lunes, 29 de diciembre de 2025

TRES VEGETALES NAVIDEÑOS: MUÉRDAGO, INCIENSO Y MIRRA

Magia, humo y resinas sagradas.

La Navidad es una época curiosa para la botánica. Durante el resto del año, la mayoría de nosotros apenas distinguimos un abeto de una farola, pero en diciembre de pronto nos rodeamos de vegetales con una intensidad casi mística. Árboles en el salón, ramas colgando del techo, resinas ardiendo y perfumes que parecen haber sido destilados directamente del Antiguo Testamento. Todo muy natural, aunque no siempre sepamos exactamente qué estamos celebrando.

Empecemos por el muérdago, una planta que ha conseguido el raro privilegio de ser a la vez romántica y ligeramente venenosa. No es poca cosa. El muérdago ha gozado de una reputación especial desde la Antigüedad, en parte por su comportamiento vegetal francamente sospechoso. No crece como una planta respetable, con raíces bien hundidas en la tierra, sino que aparece brotando de las ramas de otros árboles, como si hubiera decidido instalarse allí sin pedir permiso.

Técnicamente, el muérdago es una planta hemiparásita. Eso significa que realiza la fotosíntesis por su cuenta, pero obtiene agua y sales minerales del árbol anfitrión. Es decir, hace la mitad del trabajo y deja el resto a otro, una estrategia vital que, si se aplicara a los seres humanos, generaría un resentimiento social considerable.

El muérdago clásico europeo, Viscum album, tiene además un origen etimológico poco glamuroso. Su nombre procede del anglosajón mistel (estiércol) y tan (ramita). En otras palabras: “estiércol en una ramita”. No es exactamente el tipo de expresión que uno asocia con besos furtivos bajo la lámpara del comedor. Pero describe bastante bien cómo se propaga la planta: las aves comen las bayas, las semillas sobreviven al proceso digestivo —cosa que no puede decirse del ser humano— y acaban depositadas, con todo el entusiasmo fisiológico posible, sobre una rama adecuada.

Las semillas contienen viscotoxinas, pequeñas proteínas capaces de destruir células humanas con una eficacia poco navideña. Cualquier sustancia con ese perfil despierta, inevitablemente, el interés de la farmacología. La historia de la medicina está llena de intentos de domesticar venenos: arsénico, mercurio, estricnina, belladona… Todos ellos tuvieron su momento de gloria antes de que alguien se diera cuenta de que quizá no eran tan buena idea.

El muérdago no fue una excepción. Durante siglos se utilizó en brebajes y ungüentos de dudosa eficacia. Hasta principios del siglo XX, la comunidad científica lo consideró un placebo elegante. Pero en la década de 1920 aparecieron estudios que identificaron en el muérdago unas moléculas llamadas lectinas, capaces de unirse a las células e inducir cambios bioquímicos. De repente, surgió la esperanza de que, en la dosis adecuada, pudieran atacar selectivamente células cancerosas.

El optimismo duró lo justo para lanzar al mercado una serie de preparados con nombres que sonaban a villanos de ópera: Iscador, Helixor, Eurixor. Los ensayos en humanos, sin embargo, no confirmaron las promesas iniciales. Hoy no existen pruebas sólidas de que estos productos tengan un efecto beneficioso contra el cáncer. Sí existe, en cambio, abundante evidencia de que no lo tienen. Parece que la verdadera magia del muérdago consiste en provocar besos incómodos entre personas que no siempre saben cómo acabar allí. Y eso, siendo justos, ya es bastante.

Pasemos ahora a los Reyes Magos y a sus famosos regalos. El oro no plantea problemas: sigue siendo caro, brillante y universalmente apreciado. Pero el incienso y la mirra requieren un poco más de contexto. ¿Por qué alguien pensó que unas resinas aromáticas eran un obsequio apropiado para un recién nacido?

Tanto el incienso como la mirra son productos vegetales muy específicos. Proceden de árboles del Medio Oriente y África que, cuando se les daña la corteza, exudan una savia rica en compuestos antimicrobianos. Es una forma vegetal de ponerse una tirita química. Con el tiempo, esa savia se endurece y forma una resina que puede recogerse.

El incienso procede de varias especies del género Boswellia, perteneciente a la familia de las burseráceas. Crecen en regiones áridas del noreste de África, la península arábiga y la India, lugares donde no abundan precisamente los árboles con vocación ornamental. La mirra, por su parte, procede de especies del género Commiphora, de la misma familia botánica y con una distribución similar. Ambas resinas han sido bienes de alto valor durante milenios, no porque fueran raras, sino porque olían bien y ardían mejor.

