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domingo, 2 de noviembre de 2025

ESPAÑA, EL ÚLTIMO AMO

 

Galeón español. Pintura de Rafael Monleón. Museo Naval. Madrid.

En el Museo Naval de Madrid hay un cuadro que pocos miran con atención. Representa un galeón cruzando el Atlántico, las velas hinchadas, el mar sereno, el cielo en calma. A primera vista, es un símbolo del esplendor imperial. Pero bajo esa calma pintada, invisibles, viajan centenares de cuerpos encadenados. España, que había traído la cruz, el idioma y el hierro al Nuevo Mundo, también llevó las cadenas.

Durante siglos, el Imperio español fue un imperio de manos ajenas. En los ingenios de La Española, en los cañaverales de Cuba, en las minas de Potosí y Zacatecas, trabajaban los brazos de otros. Los indígenas murieron pronto, diezmados por la viruela y las encomiendas; entonces llegaron los africanos, comprados en factorías portuguesas y embarcados en condiciones que harían palidecer a Dante. Los llamaban piezas de India, como si fueran engranajes de una máquina de azúcar y oro.

El tráfico de esclavos fue, desde el siglo XVI, una empresa internacional en la que España jugó con astucia y tardanza. Por un lado, la monarquía católica prohibía el comercio directo de seres humanos —un escrúpulo teológico más que moral—; por otro, lo subcontrataba. Portugueses, genoveses, ingleses y franceses obtuvieron durante siglos el derecho de abastecer a las colonias españolas con “mano de obra negra”. A cambio, pagaban al rey un canon: el asiento de negros. Así, España podía declararse piadosa mientras su tesoro se llenaba con los dividendos del infierno.

Pero el verdadero rostro del amo apareció en el siglo XIX, cuando las demás potencias comenzaron a renunciar, al menos en los papeles, a la esclavitud. Gran Bretaña la abolió en 1833, Francia en 1848, Portugal en 1869. España, sin embargo, siguió mirando hacia otro lado. En la metrópoli se hablaba de libertades y progreso, pero en el Caribe los látigos seguían silbando.

Soldado afroamericano leyendo en el número 8 de Whitehall Street, el negocio de comerciantes de esclavos en AtlantaGeorgia, otoño de 1864.

Cuba, todavía española, era entonces una máquina colosal de azúcar y tabaco. Sus plantaciones producían fortunas que lubricaban la política peninsular. Las grandes familias criollas —Aldama, Zulueta, O’Farrill, Peñalver— amasaron riquezas fabulosas sobre los cuerpos de esclavos africanos. Muchos de esos capitales cruzaron el Atlántico y fundaron palacios en Madrid, Bilbao, Santander o Barcelona. Los indianos, recibidos como benefactores, levantaron escuelas y teatros con dinero que olía a caña quemada y sudor africano.

Ingenio El Progreso. Propiedad del Sr. Marqués de Arcos. Departamento Occidental, Jurisdicción de Cárdenas, Partido de Guamutas. Pintura de 1857 de Justo German Cantero 


A mediados del siglo XIX, España era una nación empobrecida y nostálgica, pero todavía dueña de un puñado de colonias donde el tiempo parecía detenido. La esclavitud era el eje de su economía colonial, sobre todo en Cuba y Puerto Rico. En 1860 había en la isla más de 370.000 esclavos, una cifra mayor que la de los blancos peninsulares. Las leyes metropolitanas apenas se aplicaban, y los gobernadores toleraban un comercio que seguía activo pese a los tratados internacionales. Los barcos negreros, muchos de ellos construidos en astilleros españoles, continuaban surcando el Atlántico con su cargamento clandestino.

La hipocresía se convirtió en rutina. En Madrid, los liberales hablaban de derechos universales; en La Habana, los capataces contaban cabezas. Los periódicos peninsulares denunciaban las cadenas en Alabama, pero guardaban silencio sobre las de Matanzas o Cienfuegos. España fue, literalmente, el último amo de Occidente: el último Estado europeo en abolir la esclavitud, primero en Puerto Rico (1873) y luego en Cuba (1886). 

Antonio Cánovas del Castillo —líder conservador, figura central de la Restauración y varias veces presidente del Consejo de Ministros, que da nombre a una fundación del PP— defendió públicamente la esclavitud en el Congreso de los Diputados, sobre todo en el contexto de los debates sobre su abolición en las colonias españolas de ultramar, especialmente Cuba y Puerto Rico, en la década de 1860.

Para entonces, la abolición fue más un trámite que una revolución. Muchos esclavos siguieron trabajando como jornaleros endeudados o “patrocinados” por sus antiguos amos. La libertad llegó con condiciones: debían pagar su emancipación con trabajo, en una versión burocrática del mismo látigo. Las élites criollas conservaron el poder, y los negros liberados siguieron viviendo en los márgenes.

Detrás de las cifras, sin embargo, hay una verdad más profunda. España fue tardía no solo por inercia económica, sino por ceguera moral. El país que había inventado las misiones y la evangelización no quiso mirarse en el espejo de sus propias colonias. Durante siglos, el esclavismo se consideró una extensión natural del orden divino: Dios arriba, el rey debajo, y más abajo, quienes servían sin nombre.

La historia oficial apenas menciona a los mercaderes españoles de esclavos. Sin embargo, sus nombres aparecen en los registros de Cádiz y La Habana: Pedro Blanco, el más célebre, controló desde la costa de Sierra Leona una red de factorías que movía miles de cautivos al año. En los puertos andaluces, las fortunas del comercio negrero se disfrazaban de respetabilidad burguesa. Las iglesias bendecían las partidas de los barcos y recibían diezmos de sus ganancias.

Cuando en 1886 se declaró la abolición definitiva, España no celebró la noticia. Apenas fue una nota administrativa. El país miraba hacia otro desastre: el final de su imperio. En menos de veinte años perdería Cuba, Puerto Rico y Filipinas, y con ellas la ilusión de ser algo más que una vieja potencia europea. La desaparición de la esclavitud coincidió con la desaparición del imperio: dos agonías que, en el fondo, eran la misma.

Hoy apenas quedan rastros visibles de esa historia. En los archivos polvorientos, en los testamentos y en las crónicas coloniales, aparecen cifras que nadie quiere leer. En algunas casas de indianos cuelgan retratos de antepasados que sonríen desde la eternidad sin saber que, bajo sus cimientos, descansan miles de vidas compradas. Y, sin embargo, todo está ahí: en las iglesias dedicadas a los santos del mar, en las plazas con nombres de conquistadores, en los dulces que llevan siglos endulzando la amnesia.

