Este ejemplar de Sequoiadendron giganteum, conocido como la "cabaña del pionero" fue derribado por las lluvias del invierno de 2017. Fuente. |
En 1853 se celebró en el Bryant Park de Nueva York la Exposición
Industrial de Todas las Naciones, una Feria Mundial inspirada en la gran
Exposición de Londres de 1851, que tuvo mucho éxito. Su objetivo era mostrar
los nuevos logros industriales del mundo y, de paso, demostrar el orgullo
nacionalista de una nación relativamente joven y todo lo que ella representaba.
La feria tuvo más de un millón de visitantes quienes, pese a los objetivos
industriales de la muestra, quedaron maravillados por la exhibición de un
tronco de doce toneladas de peso procedente de un árbol que había
sido descubierto accidentalmente en las faldas de Sierra Nevada,
California.
El año siguiente apearon otro ejemplar cuya base tenía una
circunferencia de treinta metros, que fue cortado en rodajas de más de dos
metros de altura para exhibirlas por todo el mundo con el nombre de “big trees”. A lo largo de los años,
innumerables personalidades estadounidenses visitaron los grandes árboles y
compartieron sus impresiones en relatos de viajes que se difundieron por todo
el país. Horace Greeley, el editor del New
York Tribune y uno de los fundadores del Partido Republicano, visitó a
fines de la década de 1850 e imaginó, muy acertadamente, que los
"mastodontes del bosque" eran "una reliquia de algún mundo
antiguo". William Cullen Bryant, el poeta, naturalista y editor del New York Evening Post, los describió en
1872 como "más allá de lo que jamás había visto". Tanto Theodore
Roosevelt como William Howard Taft hicieron recorridos por los grandes árboles
durante sus respectivas presidencias.
Altura, circunferencia y localización de algunos de los árboles más altos del planeta. Fuente. |
Los grandes árboles no solo ofrecían el testimonio del poder de la
naturaleza, sino que simbolizaban a América y su grandeza en la mente de muchas
personas, fueran o no estadounidenses. Los árboles habían construido la nación,
habían sido responsables de su fortaleza, de su poder y de su rápida expansión,
lo que hacía que los americanos se sintiesen orgullosos de ellos. Muchos de los
nombres que recibieron algunos de eso gigantes honraron a los grandes
estadounidenses o los símbolos nacionales, incluidos George Washington, Ulysses
S. Grant y el general Sherman, el condecorado oficial de la Guerra Civil, cuyo
nombre concedieron al árbol más grande de todos, un coloso de casi 84 metros de
alto y 33 de circunferencia a la altura del pecho.
Estos son los diez ejemplares vivos más grandes de S. giganteum. Fuente: United States National Park Service |
Claro que una cosa era ponerles motes a los árboles y otra cosa bien
distinta ponerles denominaciones científicas. Déjenme explicarles brevemente el
protocolo establecido para dar a conocer un nuevo organismo. La primera tarea
es presentarlo en público, para lo cual es necesario describirlo en una revista
bien difundida entre la comunidad científica interesada (obviamente, si
describo un ciprés en una revista dedicada a los cetáceos, pongamos por caso,
la comunidad botánica quedará in albis).
La descripción debe incluir un nombre que, si se ajusta a unas reglas,
estará ligado por siempre y para siempre a la especie en cuestión. El nombre de
todas las especies es doble. Uno de ellos el primero, es el nombre del género
en el que se incluye la especie; el segundo, es el llamado epíteto específico. Los
nombres son elegidos por quien los describe por primera vez, teniendo siempre
en cuenta que ni el género ni la especie hayan sido descritos anteriormente.
Tradicionalmente, el privilegio de la denominación botánica se usaba a menudo
para rendir homenaje a amigos, colegas o figuras públicas.
Las normas que regulan los nombres de las plantas, contenidas en el
Código Internacional de Nomenclatura Botánica, son claras: una planta debe
tener un solo nombre válido y no puede haber dos plantas diferentes con el mismo
nombre. Hoy en día, cuando el conocimiento se ha internacionalizado, es muy
difícil que un organismo recién descubierto reciba dos nombres científicos
diferentes, pero hasta hace pocas décadas era relativamente frecuente que una
planta o un animal recibiera nombres diferentes, tantos como los naturalistas
que los descubrieron, desconociendo involuntariamente el trabajo de sus
colegas, les hubieran puesto. Cuando tal cosa ocurre, las reglas del Código son
claras: rige el principio de prioridad. El nombre válido es el más antiguo de
los publicados y el resto son sinónimos que pasan al baúl de los recuerdos. La
fecha de publicación es, pues, determinante.
Cuando los árboles gigantes de California fueron de conocimiento
público, estaba claro que algún botánico se apresuraría a bautizarlos
científicamente. A mediados de la década de 1850, el orgullo nacional que los
estadounidenses sentían por sus gigantescos árboles desencadenó una
controversia que enardeció a los científicos a ambos lados del Atlántico. El 24
de diciembre de 1853 un respetable catedrático de Botánica en el University
College de Londres, John Lindley, publicó en la revista que él mismo editaba, The Gardeners' Chronicle, la primera
descripción de los big trees. Como
epíteto específico eligió el poco original pero casi obligado gigantea. El problema surgió con la
elección del nuevo género. Lindley los etiquetó con el nombre de Wellingtonia, un homenaje al legendario
duque de Wellington, que había derrotado a Napoleón en la batalla de Waterloo y
que había fallecido en 1852, cuando Lindley redactaba su trabajo.
