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viernes, 3 de abril de 2020

Coronavirus y epidemia de gripe de 1918 en Estados Unidos: lo que nos enseña la historia

Cuando escribo este artículo (30 de marzo), Estados Unidos se acaba de convertir en el nuevo epicentro de la COVID-19, la nueva enfermedad transmitida por el coronavirus SARS-CoV-2: el país tiene ahora más casos de coronavirus que cualquier otro país del mundo.

En el momento en que escribo este artículo (1 de abril), desde que el SARS-CoV-2 se detectó por primera vez en Seattle el 20 de enero, el virus ha contagiado al menos a 181.099 personas en los 50 estados según las cifras oficiales (siempre más reducidas que las reales). De esos casos registrados, 3.606 son fallecidos, 1.550 de ellos en Nueva York.

En un país con 329 millones de habitantes, esas cifras significan una incidencia proporcionalmente mucho más baja que en España o Italia. Pero allí las cosas irán a peor, porque todo apunta a una escalada rápida provocada por el inevitable crecimiento exponencial que caracteriza el inicio de todas las epidemias.

Hay razones estructurales por las cuales Estados Unidos tiene dificultades para ofrecer una respuesta a la pandemia. Entre ellas destacan la atención médica privatizada y cara, la deficiente red de asistencia social y la autoridad descentralizada. En la guerra biológica contra el coronavirus, que es también una amenaza para la propia democracia, la autoridad descentralizada es una deficiencia de primera magnitud.

Figura 1. Los costes humanitarios del brote de coronavirus continúan aumentando, con más de 719,000 personas infectadas en todo el mundo. El número de fallecimientos confirmados ha superado los 33.900. Datos a 30 de marzo. Fuente
¿Qué está ocurriendo exactamente? Observen la Figura 1. Las estrellas en negrita indican el día en el que diferentes países adoptaron medidas de mitigación consistentes en el confinamiento nacional, regional o local de las poblaciones afectadas. Estados Unidos aún no las ha adoptado. Para entender lo que está pasando allí hay que poner el foco en lo que sucede ahora y lo que sucedió hace más de un siglo. En la lucha contra la actual pandemia, el país se enfrenta a los mismos problemas constitucionales que dificultaron el control de la epidemia de gripe de 1918.

La gripe de 1918, también conocida como gripe española, duró hasta 1920 y se considera la pandemia más mortal de la historia moderna. Desde su primer caso conocido, que tuvo lugar cerca de una base militar de Kansas en marzo de 1918, la gripe se extendió por todo el país. Al final de la pandemia, entre 50 y 100 millones de personas habían muerto en todo el mundo, incluidos más de 500.000 estadounidenses.

En 2007, dos estudios científicos intentaron explicar cómo influyeron en la propagación de la enfermedad las distintas respuestas ofrecidas en diferentes ciudades. Al comparar las tasas de mortalidad, el tiempo y las intervenciones de salud pública, los investigadores descubrieron que las tasas de mortalidad eran alrededor de un 50% más bajas en las ciudades que adoptaron medidas preventivas desde el principio en comparación con las que lo hicieron tarde o no lo hicieron (Figura 2C). Además, las ciudades que adelantaron el distanciamiento social se recuperaron económicamente mejor tras la pandemia.

Los casos de San Luis y Filadelfia son paradigmáticos. Poco después de que se adoptaran medidas sanitarias en Filadelfia, apareció otro caso en San Luis. Dos días después, la ciudad cerró la mayoría de las reuniones públicas y pusieron a las víctimas en cuarentena en sus hogares. Los casos se ralentizaron. Al final de la pandemia, la tasa de mortalidad en San Luis era menos de la mitad que en Filadelfia (Figura 2D).