Mucho antes de la primera Navidad, el incienso y la mirra ya ocupaban un lugar destacado en ceremonias religiosas. Al quemarse, producen un humo fragante que tiene la virtud de hacer más llevaderas reuniones prolongadas en espacios cerrados. Quizá la idea original era elevar las oraciones hacia el cielo a través del humo. O quizá simplemente disimular el olor corporal de personas poco familiarizadas con el jabón. Ambas explicaciones son plausibles.

La palabra “incienso” procede del latín incendere, prender fuego. “Perfume” viene de per fumum, “a través del humo”. Es decir, el perfume fue primero humo, luego religión y solo mucho después un frasco caro en una estantería.

Los egipcios utilizaron incienso y mirra para embalsamar cadáveres, tratar heridas y perfumar templos. Sus propiedades antimicrobianas hacen que estas aplicaciones tengan cierto sentido. Menos convincente resulta su uso para ahuyentar demonios, aunque, de nuevo, todo depende de cómo definamos “demonio”. En iglesias abarrotadas y mal ventiladas, el incienso probablemente cumplía una función terapéutica básica.

Las aplicaciones médicas de la mirra y el incienso han sido innumerables y, en muchos casos, imaginativas. Hipócrates recomendaba la mirra como óvulo vaginal para estimular la excitación sexual, lo cual demuestra que incluso el padre de la medicina tenía días raros. Textos ayurvédicos la prescribían para alargar la vida y adelgazar. Los chinos la usaban para infecciones bucales. La marina británica la probó contra el escorbuto, con resultados inútiles.

Hoy, estas resinas siguen presentes en pastillas para la tos, colutorios y productos de herbolario. Si uno quisiera hacer un regalo verdaderamente navideño, podría optar por unas pastillas para la garganta con un porcentaje respetable de incienso y mirra. O por un perfume: Timeless de Avon contiene incienso; Le Jardin de Max Factor incluye mirra. Los Reyes Magos, sin saberlo, estaban adelantados a su tiempo.

Así que ahí los tenemos: muérdago, incienso y mirra. Tres vegetales con historias largas, aromas intensos y una curiosa capacidad para colarse en nuestras celebraciones. Puede que no curen el cáncer ni ahuyenten demonios, pero han conseguido algo quizá más difícil: sobrevivir miles de años en el imaginario humano. Y eso, en el fondo, es bastante milagroso.

Que tengas una Navidad llena de mirra. Y, si hay muérdago de por medio, que sea con consentimiento y sin lectinas.

UNA BREVE (Y UN PELÍN DESAGRADABLE) HISTORIA DEL ENJUAGUE BUCAL

 

Aunque hay referencias al enjuague bucal en textos antiguos, fijar su origen exacto es complicado. En parte porque nadie, durante siglos, pensó que mereciera ser documentado con precisión, y en parte porque algunas prácticas eran tan repulsivas que la humanidad ha preferido fingir que nunca ocurrieron.

Se dice que hacia el año 94 de la Era Común, los antiguos chinos hacían gárgaras con agua salada, té o vino tras las comidas, lo cual suena razonable e incluso agradable. Más al oeste, entre los griegos y romanos de clase alta —la gente que tenía tiempo para preocuparse por el aliento— el enjuague bucal era habitual. Hipócrates recomendaba una mezcla de sal, vinagre y alumbre, con notable acierto. El alumbre, un sulfato doble de aluminio y potasio, es una sal mineral astringente con propiedades antisépticas, usada durante siglos para curtir pieles, fijar tintes y, al parecer, mejorar la experiencia de conversar cara a cara.

Pero aquí es donde la historia da un giro inquietante. Existen fuentes que afirman que, en la Roma imperial, el enjuague bucal más apreciado era… orina portuguesa. Sí, específicamente portuguesa. Los romanos, obsesionados con los dientes blancos, creían que el amoníaco de la orina no solo limpiaba la boca, sino que dejaba una sonrisa radiante. Que esto funcionara o no es casi irrelevante; el simple hecho de que alguien lo intentara debería bastar para que valoremos el progreso humano.

Durante siglos, el alcohol fue el ingrediente estrella de los enjuagues bucales, gracias a sus propiedades antisépticas y a su capacidad para hacer que uno deje de preocuparse por lo que se está metiendo en la boca. A finales del siglo XIX, con la popularización del cepillado dental, el enjuague embotellado encontró por fin su público. Pero aún pasarían muchas décadas antes de que la ciencia se tomara el asunto realmente en serio.

