sábado, 15 de noviembre de 2025

EL DÍA EN QUE LA POLÍTICA ESTADOUNIDENSE APESTÓ A QUESO

 

Hay capítulos de la historia de Estados Unidos que uno imagina escritos con solemnidad, plumas de ganso y música de cámara al fondo. Y luego están los capítulos que, francamente, huelen a queso. No en sentido metafórico, sino literal. Uno de los más inolvidables tiene como protagonista a Andrew Jackson, un presidente con fama de duro, impulsivo y populista, y a un queso cheddar de más de seiscientos kilos que un ciudadano devoto decidió enviar a la Casa Blanca. Visto desde hoy, el chusco episodio parece sacado de una novela de Mark Twain reescrita por un bromista con acceso a un establo.

La historia comienza en 1835, cuando un admirador de Jackson llamado Thomas S. Meacham, granjero de calzones recios y convicciones aún más recias, decidió rendir homenaje al presidente con un gesto patriótico: fabricar el queso más grande jamás visto en el hemisferio occidental. No era simplemente un obsequio; era una declaración. Un monumento comestible. Un queso-bandera. Según los cronistas de la época, el cilindro medía casi un metro y medio de altura y pesaba lo que un buey bien criado. Meacham añadió una corteza con estrellas, pintó la superficie con símbolos patrióticos y lo envió a Washington con la misma gravedad con la que otros envían estatuas.

Cuando el regalo llegó, la Casa Blanca tuvo que improvisar una especie de operación militar para introducirlo. Las puertas no se llevaban bien con los cilindros gigantes, así que hubo que desmontar paneles, mover muebles y hacer rodar aquella masa monumental sobre tablones como si fuera parte del equipaje de una expedición polar. Jackson, por su parte, lo recibió con la seriedad de quien entiende la intención política del gesto —o al menos hace como que la entiende—, y ordenó colocarlo en un salón donde, a partir de ese día, comenzó a madurar con paciencia institucional.

La Casa Blanca, que en aquella época no era un palacio de mármol sino una mansión algo húmeda y con tendencia a acumular aromas, empezó a impregnarse de un perfume difícil de describir sin recurrir a metáforas escatológicas por decirlo educadamente. Algunos visitantes tocapelotas hablaban de “la fragancia de la democracia”; otros, menos poéticos, aseguraban que entrar en aquel salón equivalía a recibir un abrazo íntimo de una vaca en celo. Jackson, hombre acostumbrado a los efluvios de los campamentos militares, no parecía inmutarse. Van Buren, su sucesor, un político de salónno tuvo esa suerte.

A finales de su segundo mandato, quizá cansado de mirar aquel cilindro que parecía observarlo con reproche, Jackson decidió poner fin al asunto de la mejor manera que se le ocurrió: abrir el queso al pueblo. Dicho y hecho. El 22 de febrero de 1837, Jackson anunció una recepción pública en la Casa Blanca a la que cualquiera podía acudir, desde senadores a vecinos curiosos que pasaran por allí. El mensaje era sencillo: «Vengan, ciudadanos, y tomen un pedazo de democracia».

La noticia corrió como corre la noticia de que hay comida gratis. Aquel día, los jardines se llenaron de un gentío que parecía haberse multiplicado. Entraron familias enteras, veteranos, curiosos, estudiantes, granjeros de paso, incluso visitantes que ni sabían muy bien por qué estaban allí. El queso los esperaba en mitad del salón, imponente como un tótem lácteo.

Entonces, según cuentan los periódicos, la multitud se abalanzó sobre el queso con entusiasmo feroz. Cuchillos, cucharones, navajas de bolsillo y utensilios difíciles de identificar se hundieron en la enorme masa amarillenta. Literalmente se formaron colas para cortar pedazos. Se dice que algunos se llevaron rebanadas del tamaño de ladrillos; otros, más finos, pedían “solo un mordisco”, pero acababan saliendo con el bolsillo lleno de envoltorios improvisados.

En cuestión de horas, lo que había sido un monumento colosal quedó reducido a migajas y despojos malolientes. El salón, como era de esperar, terminó convertido en un campo de batalla alimentario: mesas volcadas, alfombras untadas, paredes manchadas y un aroma tan poderoso que incluso los empleados que ya habían sobrevivido a la inauguración tumultuosa de 1829 confesaron que esto habido sido peor. Mucho peor. Pésima.

Jackson, encantado de haber regalado al pueblo una merienda histórica, saludó a todos, se despidió con su habitual mezcla de seriedad y teatralidad y dejó la presidencia con la satisfacción personal del deber cumplido y la Casa Blanca oliendo a bodega quesera. Martin Van Buren, su sucesor, entró semanas después y, según las malas lenguas —y algunos diplomáticos con buena memoria—, el olor persistía como si el Espíritu Santo del queso cheddar hubiera decidido instalar una delegación permanente en la residencia presidencial.

Los historiadores llaman a este episodio “The Big Cheese Day”, quizá porque no encontraron una forma más digna de referirse a una jornada que combinó política, populismo, fermentación y caos. Hay quien asegura que aquella jornada fue la inspiración remota del “Día del Gran Queso” que aparece en uno de los episodios de la serie El ala oeste de la Casa Blanca, en el que los asesores presidenciales reciben a ciudadanos con causas extravagantes en una tradición ficticia basada en un hecho real, aunque bastante más apestoso.

Lo cierto es que el episodio del Gran Queso resume de forma magistral algo profundamente estadounidense: la mezcla de solemnidad e informalidad, la convicción de que lo público pertenece al pueblo y la capacidad casi heroica de convertir un gesto simbólico en un festival gastronómico imprudente. También demuestra que, en política, un regalo nunca es solo un regalo: puede ser una maniobra populista, una metáfora de poder… o un problema de olores de larga duración.

Nadie ha vuelto a enviar un queso semejante a la Casa Blanca, quizá por miedo a la logística o quizá porque el Servicio Secreto no ve con buenos ojos la entrada de masas cilíndricas de origen desconocido. Pero si algún día vuelve a suceder, espero que alguien tome notas: la política estadounidense necesita de vez en cuando este tipo de episodios para recordarnos que, tras la épica constitucional, siempre late un país capaz de reírse de sí mismo… y de comerse un queso gigante a mordiscos.

viernes, 14 de noviembre de 2025

LA GRIPE AVIAR Y EL ECO DE LOS ELEFANTES MARINOS

La reciente aparición de un devastador brote de gripe gviar altamente patógena (HPAI, por sus siglas en inglés) —y más concretamente de la cepa Influenza aviar A(H5N1) del subtipo 2.3.4.4b— que está causando estragos en poblaciones de mamíferos marinos en la remota isla de Georgia del Sur, en el Atlántico Sur, pone en relieve una cuestión doblemente inquietante: por un lado, el importante impacto en la biodiversidad y los ecosistemas marinos; por otro, la persistente —aunque por ahora limitada— amenaza para la salud humana.

He redactado una visión divulgativa sobre qué es la gripe aviar, cómo se contagia y qué riesgos plantea para las personas.

El eco de los elefantes marinos

El viento en Georgia del Sur siempre ha soplado con un tono metálico, como si viniera desde un mundo más antiguo. Allí, entre glaciares y playas que crujen bajo el peso de miles de cuerpos, los elefantes marinos han reinado durante siglos. Son animales que parecen sacados de un cuento polar: enormes, ruidosos, seguros de su lugar en el mundo. Por eso el silencio que se ha extendido en los últimos meses resulta tan inquietante.

Una colonia de elefantes marinos en la isla de Georgia del Sur. Foto de EL PAÍS sobre la expedición española a comienzos de 2025.

La mitad de las hembras de la mayor colonia de elefantes marinos del mundo ha desaparecido. No por cazadores, ni por falta de alimento, ni por ninguna de las viejas amenazas conocidas. Ha sido un virus: la gripe aviar.

No era un invitado esperable. La Antártida y su periferia eran, hasta hace muy poco, la última frontera sin registrar infección por el virus de la gripe aviar, el H5N1. Pero los patógenos no respetan líneas imaginarias. Y las aves, que no entienden de geopolítica, llegaron un día con el virus en las alas. Lo demás fue cuestión de densidad, azar y biología.

