Hace unas semanas escribí sobre la vitamina D. Animado por el número de
lectores que se han tomado la molestia en leerlo, vuelvo al ataque con otra
letra.
Las funciones metabólicas de la vitamina C son tantas y tan beneficiosas que no dispongo de espacio para enumerarlas. La mayoría de los mamíferos sintetizan de forma natural en el hígado la vitamina C, o vitamina antiescorbútica. Para los primates, las cobayas y algunos murciélagos, que carecemos del mecanismo para su síntesis, debe ser ingerida con la dieta, lo que conseguimos comiendo verduras y frutas.
¿Puede la vitamina C curar el resfriado común? La creencia popular es
que puede curarlo. Sin embargo, no hay evidencia científica sólida que sostenga
tal cosa. La idea de que puede curar los resfriados proviene de la misma fuente
de la que proceden las aplicaciones terapéuticas de los cereales y las lobotomías:
la eminencia.
Linus Pauling y el poder de la eminencia
El norteamericano Linus Pauling fue un químico eminente y una de las
pocas personas que ganó dos veces el premio Nobel. Fue uno de los primeros
químicos cuánticos y recibió el premio Nobel de Química en 1954 por su enorme
contribución al conocimiento de los enlaces químicos. Publicó la increíble
cantidad de 1.200 artículos y libros, incluido un libro de texto sobre enlaces
químicos utilizado por estudiantes de todo el mundo. En 1962 recibió el premio
Nobel de la Paz por su campaña contra las pruebas nucleares terrestres y en
1969 el premio Lenin de la Paz por su activismo en defensa de los Derechos
Humanos.
Hasta ahí todo bien. El que lo traiga a colación en un artículo sobre
la vitamina C me sirve de introducción a la diferencia entre la ciencia basada
en eminencias y la ciencia basada en evidencias. Las opiniones o consejos que
provienen de un científico o médico con una reputación establecida y a menudo
estelar, pero que carecen de evidencia, están “basados en eminencias”. Contrastan
con la ciencia “basada en evidencias”, es decir, la respaldada por estudios
adecuados. En el caso de cuestiones de salud, lo ideal es que sean ensayos
aleatorios controlados con placebo.
Todos y cada uno de los descubrimientos y todos y cada uno de los artículos
científicos que publicó Pauling estaban basados en la aplicación estricta del método
científico, es decir, en evidencias empíricas que cualquier otro científico
cualificado podía repetir para ratificarlas o refutarlas.
Curiosamente, ese eminente científico que había publicado
cientos de artículos revisados por pares en las principales revistas
científicas del mundo, publicó en 1970 un libro, La vitamina C y el resfriado común,
en el que afirmaba que el resfriado común se puede curar a base de ingerir vitamina C. Escribió que él
mismo predicaba con el ejemplo, pues tomaba varios gramos al día para prevenir
los resfriados.
Increíblemente, Pauling, científico respetabilísimo, no ofrecía ninguna
evidencia que sostuviera tal cosa salvo su propia experiencia personal y la de
su esposa. Pero como Pauling era aclamado como uno de los científicos más
importantes del mundo, la prensa aplaudió entusiasmada la historia de la
vitamina C y los suplementos de la vitamina volaron de los estantes. Poco
después, los laboratorios farmacéuticos de todo el mundo añadieron a sus
fármacos el marchamo “Contiene vitamina C”. La evidencia había sido superada
por la eminencia.
Aunque el desvío de Pauling hacia los consejos de salud basados en la
eminencia pueda resultarnos sorprendente, el hecho es que hasta el siglo XX,
cuando comenzaron a surgir los ensayos clínicos, desde la época de Hipócrates la
medicina se basaba esencialmente en la eminencia, como probaron, entre otros
muchos vendehumos, los doctores Kellogg y Freeman.
Corn flakes y chorros de agua: los remedios absurdos de John Kellogg
John Harvey
Kellogg, ¡sí el Kellogg de los cereales!, alcanzó fama universal afirmando
que curaba diversas enfermedades con dietas vegetarianas, ejercicio, baños y
yogur. Era un excelente comunicador que se hizo famoso entreteniendo a los
pacientes de su balneario en Battle Creek, Michigan, con un “experimento” que
consistía en arrojar un chuletón y un plátano a un chimpancé.
El simio ignoraba el bistec y se zampaba el plátano en un santiamén, lo
que servía para que Kellogg proclamara a la audiencia que incluso esa criatura
primitiva sabía que la carne no es buena como alimento. Kellogg creía que comer
carne era “sexualmente inflamatorio” y sostenía que las personas que comían beicon
en el desayuno estaban condenadas a masturbarse, una actividad que las llevaría
a la pudrición del cerebro y a la locura.
Según Kellogg, los copos de maíz, sus corn flakes, eran el
alimento antiafrodisíaco del desayuno. En Rational Hydrotherapy, un
libro de más de mil páginas que publicó en 1900 y vendió como churros, afirmaba
sin evidencia alguna que todas las enfermedades conocidas podían curarse
mediante la aplicación de agua fría, caliente o tibia.