España no fue distinta de las otras potencias europeas, pero sí fue la última. Y ese retraso le dio un sabor amargo a su modernidad. Mientras el mundo hablaba de progreso y de derechos, España seguía aferrada a una estructura feudal disfrazada de imperio. La esclavitud no fue un accidente, sino una prolongación natural de su historia colonial.

En el silencio de los viejos ingenios cubanos, entre los cañaverales que vuelven a crecer sobre los muros derruidos, uno puede oír todavía el eco de esa vieja servidumbre. Es el ruido del látigo que se convierte en olvido, de la historia que se repite como un rumor de cadenas. España fue el último amo no porque quisiera serlo, sino porque no supo dejar de serlo.

LA MALDICIÓN DEL AZÚCAR

 

En el siglo XVII, un terrateniente europeo podía no saber leer ni escribir, pero sabía perfectamente el precio del azúcar. No era una frivolidad: el azúcar movía fortunas, guerras y esclavos. Era la joya blanca del comercio atlántico. En los salones parisinos, ofrecer café o chocolate con azúcar equivalía a exhibir poder. Y, como todas las modas que mezclan placer y dinero, pronto se convirtió en una maldición.

Con la precisión de un anatomista, La maldición del azúcar, un documental de Matilde Damoisel, que estos días se proyecta en Movistar Plus, nos enseña cómo ese polvo blanco, que hoy se esconde bajo nombres tan inocentes como “jarabe de maíz” o “fructosa líquida”, fue levantando imperios y tumbando cuerpos. Su historia combina dos obsesiones humanas: el dinero y el dulce. El primero movió barcos y ejércitos; el segundo, voluntades.

Los europeos conocieron el azúcar a través de los árabes, que lo habían llevado desde la India hasta el Mediterráneo. Pero la verdadera fiebre comenzó cuando Colón, en su segundo viaje, llevó cañas a La Española. El clima tropical hizo el resto. En pocas décadas, las Antillas se convirtieron en un enjambre de ingenios humeantes y plantaciones vigiladas por capataces armados. El azúcar refinado viajó en sentido contrario hacia Europa, donde se vendía a precio de oro. Y en el centro del triángulo, millones de esclavos africanos, arrancados de sus aldeas, morían antes de probar el producto de su trabajo.

Los economistas llaman a ese sistema “comercio triangular”. Los moralistas, directamente, infierno. De África salían cuerpos; de América, azúcar; de Europa, armas y tejidos. El azúcar lubricó la esclavitud y la esclavitud lubricó el capitalismo. La dulzura de unos reposaba sobre la amargura de otros.

Cuba, todavía española, era entonces una máquina colosal de azúcar y tabaco. Sus plantaciones producían fortunas que lubricaban la política peninsular. Las grandes familias criollas —Aldama, Zulueta, O’Farrill, Peñalver— amasaron riquezas fabulosas sobre los cuerpos de esclavos africanos. Muchos de esos capitales cruzaron el Atlántico y fundaron palacios en Madrid, Bilbao, Santander o Barcelona. Los indianos, recibidos como benefactores, levantaron escuelas y teatros con dinero que olía a caña quemada y sudor africano.

A mediados del siglo XVIII, Francia y Gran Bretaña competían por controlar las islas azucareras del Caribe. Haití —entonces Saint-Domingue— era el mayor productor del mundo. Su riqueza era tal que, en 1789, generaba más beneficios que todas las colonias británicas juntas. Pero esa opulencia descansaba sobre un régimen brutal: la esperanza de vida de un esclavo recién llegado no pasaba de diez años. En 1791, hartos de látigos y promesas, los esclavos se alzaron en la primera revolución negra de la historia. Nació Haití, y el mercado mundial del azúcar entró en pánico.


Europa buscó alternativas. Napoleón impulsó la producción de remolacha azucarera para no depender de las colonias y el norte industrial encontró así su propio edén blanco. Durante el siglo XIX, el azúcar pasó de ser un lujo a una necesidad. El café, el té, las galletas y los dulces invadieron las mesas obreras. El capitalismo había descubierto una mina que no estaba bajo tierra, sino en las papilas gustativas.

El siglo XX perfeccionó la trampa. En los años cincuenta, la industria alimentaria estadounidense descubrió que el jarabe de maíz de alto contenido en fructosa era más barato que el azúcar de caña. Desde entonces, el azúcar invisible se infiltró en todo: pan, salsas, yogures, embutidos, cereales, refrescos. Hoy un ciudadano medio consume más de veinte veces la cantidad de azúcar que ingería un europeo del siglo XVIII. El azúcar ya no se compra por kilos, sino por calorías, por diagnósticos… y por funerales.

La ciencia, durante décadas, jugó al escondite. En los años sesenta, la Fundación del Azúcar pagó a investigadores de Harvard para desviar la culpa de las enfermedades cardíacas hacia las grasas. El truco funcionó tan bien que toda una generación cambió la mantequilla por margarina y siguió tomando refrescos con la conciencia limpia. Los resultados fueron demoledores: obesidad, diabetes tipo 2, hígados grasos y una epidemia silenciosa que sigue creciendo.

Pero la maldición del azúcar no se limita al cuerpo. Es también una cuestión social. En las regiones cañeras del Caribe, de Brasil o de Filipinas, la riqueza sigue concentrada en pocas manos. En República Dominicana, los bateyes —pueblos de trabajadores de la caña— viven aún entre machetes, mosquitos y salarios de hambre. El azúcar es un negocio moderno con métodos coloniales. Las grandes marcas cambian de logo, pero no de costumbre.

El azúcar ha sido, en cada época, un espejo moral. En el Antiguo Régimen, reflejaba el lujo; en el siglo XIX, el progreso; en el XX, la felicidad. Hoy refleja la adicción. La neurociencia ha confirmado lo que los fabricantes intuían: el azúcar activa los mismos circuitos cerebrales que la cocaína. No extraña que los supermercados se parezcan cada vez más a casinos de colores, donde cada pasillo ofrece su pequeña dosis de dopamina envuelta en celofán.

Sin embargo, cuesta imaginar el mundo sin él. El café sin azúcar parece una protesta política. Los cumpleaños sin tarta, una herejía. Lo dulce es consuelo y recompensa; es infancia y olvido. El problema no es el azúcar, sino nuestra relación con él: la necesidad de endulzar la vida cuando la vida se amarga.