Un viejo virus con habilidades nuevas

Para entender lo que está pasando conviene retroceder un paso. La gripe aviar no es ninguna recién llegada: los virus Influenza A llevan siglos viajando en el interior de las aves acuáticas. Son sus hospedadores naturales, animales que pueden portar el virus sin enfermar demasiado. Durante décadas, el H5N1 ha sido uno de los subtipos más problemáticos, pero se mantenía, más o menos, dentro de su “nicho”.

Todo empezó a cambiar en 2020, cuando emergió una nueva variante, el clado 2.3.4.4b: un linaje con ambiciones geográficas. Desde entonces ha aparecido en casi todos los continentes, saltando de país en país con una eficacia casi poética, si no fuera tan siniestra.

Fotografía al microscopio electrónico de un tejido infectado por el virus de la gripe aviar A F5N1. Dominio púlico 

Hasta hace unos años habríamos dicho que este virus pertenecía al reino de las aves. Pero últimamente parece empeñado en demostrar lo contrario. Zorros, visones, osos, focas, gatos domésticos, leones marinos… y ahora elefantes marinos. Una lista que crece como una sombra.

Cómo se contagia algo que viaja con el viento

El mecanismo puede sonar sencillo cuando se explica en frío:

Las aves acuáticas portan el virus y lo excretan por las heces.

Las aves domésticas o silvestres lo recogen del suelo, del agua o del aire.

Si entra en una granja, se extiende como pólvora.

Pero lo que ocurre en mamíferos es más misterioso. En el caso de los elefantes marinos, los científicos creen que hubo transmisión entre los propios animales, algo que antes hubiese parecido improbable. Miles de cuerpos juntos, respirando, tosiendo, intercambiando gotículas a corta distancia. Bastó con que un puñado de ellos se infectara para que la colonia entera estallara como una pradera en temporada seca.

El resultado ha sido devastador. Y mientras tanto, los humanos observamos desde la distancia, preguntándonos —con razón— si este virus, que avanza como un explorador testarudo, podría fijarse también en nosotros.

¿Y para las personas? ¿Cuánto hay que preocuparse?

Aquí la historia cambia de tono. Porque, si bien el virus ha saltado a varias especies, no está adaptado a los humanos. Los casos registrados hasta hoy han sido escasos y casi siempre vinculados a personas con una exposición directa e intensa: granjeros, veterinarios, trabajadores de fauna silvestre.

Para el resto del mundo, el riesgo sigue siendo bajo. No porque el virus sea amable, sino porque aún no ha encontrado la combinación genética que necesita para transmitirse de persona a persona. Aun así, conviene no caer en la complacencia. Los virus mutan con la insistencia de la lluvia: gota a gota, cambio a cambio. Cada salto entre especies es una oportunidad nueva para experimentar. Y esta variante, la 2.3.4.4b, ha demostrado ser un explorador intrépido.

El verdadero peligro no está en el presente, sino en el futuro

El mayor riesgo no es lo que estamos viendo hoy, sino lo que podría venir mañana si el virus encuentra un atajo evolutivo hacia la transmisión humana.

Para imaginarlo no hace falta dramatizar: basta recordar la pandemia de 1918 o la de 2009. Los virus de la gripe, cuando encuentran una puerta abierta, no necesitan una invitación.

Por ahora, repetimos, esa puerta sigue cerrada. Pero hay señales que obligan a vigilarla:

El virus ya se mueve con comodidad entre mamíferos.

Se ha extendido a regiones remotas, lo que multiplica los reservorios.

Ha infectado ganado bovino, algo nunca visto hasta 2024.

Ha demostrado que puede mantenerse meses enteros circulando sin descanso.

Son piezas de un rompecabezas que aún no forma una imagen clara, pero que merece atención.

El eco en los ecosistemas

Al margen de las preguntas de salud humana, lo que está ocurriendo en Georgia del Sur es una tragedia ecológica. La muerte de decenas de miles de elefantes marinos, en tan poco tiempo, altera toda la estructura del ecosistema: cambia la dinámica depredador-presa, altera la competencia por el espacio, afecta a las aves que se alimentan de carroña y a los depredadores superiores.

La naturaleza es un tejido: si tiras de un hilo, el resto se tensa. Y aquí el hilo ha sido un virus diminuto que apenas puede verse bajo el microscopio.

Qué podemos hacer nosotros

La respuesta, de momento, es más pragmática que épica.

Evitar el contacto con aves o mamíferos muertos.

Seguir las recomendaciones de las autoridades sanitarias.

Cocinar bien la carne de ave.

Dejar que los expertos vigilen el comportamiento del virus como quien observa una caldera en ebullición.

Para la mayoría de la población, la gripe aviar sigue siendo una amenaza lejana. Pero como ha demostrado Georgia del Sur, el mundo natural y el humano nunca han estado tan interconectados.

La historia sigue escribiéndose

Quizá dentro de unos años recordemos este brote como un episodio aislado. O quizá descubramos que fue el primer aviso serio de un virus que decidió probar nuevas rutas evolutivas.

De momento, lo único seguro es que las playas de Georgia del Sur han quedado marcadas. Y que cada elefante marino perdido es un recordatorio de que el planeta está lleno de fronteras invisibles: unas que se respetan, otras que se cruzan sin pedir permiso.

La gripe aviar, por desgracia, pertenece al segundo grupo.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

CARRETERA 66. NOSTALGIA DEL ASFALTO Y DEL GRAN LEBOWSKI

 

Alquilamos un coche y salimos de Chicago como se hacía en los años noventa, con el maletero lleno de mapas, un cuaderno y un propósito tan absurdo como hermoso: recorrer de punta a punta la vieja Ruta 66, el camino que alguna vez unió el Medio Oeste con el sueño del Pacífico. No hay prisa. Kerouac decía que lo importante era moverse, no llegar, y en eso confío. En la autopista moderna —la Interstate 55— los coches pasan como proyectiles; pero yo busco otra cosa, un rumor de pasado, el temblor de una época en que cruzar el país era una aventura y no un trámite.

La Ruta 66 ya no existe oficialmente. Fue descatalogada en 1985, engullida por autopistas más rápidas y aburridas. Pero aún palpita bajo el asfalto nuevo, como una cicatriz que se resiste a borrarse. En los pueblos que sobreviven a su vera, uno encuentra carteles oxidados que proclaman con orgullo: Get your kicks on Route 66, el verso inmortal de la canción de Bobby Troup. El viajero siente que entra en una reliquia viva, una exposición de sí misma, donde cada gasolinera es un museo y cada motel una cápsula del tiempo.

Los moteles son, de hecho, lo primero que llama la atención. Edificios bajos, con fachadas de colores desteñidos y rótulos de neón que parpadean como luciérnagas cansadas. En algunos aún se ofrece “TV y aire acondicionado”, como si fuera un lujo de otro siglo. La mayoría están atendidos por matrimonios mayores que vieron pasar la gloria y la decadencia de la carretera. Me hospedo en uno cerca de Springfield, Illinois. En el cuarto, el ventilador zumba como un recuerdo y la colcha de flores repite un patrón que seguramente era moderno cuando Eisenhower era presidente. Por la ventana, el estacionamiento vacío refleja la luna.

Al avanzar hacia Misuri y Kansas, la 66 serpentea entre campos, viejas estaciones de servicio y cafés que aún sirven cherry pie y café aguado. En los muros, los carteles de “Historic Route 66” se alternan con señales de “Antiques” o “Trading Post”. Algunos de esos comercios venden lo que uno imagina: matrículas viejas, llaveros con el logo de la carretera, postales amarillentas, figuritas de Elvis y botellas de Coca-Cola con la etiqueta original. Son templos de la nostalgia, administrados por personas que saben que venden más que objetos: venden pertenencia a un mito.