La llegada de la ciencia (y de la clorhexidina)

Hubo que esperar hasta finales del siglo XX para que los investigadores identificaran los beneficios de la clorhexidina, un potente antiséptico que elimina las bacterias responsables de la placa, la gingivitis y la enfermedad periodontal. Es tan eficaz que solo se vende con receta, lo cual siempre es una pista de que no conviene usarlo alegremente como si fuera agua con sabor a menta.

En la década de 1990 aparecieron los enjuagues bucales de venta libre formulados con flúor y sin alcohol ni clorhexidina. El flúor, bien usado, fortalece el esmalte, previene caries y, combinado con el cepillado regular, hace un trabajo notable manteniendo los dientes donde deben estar: en la boca.

Hasta aquí, todo parecía claro y tranquilizador. Pero entonces entra en escena un personaje inesperado: el óxido nítrico.

El óxido nítrico, ese invitado inesperado

Normalmente oímos hablar de nitratos y nitritos en relación con carnes procesadas y advertencias sombrías sobre el cáncer. Sin embargo, estos compuestos también están presentes de forma natural en muchas frutas y verduras. Cuando los consumimos, ciertas bacterias de nuestra boca convierten los nitratos en nitritos, que luego se transforman en óxido nítrico (NO).

El óxido nítrico es una molécula pequeña pero poderosa. Tiene efectos beneficiosos bien documentados sobre la salud cardiovascular, ayuda a regular la presión arterial y actúa como vasodilatador. De hecho, medicamentos como la azulada Viagra funcionan, en esencia, aumentando la disponibilidad de óxido nítrico. Cuando los niveles de NO son bajos, se asocian con problemas como hipertensión, diabetes y sepsis, lo cual no es exactamente el tipo de lista en la que uno quiere figurar.

Y aquí está el problema: las bacterias bucales que producen nitritos —y, por tanto, óxido nítrico— son precisamente las que los enjuagues bucales están diseñados para eliminar.

¿Demasiada limpieza?

Existen dos grandes tipos de enjuagues bucales: los antibacterianos, que actúan solo contra bacterias, y los antisépticos, que atacan un espectro más amplio de microorganismos. Marcas conocidas como Colgate aseguran que sus productos están formulados para inhibir únicamente los microbios perjudiciales. Lo cual suena tranquilizador, pero plantea una pregunta incómoda: ¿estamos seguros de saber cuáles son perjudiciales y cuáles no?

Este es un campo de investigación relativamente nuevo y en constante evolución. Los efectos a largo plazo del uso crónico de enjuague bucal no están bien precisados. Algunos estudios han observado que tanto los enjuagues antisépticos como los de venta libre pueden reducir los niveles de óxido nítrico en el organismo.

Un estudio de 2020 encontró que las personas que usaban enjuague bucal más de dos veces al día tenían un riesgo significativamente mayor —hasta un 85%— de desarrollar hipertensión diagnosticada por un médico, independientemente de otros factores de riesgo conocidos. Otros trabajos han sugerido vínculos con inflamación y diabetes. No son pruebas definitivas, pero tampoco algo que uno deba ignorar alegremente mientras hace buches con entusiasmo.

Entonces… ¿qué hacemos?

El problema es que los estudios aún son pocos, y los dentistas siguen recomendando el uso de enjuague bucal como complemento al cepillado y al hilo dental, especialmente para prevenir la gingivitis. Y, para ser justos, tener encías sanas también es importante si uno quiere seguir masticando alimentos sólidos en el futuro.

¿Mi conclusión personal? Probablemente seguiré comprando ese líquido azul o verde brillante la próxima vez que vaya al supermercado. Lo usaré con moderación, una vez al día, sin obsesión, y con la tranquilidad de saber que, al menos, no es orina fermentada importada. Y, por ahora, tampoco parece que tenga que preocuparme por la impotencia.

Lo cual, pensándolo bien, ya es bastante pedirle a un simple enjuague bucal de tres euros.

PECUNIA NON OLET. CUANDO MEAR PAGABA IMPUESTOS

Roma no solo conquistó el mundo con legiones. También lo administró con impuestos. Y a veces, esos impuestos olían fatal.


Roma había demostrado una notable creatividad fiscal mucho antes de que alguien tuviera la ocurrencia de inventar el IVA, pero incluso así tardó un tiempo en darse cuenta de que también podía ganar dinero con algo que, hasta entonces, la gente se limitaba a producir varias veces al día sin cobrar nada a cambio. Me refiero, naturalmente, a la orina. 

Orina auténtica, sin metáforas, recogida en recipientes públicos, dejada fermentar con el entusiasmo de un buen queso oloroso y revendida a profesionales respetables que la necesitaban para lavar túnicas, curtir pieles o dejar los dientes sorprendentemente blancos. Y en cuanto algo empezó a circular, comprarse y venderse, Roma hizo lo que Roma siempre hacía: ponerle un impuesto.

