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domingo, 31 de agosto de 2025

UN ABUELO, UNA NIÑA Y EL SILENCIO

 

Philippe Claudel no es precisamente un autor de fuegos artificiales. Nació en Dombasle-sur-Meurthe, enseña literatura, escribe novelas, dirige alguna película y, en general, se dedica a mirar cómo la gente se rompe por dentro cuando la Historia les pasa por encima. En Les Âmes grises hablaba de la Primera Guerra Mundial como quien cuenta un secreto a media voz; en Le Rapport de Brodeck diseccionaba los mecanismos de la exclusión con una precisión que haría sonrojar a un entomólogo.

En 2005 publicó La petite fille de Monsieur Linh. Una novela corta, de esas que parecen un cuento y acaban siendo otra cosa. El argumento cabe en dos frases: un anciano, refugiado de una guerra sin nombre, llega a un país sin nombre acompañado por su nieta, la única superviviente de la familia. No entiende la lengua, no conoce a nadie, pero encuentra un improbable aliado en Monsieur Bark, un viudo local con más silencios que palabras. Se entienden sin entenderse, y ahí radica la magia.

Claudel escribe como quien habla bajito para que uno se acerque más. Sus frases son cortas, limpias, sin adornos. Esa sencillez es engañosa: mientras el lector se deja llevar por la ternura del abuelo que acuna a la niña, por la amistad que nace entre dos solitarios, el autor prepara un desenlace que obliga a revisar cada página anterior con otros ojos. No es un golpe bajo, sino un recordatorio de que la soledad es un animal astuto.

En tiempos de muros, pateras y campamentos de refugiados, La petite fille de Monsieur Linh se lee como una fábula incómoda: no porque muestre el horror —Claudel no se recrea en eso—, sino porque insiste en lo que cuesta menos reconocer, la necesidad del otro. El libro se puede leer en una tarde; la sensación de haber rozado algo esencial dura bastante más.

Claudel no inventa nada nuevo. La amistad improbable, la incomunicación, el desarraigo… son temas trillados. Pero aquí funcionan como esos viejos vinos que uno cree conocer y, de pronto, resultan tener un retrogusto inesperado. Y cuando se cierra el libro, queda la impresión de haber asistido a un pequeño milagro narrativo: un hombre solo, una niña, un amigo, y la sospecha de que el exilio no es únicamente un problema de fronteras, sino de corazón.



viernes, 29 de agosto de 2025

EL PREPUCIO DE CRISTO Y LOS ANILLOS DE SATURNO

 

En los museos vaticanos se custodia el mastodóntico sarcófago de pórfido rojo de Santa Elena, la emperatriz Elena, madre de Constantino el Grande y, según la tradición transmitida por la Leyenda Dorada de Jácopo da Voragine, descubridora de la Vera Cruz de Cristo y coleccionista frenética (y frenopática) de otras reliquias de la pasión.

En su libro El fraude de la Sábana Santa y las reliquias de Cristo, Juan Eslava Galán aúna ironía, humor y rigor histórico para denunciar los fraudes perpetrados a lo largo de la historia con supuestas y pintorescas reliquias de Cristo: los abundantes Santos Prepucios, los Santos Pañales, las innumerables astillas de la Cruz, el guardarropa de la Virgen, los Santos Rostros y Verónicas, las Santas Espinas, los Santos griales, los Santos lugares… y todo el inmenso arsenal de trolas fraguado para estafar a los crédulos devotos.

Hubo, pues, un tiempo en que Europa estaba llena de prepucios de Cristo. Sí, han leído bien: prepucios, en plural. Hasta catorce se contaron en la Edad Media, como si la circuncisión del Niño Jesús hubiera producido una lluvia de fragmentos multiplicables.

La cosa empezó pronto. El evangelista Lucas dejó escrito (Lucas 2, 21) que, cumpliendo la ley de Moisés, al octavo día de su nacimiento el niño fue circuncidado en un acto en que también «le pusieron por nombre Jesús, el cual le había sido puesto por el ángel antes que fuera concebido» (en referencia al episodio de la anunciación).

Recuérdese a estos efectos, que circuncisión es la ablación ritual del prepucio en una ceremonia que los judíos ortodoxos están obligados a seguir. La inevitable pregunta surgió siglos más tarde: ¿qué se hizo del pellejito? Una lógica piadosa concluía que debía haberse guardado, porque en la Edad Media todo lo que oliera a corporalidad de Cristo era codiciado. Un pelo, una gota de leche de la Virgen, un diente del Bautista… El prepucio, siendo el primer despojo carnal del Salvador, valía oro.

Izquierda: Circuncisión de Jesús de Friedrich Herlin, 1466. Derecha: El Prepucio Sagrado, también conocido como Sanctam Virtutem, es una reliquia que ha sido venerada por los cristianos durante siglos. Según la tradición, María retuvo el prepucio después de la circuncisión de Jesús y se transmitió de generación en generación hasta que se lo entregó al Papa Clemente VII en 1527. El prepucio de la imagen fue venerado en la Catedral de Orvieto en Italia hasta 1983.

Carlomagno, siempre tan oportuno, aseguró haber recibido de manos angélicas la reliquia. No dudó en enviarla a Roma, al papa León III, como quien regala un Rolex al suegro. Como sucedió con el resto de reliquias, la demanda superaba la oferta, así que los avispados surgieron como setas y los sagrados pellejitos empezaron a multiplicarse por toda Europa hasta llegar a la cifra de 21 prepucios distintos.

Muchas iglesias empezaron a competir por demostrar la autenticidad del suyo. En el siglo XII los monjes de la Archibasílica de San Juan de Letrán en Roma intentaron que el Papa Inocencio III nombrara su prepucio como auténtico, pero no lo consiguieron. Sí tuvieron más suerte los monjes del monasterio de Charroux, en Francia, que se presentaron en Roma con el supuesto prepucio, que según ellos debía ser el verdadero porque sangraba, y consiguieron que el Papa Clemente VII lo declarara el auténtico prepucio de Jesucristo y garantizara indulgencias a todos los que peregrinaran para contemplarlo. Convertido en un prepucio con denominación de origen, el de Charroux atraía peregrinos como un imán.