Quizá la verdadera maldición no sea el azúcar en sí, sino la facilidad con que olvidamos su historia. Cada terrón es un fragmento de un pasado que preferimos disolver. La esclavitud, las plantaciones, la manipulación científica, la obesidad infantil: todo está ahí, pero empaquetado en tonos pastel. Como escribió Damoisel, «la dulzura es una forma de violencia cuando oculta su precio».

En el Caribe, los viejos ingenios son ahora ruinas cubiertas de enredaderas. Los turistas los visitan sin saber que allí empezó la globalización del placer. En el silencio de esos campos, donde el viento sigue oliendo a caña fermentada, uno puede escuchar todavía el rumor de una verdad amarga: el azúcar, la sustancia que prometía dulzura, ha sido uno de los motores más amargos y crueles del mundo moderno.

El siglo XXI enfrenta una paradoja curiosa: sabemos demasiado y cambiamos demasiado poco. Los gobiernos imponen tasas al azúcar y los fabricantes lanzan versiones “zero” que, en realidad, nos mantienen enganchados al mismo ciclo. No hay imperio sin vicio, ni vicio sin negocio. La historia del azúcar no ha terminado; solo ha cambiado de envoltorio.

En la próxima cucharada de café hay un eco de siglos: el del látigo en las plantaciones, el silbido de las locomotoras azucareras, el zumbido de las máquinas de envasado, el clic del lector de código de barras. Cada generación cree que ha domesticado al azúcar. Pero, si uno mira con atención, verá que es al revés: el azúcar nos ha domesticado a nosotros.

sábado, 1 de noviembre de 2025

SEPULTADOS POR LA BASURA

 

En la esquina de la Quinta avenida con la calle 128, está el minúsculo parque dedicado a los hermanos Collyer que ocupa el solar en el que estuvo la casa familiar.

Caminar desde Central Park hacia Harlem es una experiencia que recuerda que Nueva York, por mucho que cambie, sigue siendo una ciudad de contrastes. En la esquina de la 110, el verdor del parque se acaba de golpe y el paisaje urbano se vuelve más áspero, más vertical, más humano. Las ardillas dan paso a los puestos de frutas, y los corredores con ropa guay se mezclan con ancianos que conversan en los bancos, como si el parque fuera una frontera entre dos versiones del mismo país.

Sigo subiendo por la Quinta Avenida, con el río Harlem insinuándose a la izquierda, y pienso en lo que debió de ser este barrio cuando aún olía a campo y a casas bien ventiladas. A comienzos del siglo XX Harlem era un barrio blanco y respetable, de esos donde las damas tocaban el piano y los caballeros tenían bigote y una ligera tendencia a la excentricidad. En una de sus esquinas, en la calle 128, se levantaba entonces una mansión de arenisca roja, un brownstone elegante que pertenecía a la familia Collyer.

Hoy, en ese mismo lugar, hay un minúsculo triángulo de tierra cercado por una verja y presidido por unos pocos sicomoros. Un cartel anuncia con cierta ironía poética: “Collyer Brothers Park”. Es difícil imaginar que aquí, donde los vecinos pasean al perro, se desarrolló una de las historias más extrañas de la mitología urbana neoyorquina.

Los hermanos Collyer, Homer y Langley, fueron en vida una especie de atracción de feria involuntaria. Sus rarezas llenaron los tabloides mucho antes de que existiera el término síndrome de Diógenes. Acumularon en su casa tal cantidad de objetos que, literalmente, murieron sepultados por ellos. La mansión se convirtió en una tumba de papel, chatarra y polvo. Y, como suele pasar en Nueva York, su ruina acabó convertida en leyenda.

El parque actual es tan pequeño que uno puede transitarlo en diez pasos. A su alrededor se alzan bloques de vivienda pública, con ropa colgando en los balcones y olor a comida que se escapa por las ventanas. Es un escenario improbable para una historia de góticos victorianos, pero así es Nueva York: mezcla sin pudor lo sublime y lo grotesco.

Todo empezó en 1909, cuando Herman Collyer, un médico ginecólogo, y su esposa Susie, una cantante de ópera, se instalaron en la nueva casa de Harlem. Él tenía la curiosa costumbre de ir a trabajar en canoa, una rareza que ya entonces le granjeó fama de excéntrico. Los vecinos lo veían caminar por la calle cargando la piragua invertida sobre la cabeza, como un crustáceo desorientado.

El matrimonio aguantó en Harlem apenas una década. Cuando la población afroamericana comenzó a instalarse en el barrio, los blancos acomodados iniciaron un éxodo en dirección sur. Pero los hijos, Homer y Langley, decidieron quedarse. Por entonces rondaban los veinte años y ambos eran titulados universitarios: Homer, graduado en Derecho marítimo; Langley, ingeniero, pianista y, según algunos, inventor de artefactos que nunca funcionaron.

Las tres casas adosadas que aún se conservan fueron construidas por George J. Hamilton. La casa de enmedio permite hacerse una idea de cómo era la mansión Collyer.


Durante un tiempo llevaron una vida normal. Pero la normalidad en Nueva York tiene la costumbre de caducar. En 1932, Homer perdió la vista y empezó a replegarse en la casa. Langley se convirtió en su enfermero y, como buen hermano menor con exceso de tiempo libre, en su proveedor de ideas extravagantes. Ideó, por ejemplo, una dieta de cien naranjas semanales para curarle la ceguera. También empezó a acumular periódicos, con la intención —según dijo— de construir un archivo completo de la historia contemporánea para que Homer pudiera leerla cuando recuperara la vista.

El proyecto se le fue de las manos. Las paredes se cubrieron de pilas de periódicos atados con cuerdas; los pasillos se convirtieron en túneles y la casa, en una especie de fortaleza de papel. Langley recogía de la basura todo lo que encontraba: pianos, bicicletas, maniquíes, incluso un viejo Ford T que instaló en el salón para usarlo como generador eléctrico. Cuando les cortaron el agua y la luz, se abastecía por las noches de un parque cercano.

A medida que el aislamiento crecía, también lo hacía la leyenda. Se decía que los Collyer escondían tesoros, que dormían sobre montañas de billetes y que habían convertido su casa en una cueva de Alí Babá. Los periodistas acechaban en la puerta; los niños lanzaban piedras; los curiosos tocaban el timbre para ver si alguien contestaba. Ellos respondieron atrincherándose: tapiaron las ventanas, desconectaron el teléfono y colocaron trampas con alambres en los pasillos.

