Distinguida con el Premio Pulitzer en 1940, una de las grandes novelas
políticas de la literatura, Las uvas de
la ira, de John Steinbeck, describe con precisión el drama de la emigración
de los componentes de la familia Joad, unos desposeídos que, obligados por el
polvo y la sequía, se ven obligados a abandonar sus tierras, junto con otros
miles de personas de Oklahoma y Texas, rumbo a la «tierra prometida» de
California.
Tres años antes de publicar la novela, Steinbeck había realizado para The San Francisco Sun una serie de
magistrales crónicas sobre la América de la Gran Depresión, reunidas luego en Los vagabundos de la cosecha (Libros del
Asteroide, 2007). La realidad que el autor conoció en aquel encargo
periodístico fue la materia prima de Las
uvas de la ira: hechos históricos, personajes de carne y hueso, miserias
verdaderas provocadas por las tormentas de polvo y la Gran Depresión.
El último Foro de Davos ha aprobado un
proyecto para plantar un billón de árboles. Una iniciativa a la que, en una
adhesión que es todo un oxímoron, también se
ha sumado Donald Trump. La preocupación por el estado de los bosques
norteamericanos comenzó con James Madison, autor del primer
discurso conservacionista de un presidente estadounidense. A Franklin Delano
Roosevelt (FDR) le cabe el honor de haber emprendido la primera plantación
masiva de árboles en suelo estadounidense.
Cuando Roosevelt asumió por primera vez la presidencia en 1933, la
nación estaba inmersa en una crisis económica, pero también ecológica. A partir
de 1930, una severa sequía azotó las altas planicies, la región de las Grandes
Llanuras que los primeros exploradores del ejército, con el mayor Stephen Long
a la cabeza, llamaron el "Gran Desierto Americano". Después de acabar
con las tribus nómadas que los habían ocupado durante siglos, durante los
primeros treinta años del siglo XX esos inhóspitos páramos habían sido poblados
por varias oleadas de colonos. Sin ser conscientes de ello, habían llegado
durante un período de precipitaciones superiores a la media, lo que les indujo
a pensar que las tierras eran excelentes para la agricultura.
Una tormenta de polvo sobre Tyrone, Oklahoma, el 14 de abril de 1935. El Dust Bowl de la década de 1930 envió a más de un millón de residentes de la región a California. Foto New York Times. |
Millones de hectáreas de praderas naturales fueron transformadas en
granjas y la tierra, que había permanecido compactada por las raíces de las
hierbas y por el pisoteo de las manadas de bisontes durante miles de años, quedó
abierta en canal por la reja del arado. Cuando la sequía golpeó, la tierra se
secó rápidamente y, desprovista de la trama fijadora de los pastos naturales, los
vientos despojaron y arrastraron la reseca capa superior del suelo. Entonces,
como unas cenizas sin llamas, se formaron "ventiscas negras", unas
tormentas de polvo y lodo tan potentes que llegaron a más de tres mil
kilómetros de distancia, hasta el océano Atlántico, dejando a su paso una
lluvia del limo fértil de la pradera. Despojadas de suelo, las que una vez
fueron granjas feraces se convirtieron en tierras sin valor, hundiendo a
millones de colonos en la pobreza.
Una posible solución a esta catástrofe, que se conoció como el "Dust Bowl", se le ocurrió a FDR
durante su campaña presidencial. Fue durante un día de calor abrasador cuando
su comitiva se detuvo en las desoladas afueras de Butte, Montana. El candidato salió
de su automóvil y observó una región desprovista de árboles por naturaleza y de
cualquier otra vegetación como resultado de los humos nocivos emanados de una mina
de cobre. Roosevelt, que había estudiado a fondo técnicas forestales para
mejorar Springwood, su finca en Hyde Park, y que acababa de anunciar sus planes
para crear el CCC, el Cuerpo Civil de Conservación, un programa federal de
empleo masivo que estaría ligado las políticas del New Deal, tuvo una revelación: Quizás la respuesta al Dust Bowl estaba en los árboles.