El prepucio, además, tenía usos místicos. Santa Brígida de Suecia, visionaria incansable, juraba que en éxtasis lo había probado con la lengua y que le supo a miel celestial. Catalina de Siena, no queriendo ser menos, lo convirtió en alianza invisible: aseguraba que Cristo mismo le había puesto el prepucio como anillo de bodas místicas. En la iconografía la pintan desposándose con el Niño Jesús; la anécdota del anillo de pellejo se omite por decoro.

En un tiempo en que no había televisión, fútbol ni toros, estaba claro que los teólogos iban a complicar las cosas. Si Cristo resucitó íntegro, ¿no debió reaparecer también el prepucio? Algunos doctores dijeron que sí, que el pellejo voló al cielo en la Ascensión y se convirtió en los anillos de Saturno, recién descubiertos por Galileo. La astronomía y la devoción, ya se ve, se llevaban de la mano.

El disparatado y sabroso asunto de los anillos prepuciales tiene su fundamento, que diría Arguiñano. El vínculo aparece en textos de los siglos XVII-XVIII, cuando los astrónomos empiezan a observar los anillos de Saturno con telescopios relativamente modernos. Galileo los había visto en 1610, pero no entendía bien qué eran; Christiaan Huygens en 1655 identificó claramente que se trataba de un anillo.

En ese contexto, algunos eruditos y predicadores se lanzaron a especular. La imagen de un fragmento de Cristo “ascendido al cielo” daba pie a imaginar destinos celestiales para el prepucio. El caso más citado es el del jesuita Leo Allatius (1586-1669), bibliotecario del Vaticano y autor de un opúsculo titulado De Praeputio Domini Nostri Jesu Christi Diatriba (Disquisición sobre el prepucio de Nuestro Señor Jesucristo). En él reflexiona sobre el destino de la reliquia: si Cristo resucitó íntegro, ¿dónde quedó el pellejo? Allatius especuló con que pudo haberse transformado en un fenómeno celeste, y más tarde la imaginación popular (y la sátira ilustrada) unió esa idea a los recién descubiertos anillos de Saturno.

Como del De Praeputio no se conservan copias íntegras, no está del todo claro si Allatius mencionó explícitamente los anillos de Saturno o si fue una extrapolación posterior de comentaristas, cronistas y libelistas burlones del XVIII, que vincularon esa ocurrencia con los anillos de Saturno, recién descubiertos. Es un ejemplo perfecto de cómo la frontera entre teología seria y humor involuntario podía ser muy tenue en la erudición barroca.

Roma nunca estuvo cómoda con tanta imaginación. La Iglesia, incómoda, decidió meter la tijera. El papa Inocencio XI, hombre sobrio, prohibió en el siglo XVII hablar del asunto. Y ya en el XX, cuando todavía en el pueblecito de Calcata (Italia) se organizaban procesiones con la reliquia cada 1 de enero, el Vaticano hizo discretas presiones. En 1983 la reliquia desapareció misteriosamente del convento. Un robo nunca aclarado: quizá fue cosa de ladrones devotos, quizá de emisarios vaticanos que prefirieron guardar el pellejo en algún cajón ignoto de los Archivos Secretos.

Sea como fuere, el Santo Prepucio pertenece hoy a esa categoría de reliquias incómodas que hacen sonrojar a los curas y sonreír a los historiadores. Un ejemplo perfecto de cómo la Edad Media necesitaba objetos palpables para creer en lo invisible. Y si alguien pregunta qué fue del prepucio de Cristo, siempre cabe responder con retranca: ahí arriba está, dando vueltas alrededor de Saturno.

RELIQUIAS LAICAS: ENTRE CEREBROS, DEDOS Y HUESOS

En Moscú, bajo toneladas de granito, mármol y propaganda, reposa Vladimir Ilich Uliánov, alias Lenin. Bueno, reposa a medias. Su cuerpo, embalsamado con más esmero que el jamón de Jabugo, se expone desde 1924 en la Plaza Roja como si el pobre hombre fuera una atracción de feria. Pero hay un detalle: a Lenin le falta el cerebro. No es que se haya evaporado con el paso del tiempo o que se lo llevara un turista como recuerdo. Fue el propio gobierno soviético el que, apenas muerto el líder, decidió extraerle el órgano para examinarlo. La idea era comprobar qué diferencias había entre su masa gris y la de los simples mortales. Al fin y al cabo —pensaban— alguien que inventó el comunismo debía de tener un cerebro especial.

El encargo fue a parar a un neurocientífico alemán, Oskar Vogt, que dedicó años a mirar al microscopio aquellas circunvoluciones con el fervor de un coleccionista de sellos. ¿Su gran hallazgo? Que algunas neuronas eran más grandes y numerosas de lo habitual. Eso le pareció suficiente para insinuar que allí podía estar el germen del comunismo. Aunque, siendo honestos, las neuronas no explican del todo la nacionalización forzosa ni las colas interminables para comprar pan.

El caso de Lenin no es único. El cerebro de Albert Einstein, por ejemplo, es seguramente el órgano más famoso desde el corazón de Jesús. Cuando murió en 1955, fue incinerado. Pero su hijo decidió que reducir a cenizas semejante máquina de pensar era un desperdicio. Así que el patólogo de guardia, el doctor Thomas Harvey, lo extrajo durante la autopsia. Después lo cortó en rodajas —sí, rodajas— y lo guardó en dos frascos como quien conserva pepinillos en vinagre.

