En El origen de las especies, uno de los libros que más impacto han causado en la historia del pensamiento, Charles Darwin estableció definitivamente la idea de que nada es inmutable, de que, gracias a la selección natural, todos los seres vivos se transforman poco a poco, adaptándose cada vez mejor a su entorno.
Escribió Proust que hay menos ideas que hombres, pero no es menos cierto que las ideas de unos pocos hombres llenan el vacío intelectual de otros muchos. Y eso es lo que ocurrió con Darwin: a partir de un joven atolondrado «que sería la vergüenza de su familia» en palabras de su propio padre; a partir de un seminarista timorato creyente en el origen divino de la creación, el viaje de cinco años (1831-1836) en el buque de investigación naval HMS Beagle, junto con la lectura accidental del Ensayo sobre el principio de la población, de Malthus, forjaron un naturalista agnóstico cuya teoría de la evolución trastocaría conceptualmente el mundo.
El viaje del bergantín inglés HMS Beagle, grabado a golpes de galernas, de tempestades, de maremotos, de picos de pinzón y de huesos de megaterio sobre el venteado amarillo de los llanos patagónicos, sobre el gélido verde de los brumosos bosques fueguinos y en los roquedos salpicados por la maresía de las islas volcánicas ecuatoriales, ocupa un lugar privilegiado en la historia de la humanidad.
Aquella prodigiosa travesía que duró cinco años cambió para siempre la personalidad y el pensamiento de Charles Darwin, que por entonces no era ese anciano de mirada adusta, pobladas cejas blancas y barba de patriarca bíblico que nos muestran los daguerrotipos de su célebre ancianidad, sino un petimetre de frente despejada y largas patillas a la mode que tenía 22 años cuando embarcó en el Beagle como caballero de compañía de un aristocrático capitán escocés de 26 años, Robert FitzRoy.
Darwin subió al buque como un joven burgués aficionado a la Historia Natural que estaba convencido de que existían tantas especies de animales y plantas como Dios había creado, pero también conocedor de las perturbadoras hipótesis transformistas de Lamarck y de su abuelo Erasmus, y como un muchacho sin demasiadas convicciones religiosas pero destinado por imperativo paterno a sentar plaza como párroco en alguna cómoda y rentable rectoría rural.
Cuando después de un lustro de una dura travesía en la que estuvo siempre mareado -«odiaba cada ola, una por una», escribió en una carta- y que haría de él un enfermo crónico para el resto de sus días; después de haber atesorado miles de especímenes; después de haber tomado centenares de notas para el que sería uno de los mejores libros de viajes jamás escrito, Diario de viaje de un naturalista alrededor del mundo; después de todo ello, el experimentado Darwin era un científico agnóstico en cuyos cuadernos estaban esbozados, con los trazos gruesos y precisos de un apunte de Durero, los fundamentos de El origen de las especies por selección natural, un libro que habría de ser, junto a los Principia Mathematica de Newton y a la teoría de la relatividad de Einstein, una de las tres obras más influyentes y revolucionarias de la historia de la ciencia.
Con la excepción de sus primeros trabajos como geólogo en ciernes (su hipótesis acerca del origen de los arrecifes de coral todavía no ha sido refutada), toda la obra de Darwin está encaminada a sostener una teoría que un conservador burgués como él, convertido muy a su pesar en un revolucionario de las ideas, sabía que resultaba escandalosa en los puritanos tiempos del victorianismo inglés. Tanto su trabajo sistemático sobre los percebes que le ocupó obsesivamente durante los años previos a la publicación de El origen de las especies, como el tratado sobre la fecundación de las orquídeas publicado en España por Laetoli (2008) se sitúan en esa línea de meticuloso apuntalamiento de su teoría de la evolución.
Pero si el estudio de esos aburridos crustáceos que son los inmóviles cirrípedos le produjo un inmenso hartazgo («odio al percebe como ningún hombre lo ha odiado jamás» afirmó al concluir su monografía), el estudio de la sexualidad de las orquídeas y de las maravillosas estratagemas elaboradas por ellas para seducir como enamorados a sus insectos polinizadores, le satisficieron enormemente: «No se puede imaginar el placer que me ha proporcionado el estudio de las orquídeas», escribió en una carta a su amigo el botánico inglés Hooker.
La fecundación de las orquídeas no es un texto técnico de interés limitado para botánicos y naturalistas, sino una excelente obra de divulgación y del retrato que refleja al observador inquieto, meticuloso y paciente, al experimentador concienzudo, puntilloso, exhaustivo y minucioso en que se había convertido Darwin en su afanosa búsqueda de las pruebas que avalasen el inmenso trabajo que ocupaba toda su vida: la demostración de que la evolución era un hecho incontestable y la defensa de la selección natural como el mecanismo fundamental de aquella.
Pero, además, La fecundación de las orquídeas fue el primero de los libros de Darwin sobre la bella sencillez de las piezas que componen la naturaleza, sobre la evolución de lo secreto y de lo aparentemente inexplicable. Porque escudriñar meticulosamente los prodigiosos arcanos de la naturaleza para racionalizarlos, para descifrar lo indescifrable, era lo que agudizaba la insaciable curiosidad de Charles Darwin.
En El pulgar del panda, el gran divulgador Stephen J. Gould identificó el tratado sobre las orquídeas como un episodio fundamental en la campaña de Darwin a favor de la evolución, porque lejos de esa perfección en el diseño que sostenían los teólogos naturales, siempre tan propensos a cantar los milagros del Creador-Ingeniero que tanto alababa William Pailey, su profesor de Teología Natural en el Christ’s College de Cambridge, quien concebía al Creador como un orfebre que había diseñado el universo como un reloj, la naturaleza avanzaba más torpemente, a trancas y barrancas, a la manera del “relojero ciego” de Richard Dawkins.
Con un lenguaje un tanto morigerado muy propio de la época, Darwin criticó a los teólogos naturales y a sus ideas creacionistas sobre el origen de las partes de las flores, es decir, a la insostenible idea que los ultraconservadores norteamericanos llaman “diseño inteligente”: «En un futuro no muy lejano, escribió en aquellas fechas a Hooker, los naturalistas escucharán con sorpresa, quizás con mofa, que en tiempos anteriores hombres serios y cultivados mantuvieron que estos órganos fueron especialmente creados y dispuestos en su lugar adecuado como platos en una mesa por una mano omnipotente para completar el esquema de la naturaleza».
Hasta la monografía del naturalista inglés las orquídeas eran consideradas como la creación más excelsa, sublime y perfecta de la mano de Dios, por lo que Darwin -siempre empeñado en subrayar que «los fenómenos naturales pueden ser explicados sin recurrir a los agentes sobrenaturales», un aserto que nunca le perdonó FitzRoy- quiso demostrar que incluso aquellas plantas tan extraordinarias podían explicarse como resultado de una maravillosa suma de adaptaciones evolutivas.
Y es que para Darwin era completamente inverosímil concebir un Dios que hubiera creado a todas y cada una de las especies de orquídeas y a los prodigiosos y fascinantes mecanismos con que embaucaban a los insectos que habían arteramente enamorado. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.