Franklin Roosevelt posa con trabajadores del Civilian Conservation Corps en un campamento de Shenandoah Valley, Virginia. Foto Franklin D. Roosevelt Presidential Library and Museum. |
La idea de usar árboles para mejorar las condiciones del Gran Desierto
Americano no era nueva en absoluto. Se remontaba a los primeros asentamientos
de mediados del siglo XIX, cuya última consecuencia fue un poderoso movimiento impulsado
por visionarios como el editor Julius Sterling Morton, que sostenía la absurda
creencia de que los árboles traerían las lluvias a las Grandes Llanuras. Roosevelt,
sin embargo, no pensaba que la plantación de árboles podría cambiar el clima de
la región. Lo que estaba considerando era la posibilidad de que una cantidad
suficiente de árboles protegiera la capa superior del suelo creando un escudo
contra los vientos brutales que azotaban el centro del país.
El futuro presidente estaba lejos de ser el primero en considerar el
potencial de los árboles cortavientos en el Gran Desierto Americano. Muchos
granjeros de las praderas habían plantado árboles con ese propósito. Lo que destacó
de la epifanía de FDR en Montana no fue su originalidad, sino su escala.
Roosevelt nunca vaciló en soñar a lo grande. El CCC, por ejemplo, se
convertiría en la mayor fuerza laboral civil en la historia de Estados Unidos.
Varios de sus programas, como el del valle del Tennessee y el del Valle Central,
plantearon transformar decenas de millones de hectáreas a la vez. El proyecto
de los rompevientos de las Grandes Llanuras también tendría dimensiones
colosales. Roosevelt quería construir un bosque de varios kilómetros millas de
anchura, desde la frontera canadiense hasta Texas, una barrera gigantesca que detendría
el viento y mitigaría las peores consecuencias de la sequía. Sería la máxima
expresión del poder de la reforestación.
Pero ese sueño no era algo que nadie pudiera emprender nada más entrar
en el Despacho Oval. Había demasiadas cuestiones que resolver primero. A
diferencia del caso de la CCC, sobre el cual tenía una visión clara a gracias a
su experiencia como gobernador, los vientos de las altiplanicies sobrepasaban
sus conocimientos. Puede que supiera mucho sobre plantar árboles en los suelos
bien regados de Hyde Park, pero eso era una minucia cuando se trataba del clima
árido del Gran Desierto Americano. Por eso, poco después de su toma de posesión,
Roosevelt pidió un informe al Servicio Forestal (SF) creado en 1905 por su
primo Teddy.
A finales de la primavera de 1934, el informe llegó Despacho Oval en un
momento que no podía haber sido más apropiado. La sequía sobrepasaba todo lo
visto hasta entonces. Las ventiscas negras arrasaban todo el país desde las
Rocosas hasta Chesapeake. Llovió polvo en Nueva York, en Washington e incluso
en barcos que navegaban por el Atlántico. Los que vivían en las Grandes Llanuras
sufrían desdichas insoportables. Para enfrentarse a la terrible situación, el
Congreso anunció en junio una astronómica partida extraordinaria de 525
millones de dólares destinada a los esfuerzos inmediatos de lucha contra la
sequía.
Con la nación devastada por las tormentas de polvo, Roosevelt
finalmente anunció la propuesta que había estado madurando durante casi dos
años. El 11 de julio, mientras estaba de vacaciones a bordo del USS Houston, emitió una orden ejecutiva
que ordenaba «la plantación de franjas de protección forestal en la
Región de las Llanuras como medio para mejorar las condiciones de sequía».
La proclamación autorizaba el gasto de una partida de 15 millones extraída de
los fondos extraordinarios de ayuda para la sequía. Esa sería la primera partida
de los 75 millones necesarios para construir la barrera contra el viento más
grande del mundo. Rápidamente, el proyecto se bautizó como el Shelterbelt, el cinturón protector.