Durante años el cerebro de Einstein fue poco menos que una leyenda urbana. En los años setenta, un periodista olió la historia y descubrió que Harvey lo guardaba en una caja de sidra bajo el fregadero. A partir de ahí, el cerebro inició una segunda vida tan ajetreada como la primera: fue enviado en pequeños fragmentos a laboratorios, analizado, fotografiado, venerado. Se publicaron tres estudios científicos que hallaron pequeñas diferencias respecto a cerebros normales. Nada escandaloso, salvo quizá que era algo más ligero que la media. En resumen: un cerebro brillante, pero en tamaño de bolsillo.

Y sin embargo, ahí estaba la fascinación: la idea de que un genio debe tener un órgano distinto, un sello físico que explique sus prodigiosas ideas. Como si la teoría de la relatividad cupiera en un pliegue de materia gris.

La manía por hurgar en los restos de grandes figuras no se limita a cerebros. También se extiende a huesos, dedos, dientes y, en general, cualquier cosa que un día perteneciera a un prócer. En Alcalá de Henares, por ejemplo, apareció hace pocos años una urna de plomo con los restos de Francisco Vallés, médico personal de Felipe II. Vallés fue un pionero de la anatomía en España, discípulo de Vesalio y, lo que es más notable, el hombre que salvó la vida al monarca cuando este estuvo a punto de morir tras atragantarse con perdiz medio podrida (al parecer, un manjar de la época).

Su apodo, “el Divino Vallés”, podría hacer pensar que era inmortal, pero murió en 1592 de tifus. Fue enterrado con gran pompa, aunque sus huesos, siglos después, reaparecieron incompletos: faltaba aquí un cráneo, allá un fémur. La vida post mortem de los sabios es a menudo más agitada que la terrenal.

Dedo de Galileo custodiado en una urna del Museo di Storia della Scienza, Florencia.

Y si no, que se lo pregunten a Galileo Galilei. Condenado por la Inquisición por atreverse a decir que la Tierra giraba alrededor del Sol, acabó sus días en arresto domiciliario. Tras su muerte, sus restos fueron trasladados a un mausoleo digno de su genio. Pero en el proceso, un admirador entusiasta se llevó como recuerdo un dedo, un diente y un par de vértebras. Hoy, el dedo medio de su mano derecha se exhibe en Florencia dentro de un relicario de cristal, apuntando hacia el cielo. Es un espectáculo a medio camino entre lo solemne y lo grotesco. Porque, si lo pensamos bien, ese dedo es el mismo que usamos para hacer la universal “peineta”. Uno casi puede imaginar a Galileo dedicándosela, desde la eternidad, a los inquisidores que lo humillaron.

Otro que viajó mucho después de muerto fue René Descartes. El filósofo murió en Estocolmo en 1650, en un invierno de los que quitan las ganas de pensar. Dieciséis años más tarde, un embajador francés exhumó sus huesos en secreto y se los llevó a Francia. A partir de ahí, comenzó un periplo de siglos: los huesos de Descartes fueron robados, vendidos, venerados, revendidos y estudiados como si fueran acciones de bolsa. Hoy descansan en un archivador del Museo de las Ciencias de París, aunque nadie pondría la mano en el fuego porque no vuelvan a emprender viaje.

Huella de Mahoma, preservada en el türbe (mausoleo funerario) de Eyüp, Estambul.

La fascinación por los restos físicos de los grandes personajes es un fenómeno universal. Los antiguos ya la practicaban con entusiasmo: reliquias de santos, mechones de cabello de héroes, dientes milagrosos. El Renacimiento añadió el entusiasmo científico: si diseccionamos un cuerpo ilustre, quizá encontremos el secreto de su genio. La modernidad, por su parte, convirtió el asunto en espectáculo museístico.

¿Y qué nos dice todo esto sobre nosotros? Quizá que tenemos una necesidad casi infantil de tocar la grandeza, de que nos dejen llevarnos a casa un trozo, aunque sea diminuto. Queremos pruebas físicas de que los gigantes de la historia fueron de carne y hueso. Tal vez porque así creemos que algo de su genio se nos contagiará. O, más prosaicamente, porque a los humanos siempre nos ha encantado coleccionar rarezas: sellos, monedas, cromos… o falanges momificadas.

El resultado es un catálogo entre cómico y macabro. Lenin expuesto como si fuese cera de museo, Einstein convertido en muestras de histología, Vallés en urna de plomo, Galileo en gesto obsceno y Descartes en archivador. El cerebro, los huesos, los dedos: piezas de museo que, como decía Borges de los espejos, multiplican lo innecesario.

Y sin embargo, resulta difícil apartar la vista. Nos reímos de la superstición de quienes veneraban reliquias medievales —un prepucio del Niño Jesús aquí, una espina de la corona de Cristo allí, un dedo de santa Teresa allá—, pero hacemos lo mismo con los restos de científicos y filósofos. Quizá la única diferencia sea el contexto: antes eran templos, hoy son museos. Antes rezábamos ante los huesos, hoy tomamos fotos.

Hay algo entrañablemente humano en todo esto. Queremos que el genio deje huella, y no nos basta con sus ideas, libros o inventos. Necesitamos el hueso, el diente, el frasco con neuronas. Como si la inmortalidad intelectual no fuera suficiente sin una pizca de inmortalidad ósea.

Quizá lo más sensato sea adoptar la ironía de Galileo, cuyo dedo apunta aún al cielo, como recordándonos que lo importante está allá arriba, en las estrellas, y no en el frasco que exhibe su falange.

jueves, 28 de agosto de 2025

EL BEZOAR, EL VENENO Y EL COMPRADOR INCAUTO: UNA HISTORIA MUY INGLESA

 

En el Londres de 1603, las calles olían a estiércol, el agua daba diarrea y los médicos recetaban sangrías como si fueran limonada. Era una época gloriosa para las supersticiones y para los abogados, que a menudo vivían mejor que los nobles. En ese contexto, un caballero bienintencionado —o crédulo, según se mire— decidió comprar un bezoar.

