En un artículo publicado en estas mismas páginas la pasada semana me ocupé de los problemas provocados en el parto como consecuencia de la bipedestación que caracteriza a los humanos. Pero si la evolución de tal hábito ha traído consecuencias dolorosas para la madre y hecho del bebé un consumado contorsionista durante el traumático parto que distingue a la tragicomedia del alumbramiento humano, también las ha traído en el caso del padre, aunque tales consecuencias parecen algo más venturosas.
En las hembras de los mamíferos la vagina se abre en la parte posterior del cuerpo y se dirige hacia el interior en un plano horizontal ligeramente inclinado hacia abajo, lo que facilita la progresión de los espermatozoides hacia el fondo, en dirección al cuello del útero, el cual se dispone también como un pasillo prácticamente horizontal en cuyo fondo se encuentra el óvulo. Cuando la hembra de un simio está receptiva y el macho se le aproxima por la espalda, aquella levanta sus cuartos traseros y el macho la monta sin más carantoñas para comenzar una brevísima cópula. La hembra, una vez inseminada, puede deambular sin perder el semen depositado en la vagina ya que al andar a cuatro patas no hay riesgo alguno de que aquel resbale gravitacionalmente.
Este mecanismo tan universal de inyección de los espermatozoides en el interior de las hembras, que era también el común en nuestros antecesores simiescos y cuadrúpedos hace unos siete millones de años, se trastocó por un cambio evolutivo tan importante como la bipedestación propia del linaje humano. Para conseguirla de forma estable y permanente, algo que se logró tras millones de años de evolución, los huesos de la pelvis tuvieron que sufrir transformaciones en su arquitectura que se tradujeron en modificaciones en los músculos y en la disposición de las vísceras que ocupan la oquedad pélvica. En el hueco de la pelvis del macho sólo están alojados la vejiga de la orina, la próstata y los intestinos; en la pelvis de la hembra, además de estas vísceras (excepto, obviamente de la próstata), se ubica el aparato genital, que aumenta de tamaño durante el embarazo.
Por tanto, mientras que la evolución hacia la marcha erguida no supuso grandes problemas para la anatomía interna del macho, sí fue un proceso que exigió profundas transformaciones en el aparato genital femenino. Una de ellas fue el desplazamiento de la vagina que, al modificarse la arquitectura de la pelvis, rotó hasta colocarse en la posición actual típica de las mujeres: la vagina se abre hacia delante y se dirige hacia arriba. Las importantes repercusiones que tuvo en nuestra evolución este hecho aparentemente banal han sido numerosas y han afectado tanto a nuestras pautas de comportamiento antes y después de la cópula, como a la estructura del aparato genital masculino. Desde los pudorosos tiempos de Darwin, el primer trasgresor del tabú de la sexualidad para considerarlo uno más de los procesos sujetos a la evolución, existe una copiosa bibliografía al respecto, pero, para lo que aquí nos trae, veamos las implicaciones que una vagina vertical y el deambular erguido tuvieron para la evolución del pene.
Si las carreras de los sanfermines se le antojan las peligrosas, olvídelo. Para recorrido tortuoso, para carrera acongojada, frenética y desesperada, la que recorren los espermatozoides humanos para alcanzar su objetivo: fecundar al óvulo. Cada vez que un varón normal eyacula produce entre cien y cuatrocientos millones de espermatozoides. Sólo unos pocos espermatozoides privilegiados, luchando contra la fuerza de la gravedad y tras superar varias barreras químicas, físicas y biológicas, serán capaces de acercarse a las proximidades del óvulo y sólo uno logrará fecundarlo.
Uno frente a cuatrocientos millones: la razón para esta desproporción estriba en las dificultades del tortuoso camino que provoca una enorme mortandad en las huestes masculinas. A diferencia de la posición aproximadamente horizontal que presenta la vagina en la mayoría de los mamíferos cuadrúpedos, lo que facilita la penetración interna del eyaculado espermático hacia el cuello uterino, que está también en posición horizontal y alineado con el conducto vaginal, en las mujeres la vagina es vertical y el cuello uterino conserva su disposición original en el plano horizontal, por lo que forman un ángulo casi recto, una abrupta esquina que deberán doblar los afortunados espermatozoides que, además de haber vencido la fuerza de la gravedad, hayan logrado sobrepasar el casi letal conducto vaginal. Y es que el 90% de los espermatozoides no supera ese conducto, cuyos fluidos tienen un ph ácido, acidez que es un espermicida muy eficaz como se sabe desde muy antiguo, ya que el lavado postcoital con ciertos ácidos débiles como el acético es el fundamento de un viejo y peligroso método anticonceptivo que ya se empleaba en la Grecia clásica.
A continuación, el diezmado pero veloz tropel deberá entrar en el cuello uterino, unas auténticas horcas caudinas cuyo dintel está taponado por unas mucosidades pegajosas que atrapan a la inmensa mayoría de ellos. El resto, los más potentes y resistentes, están ahora en el cuello uterino donde deben enfrentarse a las defensas inmunológicas que los reconocen como gérmenes extraños y que, ignorando el benéfico fin que impulsa a sus ágiles visitantes, intentan aniquilarlos como si de patógenos infecciosos se tratara. Atacados por las legiones de leucocitos, la inmensa mayoría sucumbe allí, mientras que apenas un centenar, los más veloces y mejor orientados, logra escabullirse para enfilar la recta final, las trompas de Falopio, en cuyo tercio interior, cómodamente instalado, aguarda el óvulo.
A tal exigencia tal respuesta. Puesto que el recorrido del eyaculado es tortuoso; puesto que la vagina es vertical; puesto que el bipedismo favorece la caída gravitacional del eyaculado tras el coito; puesto que el conducto vaginal está lleno de peligros y forma un ángulo recto con el útero, lo mejor es que el semen acorte el camino por el procedimiento de ser introducido lo más profundamente posible. Hete aquí que, además de por las causas que a todos nos vienen a la mente, las hembras han sido (y son, claro) la causa del alargamiento en tamaño del pene del hombre. Y es que aunque en la mayoría de los casos no sea como para tirar cohetes, el tamaño del pene del hombre es extraordinario cuando se compara con el de otros primates. Entre ellos, alégrese hombre, no tenemos rivales.
Tomemos como ejemplo a nuestros parientes de mayor talla: los gorilas. Por término medio un gorila adulto dominante pesa alrededor de doscientos kilos, mientras que su diminuto pene en erección no sobrepasa los cinco centímetros. O sea, un centímetro por cada cuarenta kilos de masa corporal. Vea usted como no hay que desanimarse: pésese, mida y compare su peso y su talla. En los tiempos que corren toda alegría es poca.
Aunque otro día me ocuparé de otra beneficiosa e incomparable consecuencia de la marcha erguida, el orgasmo, quienes con cierta lógica estén pensando en otra hipótesis: la de que un pene más grande es capaz de proporcionar más placer a la mujer al permitir mayores posturas copulatorias, que la vayan olvidando. Los orangutanes, dotados de un miembro mucho más pequeño, son capaces de dejar en ridículo al hombre en cuanto a posturas sexuales y su cópula dura hasta quince minutos, lo que es una dulce utopía para los humanos.