Entre las muchas cosas interesantes que expurgo de las más de mil
páginas de El
poder de la ciencia me quedo con un dato apabullante: la
contribución de los judíos al avance de la ciencia en una proporción extraordinariamente
superior al resto de cualquier otro grupo humano.
Que, siendo apenas
el 0,15% de la humanidad, los judíos acumulen desde 1905 218 premios
Nobel en todas las categorías (un 30% de todos
los concedidos), es el asombroso resultado de un proceso que comenzó cuando
la Revolución Francesa abrió las puertas de las juderías europeas liberando así
la capacidad intelectual y la creatividad que cincuenta generaciones de judíos habían
acumulado durante más de mil años de diásporas y guetos. Un ciclón de
inteligencia recorrió el mundo occidental durante los siglos siguientes.
El proyecto Manhattan
El Proyecto
Manhattan para el desarrollo de la bomba atómica comenzó en 1939 cuando los
científicos nucleares Leó Szilárd, Edward Teller y Eugene Wigner,
judíos húngaros refugiados en Estados Unidos, persuadieron al también judío Albert
Einstein para que, por
medio de una carta, advirtiera al presidente Roosevelt del peligro de que
la energía liberada por la fisión nuclear pudiera ser utilizada por los nazis para
fabricar bombas.
Carta de Albert Einstein al presidente Roosevelt advirtiéndole de las posibilidades de la fisión nuclear para fabricar bombas atómicas. Fuente: Leo Szilard Home Page. |
El proyecto fue la respuesta del interés presidencial. El general de
Ingenieros Leslie Groves
fue nombrado responsable militar del proyecto, una instalación ultrasecreta
levantada de la nada en Los Álamos, Nuevo México, en la que trabajaron seis mil
personas, incluyendo diez
premios Nobel dirigidos por el judío de origen alemán J. Robert Oppenheimer,
de cuyo enorme talento dejó testimonio el Nobel Isidor Isaac Rabi:
Dios sabe que no
soy la persona más simple del mundo, pero, al lado de Oppenheimer, soy muy, muy
simple.
En la biografía
de Oppenheimer, galardonada con el Pulitzer de 2005, descansa el guion del
thriller Oppenheimer,
el primer largometraje que aborda la totalidad de la vida de una de las figuras
públicas más fascinantes del siglo XX, un científico superdotado, carismático y
contradictorio, al que se suele colocar junto a Albert Einstein, Niels Bohr y Richard Feynman entre
los físicos teóricos más famosos de ese siglo.
La pregunta de Fermi: ¿son marcianos los húngaros?
Uno de los primeros implicados en el proyecto Manhattan fue el italiano
y premio Nobel de Física de 1938 Enrico Fermi, a quien le
encantaba plantear preguntas con enunciado interminable:
El universo
contiene miles de millones de estrellas. Muchas de esas estrellas tienen
planetas, donde hay agua líquida y atmósfera. Allí se sintetizan compuestos
orgánicos que se reúnen para formar sistemas autorreproductores. El ser vivo
más simple evoluciona por selección natural, se hace complejo y llega a
producir criaturas pensantes. Luego vienen la civilización, la ciencia y la
tecnología. Esos individuos viajan hacia otros planetas y otras estrellas, y
terminan por colonizar toda la galaxia. Gente tan maravillosamente evolucionada
evidentemente debe sentirse atraída por un lugar tan bello como la Tierra.
Entonces, si realmente ocurrió de tal modo, esa gente debió desembarcar en la
Tierra. ¿Dónde se encuentran?
La respuesta de Szilárd
La respuesta
de su amigo y colega húngaro Leó Szilárd, se hizo famosa: «Esos tipos están entre nosotros; dicen llamarse húngaros». Además de explicar el misterio lingüístico del húngaro,
uno de los idiomas menos
extendidos en el mundo, la hipótesis extraterrestre subraya la asombrosa originalidad
de un fenómeno único en la historia de las ciencias: entre 1905 y la Segunda
Guerra Mundial, Hungría produjo una cantidad de científicos nunca igualada por
país alguno.