Un bezoar, para quienes no lo hayan necesitado últimamente, es una bola que se forma en los estómagos de algunos rumiantes, generalmente cabras o antílopes. Su existencia fue descubierta por pastores persas y luego elevada a los altares de la farmacopea europea: se decía que curaban todo, desde mordeduras de serpiente hasta el mal de amores, pasando por, cómo no, los venenos. Los reyes llevaban uno colgado del cuello. Si caías desplomado envenenado, bastaba con que alguien te pasara un bezoar por la lengua, y en unos minutos estabas listo para el banquete. Al menos, ésa era la teoría.

El caso que nos ocupa fue Chandelor vs. Lopus, y merece un lugar destacado en la historia del derecho, no tanto por su impacto social (que fue nulo) sino porque introdujo una doctrina que aún nos acompaña como un resfriado mal curado: el caveat emptor, esto es, "que el comprador tenga cuidado".

El señor Chandelor compró un bezoar a un comerciante llamado Lopus. Pagó un buen dinero, probablemente libras de las que olían a lana mojada, por lo que se suponía era una piedra milagrosa. El problema, como es habitual en estas cosas, fue que no funcionaba. No curó nada, no neutralizó venenos, y ni siquiera servía como pisapapeles. Chandelor, indignado, demandó a Lopus.

Y aquí es donde el asunto se pone jugoso. El tribunal, compuesto por lo más rancio y pelucón del Court of Exchequer, dictaminó que Lopus no había hecho ninguna garantía explícita. Simplemente dijo: «Esto es un bezoar». No dijo: «Esto es un bezoar de verdad», ni «esto le salvará de la cicuta». Ergo, el comprador no tenía derecho a reclamar nada. O sea: si uno compra una piedra por superstición, no puede luego quejarse de que la piedra no haga milagros.

Y así, sin fanfarria ni editorial en The Times, nació el principio del caveat emptor, que básicamente dice: "si compras sin mirar, ajo y agua".

Este caso tiene algo de cómico y algo de profundamente contemporáneo. No es muy diferente de comprar un suplemento de jengibre “energizante” por 60 euros en una tienda eco-chic de Chamberí. Solo que hoy los vendedores sí añaden letras pequeñas que dicen: «Estas afirmaciones no han sido evaluadas por la Agencia Europea del Medicamento».

Pero volvamos al bezoar. La piedra en cuestión, que en la Edad Media era más valiosa que el oro, ha tenido una resurrección inesperada en la medicina moderna. No como talismán contra venenos —aunque con las redes sociales nunca se sabe—, sino como objeto clínico. Porque los bezoares existen, vaya si existen. Son el resultado de restos de comida, pelo o medicamentos que se aglutinan en el tracto gastrointestinal. En algunos casos, hay que operarlos. En otros, basta con...Coca-Cola.

Sí, Coca-Cola. El mismo brebaje con el que empujamos hamburguesas ahora sirve para disolver bezoares gástricos. Estudios publicados en revistas médicas describen cómo pacientes con estos bultos difíciles de tragar se curan tras unas cuantas botellas de cola administradas por sonda. Nadie sabe muy bien si es por el ácido fosfórico, la cafeína, la carbonatación o la magia negra, pero funciona. Es como si el siglo XVII y el XXI se dieran la mano a través de una pajita.

Es tentador imaginar al señor Chandelor, revivido por el prodigio moderno, viendo cómo un líquido oscuro y chispeante salva a un paciente del bezoar que lo atormenta. “¡Eso sí que es alquimia!” podría decir, antes de mirar a Lopus y susurrar: “Me debes una".

El caso de Chandelor vs. Lopus fue solo el principio. Desde entonces, la doctrina del “comprador informado” se ha esparcido como moho por las legislaciones anglosajonas. Hoy sigue viva en muchas transacciones: desde viviendas hasta criptomonedas. Hay leyes que intentan suavizar su crudeza —las famosas garantías de producto—, pero el espíritu original sigue ahí, con su mueca sarcástica: si compras una piedra por milagrosa y no lo es, el problema es tuyo.

Y, sin embargo, hay una extraña belleza en esa historia. En que una medicina mágica —el bezoar— sirviera tanto para crear un principio jurídico duradero como para reaparecer, siglos después, bajo forma de enfermedad y de tratamiento. Y en que los milagros de la antigüedad no se esfumen, sino que cambien de forma. Lo que antes se vendía como protección contra el veneno, hoy se neutraliza con un refresco.

La diferencia es que ahora, si algo falla, podemos leer la letra pequeña. Y pedir el ticket.

miércoles, 27 de agosto de 2025

EL COCO MÁS EXTRAÑO DEL MUNDO

Si alguna vez viajas a las islas Seychelles —ese archipiélago de 115 islas perdidas en el océano Índico, tan bello que parece un decorado diseñado por un turista suizo con mal gusto—, tarde o temprano alguien intentará enseñarte un coco que parece… bueno, digamos que la madre naturaleza tenía un día juguetón. Se llama Coco de Mer o doble coco, y su fruto tiene una forma tan inconfundible que durante siglos inspiró mitos, poemas, y seguramente más de un sonrojo victoriano.

Pero no adelantemos acontecimientos.

Las Seychelles son un manojo de islas diminutas esparcidas entre África e India. Algunas son atolones de coral que apenas asoman sobre el mar, pero otras, como Praslin y Curieuse, son reliquias geológicas: fragmentos de granito arrancados de Gondwana, el supercontinente que se rompió hace más de 150 millones de años. Dicho de otro modo: son los restos de una mudanza continental mal hecha. Y en esas islas crece Lodoicea maldivica, el nombre científico del famoso coco doble, de cuyos aspectos botánicos me ocupé en este artículo.

El fruto de los mitos

El Coco de Mer tiene tres récords mundiales botánicos: produce el fruto más grande del planeta (hasta 42 kilos), la semilla más pesada (casi 18 kilos, que se muestra en la imagen) y unas flores de tamaño épico. Y lo hace con paciencia bíblica: un fruto tarda siete años en madurar y la planta no alcanza la madurez sexual hasta los 40 o 50. Algunas palmeras, las más viejas, llevan de pie ocho siglos, lo que significa que mientras en Europa la peste negra hacía estragos, ellas ya estaban tranquilamente produciendo hojas de cinco metros.

