciones y ejércitos, la
arqueología fecal contribuye enormemente al estudio del pasado.
Mediante una combinación de
análisis multidisciplinares, un equipo de investigadores integrado por
arqueólogos, geólogos y microbiólogos reafirmó la tesis del antiguo director
del Museo Británico cuando, analizando la huella de los biomarcadores químicos
y las firmas microbianas dejadas por las boñigas de la caballería cartaginesa, demostró
que hubo
una deposición animal masiva cerca del paso de Traversette que, además, pudo
ser fechada aproximadamente en el año 218 a.C.
Producida por el lento paso de
miles de animales y humanos, en el puerto de la Traversette la acumulación de
excrementos de caballos y elefantes dejó una masa batida de fango aluvial de un
metro de grueso. Más del setenta por ciento de los microbios encontrados en el
estiércol de caballo son del género Clostridium, un grupo de bacterias que
son muy resistentes y pueden sobrevivir en el suelo durante miles de años.
Billones y billones de esas
bacterias y de otros microorganismos habitan en el ciego y en el intestino
grueso de caballos y elefantes, donde realizan el proceso de fermentación que
rompe las complejas moléculas formadas por la fibra de las plantas.
Esas enormes cantidades de
excrementos animales procedentes de la caballería, que probablemente se
alimentó y bebió al hacer un alto en el camino, encajan con el relato de Polibio, el gran inventor de
la historia universal, que en el tomo III de sus Historias, en
el que narra de primera mano lo sucedido desde la primera guerra púnica hasta
la batalla de Cannas, escribió:
«Al noveno día [Aníbal] llegó a
la cima de estos montes, donde acampó y aguardó dos días para dar descanso a
los que se habían salvado y esperar a los que se habían quedado atrás».
Si tenemos en cuenta que un
caballo evacua entre siete y diez kilos de excrementos diarios y los elefantes unos
doscientos, durante los tres días que estuvieron abrevando debieron de dejar un
verdadero montón de mierda, una monumental cagada que, como un aroma de la
historia, veinticuatro siglos después ha venido a aclarar un enigma que parecía
indescifrable.