Marzo, 21, 1947. La multitud se concentra delante de la casa de los Collyer mientras la policía y los bomberos proceden a ocupar la casa.


Como era previsible, todo terminó en tragedia. El 21 de marzo de 1947, la policía recibió una llamada anónima: un fuerte olor putrefacto surgía del número 2078 de la Quinta Avenida. Cuando los agentes llegaron, se encontraron con una multitud agolpada frente a la casa. El hedor era insoportable. Los bomberos intentaron entrar por la puerta, pero un muro de objetos lo impedía. Tardaron horas en abrir un hueco. Dentro, el aire era tan espeso que tuvieron que trabajar con máscaras.

El primer cuerpo que hallaron fue el de Homer, sentado en una silla, muerto de inanición. Los periódicos del día siguiente llenaron las portadas con su historia. Pero el cuerpo de Langley no apareció hasta una semana después: había quedado atrapado por una de sus propias trampas, sepultado bajo toneladas de papel. Murió aplastado, apenas a dos metros de su hermano, mientras intentaba llevarle la cena.

El inventario final rozó lo surrealista: más de cien toneladas de objetos fueron retiradas de la casa. Entre ellas, 25 000 libros, catorce pianos, una quijada de caballo, una piragua, una capota de coche de época, bustos, tapices, frascos con órganos humanos, trenes de juguete, una máquina de rayos X y una montaña de periódicos que bien podía haber contado toda la historia del siglo XX si alguien hubiera tenido el valor de leerla.

Un policía indaga en el interior de una de las habitaciones de la casa Collyer

El Ayuntamiento, superado por la magnitud del desastre, decidió demoler el edificio. En su lugar, años más tarde, plantó un pequeño parque con sicomoros. Algunos vecinos se indignaron cuando el consistorio quiso llamarlo “Parque de los Hermanos Collyer”. Les parecía un homenaje inmerecido. Pero Nueva York tiene una extraña costumbre: convierte en monumento incluso lo que la avergüenza.

Mientras contemplo el solar, pienso que los Collyer fueron, en el fondo, un espejo grotesco de la ciudad. Si Manhattan tuviera alma, estaría hecha de esa misma mezcla de deseo, miedo y acumulación. Cada apartamento es una versión ordenada de aquella mansión perdida: guardamos cosas “por si acaso”, cerramos las persianas, construimos pequeños refugios que con el tiempo se llenan de papeles, recuerdos, de todo lo que creemos indispensable.

En su novela Homer & Langley, E. L. Doctorow imaginó que los hermanos seguían vivos, eternos, prisioneros de su propio museo del tiempo. Quizás no iba tan desencaminado. De algún modo, la historia se repite cada día en algún rincón de la ciudad, donde alguien guarda un periódico viejo convencido de que aún puede servir para algo.

Camino de regreso hacia Central Park, me cruzo con un camión de basura. El operario arroja bolsas dentro y el contenedor emite un sonido metálico que parece un rugido satisfecho. Nueva York devora su pasado todas las noches y cada mañana amanece como nueva. Pero bajo las torres, entre los sicomoros del parque de los hermanos Collyer, sigue latiendo esa otra ciudad hecha de papeles y polvo. La que nunca tira nada.

EL GOLPE DE ESTADO QUE ESTÁ POR LLEGAR

 

En Siete días de mayo, la película de 1964 de John Frankenheimer, un grupo de altos mandos militares conspira para derrocar al presidente de Estados Unidos. El motivo es tan norteamericano como el propio golpe: el presidente ha firmado un tratado de desarme nuclear con la Unión Soviética, y los generales creen que eso equivale a traición. La trama, tensa y cerebral, transcurre en despachos del Pentágono, bases secretas y sótanos llenos de teléfonos. El golpe no se consuma, pero la advertencia queda clara: el mayor peligro para la democracia americana no viene del exterior, sino de sus propias entrañas.

Años después, Philip Roth imaginó una amenaza más sutil e inquietante. En La conjura contra América (2004), el héroe nacional Charles Lindbergh —aviador, patriota y simpatizante del nazismo— gana las elecciones presidenciales de 1940 y conduce al país hacia una forma sonriente de fascismo doméstico. Contada desde los ojos de un niño judío en Newark, la novela es una parábola sobre lo fácil que resulta destruir la democracia sin disparar un solo tiro. Solo hacen falta miedo, carisma y un enemigo al que culpar.

Durante décadas, esas ficciones parecieron advertencias remotas, hijas del trauma de la Guerra Fría. Hoy suenan menos a advertencia y más a profecía. El intento de insurrección del 6 de enero de 2021, cuando una multitud alentada por Trump asaltó el Capitolio, devolvió a la memoria la sensación de que incluso en Estados Unidos —esa república convencida de su inmunidad histórica— el golpe de Estado es posible. No un golpe clásico, con tanques en las calles, sino algo más caótico y televisivo: un golpe transmitido en directo.

Los conspiradores de la ficción de Frankenheimer se mueven con disciplina militar; en 2021, el asalto fue una mezcla de carnaval y tragedia protagonizado por ciudadanos convencidos de defender la democracia mientras la destruían. Lo que Siete días de mayo describía como un complot de élites, el siglo XXI lo convirtió en un levantamiento de multitudes, amplificado por la tecnología y el ruido digital.

El siglo XX temía el autoritarismo que venía de arriba; el presente teme el que brota de abajo. Las pasiones que movilizaron a los patriotas del Tea Party, a los milicianos armados y a los creyentes en teorías conspirativas son versiones modernas del viejo excepcionalismo americano: la convicción de que la libertad individual justifica cualquier desobediencia. En este nuevo guion, los conspiradores ya no son generales ni espías, sino ciudadanos que se creen elegidos para salvar la nación de su propio gobierno.

La historia de los intentos de golpe en Estados Unidos es más rica de lo que sugiere su mito democrático. En 1933, apenas tres años después del crack del 29, un grupo de empresarios y banqueros descontentos con el New Deal intentó reclutar al general Smedley Butler —héroe de guerra condecorado— para liderar un levantamiento contra Franklin D. Roosevelt. El plan, conocido como el Business Plot o Wall Street Putsch, buscaba instaurar una dictadura corporativa que detuviera el avance del Estado social. Butler los denunció ante el Congreso y el golpe nunca se materializó, pero la semilla de la sospecha germinó.