El problema —o la delicia— es la forma. El coco recuerda de manera alarmantemente precisa a unas nalgas humanas femeninas, y el “apéndice” masculino de la palmera macho tampoco deja lugar a la imaginación. No es extraño que los marineros árabes que encontraban estas semillas flotando en el Índico inventaran toda clase de historias: que provenían de palmeras submarinas, que eran afrodisíacas, que curaban desde la epilepsia hasta la resaca. En la corte de los reyes maldivos y cingaleses, cada nuez era más valiosa que una esmeralda.

De hecho, el mismísimo general Charles Gordon —un héroe británico de la época victoriana, célebre por su bigote y su martirio en Jartum— visitó Praslin en 1881 y concluyó que aquel árbol era nada menos que el Árbol del Conocimiento del Jardín del Edén. Según él, la Biblia hablaba del Coco de Mer. Nadie le creyó, pero su entusiasmo fue tal que hasta rediseñó el escudo de Seychelles colocando el coco en el centro. Ahí sigue, en los billetes y documentos oficiales, como recuerdo de aquel arrebato místico.

La isla de los piratas


Las Seychelles fueron durante siglos un secreto bien guardado. No había habitantes permanentes: solo piratas que escondían tesoros, esclavos fugados, y, más tarde, colonizadores franceses y británicos que se disputaban su posesión como quien pelea por el último pastel de boda. Francia las tuvo primero, luego los ingleses ganaron una batalla naval en 1810 y se quedaron con ellas en el Tratado de París.

Mientras tanto, el Coco de Mer seguía fascinado a todo aquel que lo veía. El misterio se mantuvo hasta 1768, cuando el explorador francés Marion Dufresne confirmó que las nueces venían de Praslin y no de ningún bosque submarino. Su segundo de a bordo, un tal Duchemin, se enteró de la novedad, regresó al año siguiente y saqueó los bosques a destajo para vender las nueces en la India. Fue, literalmente, el primer contrabandista de cocos dobles de la historia. La destrucción fue tan masiva que la especie nunca se ha recuperado del todo.

Una especie en apuros

Hoy la palmera doble sobrevive solo en Praslin (unos 4.000 ejemplares) y Curieuse (unos cientos). En otras islitas vecinas, donde también existía, desapareció. La UNESCO declaró la Vallée de Mai, el bosque más famoso de Praslin, Patrimonio de la Humanidad en 1983. Allí puedes caminar entre palmeras gigantes que parecen diseñadas para un escenario de Jurassic Park.

El problema es que estas palmeras tienen un sistema de reproducción poco práctico: frutos pesadísimos que caen justo al lado del árbol y semillas que tardan años en germinar. Para colmo, los humanos han talado bosques, provocado incendios, cosechado los frutos por codicia y, últimamente, introducido plantas invasoras. Como si fuera poco, el futuro de la especie está ligado al de un loro igualmente raro, Coracopsis nigra barklyi, conocido como loro negro de Seychelles. Esta ave ayuda a polinizar las flores y depende a su vez de ellas para alimentarse. Ambos, loro y coco, se están jugando la supervivencia juntos como en una comedia romántica de la naturaleza.

El pueblo criollo

Los seychellois, descendientes de esclavos africanos, colonos franceses, indios y chinos, se han mezclado en un mestizaje peculiar. Hablan un criollo musical y viven a un par de kilómetros como mucho del mar. Durante dos siglos cultivaron canela, vainilla y té, pero todo cambió en 1971 con la apertura del aeropuerto internacional: desde entonces, el turismo se convirtió en el motor de la economía.

Hoy las tiendas de recuerdos venden réplicas pulidas de coco doble en todas las formas y tamaños, pero llevarse uno de verdad está prohibido desde 1970. Los pocos frutos que se recogen del suelo son custodiados por el gobierno, que subasta algunos para financiar la conservación.

Aun así, el contrabando continúa. Un fruto auténtico puede alcanzar miles de dólares en el mercado negro. El atractivo es irresistible: ¿quién no querría en su salón un coco de tamaño descomunal con forma de trasero humano?

Lodoicea maldivica. A, copa con frutos de un ejemplar femenino. B, cocos con su cubierta inicial, verde. C, inflorescencia masculina en amento. D, semilla con el típico aspecto de nalgas humanas, E, las semillas servían para tallar el kashkul, un cuenco o recipiente en forma de barco, que los derviches (ascetas musulmanes, sobre todo sufíes) usaban para mendigar comida o limosna durante sus viajes espirituales. Funcionaba como un símbolo de renuncia al mundo: el derviche no tenía posesiones salvo ese cuenco, que llevaba colgado del hombro con una cadena o cuerda. Hoy son ejemplares codiciados por los museos.

Ciencia, mitos y risas

Los botánicos llevan siglos obsesionados con esta palmera. El jardinero jefe de Kew Gardens, en Londres, intentó cultivar semillas en el siglo XIX sin éxito: todas morían antes de germinar. El naturalista portugués García de Orta escribió en 1563 que las palmeras crecían bajo el mar, arrasadas por un tsunami. Otros médicos recetaban agua del coco como cura para la parálisis. En China, todavía hoy, las conchas se usan como cuencos sagrados en ciertas ceremonias budistas.

Algunos mitos son aún más pintorescos. En las islas se decía que, en noches de tormenta, las palmeras macho y hembra se frotaban produciendo sonidos inconfundibles: los árboles estaban “apareándose”. Nadie podía presenciarlo, advertían, porque quien se atreviera a mirar moriría en el acto. Lo cierto es que las palmeras no necesitan espectadores: con viento y loros les basta.