Como había previsto, su anuncio desató una tormenta, aunque no fuera de
polvo. Los editores de periódicos de todo el país se pusieron en contra del
proyecto. Un escritor resumió el pensamiento opositor citando la estrofa final de
Tree, el famoso poema de Kilmer: But only God can make a tree [Pero solo Dios puede crear un árbol]; que
FDR intentara remediar al Todopoderoso «no solo era inútil, sino posiblemente
blasfemo».
La mayoría del Congreso se oponía. Según el historiador Wilmon Droze, «Para
muchos políticos, la idea de gastar 75 millones en una región donde pocos vivían
y votaban, y para un proyecto con final dudoso, era políticamente imprudente,
muy injusta e incumplía las promesas de equilibrar el presupuesto».
Nada de esa oposición debería haber servido para algo. Pero entonces el
plan de Roosevelt se topó con un obstáculo imprevisto. El Interventor General,
el republicano John R. McCarl, que estaba poniendo todo su empeño en frenar algunos
programas del New Deal, dictaminó que
los quince millones solicitados por el presidente no constituían un «alivio
inmediato de la sequía» según dictaba la legislación de junio.
Poco podía hacer Roosevelt para eludir al interventor. Puede que un
presidente fuera el hombre más poderoso del país, pero de vez en cuando el funcionamiento
interno de la burocracia federal resultaba ser aún más poderoso. Al final, se
vio obligado a reducir su petición a un millón de dólares, que únicamente
servirían para financiar los trabajos preliminares. Era una cantidad
insignificante, sobre todo comparada con los 600 millones de dólares que poco
después el Congreso concedería para el CCC, pero para Roosevelt era un comienzo.
El SF utilizó los fondos para comenzar a inspeccionar las tierras, organizar
a los suministradores de plántulas y contactar con los agricultores cuyas
tierras tendrían que arrendar para reforestar. Roosevelt también hizo su trabajo
político detrás del telón para asegurar la viabilidad de un programa. Finalmente,
los trabajos estaban listos para comenzar la siguiente temporada de plantaciones.
La siembra comenzó en Oklahoma en marzo de 1935. Las plantaciones
continuaron durante toda la temporada de crecimiento de primavera de ese año,
no sólo en Oklahoma, sino también en Texas, Kansas, Nebraska y las Dakotas. En
total, el SF y los trabajadores federales contratados como apoyo lograron plantar
doscientos kilómetros de franjas forestales, que cubrían más de 15.000
hectáreas.
Una vez que el programa se puso en marcha, muchos agricultores de las
Grandes Llanuras lo abrazaron con entusiasmo, pero en Washington D.C. la
historia era totalmente diferente. Los congresistas se mantenían escépticos acerca
de los méritos del Shelterbelt,
convencidos de que era un derroche y un truco político de Roosevelt para conseguir
el voto de los agricultores.
Croquis de unas parcelas del Shelterbelt. Lake States Forest Experiment Station, St. Paul, Minnesota, 1934. Forest Service, USDA. |
En 1936, el Congreso asignó 170.000 dólares específicamente destinados
a liquidar el programa. Roosevelt contratacó y consiguió varios millones de
dólares de la recientemente creada Administración de Proyectos de Obras (WPA),
que fue otra iniciativa de reactivación socioeconómica cuyo presupuesto contenía
cientos de millones de dólares en fondos no finalistas.
A medida que la batalla política sobre bosque protector arreciaba en
Washington, el SF continuó plantando sus árboles en silencio. En 1938 se habían
plantado más de 34 millones de árboles en casi 50.000 hectáreas. Los interminables
horizontes de las altiplanicies cerca del meridiano noventa y nueve
empezaban a verse interrumpidos por las lejanas siluetas de los bosques.
Pero en última instancia, la oposición política demostró ser demasiado
poderosa para que el bosque protector sobreviviera. A principios de la década
de 1940, Roosevelt, el creador y firme defensor del programa, estaba enfermo y
preocupado por la probable entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra
Mundial. Además, durante la década de 1930 se habían aprobado dos piezas clave
de la legislación federal que proporcionaban enfoques alternativos al Shelterbelt. La primera, la Ley de
Conservación del Suelo de 1935, creó una nueva agencia, el Servicio de
Conservación del Suelo (SCS), que fue autorizado a pagar a los agricultores por
mantener sus tierras sin cultivar con la esperanza de que las hierbas nativas regresaran
para estabilizar el suelo. La segunda, la Ley Forestal Norris-Doxey Farm de
1937, permitió al Gobierno dedicar fondos para trabajar en cooperación con los
agricultores que buscan mejorar sus parcelas forestales.