En Oklahoma el paisaje se abre como un mar de trigo. Aquí uno puede detenerse en pueblos que parecen decorados del cine de los cincuenta. Las uvas de la ira, la novela de Steinbeck, se vuelve casi palpable: las familias okies que huyeron del polvo y la ruina por este mismo camino rumbo a California. Steinbeck fue quien bautizó la 66 como The Mother Road, la carretera madre, y no hay nombre mejor. Cada curva parece contener las huellas de aquellos migrantes, y también las de Dean Moriarty y Sal Paradise, los héroes de On the Road, que Kerouac imaginó devorando millas y noches en busca de libertad o de sí mismos.

En Nuevo México, el horizonte empieza a oler a desierto. Los neones de Albuquerque me reciben como un espejismo eléctrico. Duermo en otro motel, este con forma de tipi gigante: Wigwam Motel, dice el cartel. Las habitaciones son pequeñas, pero en el interior hay camas redondas y televisores de tubo. Me siento dentro de una película de los años cincuenta. Afuera, el aire caliente huele a gasolina y a historia. En la fachada, un cartel anuncia: “Have you slept in a wigwam lately?” No, y probablemente no volveré a hacerlo, pensé antes de dormir.

Más al oeste, la carretera se convierte en un rosario de fantasmas: estaciones abandonadas, cines cerrados, carteles que se desmoronan. En Arizona, paso por Seligman, donde un barbero octogenario jura haber sido el modelo del personaje de Cars, la película de Pixar que devolvió la 66 a la imaginación de una nueva generación. Disney la convirtió en un parque temático, pero aquí, en la realidad, el óxido y el polvo son más elocuentes.

Wigwam Motel, Holbrook, Arizona. Originalmente hubo siete moteles Wigwam. Los falsos tipis indios tienen un marco de acero cubierto de madera, fieltro y lona debajo de una capa de estuco de cemento. Foto de Carol M. Highsmith. Biblioteca del Congreso. Dominio público.

El Gran Cañón queda al norte, y el viajero, con Thelma y Louise en la mente, debe resistir la tentación de desviarse. El camino sigue hacia California, bajando por las montañas de San Bernardino. Allí, en los últimos tramos, el aire se espesa con el olor a eucalipto y a asfalto caliente. Los Ángeles aparece de pronto, inmensa, infinita, como el final de una novela que uno no quiere acabar. La 66 muere frente al Pacífico, en Santa Monica Boulevard, junto a un cartel que proclama: End of the Trail.

Me bajo del coche y miro el océano. No hay música, ni epifanía, ni coro de ángeles beatniks. Solo el rumor del tráfico y las olas. Pero siento que he recorrido algo más que una carretera: un país entero condensado en 3.900 kilómetros de nostalgia. La 66 es una metáfora de América —su juventud, su fe en el movimiento, su melancolía por todo lo que deja atrás—. Mientras miro al mar, me acuerdo de la que quizás sea la escena más genial del Gran Lebowski.

Es una de esas escenas en las que el absurdo y la ternura se abrazan sin pedir permiso. El Nota y Walter suben a un acantilado con una lata de café Folgers que hace las veces de urna funeraria de las cenizas de su amigo Donny. Detrás de ellos, el Pacífico brilla con esa indiferencia majestuosa de los océanos, mientras el viento sopla caprichoso, levantando la arena y los cabellos. Walter, solemne como un sacerdote improvisado, pronuncia un discurso inflamado sobre la amistad, Vietnam y el destino, mientras el Nota lo observa con la resignación del que sabe que nada va a salir bien.

Cuando por fin abre la lata y lanza las cenizas al aire, el viento, travieso y cruel, cambia de dirección y las devuelve de inmediato. Una nube gris los envuelve y el Nota queda cubierto con su amigo muerto: en la barba, en las gafas, en la chaqueta. Por un segundo, todo se detiene; luego, el Nota se queda quieto, tosiendo suavemente, mientras Walter continúa su arenga sin notar el desastre.

Es un momento ridículo y conmovedor, casi sagrado en su torpeza. Los dos hombres miran el horizonte, manchados de polvo y silencio, y uno siente que allí, en ese fracaso tan humano, está contenida toda la poesía del Gran Lebowski: la de quienes, aun cubiertos de cenizas y errores, siguen mirando hacia el mar. 

Al final, comprendo que lo que mueve a quienes aún la recorremos no es el deseo de llegar a ninguna parte, sino la necesidad de seguir rodando por una memoria que, como la del Nota en el Gran Lebowski, no queremos perder. Como escribió Kerouac: «Nada detrás de mí, todo delante de mí, como siempre en la carretera».

domingo, 9 de noviembre de 2025

FLATIRON, EL TRIÁNGULO DEL VIENTO

Cuando el Flatiron Building fue terminado en 1903, algunos neoyorquinos hacían apuestas sobre cuán lejos llegarían los escombros cuando el viento lo derribara. La anécdota, que hoy suena cómica, no lo era tanto entonces. El edificio parecía una extravagancia peligrosa, una especie de vela de piedra a punto de salir volando sobre Broadway. Pero no voló: se quedó ahí, desafiando al viento y a la lógica, con su silueta de hierro y vidrio apuntando al cielo como un cuchillo elegante.

Visto desde la esquina de la Quinta Avenida y la calle 23, el Flatiron parece una broma de perspectiva, una ilusión óptica del Nueva York de hace un siglo. Su punta más aguda tiene apenas dos metros de ancho; su altura, casi 87 metros, bastaba en 1903 para asustar a las palomas y a los ingenieros. Lo apodaron “el triángulo del viento” y durante semanas los periódicos publicaron titulares alarmistas sobre su inminente colapso. Los más temerarios acudían a la esquina para contemplar la supuesta tragedia que nunca llegó.

Yo me planté en esa misma esquina un mediodía de invierno. El aire olía a castañas asadas y a historia. Los taxis amarillos pasaban como relámpagos y el edificio, entre los rascacielos modernos, parecía un aristócrata flaco rodeado de culturistas. Su fachada de piedra caliza aún conserva el orgullo de una época en la que Nueva York empezaba a pensarse vertical.

Antes del Flatiron, la ciudad era un tablero de ajedrez horizontal. Las torres estaban reservadas a las iglesias y la palabra “rascacielos” sonaba casi blasfema. Pero la invención de la estructura de acero, sumada a la aparición del ascensor de seguridad de Elisha Otis, cambió las reglas. En pocas décadas, la capital del comercio se transformó en un bosque metálico. Cada edificio competía por arañar un poco más de cielo.

El Flatiron, diseñado por el arquitecto Daniel Burnham, fue el primero en hacerlo con estilo. Su estructura interna, una red de vigas de acero, permitía levantar una forma tan delgada sin que el viento la partiera. El resultado fue una revolución estética: un edificio que no solo desafiaba la gravedad, sino también el sentido común. Los cronistas de la época lo comparaban con la proa de un barco surcando el tráfico de Broadway. Mark Twain lo llamó “una hoja de afeitar de piedra”.

Dicen que cuando el viento soplaba desde el norte, el efecto túnel levantaba las faldas de las mujeres que pasaban por la acera y los fotógrafos se agolpaban para captar la escena. La policía tuvo que dispersarlos. De ahí nació la expresión “23 skidoo”, algo así como “¡circulen!” o “¡fuera de aquí!”, que fue el primer eslogan urbano de Manhattan. Ningún otro edificio de su tiempo generó tanto revuelo por tan poco.

Sin embargo, su importancia no está en el escándalo ni en las anécdotas, sino en lo que representó. El Flatiron fue la señal de que Nueva York había aprendido a construir hacia arriba. Hasta entonces, la ciudad era una suma de almacenes, fábricas y oficinas de tres plantas. En pocos años, el Empire State, el Chrysler, el Woolworth y una constelación de torres se elevaron sobre Manhattan como si alguien hubiera estirado el horizonte.

Una serie de imágenes que muestran la construcción del edificio Flatiron, tomadas y ensambladas a partir del archivo fotográfico del New York Times. Biblioteca del Congreso. Dominio público.