La batalla por el futuro

La conservación del Coco de Mer es hoy una empresa seria. Desde 1979 existe la Fundación de Islas Seychelles (SIF), que gestiona los parques naturales y protege tanto a las palmeras como al loro negro. Científicos como la botánica alemana Frauke Fleischer-Dogley han dedicado su vida a estudiar la genética y la ecología de la especie. Gracias a ellos, sabemos que cada árbol que hoy sobrevive es un milagro viviente con siglos de historia encima.

El desafío es enorme: las palmeras tardan medio siglo en dar sus primeros frutos, mientras que los turistas tardan dos segundos en hacer una foto con flash y seguir camino. Y sin embargo, sigue habiendo esperanza. Los viveros del gobierno plantan cada año nuevas plántulas y los bosques protegidos permiten que los visitantes vean en directo el coco más extravagante del planeta.

Epílogo con sonrisa

Al final, el Coco de Mer nos recuerda que la naturaleza tiene un sentido del humor peculiar. Nos da semillas que pesan lo mismo que un niño de tres años, palmeras que viven casi mil años, y frutos con formas tan sugerentes que hicieron perder la cabeza a exploradores, generales y reyes.

Es posible que, dentro de unos siglos, los humanos sigamos discutiendo sobre su origen, su simbolismo o sus supuestos poderes afrodisíacos. Pero lo que sí sabemos con certeza es que, si el Jardín del Edén hubiera estado en algún lugar, Praslin tendría muchas papeletas. Aunque, pensándolo bien, siete años para esperar un fruto es demasiado incluso para Adán y Eva.

martes, 26 de agosto de 2025

SOMBRAS QUE ILUMINAN: LECCIONES DE UN PEZ CIEGO

La naturaleza, decía Darwin en una carta de 1860 dirigida a Asa Gray, nunca deja de sorprender cuando se obstina en repetir variaciones. (Lo hacía a propósito del ojo, que tanto le incomodaba explicar en El origen de las especies). Si le resultaba difícil imaginar la construcción gradual de un órgano tan complejo, ¿qué pensaría al ver cómo ciertos animales lo pierden con entusiasmo? Quizás porque como escribió Borges en Siete noches: «Un escritor […] debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin…»

Ese es el caso del tetra mexicano (Astyanax mexicanus), un pez que ofrece lo que cabría llamar un “experimento natural repetido”. En los ríos y lagos de México y Texas nada como un pez cualquiera. Pero en cuevas sin luz, sus descendientes han perdido los ojos, no una, sino varias veces, siguiendo rutas genéticas diferentes. La paradoja no podría ser más atractiva: el órgano que solemos considerar pináculo de la evolución, extinguido porque resultaba demasiado caro.

Un ojo que nace para morir

Durante mucho tiempo, los naturalistas del XIX —entre ellos Alpheus Packard, explorador de cavernas y discípulo del gran Louis Agassiz— pensaron que los animales cavernícolas eran testimonio de la “ley de uso y desuso” de Lamarck: los ojos, al no usarse, se atrofiaban. Hoy preferimos otra explicación, más darwiniana: los ojos son muy costosos en términos de recursos y energía y en la oscuridad son un lujo. La selección natural favoreció a quienes no gastaban recursos en lo inútil. 

El detalle biológico raya en lo teatral: los embriones de peces cavernícolas comienzan a formar ojos, como sus primos de superficie, pero en cuestión de horas las células del cristalino se suicidan y el órgano entero colapsa. Es un ojo prometido que nunca llega a cumplir.


Aunque el desarrollo ocular comienza en los embriones de los tetras de las cuevas, el proceso finalmente se estanca. Al principio, se observan claras diferencias en los patrones de actividad de los genes (imagen superior) implicados en el desarrollo ocular. Como resultado, en los embriones de pez caverna, la vesícula óptica a partir de la cual se desarrolla el ojo siempre es más pequeña. Unas 24 horas después del desarrollo, las células del cristalino y la cúpula óptica, que generalmente se convierte en el resto del ojo, comienzan a morir. Después de unos cinco días, también mueren los tejidos fotosensibles en la parte posterior del ojo. Modificada a partir del original de Khrisnan & Rohner (2017). Philosophical Transactions of the Royal Society B.

Un célebre experimento del año 2000 lo demostró con contundencia. Al trasplantar un cristalino de un embrión de pez de superficie a uno de caverna, los científicos lograron rescatar un ojo completo, como si hubieran encendido una luz en medio de la penumbra. Al revés, un cristalino de caverna bastaba para condenar al ojo de superficie. El destino, parecía decirnos la biología, se escribe en miniatura.

Ganar perdiendo

Pero los tetras no son un relato de decadencia. El sacrificio ocular liberó espacio y energía para otros sentidos: más papilas gustativas, más células sensoriales en la piel, un cerebro reorganizado para procesar señales de presión y de química del agua. Aquí la evolución nos recuerda una de sus constantes: nada se pierde del todo, se transforma. 

El metabolismo del hambre 

La vida en cuevas es un laboratorio de escasez. Los peces sobreviven con excrementos de murciélago y restos orgánicos que se cuelan en época de lluvias. Han desarrollado un metabolismo voraz: almacenan grasa en exceso, muestran mutaciones que en nosotros se traducen en obesidad y diabetes, y sin embargo evitan las consecuencias fatales de esas mismas mutaciones.

Los peces presentan al menos dos mutaciones asociadas con la diabetes y la obesidad en humanos. Sin embargo, en los peces cavernícolas, estas mutaciones podrían ser la base de algunos rasgos muy útiles para un pez que a veces tiene mucha comida, pero a menudo no. Al comparar peces cavernícolas con peces de superficie mantenidos en el laboratorio en las mismas condiciones, los peces cavernícolas alimentados con cantidades regulares de alimento estándar para peces "engordan” y presentan niveles altos de azúcar en sangre, pero, sorprendentemente, no desarrollan signos evidentes de enfermedad diabética. 