Figura 2. A. Adoptar medidas de aislamiento social un día después eleva espectacularmente el número de contagiados (Luis Monje). B. Número de muertes previstas en Gran Bretaña y Estados Unidos en el caso de no adoptarse medidas de aislamiento social (Fuente). C. Diferencias de casos mortales registrados en diferentes ciudades norteamericanas. San Luis y Nueva York, las primeras en aplicar medidas de aislamiento fueron las que menos casos registraron Fuente. D. Diferencias en el número de casos mortales registrados entre Filadelfia y San Luis. Dos ciudades que adoptaron medidas de aislamiento en fechas diferentes. Fuente.
Ahora como entonces, las intervenciones de aislamiento social son la primera línea de defensa contra una epidemia en ausencia de una vacuna. Estas medidas incluyen el cierre de escuelas, tiendas y restaurantes; imponer restricciones al transporte; ordenar el confinamiento social y prohibir las concentraciones públicas. Pero en cada zona del país se aplican directrices distintas.

La restricción de viajes a Europa que hizo la Administración estadounidense es una medida en la buena dirección: probablemente el país ganó unas horas, quizás un día o dos para frenar la expansión del virus. Pero no más. No es suficiente. Eso es contención cuando lo que se necesita en estos momentos es mitigación. Y es ahí donde el poder federal tropieza con la capacidad legislativa de los estados.

Aunque la mitad de los ciudadanos está sometida a diferentes grados de distanciamiento social, cada estado (e incluso cada condado o cada gran ciudad) actúa por su cuenta en función en la gravedad de la situación en su territorio, sin olvidar que las autoridades actúan influidas en ocasiones por un trasfondo social.

El presidente Trump tiene las manos constitucionalmente atadas a la hora de declarar un estado de alarma como el declarado en España. La nación norteamericana nunca ha sido propensa a embarcarse en debates sobre el titular de la soberanía y el triángulo conceptual que esta pueda formar con las situaciones excepcionales y la defensa de la Constitución. Como escribió el constitucionalista Bruce Ackerman: «El silencio de la Carta Magna estadounidense sobre las situaciones de excepción ha favorecido a lo largo de la historia respuestas improvisadas del presidente de la nación, adoptadas con descuido de cualquier análisis coste-beneficio».

Cuando escribió aquel libro en 2005, Ackerman advertía que nada garantizaba que un futuro presidente no fuera «una combinación letal del simplismo de George W. Bush, el instinto político de Lyndon Johnson y el carácter despiadado de Richard Nixon». El cóctel parece haberse sublimado en la persona de Donald Trump.

Sin embargo, el virus circulará por mucho que el presidente desee que desaparezca. Frente a la crisis del coronavirus el trumpismo no parece a la altura de las circunstancias, como ha ido demostrando el empecinamiento interesado del presidente y de los grupos negacionistas que lo sostienen en acabar con la cuarentena cuanto antes para volver a la normalidad.

El 9 de marzo Trump acusó de embusteros a los medios de comunicación y a los demócratas por conspirar "para inflamar la situación del coronavirus" y dijo equivocadamente que la gripe común era más peligrosa. El 30 de marzo, tuvo su caída en su particular camino de Damasco. Ese día, su Administración emitió las primeras recomendaciones federales de distanciamiento social que debían mantenerse hasta el lunes 30 de marzo.

Abrumado por las cifras cada vez más preocupantes y por el informe del Imperial College que pronosticaba 2.200.000 muertes de estadounidenses de no adoptarse medidas (Figura 2B), Trump, que había pensado sacrificar miles de vidas para no parar la economía, decidió que esas recomendaciones permanecerán vigentes durante otro mes y podrían durar hasta junio.

Pero son solo eso, recomendaciones, que no son suficientes en el combate actual. En 1918, la clave para acabar con la epidemia fue el aislamiento social. Y eso probablemente sigue siendo cierto un siglo después, en la batalla contra el coronavirus que enfrentamos todos, pero que Estados Unidos enfrenta con unas herramientas legales que se han mantenido casi iguales desde los padres fundadores.

Una versión más corta de este artículo fue publicada ayer en el blog Diálogo Atlántico.