Décadas después, Eisenhower —el general que había derrotado al nazismo— advirtió en su discurso de despedida contra el “complejo militar-industrial”, esa alianza de intereses económicos, políticos y bélicos que podía llegar a controlar el país desde dentro. No hablaba de un golpe visible, sino de una toma de poder paulatina, disfrazada de patriotismo y progreso tecnológico. En cierto modo, el verdadero golpe americano ha sido siempre silencioso, burocrático y rentable.

Si Siete días de mayo imaginaba el golpe como una cuestión de lealtad y disciplina, La conjura contra América lo planteaba como un problema de fe colectiva. El fascismo de Lindbergh no imponía la obediencia por la fuerza, sino por el deseo de creer. Esa es quizá la mayor debilidad de la democracia estadounidense: su tendencia a confundir el optimismo con la verdad. El mito de la libertad individual —ese motor cultural que construyó el país— se vuelve contra él cuando cada ciudadano cree que su libertad está por encima de la ley.

La televisión, como en todo relato americano, tuvo un papel decisivo. Cuando Nixon perdió las elecciones de 1960 ante Kennedy, se dijo que la culpa fue de la cámara: el senador lucía joven, lozano y confiado; el vicepresidente, pálido, sudoroso y sin afeitar. La democracia moderna ya no se jugaba en los despachos, sino en los platós.

Sesenta años después, el campo de batalla se trasladó a los teléfonos. Las redes sociales, que prometían una revolución democrática, se convirtieron en fábricas de fe, donde cada grupo fabrica su propia realidad y su propio enemigo. En ese contexto, el golpe del siglo XXI no necesita generales ni tanques: basta con deslegitimar la verdad.

El golpe, en realidad, ya ha ocurrido muchas veces. Ocurre cada vez que un candidato pone en duda el resultado electoral sin pruebas, cada vez que una turba amenaza a un funcionario público, cada vez que un periodista recibe amenazas por informar. El poder ya no se toma por la fuerza, sino por erosión. Los nuevos golpistas no quieren controlar el Estado, sino vaciarlo: saturar el espacio público con mentiras hasta que la verdad se vuelva irrelevante. En ese sentido, La conjura contra América fue profética: el autoritarismo ya no necesita censurar; le basta con confundir.

Quizás el rasgo más paradójico del sistema estadounidense sea su mezcla de rigidez institucional y fragilidad moral. El mismo país que redactó la Constitución más longeva del mundo vive pendiente de titulares y encuestas. Cada crisis política se interpreta como una lucha final por el alma de la nación. Los debates ya no giran en torno a políticas, sino a símbolos: la bandera, la religión, la identidad, el recuerdo de un pasado idealizado. En ese clima emocional, un golpe puede parecer, incluso, un acto de patriotismo.

El historiador Richard Hofstadter lo llamó «the paranoid style in American politics»: una tendencia a ver conspiraciones en todas partes, a sospechar que el país está siempre al borde de ser traicionado. Es la ansiedad de una nación que se sabe poderosa, pero teme dejar de serlo. Cada generación americana parece convencida de vivir el fin de su república. Y, sin embargo, el país sigue en pie, como si su caos fuera una forma de estabilidad.

Cuando uno sobrevuela Washington, las avenidas forman una geometría perfecta: ejes, diagonales, círculos concéntricos. Es el mapa de una república racional, diseñada para evitar el despotismo. Pero más allá del anillo del Capitolio comienza la otra América: la de las autopistas infinitas, los suburbios idénticos, las iglesias improvisadas y las radios que nunca se apagan. Esa es la América que teme perderse, la que busca redención en líderes que prometen restaurar una pureza que nunca existió.

El verdadero golpe de Estado americano, si llega, no será un asalto al poder, sino una renuncia colectiva a la duda. Una América cansada de pensar puede aceptar cualquier salvador que le devuelva la sensación de certeza. La historia demuestra que los golpes no necesitan triunfar para dejar huella: basta con que la democracia empiece a justificarlos.

Philip Roth, en una entrevista de sus últimos años, dijo algo que hoy suena profético: «Todo lo que antes era impensable se ha vuelto cotidiano». Quizá esa sea la definición más precisa de nuestro tiempo. No vivimos el día después del golpe, sino el día en que lo imposible dejó de parecernos extraño.

El cine y la literatura lo entendieron antes que nadie. De Siete días de mayo a House of Cards, de Doctor Strangelove a The Man in the High Castle, América lleva un siglo soñando su propio derrumbe. Cada generación reescribe el mismo argumento: el miedo a que el poder caiga en manos equivocadas. Pero lo perturbador no es que esas historias puedan hacerse realidad, sino que cada vez se parezcan más a la realidad diaria. 

La serie de televisión estadounidense The Man in the High Castle basada parcialmente en la novela homónima de 1962 de Philip K. Dick, transcurre en 1962 y se sitúa en un mundo distópico en el que las Potencias del Eje ganaron la Segunda Guerra Mundial y Estados Unidos ha sido dividido en tres partes: los Estados del Pacífico en la costa oeste, el Gran Reich en la costa este, y la zona neutral en las Montañas Rocosas.

El golpe que nunca ocurrió tal vez no necesite ocurrir del todo. Tal vez baste con que millones de personas crean que ya ocurrió, o que podría ocurrir mañana. En ese umbral entre la ficción y la paranoia vive la política contemporánea estadounidense: una nación que no ha sido derrocada, pero que lleva décadas imaginando su propio final.

viernes, 31 de octubre de 2025

EL JARDÍN DE LOS MICROÓRGANOS Y LOS PEQUEÑOS FRANKESTEIN

 Crónica sobre la vida en versión reducida

Hay algo ligeramente inquietante en una bandeja de Petri llena de cerebros diminutos. Uno los imagina latiendo en silencio, conspirando entre burbujas de nutrientes. Pero no, los organoides cerebrales no piensan. O al menos eso creemos.

La historia de los organoides empezó, como casi todas las historias de la ciencia moderna, con un fracaso elegante. A comienzos del siglo XXI, los investigadores ya sabían cultivar células humanas, pero el resultado era más parecido a una papilla biológica que a un órgano. Las células crecían desordenadas, como un barrio sin urbanista. Nadie conseguía que se organizaran como lo hacen en el cuerpo, donde cada célula parece saber exactamente en qué esquina debe instalarse.

Hasta que a alguien se le ocurrió no decirles lo que tenían que hacer. Fue una bióloga británica llamada Madeline Lancaster, que trabajaba en Viena. En lugar de imponerles un destino, dejó que las células madre pluripotentes —esas que pueden convertirse en cualquier tipo de célula— se organizaran solas, en un medio que imitaba las condiciones químicas del cuerpo. Lo que ocurrió fue casi un acto de autoconciencia celular: las células comenzaron a formar estructuras tridimensionales coherentes, pequeñas réplicas de tejidos humanos. Había nacido el primer organoide cerebral, un minicerebro del tamaño de un guisante que, milagrosamente, desarrolló regiones diferenciadas, como si estuviera recordando un antiguo plano de arquitectura biológica.