El Flatiron fue la chispa inicial de esa fiebre. Y lo notable es que sigue en pie, con más dignidad que muchos de sus sucesores. Frente a sus líneas neoclásicas, el acero parece haberse vuelto humano. Hay algo casi romántico en su fragilidad aparente, en esa manera de enfrentarse al viento como quien dice: “aquí estoy, y no pienso moverme”.

Caminar alrededor del edificio es un ejercicio de geometría emocional. Cada paso cambia la perspectiva: desde el norte, es una cuña; desde el oeste, una torre; desde el sur, una postal de 1903. Las sombras se estiran a lo largo de Broadway como si el tiempo hubiera olvidado cómo avanzar. En el interior, las oficinas son pequeñas y extrañas, con paredes que se estrechan como un embudo. Nadie sabe muy bien cómo amueblarlas, y quizá por eso tienen un encanto de otro siglo.

Me detengo en el parque Madison Square, frente al edificio, y pienso en el vértigo que debió de sentir la gente al verlo por primera vez. Era el anuncio de una nueva era, una promesa de hierro y progreso. En 1903, mientras en Europa los modernistas jugaban con curvas y decoraciones, Nueva York inventaba su propio lenguaje: el de la verticalidad pragmática. No se trataba de belleza, sino de poder. Cada metro hacia arriba era una declaración económica.

A su modo, el Flatiron fue el primer grito de esa ambición moderna. Y aunque hoy parezca modesto entre los gigantes de cristal, conserva una elegancia que ninguno de ellos puede imitar. Hay edificios más altos, caros y relucientes, pero pocos tan memorables.

El barrio que lo rodea también ha cambiado. Donde antes había tranvías y carromatos, hoy hay ciclistas y turistas con los móviles apuntando en alto. Los restaurantes sirven sushi donde antes se vendía carbón. En las noches de verano, las luces del Flatiron se reflejan en las fachadas de cristal de los edificios vecinos, y el aire parece llenarse de una música sorda, mezcla de tráfico, conversaciones y viento. Hay algo reconfortante en esa constancia: el edificio sigue siendo el mismo, aunque todo lo demás haya mutado.

Fotografía tomada el 1 de marzo de 1902. El edificio se terminó en septiembre del mismo año. Broadway está a la izquierda y la Quinta Avenida a la derecha. Fuente: División de Impresiones y Fotografías de la Biblioteca del Congreso. Dominio público.

En los días de lluvia, su fachada se oscurece y parece que el barco de piedra se dispone a zarpar hacia el norte, entre las olas del tráfico. En los días de sol, brilla con una melancolía de principios del siglo XX. La mayoría de los peatones lo cruzan sin mirarlo; algunos turistas alzan la vista y lo fotografían sin entender del todo qué tiene de especial. Pero el Flatiron no busca llamar la atención: simplemente demuestra que el futuro puede sostenerse sobre la belleza del ingenio.

En 2021, cuando el edificio fue vaciado para una restauración completa, las grúas parecían rodearlo con respeto, como cirujanos frente a un paciente ilustre. Los ingenieros modernos calcularon de nuevo sus tensiones, comprobaron sus remaches y descubrieron que aquel esqueleto de acero, con más de un siglo a sus espaldas, seguía firme. La ciudad había cambiado de piel mil veces, pero el Flatiron seguía donde siempre, atravesando el aire con la serenidad de quien ya ha sobrevivido a todos los vientos posibles.

Cuando cae la tarde y las luces de Broadway se encienden, el triángulo se transforma en un faro. No marca el paso de los barcos, sino el de los siglos. Fue el primero en mirar hacia arriba, y todos los demás —del Chrysler al One World Trade Center— le deben algo.

En una ciudad que cambia de piel cada década, el Flatiron resiste. Ni los vientos de 1903 ni los del siglo XXI han logrado derribarlo. Sigue ahí, agudo y orgulloso, como una lección de arquitectura y de carácter: un recordatorio de que, a veces, el equilibrio no consiste en evitar el viento, sino en aprender a usarlo para no caer.

sábado, 8 de noviembre de 2025

MISIÓN DE AUDACES, UNA METÁFORA SOBRE EL ALMA PARTIDA DE ESTADOS UNIDOS

 

Por azar, me encuentro con la grata reposición televisiva de Misión de audaces, una película que vi en su momento con los ojos de un niño de siete años. Hoy mi visión es muy diferente. Bajo su aparente clasicismo y a pesar de que fue rodada hace casi setenta años, esta película de John Ford es una metáfora sobre la fractura moral de un país que hoy, bajo el manto del “rey” Trump, alcanza un pleno significado.

La película se inspira en uno de los episodios más sorprendentes y menos conocidos de la Guerra de Secesión (1861–1865): la incursión del coronel Benjamin Grierson en territorio confederado conocida históricamente como Grierson’s Raid. Fue una de las operaciones de caballería más audaces de todo el conflicto y, sin embargo, la historia apenas figura en los manuales. Ford, con su instinto para las epopeyas morales, la convirtió en una meditación sobre el deber, la violencia y el alma partida de Estados Unidos.

En la primavera de 1863, la guerra civil llevaba dos años devorando al país. El Norte y el Sur (la Confederación) combatían no solo por la esclavitud, sino por dos ideas irreconciliables de la nación. En el teatro del río Mississippi, el general Ulysses S. Grant preparaba su ofensiva contra Vicksburg, Misisipi, la “Gibraltar del Sur”, último gran bastión confederado sobre el río.

Controlar esa ciudad significaba cortar la Confederación en dos y dominar la arteria fluvial que unía el corazón agrícola del continente con el Golfo de México. Pero Grant necesitaba distraer a las tropas sureñas mientras cruzaba el Misisipi por el sur. Su estrategia fue brillante: lanzar una incursión de caballería profunda tras las líneas enemigas para sembrar el caos y forzar a los confederados a dividir sus fuerzas.

El elegido para esa misión fue el coronel Benjamin H. Grierson, un exprofesor de música de Illinois reconvertido en militar. La ironía es evidente: un hombre que había odiado los caballos desde niño acabaría dirigiendo una de las operaciones de caballería más célebres de la historia militar estadounidense. El 17 de abril de 1863, Grierson partió desde La Grange, Tennessee, al mando de unos 1 700 jinetes. Su objetivo: penetrar 600 kilómetros en territorio enemigo y alcanzar Baton Rouge, Luisiana, destruyendo todo lo que encontrara a su paso.

El coronel de Caballería de la Unión, Benjamin H. Grierson (sentado con la mano apoyada en la barbilla) y su Estado Mayor. Dominio público.

Durante dieciséis días, su columna avanzó como un relámpago. Destruyeron vías férreas, puentes, depósitos de armas y comunicaciones, liberaron esclavos y confundieron completamente a los mandos confederados. Las autoridades sureñas, alarmadas, retiraron tropas de Vicksburg para perseguir a un enemigo fantasma, dejando el camino despejado a Grant. Fue una de esas maniobras secundarias que cambian el curso de una guerra. Los hombres de Grierson recorrieron más de 900 kilómetros en condiciones extremas, sin apoyo logístico y consiguieron llegar a territorio controlado por la Unión con pérdidas mínimas. Grant diría después que aquella incursión fue “una de las más brillantes de la guerra”.

John Ford encontró en este episodio una materia perfecta para su tipo de relato: héroes ambiguos, un deber que pesa como una losa y un paisaje que actúa como espejo moral. Junto al guionista John Lee Mahin, transformó la crónica militar en una parábola sobre la obediencia, el sacrificio y la futilidad de la violencia. En su versión, el coronel Grierson se llama John Marlowe (John Wayne), un ingeniero ferroviario antes de la guerra que ahora debe destruir los trenes que antes construía. Su contrapeso es el mayor Kendall (William Holden), un cirujano militar que encarna la conciencia moral del grupo. Entre ambos se establece el típico conflicto fordiano: el hombre del deber frente al hombre de la compasión, la eficacia frente a la piedad.