A finales de octubre de 1941, el secretario de Agricultura sugirió a
Roosevelt que el proyecto Shelterbelt
debería someterse al cada vez más afianzado SCS. Roosevelt, que había estado
luchando para mantener vivo el programa contra la hostilidad del Congreso
durante casi una década, finalmente cedió. En julio de 1942, después de ocho
años y un coste total de 14 millones, el Shelterbelt
echó oficialmente el cierre como programa independiente. El SCS, poblado por
agrónomos más que por silvicultores, retiró rápidamente la prioridad el uso de
franjas arbóreas como medida de conservación del suelo. Las plantaciones
cayeron de 1.750 millas en 1942 a 65 millas en 1943.
Pronto, Roosevelt tuvo que lamentar la muerte de su proyecto. En 1943, durante un discurso pronunciado en
una cena en la Casa Blanca en honor del rey de Arabia Saudita, en el que
comparaba el desierto árabe con el Gran Desierto Americano, el presidente dijo:
«Hace
años habíamos emprendido un proyecto conocido como Shelterbelt [...] Le diré al Congreso de los Estados Unidos que voy
a resucitarlo de nuevo, si vivo lo suficiente. Es algo excelente».
Pero los días de Roosevelt tocaban a su fin.
El 12 de abril de 1945, menos de un mes antes de que Estados Unidos
obtuviera la victoria sobre los nazis, el presidente más duradero en la
historia de la nación murió de una hemorragia cerebral. Al día siguiente, un
editorial del New York Times resumió
el estado de ánimo nacional: «Dentro de cien años, puestos de
rodillas, los hombres agradecerán a Dios que Franklin D. Roosevelt estuviera en
la Casa Blanca para liderar el pensamiento del pueblo estadounidense y dirigir
las acciones de su Gobierno en esa oscura hora en la que una barbarie poderosa
y despiadada amenazaba con invadir la civilización del mundo occidental y
destruir la obra de siglos de progreso».
Aunque muchos de sus últimos días los empleó agobiado por asuntos de Estado
y por las emergencias de la guerra, hasta los últimos momentos Roosevelt todavía
pensaba en su amado y atacado Shelterbelt.
Tres días antes de su muerte, revisó un nuevo memorándum sobre el programa y
envió una carta a su autor pidiéndole «un poco más de material sobre lo que
está suponiendo la plantación de árboles para que las familias puedan mejorar el
rendimiento de sus cultivos».
Franjas del Shelterbelt continúan protegiendo granjas en las Grandes Llanuras. Foto de 2015. |
Al final, la gran visión de Roosevelt para transformar las Grandes
Llanuras en un bosque se quedó corta, pero el proyecto dejó su huella en la
región. Una evaluación de 1954 del Shelterbelt
concluyó que se habían plantado más de 220 millones de árboles en treinta mil
granjas. En total, el SF había implantado más de 18.600 millas lineales de
franjas de árboles y la mayoría de ellas, más del 70 por ciento, sobrevivió
durante décadas. Durante las décadas de 1950 y 1960, muchas de las plantaciones
originales del Shelterbelt se
reforzaron o ampliaron a través de las acciones privadas de los agricultores
que habían llegado a apreciar el valor como cortavientos de los árboles.
Y hoy, entre los campos y las granjas de las planicies altas por los
que conduzco entre Nebraska y South Pass, algunos rodales de álamos, fresnos y olmos
siguen dando testimonio de la existencia de un programa planeado inicialmente
como «el
mayor trabajo técnico que el SF haya realizado jamás», pero que se convirtió, a los
ojos de muchos, en «el proyecto más ridiculizado del New Deal». © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.