El mérito —si es que la palabra puede usarse sin sonrojarse— corresponde al emperador Vespasiano, un hombre que no creía en grandes gestos heroicos ni en la poesía del poder, sino en algo mucho más práctico y menos inspirador: cuadrar las cuentas. Cuando llegó al trono en el año 69 de nuestra Era, después del inolvidable “año de los cuatro emperadores”, el Imperio estaba en números rojos, el ejército reclamaba su paga y el Tesoro debía de sonar hueco al agitarlo, como una hucha infantil después de Navidad. Vespasiano miró el panorama, suspiró y decidió que no había ingresos pequeños si se sumaban los suficientes.

La orina, vista con el debido espíritu empresarial, era una maravilla. Dejándola reposar el tiempo justo —un proceso que nadie querría presenciar de cerca— producía amoníaco, una sustancia muy apreciada en las fullonicae, los talleres donde se lavaban y blanqueaban las togas que luego lucían ciudadanos que jamás se preguntaban por el origen de aquella blancura. También servía para curtir pieles, limpiar metales, fabricar ungüentos y, según algunos autores antiguos, mejorar la higiene dental, lo cual invita a pensar que el aliento romano debía de ser una experiencia memorable. No era basura: era materia prima. Y la materia prima, en Roma, era fiscalmente interesante.

Los ciudadanos no vendían su producto directamente, lo cual habría añadido una capa de intimidad administrativa difícil de gestionar. Existían intermediarios que recogían el líquido de los urinarios públicos y lo revendían a los talleres. A esos intermediarios fue a quienes Vespasiano decidió cobrar. No se trataba de gravar el acto de orinar —eso vendría siglos más tarde, en otros países y con menos sentido del humor— sino el negocio resultante. La medida levantó ampollas, algunas más justificadas que otras y provocó incluso la desaprobación del propio hijo del emperador, Tito, que consideró el impuesto indigno.

Aquí entra en escena la anécdota que ha garantizado a Vespasiano un lugar eterno en los manuales de historia y en los chistes de sobremesa. Según cuenta Suetonio, el emperador tomó una moneda procedente de aquel impuesto, se la acercó a la nariz a su hijo y le preguntó si olía mal. Tito respondió que no. Y entonces llegó la sentencia definitiva, pronunciada con la serenidad de quien sabe que ha ganado la discusión para siempre: pecunia non olet. El dinero no huele.

No era solo una gracia ingeniosa, aunque lo fuera. Era toda una filosofía de gobierno resumida en tres palabras. Para Vespasiano, el origen del dinero —agradable o repulsivo— era irrelevante. Lo único que importaba era que permitiera pagar al ejército, mantener la administración y levantar edificios monumentales como el Anfiteatro Flavio, hoy conocido como el Coliseo, lo que significa que una pequeña parte de ese icono eterno de Roma se financió, indirectamente, gracias a orina fermentada. Hay pensamientos que uno no puede desleer.

La historia también revela hasta qué punto los romanos tenían una relación sorprendentemente relajada con el cuerpo humano y sus productos. Vivían rodeados de termas, cloacas, letrinas públicas y sistemas de drenaje tan eficaces que aún hoy despiertan envidia municipal. Los fluidos corporales no eran tabúes morales, sino elementos gestionables del paisaje urbano. Si algo podía reutilizarse, se reutilizaba. Si podía generar ingresos, mejor todavía.

El legado fue incluso lingüístico. En varios idiomas europeos, los urinarios públicos acabarían llamándose "vespasiennes", un homenaje que pocos emperadores han recibido y que probablemente ninguno habría solicitado. No todos logran que su nombre quede asociado para siempre a los baños públicos y, aun así, Vespasiano lo consiguió sin despeinarse.

Hoy citamos pecunia non olet para justificar impuestos incómodos, ingresos discutibles o decisiones fiscales que preferiríamos no examinar demasiado de cerca. Conviene recordar que su origen no es metafórico, sino escandalosamente literal: cubos de orina al sol romano, convertidos en dinero público. El dinero, en efecto, no huele. Pero a veces, cuando se rasca un poco la historia, cuenta historias que sí.

domingo, 28 de diciembre de 2025

HA MUERTO LA MUJER QUE HIZO PECAR A MEDIA ESPAÑA

Cómo tres hombres, una mujer y una película bastaron para alarmar a curas, censores y padres de familia.