El argumento sigue a la columna de Marlowe a través del Sur devastado, hostigada por guerrillas y milicias, hasta alcanzar Baton Rouge. Pero la acción bélica es solo un telón de fondo. Lo que interesa a Ford es el choque de temperamentos, la erosión moral que produce la guerra y la mirada compasiva hacia los civiles atrapados entre bandos. En una de las secuencias más memorables, la caballería unionista entra en un pueblo donde los cadetes de una academia militar —niños, casi— se preparan para resistirles. El enfrentamiento se resuelve sin sangre, pero el gesto del coronel Marlowe, que ordena marchar sin combatir, revela toda la tristeza de una guerra entre compatriotas.

Rodada en Luisiana y Misisipi, Misión de audaces es, visualmente, una de las películas más sobrias de Ford. Abundan los planos amplios, los cielos sobreexpuestos y las líneas diagonales que atraviesan el encuadre, como si el propio paisaje estuviera dividido. El ritmo es pausado, casi elegíaco. Ford filma a los soldados como si fueran penitentes en una procesión interminable: hombres que avanzan obedeciendo órdenes, sin comprender del todo su sentido.

A diferencia de los westerns heroicos que lo consagraron, aquí Ford elimina toda noción de gloria. Los caballos están exhaustos, los hombres sudan, discuten, sangran. No hay fanfarrias ni discursos patrióticos: solo polvo, sudor y confusión. Cuando el mayor Kendall atiende a los heridos —de ambos bandos—, la cámara insiste en su rostro cansado, en la mirada de un hombre que ha visto demasiado. Ford, veterano de la Segunda Guerra Mundial, sabe de lo que habla: en esta película el heroísmo es apenas una coartada para el sufrimiento.

Misión de audaces llegó en un momento en que Hollywood empezaba a cuestionar sus propios mitos bélicos. A mediados del siglo XX, Estados Unidos vivía la ansiedad de la Guerra Fría y el trauma nuclear; el patriotismo ciego ya no bastaba. Ford, sin abandonar el clasicismo formal, ofrece una visión amarga: la guerra como enfermedad del alma nacional. En cierto modo, anticipa el desencanto moral que marcaría el cine de los años setenta, desde M.A.S.H. hasta Apocalypse Now.

El rodaje, sin embargo, estuvo lejos de la serenidad. Las tensiones entre Wayne y Holden fueron constantes; Ford, de carácter volcánico, perdió el control de varias escenas y acabó recortando el guion original. Durante la filmación, un doble de acción murió en un accidente, lo que sumió al equipo en un silencio incómodo que Ford nunca superó del todo. Tal vez por eso el tono final del filme es tan sombrío: el propio director parecía estar despidiéndose de la épica.

Aunque no fue un éxito comercial ni figura entre las obras más citadas de su director, hoy Misión de audaces se lee como una pieza de transición. Es el punto donde el héroe fordiano empieza a desmoronarse. John Wayne ya no es el símbolo indestructible del Oeste, sino un hombre dividido por el deber y la culpa. Su coronel Marlowe no busca gloria, sino cumplir una orden que no entiende del todo. Cuando al final se separa de la mujer sureña que ha conocido durante la misión, Ford filma la despedida con una contención dolorosa: no hay beso, no hay música triunfal, solo el polvo levantado por los caballos.

Bajo su aparente clasicismo, Misión de audaces es una película sobre la fractura moral de un país. La guerra civil, en manos de Ford, se convierte en metáfora del conflicto interno estadounidense: la tensión entre la violencia fundacional y el ideal de libertad, entre el valor y la culpa. El tren que Marlowe destruye una y otra vez simboliza esa contradicción: la modernidad que avanza destruyéndose a sí misma.

Ford convierte la incursión de Grierson —una brillante maniobra militar destinada a distraer al enemigo— en un espejo donde se refleja el precio humano del deber. La misión, al final, es menos una gesta que un viaje hacia el desencanto. Misión de audaces no trata solo de caballería ni de ferrocarriles: trata de un país que aún no ha aprendido a reconciliar su valor con su conciencia. Y, como en casi todo el cine de Ford, detrás del polvo y de los tambores resuena una pregunta sin respuesta: ¿puede una nación construirse sobre la violencia sin acabar prisionera de ella?

NO BUSQUES VACAS EN LA TUMBA DE PASTEUR

 

El Museo Pasteur de París no está entre las visitas imprescindibles que recomiendan las guías y sin embargo es uno de esos lugares donde uno entra por curiosidad y sale con una sonrisa y una lección de historia. Se encuentra en una calle tranquila del distrito XV y su mayor tesoro —además de una buena colección de matraces y frascos que parecen decorados de Frankenstein— es la cripta donde reposan Louis Pasteur y su esposa Marie.

La cripta, para empezar, es de un barroquismo que espantaría al mismísimo Santo Sudario. Inspiración bizantina, dicen las guías. En realidad, con ese mármol rosado y ese aire solemne, parece una copia descarada del sepulcro de Napoleón Bonaparte en Los Inválidos, aunque en versión reducida. No me habría sorprendido encontrar una minúscula águila imperial en una esquina.

Los mosaicos que la decoran representan las grandes hazañas del químico: ovejas pastando, alusión a sus experimentos con el carbunco; un perro, recuerdo de la vacuna contra la rabia; gusanos de seda y moreras, por sus investigaciones sobre una plaga que arruinaba la industria textil; y vides, homenaje a su salvación del vino francés. Pero lo que yo buscaba era una vaca. Dediqué un buen rato a examinar paredes, techos y rincones, convencido de que en algún mosaico debía aparecer una vaca solemne, símbolo de su supuesta invención de la pasteurización láctea. No encontré ni rastro.

Salí del museo perplejo. ¿Cómo era posible que el hombre que había dado nombre al proceso que evita que medio mundo enferme por beber leche cruda no tuviera su vaca conmemorativa? Pues bien, la razón es simple: Louis Pasteur no tuvo absolutamente nada que ver con la pasteurización de la leche.

La confusión es comprensible. A fin de cuentas, su apellido está incrustado en cada cartón de leche del planeta. Pero lo suyo no fue la leche, sino el vino y la cerveza. Pasteur, que no era médico ni biólogo sino químico, había descubierto que los alimentos se estropean por culpa de microorganismos invisibles y que calentarlos moderadamente impide su proliferación.

Su intuición venía de lejos. A los veinticinco años, Pasteur hizo un descubrimiento que todavía hoy fascina a los químicos: la disimetría molecular. Mientras observaba con una lupa unos cristales de sales de ácido tartárico —un subproducto de la fermentación del vino—, advirtió que existían dos tipos de cristales que eran imágenes especulares uno del otro. Con una paciencia que admiraría al santo Job, los separó con unas pinzas y comprobó que, al disolverlos en agua y exponerlos a la luz polarizada, hacían girar el haz en direcciones opuestas.

Imágenes especulares de un aminoácido quiral; al montar la palma de una mano sobre el dorso de la otra, se observa que no coinciden.

La estructura de las moléculas era entonces un misterio, de modo que Pasteur no pudo ir mucho más allá. Pero medio siglo después, un joven holandés llamado Jacobus van’t Hoff propuso que el carbono tiene cuatro enlaces orientados hacia los vértices de un tetraedro y que, en el caso de que esos vértices están ocupados por átomos distintos, se obtienen dos versiones de la molécula: idénticas, salvo porque son imágenes especulares no superponibles, como nuestras manos. 

Van’t Hoff ganó el primer Nobel de Química en 1901 y confirmó la genial intuición del francés.acerca de lo que hoy conocemos como “quiralidad”, que más allá de ser una curiosidad química, es un concepto fundamental en farmacia. Un isómero de un fármaco puede ser terapéutico, mientras que su 'gemelo' especular puede ser inofensivo o, en casos infames como el de la talidomida, trágicamente tóxico.

Otro mosaico de la cripta representa a un ave, en recuerdo de su triunfo contra el cólera aviar. Y es que el siglo XIX fue una época de guerras, revoluciones y bacterias, que Pasteur combatió con la misma energía. Su obsesión era demostrar que la vida no surge espontáneamente del polvo o la podredumbre, como aún creían muchos. Con sus célebres matraces de cuello de cisne demostró que, si el aire se filtraba, el caldo hervido permanecía estéril; pero si entraban partículas del exterior, aparecía vida microscópica. Con ese experimento desmontó una creencia milenaria y puso la primera piedra de la teoría microbiana de la enfermedad.