Las grasas pueden ser tóxicas para los tejidos, por lo que se almacenan en las células grasas. Pero cuando estas células crecen demasiado, pueden reventar, razón por la cual observamos con frecuencia inflamación crónica en humanos y otros animales que han almacenado mucha grasa en sus tejidos. Sin embargo, un estudio de 2020 reveló que incluso los peces cavernícolas bien alimentados presentaban menos signos de inflamación en sus tejidos grasos que los peces de superficie.

Incluso en las escasas condiciones de sus cuevas, los peces de cueva salvajes a veces pueden engordar mucho. Esto se debe probablemente a que, cuando la comida acaba en la cueva, los peces la consumen al máximo, ya que puede que no haya nada más durante mucho tiempo. Irónicamente, su grasa suele ser de un amarillo brillante debido a los altos niveles de carotenoides, la sustancia de las zanahorias que tu abuela solía decir que era buena para la vista.

Lo primero que nos viene a la mente, por supuesto, es que acumulaban estos carotenoides porque no tenían ojos. En esta especie, estas ideas pueden comprobarse: los científicos pueden comparar peces de superficie (con ojos) con peces cavernícolas (sin ojos) y observar cómo son sus crías. Una vez hecho esto, los investigadores no ven ninguna relación entre la presencia o el tamaño de los ojos y la acumulación de carotenoides. Algunos peces cavernícolas sin ojos tenían grasa prácticamente blanca, lo que indica niveles más bajos de carotenoides.

En cambio, cabe pensar que estos carotenoides pueden ser otra adaptación para suprimir la inflamación, lo que podría ser importante en la naturaleza, ya que los peces de las cavernas probablemente comen en exceso cuando disponen de comida.

Otros estudios publicados en 2020 y 2022, han descubierto otras adaptaciones que parecen ayudar a controlar la inflamación. Las células de los peces cavernícolas producen niveles más bajos de ciertas moléculas llamadas citocinas que promueven la inflamación, así como niveles más bajos de especies reactivas de oxígeno (especies reactivas de oxígeno), subproductos del metabolismo que dañan los tejidos y que suelen estar elevados en personas con obesidad o diabetes.

Los tetras mexicanos que viven en aguas superficiales (izquierda) se ven radicalmente diferentes a las poblaciones que fueron arrastradas a cuevas hace generaciones (derecha). Estas diferencias no se limitan al exterior.  Foto de Daniel Castranova.

Un recurso para la ciencia

Astyanax es valioso porque mantiene ambas formas: la de superficie y la cavernícola. Esa dualidad lo convierte en un modelo de comparación directa, casi un fósil viviente en dos versiones. La mayoría de las especies cavernícolas no ofrece esa ventaja. De ahí que preservar a los tetras ciegos en su hábitat sea más que un gesto conservacionista: es proteger un laboratorio natural de la evolución.

En El origen, Darwin confesaba que imaginar el ojo como producto de selección natural lo hacía «titubear en confesar su creencia».  El tetra mexicano parece contestarle desde el eco de las cavernas: la vista no es un triunfo inmutable, sino una estrategia local. Donde sobra, se pierde. Y en perderla, surgen otras posibilidades.

Esa es la lección: la historia natural no sigue un guion ascendente hacia la perfección, sino que improvisa, retrocede, borra y reescribe. El ojo, tan alabado, se revela prescindible. Y en su desaparición, estos peces encuentran la forma de vivir. 

CÓMO PERDER LA CABEZA CON UNA ROSA

 

Acuarela de una rosa ciempiés de Pierre-Joseph Redouté (1759-1840), famoso por sus láminas botánicas, especialmente de rosas. El nombre ciempiés proviene de la gran cantidad de pétalos.

Un consejo práctico: nunca confíes en un botánico en un jardín. Tarde o temprano alguien señalará el parterre más cercano y preguntará con aire inocente: “¿Cómo se llama esta planta?”. El botánico, por educación profesional, responde con rapidez. Pero si la pregunta se refiere a una rosa cultivada, la sonrisa se congela. No porque falte conocimiento, sino porque el mundo de las rosas es un laberinto más enrevesado que el laberinto de Creta, cuya complejidad era tal que quien entraba no podía encontrar la salida.

El problema es simple: cada rosa tiene nombre, pero ninguno sirve de nada. Son bautismos caprichosos, un catálogo de excentricidades: Souvenir de la Malmaison, Madame Hardy, Peace. La taxonomía —esa disciplina que pretende dar orden al caos vegetal— se estrella contra el muro de la floricultura. No hay norma, no hay sistema. Sólo imaginación desatada, como si los cultivadores hubieran hecho una apuesta: “A ver quién consigue el nombre más rimbombante”. Si Linneo levantara la cabeza, pediría otra cerveza y renunciaría al intento.

Rosa "Clair Matin", una rosa trepadora floribunda de la rosaleda del Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá. Foto de Luis Monje.

El XIX: el siglo de los rosómanos

La culpa, como en tantas otras neurosis modernas, es del siglo XIX. Durante siglos, las rosas habían sido discretas: cinco pétalos, una floración al año, un aroma más o menos agradable. Cumplían su función medicinal, adornaban procesiones religiosas y daban tema a los poetas. Nada que pudiera alterar el pulso del planeta.

Y de repente, Europa entra en modo rosomanía. Francia, por supuesto, lidera la bacanal floral. La emperatriz Josefina de Beauharnais, esposa de Napoleón, convirtió su jardín de Malmaison en un festival de rosales. Reunió variedades con el fervor de un coleccionista de cromos de fútbol, salvo que aquí los cromos huelen y pinchan. En pocas décadas se pasó de un centenar de variedades a unas ocho mil. Los jardineros franceses se pusieron a hibridar como si de ello dependiera la salvación de la patria.