Pocos nombres podrían haber sido más ofensivos para la comunidad
científica de Estados Unidos. El renombrado naturalista estadounidense C. F.
Winslow, desechando el consenso sobre la libre elección de los nombres
científicos, resumió en 1854 la actitud sus colegas estadounidenses: no estaban
dispuestos a aceptar, lo dijera quien lo dijera, que un naturalista británico
hubiera elegido el nombre de un general británico, despreciando ni más ni menos
que el de otro general americano, George Washington, cuyo nombre debería haber sido
elegido para esas joyas botánicas de la nación.
Winslow anunció que jamás los naturalistas americanos aceptarían de
facto tal afrenta nomenclatural. Sin otros argumentos que los sentimientos
patrios, decidió que los árboles eran en realidad unos cipreses del conocido género
americano Taxodium, y deberían
llamarse Taxodium washingtonianum. Como
era consciente de la debilidad de su propuesta, que carecía de fundamento
alguno, y para ir curándose en salud, Winslow escribió que en el caso de que
alguien decidiera que eran de un nuevo género, debería denominarlo Washingtonia californica.
Winslow hubiera actuado de otra manera de haber sabido algo que Lindley
había pasado por alto: el nombre Wellingtonia
ya había sido usado en 1840 por el botánico suizo Carl Daniel Friedrich
Meissner para denominar a Wellingtonia
arnottiana una planta de la familia Sabiaceae. Como el mismo nombre
científico (Wellingtonia en este
caso) no podía aplicarse a dos plantas diferentes y la propuesta de Meisner de
1840 tenía prioridad sobre la de Lindley de 1853, esta última decaía en sus
derechos.
Los botánicos europeos conocían este caso de sinonimia y habían
decidido que los gigantes de Sierra Nevada eran del mismo género, Sequoia, que el director del Jardín
Botánico de Viena, Stephan Ladislaus Endlicher, había empleado para denominar a
sus parientes de la costa del Pacífico, los redwoods (Sequoia sempervirens). En 1854, el botánico francés Joseph Decaisne
propuso que los árboles en cuestión deberían llamarse Sequoia gigantea.
Cabe ahora subrayar que ni Winslow, ni mucho menos los botánicos
europeos Lindley, Endlicher y Decaisne, que nunca habían puesto un pie en
América, habían visto in situ ni a Sequoia sempervirens ni a Sequoia gigantea. De haberlo hecho, se
hubieran percatado de que unos y otros tienen unas apetencias ecológicas muy
diferentes y de que, pese a que se trata de árboles gigantescos, sus portes son
muy distintos. Además, cualquiera que ponga alguna atención en examinar
desapasionadamente los rasgos anatómicos y morfológicos de unos y otros,
deducirá que puede que sean parientes -como las vacas tigres y los bisontes,
pero de géneros diferentes.
Vayamos ahora a la referencia reconocida y obligada en lo que se
refiere a las plantas de Estados Unidos y Canadá: Flora of North America, una obra magna todavía por concluir en
cuyos 28 volúmenes están registradas todas las especies de plantas reconocidas
en ambos países. En el volumen 2 está la denominación
reconocida y válida de los árboles de Sierra Nevada: Sequoiadendron giganteum (Lindley) J.
Buchholz, American Journal of Botany
26: 536. 1939.
Eso quiere decir que en el número 26 de esa revista americana el
botánico estadounidense John Theodore Buchholz había modificado el nombre
original de los árboles. Más abajo, y en letras más pequeñas, aparecen las
denominaciones anteriores, ahora convertidas en sinónimos: Wellingtonia gigantea Lindley; Sequoia
gigantea (Lindley) Decaisne 1854, not Endlicher 1847
El artículo de Buchholz lleva el significativo título de The generic segregation of the Sequoias.
Buchholz deshizo el entuerto nomenclatural que acabo de desentrañarles y se
apuntó el tanto cuando propuso un nuevo género, Sequoiadendron, el único válido de acuerdo con las normas del
Código de Nomenclatura Botánica.
Si algún lector interesado ha seguido el hilo de mis disquisiciones, habrá
notado que se me ha quedado en el morral el nombre Washingtonia, que Winslow había propuesto en 1854 a voleo, es
decir, sin el necesario fundamento nomenclatural. Buchholz era consciente de
que, por muy patriótico que fuera, Washingtonia
era el nombre que el botánico alemán Hermann Wendland había publicado
válidamente en 1874 para designar a un género de palmáceas americanas.
El honor de Washington estaba a salvo y el avispado Buchholz dejó su
apellido unido por siempre y para siempre a uno de los árboles más hermosos del
mundo. Doy fe. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.