Y aquí entra en escena el verdadero héroe de la leche: Franz von Soxhlet, un químico agrícola alemán que en 1886 propuso aplicar el método de Pasteur a la leche destinada al consumo público. Fue él quien acuñó el término pasteurización en homenaje al francés, aunque el interesado jamás se dedicó a eso. Pasteur había demostrado el principio, pero Soxhlet lo aplicó a la leche.

Por entonces, beber leche cruda era casi un deporte de riesgo. La fiebre tifoidea, la escarlatina, la difteria, la tuberculosis y todo tipo de infecciones intestinales podían transmitirse por ese líquido de tan inocente apariencia. En 1891, uno de cada cuatro bebés en la ciudad de Nueva York moría, muchos por leche contaminada. Cuando se empezó a calentarla a unos 70 grados durante unos segundos, la mortalidad infantil se desplomó.

Aun así, no faltaron detractores. Algunos afirmaban que el proceso arruinaba el sabor o destruía nutrientes esenciales. Los argumentos eran tan persistentes como débiles. Siglo y medio después, el debate sigue vivo: en los rincones más oscuros de Internet, algunos iluminados juran que la leche cruda “mejora la salud humana” y que la malvada FDA reprime su venta para proteger los intereses de la industria farmacéutica. Entre ellos figura, por ejemplo, Robert F. Kennedy Jr., que en 2024 proclamó en Twitter (X, para los modernos) las supuestas virtudes milagrosas del producto.

La evidencia, sin embargo, no deja lugar a dudas. La leche contiene miles de compuestos y es cierto que algunos se alteran con el calor, pero ninguno de esos cambios tiene consecuencias para la salud. Lo que sí tiene consecuencias, y muy graves, es beber leche contaminada con Listeria, Salmonella, Campylobacter o E. coli. En pocas palabras: la pasteurización salva vidas.

Y, sin embargo, el mito persiste. Quizá porque el propio nombre del proceso evoca una confianza casi paternal, una suerte de sello científico de pureza francesa. Pero el mérito de Pasteur no está en la leche, sino en algo más grande: en haber demostrado que la vida y la enfermedad están regidas por las mismas leyes químicas que el resto del mundo natural.

Volví a meditar sobre eso mientras abandonaba el museo. El guía me había mirado con cierta condescendencia cuando le pregunté por las vacas. En su lugar, me indicó un mosaico con un racimo de uvas y otro con un perro heroico. Nada de vacas. Salí a la calle con la sensación de que el pobre Franz von Soxhlet merecería, al menos, una plaquita conmemorativa o una leche escolar a su nombre. Pero la historia no siempre reparte la fama con justicia.

Al fin y al cabo, la leche “pasteurizada” no es obra de Pasteur, pero sí el fruto indirecto de su manera de mirar el mundo: con un microscopio en una mano y una duda razonable en la otra. Y eso, pensándolo bien, es mucho más importante que cualquier mosaico vacuno.

DEL REALITY SHOW AL REINADO TRUMP

 

Donald Trump no nació en la política: fue un producto televisivo antes que un candidato. Cuando ganó la presidencia en 2016, lo hizo con la ventaja de ser una cara conocida en todo el país gracias a The Apprentice, su reality show sobre empresarios agresivos y aprendices humillados. Como todo reality, tenía poco de realidad y mucho de espectáculo. Pero el personaje Trump encajaba en ese formato como si hubiera sido diseñado para él.

La telerrealidad es, por definición, una trampa. Juega a simular espontaneidad donde hay guion, a premiar lo vulgar bajo la etiqueta de lo “auténtico”. En ese universo de imposturas, Trump aprendió a convertir el mal gusto en transgresión y la grosería en marca personal. Esa versión manufacturada de sí mismo —el empresario genial, hecho a sí mismo, salvado de sus deudas por el instinto y la audacia— se vendió como entretenimiento. “Solo es un show”, pensaba la audiencia. ¿Qué daño podía hacer?

El daño se reveló cuando ese personaje televisivo se mudó al Despacho Oval. Los comentaristas acuñaron el término “política reality” para describir su estilo de gobierno: exportó al terreno institucional las reglas del espectáculo, incluida la creación de realidades alternativas. Durante años, los medios documentaron sus falsedades con precisión quirúrgica, pero sus seguidores parecían inmunes a los hechos. Si habían creído su mito de empresario triunfador, ¿por qué no iban a creer que las elecciones de 2020 fueron robadas?

El asalto al Capitolio fue el clímax natural de esa narrativa, el momento en que el guion televisivo se convirtió en insurrección real. La frontera entre ficción y poder se disolvió. El espectáculo había devorado a la república.

Pero todo formato de éxito merece una secuela. El Trump 2.0 llega con subidón tecnológico: ahora la realidad paralela se fabrica con inteligencia artificial. La Casa Blanca actual no se limita a manipular discursos o tergiversar cifras; produce directamente vídeos y fotos falsos con generadores digitales. El meme se ha convertido en comunicación institucional.

Si el presidente quiere rediseñar Oriente Próximo, difunde sin pudor un vídeo de dudoso origen sobre la futura “Riviera Gaza”. Si desea atacar a los demócratas por el cierre de gobierno, publica un montaje donde el líder Jeffries aparece con un sombrero mexicano. Cuando lo acusan de creerse un rey, responde con un vídeo —también generado por IA— en el que él mismo, ataviado como un monarca-piloto de combate, bombardea con excrementos a los manifestantes. En el universo Trump, la escatología se confunde con la estrategia.

La lógica es la misma de siempre: epatar, marcar el discurso, ahogar a los periodistas en el barro informativo —como decía Steve Bannon, con un término más escatológico aún—. Cuanto mayor es la indignación, más combustible obtiene la maquinaria. Lo que en otro tiempo habría sido un escándalo ahora se celebra como “autenticidad”. Lo grotesco se ha convertido en un signo de identidad política.

Y lo peor es que funciona. Hay quien lo celebra, quien lo ríe y quien, pese a todo, lo vota. Lo inquietante no es solo el espectáculo, sino la normalización del espectáculo como forma de poder. Una parte del electorado ha aprendido a tolerar —o incluso admirar— la renuncia a la dignidad institucional. Si el presidente humilla, miente o difama, es porque “dice lo que otros no se atreven”. En la era del reality perpetuo, el mal gusto se confunde con la franqueza.

El 18 de octubre, unos siete millones de estadounidenses salieron a las calles bajo el lema “No Kings” para protestar contra lo que consideran el desmantelamiento de la democracia. Fue la mayor manifestación en la historia del país. En ciudades como Nueva York o Chicago, no se registró un solo detenido. Las marchas fueron pacíficas, plurales, incluso festivas: una afirmación colectiva de los valores fundacionales de la república —libertad, igualdad, Estado de derecho—. En los carteles se leían frases como “We the People still matter” o “No somos tu programa de televisión”.

En cualquier democracia sana, semejante movilización sería motivo de reflexión o incluso de orgullo. En cambio, el presidente respondió con un vídeo generado por IA donde él aparece en un avión de combate, con las palabras “KING TRUMP” grabadas en el fuselaje, sobrevolando a las multitudes y arrojando excrementos desde el cielo. No hacía falta interpretación: era la imagen literal de un presidente defecando sobre su pueblo.

El gesto resultaba obsceno no solo por su indecencia, sino por lo que simbolizaba: la inversión absoluta del principio democrático. En la política liberal, el poder fluye desde abajo —de los ciudadanos a sus representantes—. En la autocracia, fluye desde arriba, como los excrementos del vídeo. La geometría moral del meme no podría ser más clara.