Lo notable es que la fiebre no solo multiplicó las variedades: también las deformó. De pronto, tener cinco pétalos era de mal gusto. La moda eran las centifolias, unas rosas con tantos pétalos que parecían haber pasado por una imprenta defectuosa. Pero como todo exceso genera resaca, la segunda mitad del siglo devolvió cierto prestigio a la sencillez: hubo cultivadores que, con sorna, seleccionaron nuevas variedades de… cinco pétalos. Lo que confirma que la horticultura es, a menudo, un espejo de la moda humana: primero los pantalones campana, luego los pitillo, mañana quién sabe.

A la izquierda, una rosa natural o "botánica", con cinco pétalos, como por ejemplo Rosa canina. A la derecha, una variedad centifolia como Rosa floribunda, con numerosos pétalos.

El milagro del reflorecer (y otras herejías chinas)

El mayor avance no fue visible, sino temporal. Hasta entonces, las rosas eran de primavera: florecían una vez y se retiraban dignamente, como estrellas de rock que sólo daban un concierto al año. Pero los cultivadores, insaciables, querían un tour más largo. Y lo consiguieron cruzando con variedades chinas que tenían un truco bajo la manga genética: podían reflorecer.

De repente, los rosales europeos, antes de una sola función, se convirtieron en artistas incansables que repetían función en verano y hasta en otoño. Hoy lo damos por hecho, pero, en el siglo XIX, fue casi un milagro. Como si, de pronto, los fuegos artificiales de la verbena primaveral volvieran a encenderse en otoño, sin previo aviso.

Gracias a un estudio de las características de las variedades y a las modernas herramientas genómicas, los biólogos y genetistas franceses Thibault Leroy y Jeremy Clotault acaban de reconstruir la historia de la evolución de las rosas modernas, marcada por importantes cruces entre rosas asiáticas y antiguas rosas europeas. De esta unión nació una diversidad que continúa dando forma a nuestros jardines contemporáneos.

Cambios estéticos en las rosas durante el siglo XIX, basados en un selección de variedades disponibles en una rosaleda especializada en rosas antiguas. Modificada de una imagen de Thibault Leroy. Fuente.

Cuando la belleza trae factura

Claro que los milagros tienen precio. Al seleccionar rosas cada vez más bellas, los horticultores también seleccionaron debilidades. La mancha negra, esa plaga fúngica que convierte las hojas en mapas de lunares tristes, se volvió más común. Las rosas del XIX eran más bonitas, sí, pero también más enfermizas. Un poco como esas razas de perro diseñadas para ganar concursos de estética, aunque no puedan respirar.

Los genetistas de hoy pueden ver esas cicatrices en el ADN. El cromosoma 3, por ejemplo, aparece marcado por la presión selectiva en el gen de la refloración. Otros cromosomas también muestran señales de manipulación, pero aún no sabemos en qué consistían exactamente los “retoques”. Los rosales decimonónicos son, en resumen, organismos tuneados a base de ensayo, error y bastante azar: un laboratorio en el que la biología y la moda iban de la mano, como dos bailarines borrachos.

El aroma que se perdió en el camino

Y está el perfume. Nada hay más decepcionante que acercarse a una rosa perfecta, abrir los pulmones… y descubrir que huele a plástico. La leyenda urbana dice que el aroma de las rosas se perdió en el siglo XIX. El estudio de Leroy y Clotault demuestra que no: todavía olían, y mucho. Las moléculas responsables del perfume clásico —geraniol y 2-feniletanol— estaban ahí. El crimen lo cometió el siglo XX, cuando la industria decidió que lo importante era que la rosa cortada durara en el florero como mínimo hasta la boda de oro de los novios. Y el perfume, ese lujo intangible, se sacrificó sin remordimientos.

Genomas como novelas familiares

El ADN de las rosas conserva, como un diario íntimo, la memoria de aquellos cruces. Basta analizarlo para reconstruir quién fue madre, quién fue padre y qué azar intervino en cada combinación. Y el azar tuvo mucho que decir: hasta mediados del XIX, los cruces eran más bien orgías de polen que matrimonios concertados. No había jeringuillas ni fertilización artificial, sino viento, abejas y suerte. El resultado fue una genealogía enrevesada, con pocos ancestros fundadores pero muchísimos descendientes.

La historia del cultivo de rosas del siglo XIX, rastreada mediante la genómica, contribuyó al desarrollo de los híbridos de té, las primeras rosas modernas, que están directamente en el origen de la mayoría de las variedades cultivadas actuales. Esta red indica el grado de parentesco entre una veintena de variedades (nodos de red) conectados por enlaces que van del amarillo (parentesco bastante fuerte) al rojo (parentesco muy fuerte). Modificada a partir de una imagen de Thibault Leroy. Fuente.

El dilema de la diversidad

Hay una moraleja genética en todo esto. Al seleccionar intensivamente ciertas características —más pétalos, refloración, colores nuevos— se perdió algo de diversidad genética. No lo suficiente para condenar al rosal, pero sí para recordarnos que cada mejora estética trae un peaje evolutivo. Aún estamos a tiempo de revertir esa pérdida gracias a colecciones vivas de rosas antiguas. El genoma, a diferencia de las modas, puede conservarse intacto durante siglos si se lo cuida.

Epílogo: el arte de no saber

Así que la próxima vez que alguien me pregunte cómo se llama una rosa, creo que voy a sonreír con aire misterioso y contestar: “Depende de a quién le preguntes. Y depende de en qué siglo vivas”. Porque una rosa no es solo un nombre: es un mapa de decisiones humanas, un compendio de caprichos imperiales, modas pasajeras y genes rebeldes.

Stephen Jay Gould, que tenía la rara virtud de mezclar ciencia con humor, seguramente habría visto en esta historia un reflejo de nuestras propias manías. Al fin y al cabo, lo que hicimos con las rosas en el XIX no es tan distinto de lo que hacemos con nosotros mismos en el XXI: diseñarnos, retocarnos, aspirar a ser más bellos, aunque a veces eso nos haga más frágiles. La rosa, como siempre, sigue siendo espejo y metáfora. Y la pregunta por su nombre, un buen recordatorio de que ni siquiera los botánicos saben todas las respuestas.