El resultado era tan fascinante como perturbador. Por primera vez, la ciencia tenía en sus manos algo que no era un órgano real, pero tampoco una simple colección de células. Era una especie de maqueta viva, una simulación orgánica de nosotros mismos, unas miniaturas del cuerpo humano

Pronto llegaron los mini-riñones, los mini-hígados, los mini-intestinos y hasta los mini-pulmones con sus microscópicos alveolos latiendo al ritmo de un respirador artificial. Cada laboratorio parecía un jardín de bonsáis biológicos, donde en lugar de tijeras y agua se usaban pipetas y sueros enriquecidos.

El nombre —organoide— suena casi poético. En la práctica, se trata de estructuras tridimensionales cultivadas a partir de células madre, que reproducen la organización y parte de la función de un órgano real. Son, por decirlo así, ensayos biológicos en miniatura: suficientemente complejos para comportarse como un órgano, pero lo bastante simples para caber en una probeta.

Como suele pasar con los grandes inventos, su utilidad se reveló casi por accidente. Cuando estalló la epidemia del virus del Zika, en 2015, los científicos recurrieron a los organoides cerebrales para investigar por qué el virus provocaba microcefalia en fetos. En cuestión de días, descubrieron que el Zika atacaba específicamente las células progenitoras del cerebro en formación. Fue un hallazgo inmediato, sin necesidad de ensayos en animales ni largas observaciones clínicas.

Desde entonces, los organoides se han convertido en el laboratorio ideal para espiar a las enfermedades. Cánceres, infecciones, patologías genéticas, trastornos neurológicos… todo puede estudiarse dentro de estas maquetas vivientes, que funcionan como modelos a escala 1:1000 del cuerpo humano.

Los organoides son el sueño de la medicina personalizada. Imagina que un oncólogo pudiera tomar una muestra de tu tumor, convertir algunas de sus células en un organoide tumoral y probar en él decenas de fármacos antes de recetar uno. Sería como tener tu propio banco de pruebas biológico, una versión microscópica de ti mismo usada para ensayar tratamientos sin riesgos.

Eso ya ocurre en algunos hospitales europeos y estadounidenses. Los médicos cultivan organoides a partir de tejidos de pacientes con cáncer de colon o páncreas y los usan para predecir la eficacia de las terapias. A veces aciertan con una precisión que parece magia.

Y no es solo una cuestión médica: los organoides también están revolucionando la industria farmacéutica, que gasta miles de millones cada año en ensayos clínicos. Con organoides, pueden simular los efectos de un fármaco en órganos humanos sin necesidad de probarlo en ratones, cuyos resultados, como se ha visto demasiadas veces, no siempre se traducen bien a nuestra especie.

Organoide de pulmón a partir de líquido amniótico. La parte roja indica un marcador de células madre pulmonares utilizado para identificar el tipo de tejido. | Mattia Gerli, ‘Nature Medicine

Claro que no todo son promesas. Los organoides actuales no tienen vasos sanguíneos, así que solo pueden crecer hasta cierto tamaño antes de morir por falta de oxígeno. Tampoco alcanzan la madurez funcional de un órgano adulto: son más parecidos a tejidos fetales, incompletos y caprichosos.

Además, reproducirlos con precisión no es sencillo. Dos laboratorios pueden seguir el mismo protocolo y obtener resultados distintos, como si las células tuvieran su propio temperamento. Hay algo casi artístico en el cultivo de organoides: una mezcla de ciencia y jardinería, donde cada detalle —la temperatura, la luz, la composición del medio— puede alterar el resultado final.

Y luego está la cuestión ética: ¿Qué pasa cuando el organoide es cerebral? ¿Cuándo deja de ser un modelo biológico y empieza a ser, de algún modo, una forma rudimentaria de mente? Algunos experimentos han detectado ondas eléctricas espontáneas en organoides cerebrales, similares a las de un cerebro prematuro. Nadie cree que sean conscientes, pero la idea de un minicerebro capaz de emitir señales eléctricas tiene algo de ciencia ficción. En 2023, un grupo de investigadores llegó a conectar un organoide cerebral a un videojuego de Pong, y el sistema aprendió a jugar rudimentariamente. Fue un triunfo tecnológico y un dilema moral.

Es difícil no pensar en Mary Shelley. La ciencia no está cosiendo cadáveres ni invocando tormentas eléctricas, pero la sensación de estar creando vida inteligente en miniatura flota en el aire. La mayoría de los científicos se defienden de la comparación con humor o con protocolos éticos cada vez más estrictos. Los organoides, aseguran, son herramientas, no criaturas. No sienten, no sufren, no piensan. Aun así, nos obligan a repensar qué significa estar vivo.

Quizá por eso, en algunos laboratorios, los biólogos hablan de sus organoides con un tono casi afectuoso. Les ponen nombres, los observan durante semanas, los ven crecer y morir. Es un vínculo curioso entre el ser humano y su propio reflejo biológico, como si hubiéramos aprendido a cultivar pedacitos de nosotros mismos para entendernos mejor.

Cuando uno observa un organoide al microscopio, lo que ve no es una obra de ingeniería, sino de paciencia. Son células que recuerdan su antigua vocación de formar vida. Solo necesitan el entorno adecuado para organizarse, como si la naturaleza llevara un plano guardado en la memoria genética. Eso, en el fondo, es lo que más asombra: que la vida, incluso en su versión de laboratorio, sigue sabiendo cómo construirse a sí misma. Nosotros solo facilitamos el terreno.

Al final, los organoides no son el principio de una nueva especie ni la antesala de un apocalipsis biotecnológico. Son una ventana microscópica al misterio más antiguo del mundo: cómo algo tan simple como una célula decide, de pronto, convertirse en algo tan complejo como un ser humano.

lunes, 27 de octubre de 2025

EL DÍA EN QUE CALLÓ EL VIENTO DEL LLANO ESTACADO


Llano Estacado es una inabarcable inmensidad que parece no tener límites. Desde el parabrisas del coche se extiende como un mar detenido, una llanura tan horizontal que el horizonte mismo se disuelve. El viento no sopla aquí: gobierna. Uno lo siente en los cristales, en la piel, en los huesos. Es el mismo viento que durante siglos empujó a los búfalos, a los nómadas, a los conquistadores y a los ejércitos. También fue el último sonido que escucharon los comanches antes de desaparecer.