Durante su primer mandato, Trump y sus colaboradores aún simulaban respetar los principios democráticos, aunque los socavaran por debajo. Al promover la mentira del “robo electoral”, fingían preocuparse por la limpieza de las elecciones. Esa máscara ya ha caído. Varios vídeos oficiales difundidos tras las protestas llevaban un mensaje explícito: “Yes, We Want Kings”,

Era una admisión sin disfraz: el movimiento MAGA ya ni siquiera pretende mantener las apariencias de la democracia. Convierte el desacuerdo en traición y a los disidentes en enemigos del Estado. Pero la democracia liberal se basa en lo contrario: en la convicción de que quienes discrepan de nosotros no son enemigos, sino conciudadanos con igual dignidad. Cuando un presidente llama “terroristas” a quienes marchan pacíficamente o los retrata como desechos humanos, degrada no solo a ellos, sino el cargo que ocupa. Y destruye el suelo común sobre el que se asienta toda convivencia.

Mientras tanto, el mundo observa en silencio. Los gobiernos extranjeros, temerosos de las represalias o los aranceles, actúan como si nada ocurriera. Trump ha dejado claro el precio del desacuerdo: después de que el presidente colombiano Gustavo Petro denunciara el bombardeo estadounidense que mató a un pescador en aguas territoriales, Washington respondió imponiendo sanciones y calificando a Petro de “narcotraficante ilegal”. El mensaje global es nítido: quien critique al nuevo orden americano será castigado.

Nada de esto es nuevo, pero sí más descarado. Las viejas autocracias disfrazaban su control con solemnidad; el “reinado Trump” lo hace con emojis y efectos especiales. La tiranía de otros siglos se imponía con himnos y retratos oficiales; la actual se propaga a través de memes. En lugar de censura, hay saturación. En lugar de miedo, hay distracción. La dictadura del espectáculo no necesita tanques: le basta con pantallas.

Sin embargo, no todo está perdido. Los millones de estadounidenses que salieron a las calles recuerdan que todavía existe una reserva moral, una fibra cívica que sobrevive bajo el ruido. Lo que esas marchas expresaron —entre pancartas, música y civismo— fue una verdad elemental: que en una república no hay reyes, y que la democracia solo vive mientras haya ciudadanos dispuestos a defenderla.

Nadie sabe qué logrará el movimiento “No Kings”. Tal vez poco. Pero su mera existencia recuerda algo esencial: que el silencio —nacido del miedo o del cansancio— es siempre la antesala del autoritarismo. Y que, pese al espectáculo, pese a los vídeos falsos y los aplausos enlatados, aún hay millones de personas dispuestas a decir que la política no puede reducirse a un reality show, ni la nación a una audiencia.

Como en Siete días de mayo o en La conjura contra América, la amenaza no está solo en un hombre, sino en el hechizo que ejerce. Trump es tanto causa como síntoma de una época fascinada por el espectáculo, dispuesta a confundir la emoción con la verdad. Pero incluso en la era de la inteligencia artificial y del cinismo institucional, todavía hay quien se levanta para recordarle al mundo —y a sí mismo— que la democracia, aunque frágil, sigue siendo la única historia real que vale la pena contar.


AILANTO, EL ÁRBOL QUE QUISO TOCAR EL CIELO

 

Si uno pasea por los márgenes de una ciudad o se detiene junto a las vías del tren, puede encontrar un árbol de copa ancha y hojas enormes, compuestas por hasta veinte foliolos que crecen enfrentados como las alas de un insecto prehistórico. El tronco, recto y de corteza gris, se erige con la arrogancia de quien ha nacido para colonizar espacios baldíos. En verano, el aire se impregna de un olor dulzón y agrio a la vez, casi animal, que anuncia su presencia antes de que los ojos lo descubran. Es el ailanto (Ailanthus altissima), también conocido como “árbol del cielo”.

El nombre le sienta bien y mal al mismo tiempo. Procede del malayo ailanto, “árbol del cielo”, y del latín altissima, “el más alto”. Un nombre de resonancia celestial para un árbol que crece con desesperación terrenal. Porque el ailanto no se eleva como símbolo de nobleza ni de eternidad, sino como metáfora del exceso: crece deprisa, demasiado deprisa, como si quisiera alcanzar el cielo antes de que alguien le recuerde que no le pertenece.

Originario del norte y el centro de China, el ailanto fue recibido con entusiasmo en Europa a finales del siglo XVIII. Llegó como llegan los inventos prometedores: envuelto en la fe del progreso. Su crecimiento veloz, su capacidad de prosperar en suelos pobres y su resistencia a la contaminación urbana lo convirtieron en el candidato ideal para la repoblación de zonas degradadas. Las autoridades forestales lo celebraron como un símbolo de modernidad botánica.

Durante décadas se plantó en cunetas, parques, escombreras, taludes de carreteras y márgenes de ciudades. Era el árbol perfecto para un mundo con prisa. Su sombra parecía el emblema del futuro: rápido, eficiente, resistente. Europa soñaba con reforestar a la velocidad de la industria. Pero el cielo, como sabemos, puede ser engañoso.

El ailanto resultó ser un huésped incómodo. Bajo su aparente generosidad se escondía una voluntad de dominio. Su sistema de raíces es vigoroso, profundo, invasor. De cada corte de tronco brotan nuevos tallos; de cada tallo, nuevas colonias. Su semilla, ligera y alada, viaja con el viento como un rumor que se multiplica. Lo peor, sin embargo, no está en su fuerza física, sino en su química: el ailanto es una planta alelopática, capaz de segregar sustancias tóxicas que impiden el crecimiento de otras especies a su alrededor. Donde él prospera, la biodiversidad retrocede.

Además, su sombra no cobija: desplaza, porque las flores femeninas exhalan un olor penetrante, desagradable, casi nauseabundo, que impregna el aire con una persistencia que parece un aviso: mantente alejado. No es el perfume de un bosque, sino el aliento de una invasión. En algunas calles, cuando florece, basta una ráfaga para que el aire se vuelva agrio y el paseante, sin saberlo, sienta que algo está fuera de lugar.

Erradicarlo es casi imposible. Los herbicidas apenas lo afectan. Cortarlo no sirve: vuelve a brotar desde el tocón, más fuerte, más obstinado. Las raíces viajan bajo tierra y emergen metros más allá, como si la planta tuviera una inteligencia secreta. Su capacidad de resistencia ha hecho que figure en el Catálogo Español de Especies Exóticas Invasoras, cuya eliminación es hoy una obligación legal.

El ailanto no es un error de la naturaleza. Es un error humano. Un error de planificación. Durante siglos creímos que bastaba con dominar la botánica para domesticar la tierra. Que bastaba con importar especies útiles, rápidas, adaptables. Pero los bosques no se improvisan: se construyen con paciencia, con respeto, con tiempo. En el siglo de la urgencia, el ailanto fue una metáfora perfecta.

Caracteres generales de Ailanthus altissima. 

Su historia condensa nuestra ansiedad moderna: queríamos reforestar sin esperar, sanar los paisajes heridos sin comprender sus ritmos. Y el ailanto, dócil al principio, respondió como lo hace la naturaleza cuando se la subestima: con una lección de humildad.

En las ciudades, crece entre las grietas del asfalto, trepa por los muros abandonados, brota en los patios olvidados de las fábricas. No necesita permiso. Es el árbol de los márgenes, el árbol que prospera donde los demás mueren. Hay una belleza sombría en esa obstinación. Sus hojas, cuando el viento las agita, producen un rumor áspero, como un idioma vegetal que habla de resistencia y de ruina.

Flores masculinas

El ailanto no es el enemigo. Es el espejo. Nos muestra lo que ocurre cuando confundimos utilidad con armonía, rapidez con regeneración, planificación con precipitación. Algunos botánicos comparan su expansión con la del pensamiento humano cuando se emancipa de la prudencia. La naturaleza del ailanto es la misma que la del progreso sin freno: crece para ocuparlo todo. En esa carrera hacia arriba hay una enseñanza amarga: lo que crece sin límite acaba por asfixiar su propio entorno.

En su tierra natal, Ailanthus altissima es solo una pieza más del mosaico vegetal. Allí, sus enemigos naturales —hongos, insectos, competidores— limitan su ambición. En Europa, sin rivales, se convirtió en conquistador. La lección es sencilla y universal: fuera de contexto, toda virtud se transforma en amenaza.