De izquierda a derecha. Leó Szilard, Robert Oppenheimer, Richard Feynman y Enrico Fermi. Fuente: Leo Szilard Home Page. |
La mayoría de los cerebros fugados eran judíos que fueron salvados por
la embajada sueca en Budapest y enriquecieron científicamente (también el cine,
el teatro, la danza, la música y otras muchas actividades) a Estados Unidos y
Gran Bretaña, cuya ciencia experimentó un auge extraordinario que los situó a
la cabeza de la investigación mundial durante todo el siglo XX.
El también húngaro y judío Arthur Koestler, autor
de libros a través de los cuales la historia de las ciencias es revisada por
una mirada de una extraordinaria agudeza, sintetizó en una frase la migración judía
en el ocaso de la Era de la Razón:
«Jamás se había visto tal éxodo de sabios y de artistas desde la caída de
Bizancio».
La atormentada historia de estos titanes de la ciencia radica sin duda en la atmósfera de alta inseguridad que reinaba en Budapest durante y después de la Primera Guerra Mundial, cuando los vencedores obligaron disolver la monarquía de los Habsburgo, arrancando a la Nueva Hungría un 72% del territorio del antiguo reino. Como consecuencia de la invasión rusa de 1919 y durante la efímera República Soviética Húngara, la burguesía padeció una temible represión, entre cuyos aspectos dramáticos el numerus clausus impuesto a los judíos en las universidades, no fue uno de los menores.
John
von Neumann, otro judío húngaro emigrado a Estados Unidos huyendo de los
nazis, considerado como uno
de los mejores matemáticos del siglo XX, decía que «En Hungría, en esa
época, había que producir algo excepcional o desaparecer». La ciencia como estrategia
de supervivencia y como único objetivo para sobrevivir: eso es lo que
experimentaron unos jóvenes brillantes que tuvieron que conquistar la
excelencia para poder prosperar.
Von Neumann, Teller, Szilárd y Wigner coincidieron trabajando en el
proyecto Manhattan. Durante una conferencia en cuyo transcurso el jefe militar
del proyecto, el general Groves (según el cual Szilárd era «el
tipo de tocapelotas que sería puesto de patitas en la calle por cualquier
empresario»),
se había ausentado un instante, Szilárd propuso «continuar
en húngaro».
Una razón más que suficiente dado que allí, en los Álamos, a ese cuarteto se
unían los premios Nobel de Física Isidor Isaac Rabi y Dennis Gabor, ambos del
mismo origen.
El antisemitismo en España
Ante la evidencia de que la ciencia, la medicina, la tecnología, el
arte, la literatura, la música o el cine y la televisión, serían infinitamente
más pobres sin las aportaciones de miles de talentos judíos, asombra e inquieta
la persistencia en España de arcaicos prejuicios antisemitas profundamente enraizados
en el antijudaísmo
cristiano.
Una reciente encuesta
ha descubierto que algunos tópicos antisemitas siguen profundamente
arraigados en una decena de países europeos. En consonancia con
encuestas anteriores, España, donde una de cada cuatro personas cree en los
estereotipos clásicos y la mitad de nuestros escolares no quisieran tener como
compañero de clase a un niño judío, sigue siendo el país con el nivel más alto
de actitudes antisemitas.
Enfrentados a esos datos, uno se pregunta qué es lo que desagrada tanto
a muchos españoles. ¿No les gustan las películas de Woody Allen, de Spielberg o
de Billy Wilder? ¿Disienten de la teoría de la relatividad? ¿Les trastornan
inventos como el láser, el microondas o el radar? ¿Abominan de la música de
Leonard Cohen? ¿Rechazarían pasar una velada en compañía de Natalie Portman, de
Scarlett Johannsen, de Rachel Weisz, de Adrien Brody o de Joaquin Phoenix?
De todo lo cual no debe deducirse que los judíos constituyan un colectivo
angelical. Lo dijo uno de ellos, Billy Wilder, y su aforismo vale tanto para
personas como para colectivos: «nadie es perfecto». ©Manuel Peinado Lorca.
@mpeinadolorca.