Conduje hacia el sur desde Amarillo siguiendo la vieja ruta de Francisco Vázquez de Coronado, el conquistador que en 1541 cruzó estas tierras buscando las míticas Siete Ciudades de Cíbola. No encontró oro, pero sí un paisaje tan vasto que sus hombres creyeron haber llegado al fin del mundo. Casi cuatro siglos después, en septiembre de 1874, otro ejército, comandado por el coronel de caballería Ranald Slidell Mackenzie, atravesó el mismo desierto siguiendo un rastro distinto: el de los últimos guerreros comanches.

Palo Duro no aparece de repente. Uno desciende sin darse cuenta, hasta que, de pronto, la tierra se abre bajo las ruedas: un abismo de arenisca roja, cortado por el río Prairie Dog Town Fork, un pliegue del tiempo donde aún resuenan los cascos de los caballos. En aquel verano de 1874, ese cañón fue el escenario de la última gran batalla del pueblo que había gobernado las llanuras.

Cañón Palo Duro, Texas. Al fondo, Lighthouse Rock.

Mackenzie era un militar de rostro anguloso y disciplina implacable. Le llamaban “Bad Hand Mackenzie” por la mano derecha que perdió parcialmente durante la Guerra de Secesión. Su energía y severidad le valieron fama de incansable. Había combatido en decenas de campañas y ahora, en el sur de las llanuras, su objetivo no era la gloria, sino el agotamiento total del enemigo. Sabía que, si destruía los caballos de los comanches, destruiría su mundo.

Quanah Parker, el jefe comanche, era el símbolo de ese mundo que se desvanecía. Hijo de un guerrero y de una cautiva blanca —Cynthia Ann Parker, secuestrada de niña y adoptada por la tribu—, encarnaba dos universos que jamás lograron reconciliarse: el de la llanura libre y el de la nación que avanzaba con ferrocarriles, leyes y banderas. No hay pruebas concluyentes de que participara en la batalla de Palo Duro, pero su figura se alza sobre ella como un emblema inevitable, el último eco de un pueblo acorralado entre la tradición y la rendición.

El 28 de septiembre de 1874, las tropas del 4º de Caballería descendieron por el cañón al amanecer. Los comanches, kiowas y cheyennes dormían en sus tipis junto a sus familias y sus animales. El ataque fue fulminante. Los soldados incendiaron las tiendas, mataron a los rezagados y capturaron más de mil cuatrocientos caballos. Mackenzie, sabedor de lo que significaban, dio al día siguiente la orden que sellaría la historia del Llano Estacado: conducir los animales a un desfiladero y fusilarlos sin piedad.

El sonido de los disparos resonó durante horas. Algunos soldados lloraron. Otros miraron al suelo. Cuando el último caballo cayó, el viento del Llano se detuvo, como si el mundo contuviera la respiración. Había muerto la libertad comanche.

Los guerreros que sobrevivieron vagaron semanas antes de rendirse en Fort Sill, en el Territorio Indio. Quanah Parker, convertido después en jefe y mediador, acabaría aceptando la vida de rancho, las fotografías de estudio, el traje y el bigote. En las imágenes que hoy se conservan, mira a la cámara con la dignidad de quien sabe que su derrota es definitiva. Detrás de él, en su casa de ladrillo, ondea una bandera americana: su modo de negociar con el destino.

El jefe Quanah Parker con tres de sus esposas, un hijo y un bebé en una cuna. Parker, jefe comanche, lideró la última tribu de la llanura del Llano Estacado, la última en incorporarse al sistema de reservas, y lleva traje y sombrero. Sus esposas están envueltas en mantas. La foto está tomada en Fort Sill, Texas, donde pasó cautivo sus últimos años. Foto de Alexander Lambert, cortesía de Denver Public Library.

Con el tiempo, Palo Duro se convirtióen un parque estatal. Cada año, los turistas llegan en autocaravanas, recorren los senderos, sacan fotos del Lighthouse Rock y compran camisetas que dicen “The Grand Canyon of Texas”. Pero si uno se detiene al caer la tarde, cuando la luz anaranjada incendia los muros del cañón, aún se percibe algo más: una presencia que no se ha ido del todo. El viento vuelve a soplar, arrastrando polvo rojo y ecos antiguos.

En los barrancos donde Mackenzie quemó los tipis y enterró los caballos, la hierba vuelve a crecer entre los huesos. Nadie sabe con certeza cuántos animales murieron aquel día. Los informes militares hablan de más de mil setecientos. Para los comanches, cada uno era una extensión de su propio cuerpo. Matar a los caballos era amputar el alma del pueblo.

Los diarios de los soldados describen la escena con una mezcla de alivio y horror. Uno de ellos escribió: «Nunca oí sonido más triste que el de los caballos cayendo uno tras otro en la arena». Otro apuntó que, al día siguiente, el olor era tan intenso que ni el viento conseguía disiparlo. Ese viento, que durante siglos había sido compañero de los comanches, ahora soplaba sobre el silencio.

El Llano Estacado, ese altiplano inmenso que Coronado había llamado “llano sin árboles”, era entonces el corazón de la nación comanche. Desde allí lanzaban sus incursiones, comerciaban, cazaban y soñaban. Ningún pueblo dominó las llanuras con tanto conocimiento del territorio. Eran jinetes perfectos, guerreros que sabían desaparecer en el horizonte y reaparecer donde nadie los esperaba. Su derrota no fue solo militar: fue geográfica. La civilización los encerró entre cercas y les robó el viento.

Hoy, en la entrada del parque, una placa de bronce recuerda la batalla. Dice, con fría neutralidad: “Aquí el coronel Ranald S. Mackenzie sorprendió y derrotó a los indios comanches, kiowas y cheyennes, el 28 de septiembre de 1874.” Nada más. No menciona los caballos ni las mujeres ni el invierno que vino después. Pero basta caminar unos metros fuera del sendero, hacia donde el cañón se estrecha, para entender lo que realmente ocurrió: allí terminó la llanura sin fin, el territorio donde el hombre y el caballo eran la misma cosa.

El río Prairie Dog Town, afluente, del río Rojo circula por el fondo del cañón Palo Duro.