Algunos municipios han intentado reemplazarlo con especies autóctonas, pero el proceso es lento y costoso. Cada tocón abandonado puede regenerar un bosque de clones. A veces, tras eliminar los troncos, los jardineros se encuentran con una alfombra de brotes jóvenes, renacidos en pocos meses. El ailanto parece tener memoria, o una forma de tenacidad que roza la venganza.

Futos alados. La semilla se observa en el centro como una perla amarillenta.

Y, sin embargo, hay en él una melancolía inevitable. Mirado de cerca, su corteza lisa y sus hojas simétricas son hermosas. Bajo el sol de junio, sus racimos florales se iluminan con un resplandor dorado. Quizá el árbol no tenga culpa de nada. Quizá los verdaderos invasores seamos nosotros, siempre dispuestos a trasladar el mundo a nuestro antojo.

El ailanto, “árbol del cielo”, quiso tocarlo y lo logró. Pero lo hizo desde el barro, abriéndose paso entre ruinas y carreteras, alimentándose del polvo de los márgenes. Su ascenso no fue una ascensión espiritual, sino una conquista silenciosa, vegetal, que se extiende sin permiso.

A veces los árboles no son símbolos de esperanza, sino advertencias. El ailanto nos recuerda que la naturaleza no obedece decretos, que la velocidad no siempre es virtud y que los ecosistemas, como las civilizaciones, se desmoronan cuando se violan sus equilibrios.

Hay árboles que crecen hacia la luz. Otros, como este, crecen hacia nuestra sombra.

viernes, 7 de noviembre de 2025

A LA BÚSQUEDA DEL HONGO DEL ORGASMO (FANTASÍAS CIENTÍFICAS)

 


Todo empezó con un titular imposible:

“El hongo hawaiano que provoca orgasmos femeninos con solo olerlo”.

Era el año 2001, cuando internet aún creía que todo lo que se publicaba con apariencia científica debía de ser verdad. El artículo apareció en una publicación de nombre rimbombante, International Journal of Medicinal Mushrooms, una revista tan desconocida como complaciente. Firmaban el texto John Holliday y Noah Soule, que aseguraban haber descubierto un hongo «que crece en coladas de lava de entre 600 y 1 000 años y que posee una extraordinaria reputación como afrodisiaco femenino».

Según sus autores, «casi la mitad de las mujeres del estudio –19 en total, una muestra digna de un almuerzo familiar– experimentaron orgasmos espontáneos al oler el hongo». La frase, reproducida sin pudor por cientos de medios, convirtió a la seta en una leyenda erótica moderna.

El estudio carecía de lo básico en cualquier investigación científica: protocolo, fotografías, análisis químicos o revisión por pares. Y, para colmo, Holliday era también editor de la revista donde publicó su propio trabajo. Más tarde se sabría que trabajaba para una farmacéutica interesada en comercializar un “elixir orgásmico natural”.

Aquel no fue un caso aislado. A comienzos del milenio proliferaban las llamadas revistas de frontera, publicaciones científicas de cartón piedra, donde se colaban hallazgos sobre el agua con memoria, las plantas telepáticas o los cristales energéticos. Era una época de entusiasmo crédulo, en la que bastaba un gráfico con colores y un microscopio de fondo para convertir cualquier disparate en ciencia.

El texto de Holliday y Soule venía aderezado con una supuesta leyenda ancestral: la de Makealani, hija del rey Kupakani de Hawái, que un día olió un misterioso hongo anaranjado, cayó en trance amoroso y corrió al encuentro de su amante. Una historia que mezclaba nombres maoríes y hawaianos con la misma soltura con que Hollywood mezcla géneros.

El presunto hongo afrodisiaco pertenecía al género Dictyophora, rebautizado por los botánicos como Phallus, nombre que ya sugiere su forma: un tallo rosado cubierto de una mucosidad pestilente que recuerda vagamente a la anatomía masculina. Su olor —una mezcla de pescado podrido y carne en descomposición— no tiene nada de erótico. Sirve para atraer moscas, que transportan sus esporas. Erotismo, lo que se dice erotismo, poco.

Phallus cinnabarina, el supuesto hongo sexual. Foto de Don Hemmes

La historia podría haber terminado ahí, de no ser porque en 2015 la periodista de National Geographic, Christie Wilcox, decidió comprobarlo. Contactó con Holliday, que le dio vagas indicaciones sobre dónde buscar el hongo y ninguna evidencia de su experimento.

Wilcox descubrió pronto que la leyenda era falsa: ni existía la princesa, ni el idioma hawaiano reconocía los nombres citados. El profesor Glenn Kalena Silva, de la Universidad de Hawái, le confirmó que todo era un pastiche cultural. Nadie en las islas había oído hablar del hongo milagroso.

Con ayuda del botánico Don Hemmes, de la Universidad de Hilo, Wilcox localizó ejemplares de Phallus cinnabarinus, una especie común en los bosques volcánicos. Viajó con su novio Jake y, armados con libreta y cronómetro, se dispusieron a oler la seta.

El resultado fue inequívoco. «Llegué casi al borde del vómito», escribió Wilcox. Jake confirmó que el olor era tan insoportable que le subió el pulso, pero por motivos distintos a la excitación. «No fue un orgasmo, fue un instinto de supervivencia», confesó. El único éxtasis presente fue el de escapar corriendo del hongo pestilente.

Aun así, el mito ya tenía vida propia. En los años siguientes, páginas de remedios naturales y tiendas “wellness” vendieron extractos de Phallus con promesas de placer garantizado. En el mejor de los casos olían a queso rancio; en el peor, a descomposición. Algunas empresas incluso patentaron perfumes “inspirados” en su aroma. Los críticos coincidieron: encendían pasiones, sí, pero solo las alarmas de incendios.


Lo paradójico es que el deseo humano por hallar afrodisiacos tiene una base biológica real. En el cerebro, los circuitos del placer están gobernados por dopamina, oxitocina y serotonina: sustancias que se activan ante el deseo, la comida o una melodía. Pero no existe, hasta hoy, ningún compuesto natural capaz de desencadenar un orgasmo con solo olerlo. Y sin embargo, seguimos creyendo. En los siglos pasados fueron las cantáridas, las ostras o los cuernos de rinoceronte; ahora, las setas de lava y los suplementos de herbolario. Cambia el envase, no la esperanza.

La fascinación por este “falo de lava” dice más de nosotros que del propio hongo. Nuestra especie tiene una fe inquebrantable en los atajos biológicos: el afrodisiaco que despierta pasiones, la pastilla que promete felicidad, la seta que convierte el deseo en un reflejo olfativo. Como si el amor —o el orgasmo— pudiera sintetizarse en un frasco.

En realidad, el Phallus cinnabarinus resume toda una época: la de la ciencia convertida en espectáculo. Una prensa ávida de clics, un público dispuesto a creer cualquier promesa que huela —literal o figuradamente— a sexo, y unos “investigadores” que confunden el laboratorio con un gabinete de marketing. Lo que antes se vendía como alquimia, ahora se disfraza de biología molecular.

Hoy, más de veinte años después, el hongo orgásmico hawaiano sigue apareciendo en foros y documentales de dudosa factura. No hay rastro de su supuesto principio activo ni de la farmacéutica que lo iba a comercializar. Lo único real es el hedor. Wilcox lo resumió mejor que nadie: «Si ese hongo provoca algo parecido a un orgasmo, es porque el alivio de dejar de olerlo puede confundirse con placer».

Y así, entre coladas de lava, titulares sensacionalistas y laboratorios imaginarios, el Phallus cinnabarinus se ganó un lugar en la mitología contemporánea: el afrodisiaco más repugnante del mundo. Un recordatorio de que la ciencia sin rigor puede ser tan peligrosa como el amor sin sentido del humor, y de que la credulidad humana, como las esporas de un hongo, se propaga con sorprendente facilidad.

Después de todo, no hay tanta distancia entre la raíz de ipecacuana que mató a Karen Carpenter y el hongo del orgasmo que nunca existió: ambos nacen del mismo anhelo humano de encontrar el milagro perfecto, aunque huela —o duela— demasiado para ser verdad.