Sin encomendarse a dios ni al diablo, describió cómo los chorros de
agua dirigidos a diversas partes del cuerpo eran curativos y que las plantas de
los pies están conectadas por nervios con los intestinos, los genitales y el
cerebro. No había pruebas de nada de esto, claro está, pero Kellogg, al que hoy
llamaríamos gurú o influencer, era un médico destacado cuyas
afirmaciones, por insensatas que fueran, no eran cuestionadas.
Walter Freeman, el “doctor picahielos”
Los tratamientos de Kellogg eran pan comido comparados con los de Walter Freeman, el “doctor
picahielos”, un ejemplo dramático de lo que les ocurre a los pacientes que
ponen su fe en la eminencia en lugar de en la evidencia.
Freeman se graduó en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Pensilvania y posteriormente obtuvo un doctorado en Neuropatología. Llegó a
creer que las enfermedades mentales se podían tratar quirúrgicamente e inventó
la “lobotomía transorbital”, un procedimiento que implicaba penetrar el cerebro
con un instrumento parecido a un picahielos a través de la cuenca del ojo para
cortar la conexión de los lóbulos frontales con el hipotálamo.
Para Freeman la nueva técnica era tan simple y sencilla de explicar que
en veinte minutos podía enseñar a cualquier tonto a llevar a cabo una
lobotomía, incluso a un psiquiatra, especialidad médica que un neurólogo
organicista como Freeman tenía en muy baja estima.
Convencido de su éxito, Freeman hizo que le fabricaran el macabro Lobotomovil,
una furgoneta en cuya parte posterior se adaptó un quirófano con el que recorrió
Estados Unidos dedicado a lobotomizar a casi tres mil quinientas personas.
Primero se la aplicó a esquizofrénicos severos, luego amplió el rango a otras
enfermedades psiquiátricas, a las depresiones, las obsesiones, la agresividad y
la homosexualidad, hasta llegar a las "personas normales",
vendiéndolo como "rejuvenecedor de la personalidad" e incluyéndolo,
también, como tratamiento del retardo mental ligero por problemas en el parto.
Freeman administraba dos o tres choques eléctricos rápidamente, para
dejar inconsciente al paciente. Inmediatamente, le introducía un picahielo bajo
el párpado y utilizaba un mazo para darle un golpe seco con el que atravesaba
la órbita para acceder a los lóbulos frontales por la vía lacrimal.
Hábil, lo que se dice hábil, sí lo era. Demostró que podía realizar, en
el Lobotomovil, más de una docena de lobotomías en una tarde. Eso
explica que en 1953 eran ya 20.000 los estadounidenses que tenían destruidos
para siempre sus lóbulos frontales gracias a las técnicas de Freeman y sus
seguidores. Afortunadamente, en la década de los años 50 apareció la química,
que empezó a ser un recurso para los neurólogos y pronto desplazó a la
psicocirugía, pero fueron también los primeros años de la epidemia de adicción a los
opioides que sufre hoy Estados Unidos.
La eminencia de Freeman se debió en gran parte a haber lobotomizado a
Rosemary Kennedy, hermana del futuro presidente.
Su padre, el mafioso Joseph P. Kennedy, consideró que los erráticos cambios de
humor, las dificultades de aprendizaje y el comportamiento agresivo de Rosemary,
que había nacido en un parto complicado, no eran apropiados para un Kennedy.
Freeman la lobotomizó. Pasó el resto de sus sesenta años de vida sin poder
caminar ni hablar correctamente, con incontinencia absoluta y la edad mental de
una niña de dos años.
Desde 1936 en adelante se realizaron decenas de miles de lobotomías en Estados Unidos y Freeman continuó operando durante décadas. El inventor de la lobotomía, el neurólogo portugués Egas Moniz, recibió el Premio Nobel de Medicina en 1949. Los principales centros médicos de Estados Unidos (Harvard, Yale, Columbia y la Universidad de Pensilvania) realizaron regularmente variaciones de la operación básica hasta bien entrado la década de 1950.
Freeman no tenía pruebas de que el procedimiento fuera un tratamiento
eficaz para las enfermedades mentales, pero increíblemente y gracias a su labia,
a su autopromoción y al aplauso de los medios, logró realizar cientos de
lobotomías antes de que se le prohibiera realizar el procedimiento debido a la
alarmante tasa de complicaciones.
Hoy hay toda una nueva tropa de médicos cuya eminencia se debe más a su
exposición en los medios y a la publicidad engañosa que a sus logros
científicos. Mira a tu alrededor y seguro que se te ocurre algún doctor convertido
en megainfluencer que utiliza continuamente su fatua “eminencia” para poner
palos en la rueda del lento pero seguro carro de la evidencia.
Cuídate de ellos y toma vitamina C si te peta, que nunca está de más
siempre que no superes la dosis médica recomendada, unos 100 mg
diarios, que se incorporan a nuestro organismo en cualquier dieta
equilibrada que contenga frutas y verduras. Lo demás es vicio, inane, pero
vicio.