Al caer la noche, el cañón se llena de sonidos: el rumor del viento, el crujido de las rocas, el canto de un coyote perdido. Es fácil imaginar las sombras moviéndose entre los matorrales, los jinetes que no regresaron, los caballos que sueñan todavía con correr. Palo Duro no es solo un paisaje: es un eco. Cada ráfaga parece traer el aliento de un mundo que se resiste a morir.

Cuando abandono el parque, el viento vuelve a soplar con fuerza, levantando torbellinos de polvo rojizo que cruzan la carretera. En el retrovisor, el cañón se aleja como una herida abierta. Pienso en Quanah Parker, el mestizo que encarnó dos civilizaciones y no pudo salvar ninguna. Pienso también en Mackenzie, el soldado que perdió la razón años después, perseguido por los fantasmas de su victoria.

El viento del Llano Estacado nunca volvió a ser el mismo después de aquel día. Tal vez no calló del todo, pero aprendió a soplar con tristeza.

BUTCHER’S CROSSING (English version)

 

In a novel published in 1960 and almost forgotten for decades, John Williams told the story of an ending. Not the end of a civilization, or an empire, or even a physical landscape, but the end of an idea: the West as a promise. Its title is Butcher’s Crossing, and it is, on the surface, the story of a buffalo hunt. In truth, it is the most devastating parable ever written about greed, the myth of the frontier, and the moment when nature ceased to be the mirror of freedom and became raw material.

Williams —better known today for Stoner, that other elegy to the quiet defeat of modern man— wrote Butcher’s Crossing before the concept of “ecology” existed as moral awareness. Yet his intuition was flawless: he understood that the American plains were not falling beneath bullets, but beneath numbers. That the dream of the frontier did not end in a gunfight, but in an accounting of hides and dollars.

The novel begins in Kansas, around 1870, in a dusty, foul-smelling town called Butcher’s Crossing. There arrives Will Andrews, a Harvard-educated young man, the son of a preacher, who abandons the safety of the East to “find himself” in the West. What he seeks is not gold or glory, but an idea: the purity of the wild, life stripped of artifice, the frontier as spiritual revelation.

His quest leads him to Miller, a buffalo hunter as charismatic as he is brutal, who promises paradise: an untouched herd in a lost valley high in the mountains of Colorado, where the animals still graze in uncountable numbers. Andrews accepts. What follows is a descent —both physical and moral— into the dark heart of the American wilderness.

The journey, which begins as adventure, soon turns into obsession. Miller leads the group —four men, two wagons, and a score of horses— toward a remote valley, a place that seems untouched since creation. There they find what they sought: thousands upon thousands of buffalo. The scene, described by Williams with a mix of awe and foreboding, feels almost biblical: the valley as a natural cathedral about to be desecrated.

Female bison with their recently calved calves. Yellowstone National Park. June 2024

For weeks, the men kill without pause. Gunfire echoes by day and night. The carcasses pile up; the hides are stacked; blood dyes the river red. When winter arrives and the mountain pass is blocked by snow, the hunters become prisoners of their own hell —surrounded by rotting bodies, guarding a treasure that has lost all meaning. The valley, once a paradise, turns into a tomb.

What makes Butcher’s Crossing extraordinary is not only Williams’s precision in recreating the West —its smells, its silence, the exhaustion of horses— but how he transforms that world into an allegory of capitalism and excess. The hunt is not merely an economic act; it is a modern ritual, a way of erasing the sacred. The hunter, turned businessman, keeps firing until beauty itself ceases to make sense.

When the survivors finally return to Butcher’s Crossing, they discover that the market has collapsed. No one wants buffalo hides anymore. All their effort, suffering, and slaughter are worth nothing. Miller, the visionary hunter, sinks into drink; Andrews, the idealist, realizes he has taken part in an act of irreversible destruction. The West he dreamed of as a space of redemption has revealed itself as a moral desert.

In Williams’s pages, one hears the same silence left behind by the real buffalo hunters of the Great Plains. Between 1868 and 1881 —in just thirteen years— thirty-one million bison were exterminated by white hunters armed with powerful rifles. Thirty-one million. The figure seems impossible, but the records confirm it: rivers of blood, hills of sun-bleached bones, mountains of skulls ground into fertilizer.

The buffalo, once the sustenance and symbol of the Plains tribes, vanished almost completely. With it died the mounted Indian, his culture, his cosmology, his freedom. “An Indian without buffalo,” wrote one ethnographer, “has no identity.” And indeed, that extermination was both an ecological tragedy and a deliberate political strategy: to starve the tribes into surrender. General Phil Sheridan, commander of the Division of the Missouri, said it plainly:

“Those hunters have done more to solve the Indian problem than the army has in thirty years. Let them kill, skin, and sell until the buffalo is gone.”

Butcher’s Crossing never cites those speeches or numbers, yet they pulse in its marrow. Williams wrote a tragedy without preachers or manifestos —only a handful of men who, believing they were conquering the world, discover they have emptied themselves. The novel is also a parable of the American man before nature: his impulse to dominate, his inability to stop, his fascination with the death he himself provokes.

In its best passages, Williams achieves what neither history nor journalism can: he makes us smell the burnt fat, hear the dull echo of shots, feel the trembling air when the last herd falls. And after that thunder, silence, the same silence that still drifts across the prairies today, dissected by highways like scalpels of asphalt through what were once seas of grass and life.

Read today, Butcher’s Crossing has the moral purity of a biblical fable and the bitter lucidity of an ecological report. It is a novel about the voracity of progress, about the moment when humanity ceased to see nature as a spiritual frontier and began to see it as an inventory. Each buffalo felled is a page torn from the American myth; each hide, a confession.


In a sense, Williams anticipated the literature of American disillusionment —the end of the frontier as a redeeming myth. In his book there are no heroes, only men who mistake possession for freedom. The result is emptiness. Like the valley where the buffalo fell, Butcher’s Crossing is the hollow heart of a continent.

A century and a half later, the American bison has returned to the plains in small protected herds, a national symbol of shared guilt. Yet the lesson of Butcher’s Crossing still stands: the man who kills without measure, who fells trees, drills mines, or melts glaciers, still believes he can possess the world without losing himself. 

Williams, with the serenity of an ancient moralist, tells us otherwise: each time man destroys what sustains him, he kills a part of himself. That is why, before reading the real history of the buffalo’s extermination —the story of Dodge City, of Adobe Walls, of the hunters who ravaged the West in the name of the market— one should first heed this literary warning: that of young Andrews, standing at the top of the frozen valley, looking upon thousands of fallen animals and understanding, at last, that the greatness of America also has its cemetery.