En la España franquista, el pecado no se cometía: se clasificaba. Podía ser leve, grave o gravemente peligroso, como una carretera sin arcén o una idea francesa. Cuando en 1956 llegó Y Dios creó a la mujer, las autoridades no necesitaron verla entera para decidir que aquello no era cine sino tentación organizada. Tres hombres obsesionados por una mujer bastaron para activar todas las alarmas morales: la Iglesia vio sexualidad explícita, el régimen un ataque al matrimonio y los censores, siempre atentos a lo esencial, un título blasfemo. El deseo, cuando llevaba falda y acento francés, fue declarado gravemente peligroso.

La película lanzó al estrellato a Brigitte Bardot y, de paso, arrojó a media España a una confusión moral sin precedentes. Bardot no interpretaba: existía. Caminaba descalza, reía sin recato, bailaba como si el cuerpo fuera suyo. En un país donde la mujer debía estar sentada, callada y agradecida, aquello no era una provocación: era una amenaza. No se trataba de una historia de amor, sino de un problema de orden público.

El escándalo fue internacional, pero en España adquirió categoría de asunto de Estado. En Estados Unidos, la Legión Nacional de la Decencia la calificó como C, condenada por pecado mortal. Aquí, el franquismo afinó el diagnóstico y la etiquetó con un número seco y definitivo: 4, gravemente peligrosa. No era una advertencia al espectador, sino una confesión de miedo. La película era peligrosa porque sugería que una mujer podía ser deseada sin pedir perdón por ello.

El argumento importaba poco. Tres hombres orbitaban alrededor de Juliette, el personaje de Bardot: un marido, un pretendiente correcto y un joven impulsivo. Ninguno lograba domesticarla. Ella no conspiraba ni manipulaba: simplemente no obedecía. Y en la España de Franco, la desobediencia femenina resultaba más subversiva que cualquier consigna política. El cuerpo libre inquietaba más que el discurso.

Las razones oficiales de la condena quedaron fijadas con precisión catequética: sexualidad explícita, ataque al matrimonio y título blasfemo. Curiosamente, ninguna exigía prueba. Bastaba con el efecto. Bastaba con que, al salir del cine, los hombres caminaran un poco más deprisa y las mujeres se miraran al espejo con una pregunta nueva. El cine había cumplido su función: había introducido la duda.

En aquel país de playas vigiladas y moral de sacristía, Bardot se convirtió en un mito clandestino. No hacía falta verla en pantalla: bastaba con saber que existía. Su nombre circulaba en voz baja, como una contraseña compartida. El bikini, esa prenda mínima que parecía diseñada para maximizar el escándalo, se transformó en un artefacto ideológico. La carne, de pronto, tenía argumento.

El franquismo comprendió enseguida que no luchaba contra una película, sino contra una imagen. Y las imágenes, como el deseo, son difíciles de confinar. Se impusieron cortes, se redactaron informes, se levantaron actas morales. Todo fue inútil. Bardot ya había entrado en la imaginación colectiva, ese territorio donde la censura siempre llega tarde.

Con el tiempo, aquella actriz que había encarnado la libertad del cuerpo abandonó el cine y se refugió en otra forma de militancia: la defensa radical de los animales. Fue una conversión obsesiva, casi ascética. Pero el tiempo, que no respeta los mitos, fue torciendo su figura hacia lugares incómodos. En sus últimos años, Bardot apoyó a los ultraderechistas de los Le Pen y se sumó al movimiento antivacunas, como si la desconfianza hacia el mundo moderno hubiera sustituido a la vieja rebeldía.

La paradoja es amarga y literaria. La mujer que escandalizó a curas y censores terminó alineándose con ideas que el franquismo habría entendido sin dificultad. Vista desde la España que la condenó en los años cincuenta, resulta tentador pensar que Brigitte Bardot murió siendo franquista sin saberlo: desconfiando del progreso, invocando el orden, señalando peligros morales.

Pero la historia no se escribe con biografías coherentes, sino con impactos. Y el impacto de Y Dios creó a la mujer permanece intacto. Aquella película enseñó a España que el deseo podía mirar a cámara, que el cuerpo no siempre pedía disculpas y que una mujer libre era más peligrosa que cualquier panfleto. Todo lo demás —las opiniones tardías, los desvaríos finales— pertenece al archivo de las decepciones humanas.

Lo que queda es la imagen: Bardot bailando descalza, el escándalo en las sacristías, el murmullo culpable en las colas del cine. Y esa certeza incómoda de que, durante un instante, el pecado tuvo rostro, nombre y taquilla, y media España aprendió que desear también podía ser una forma de pensar.

sábado, 27 de diciembre de 2025

GAUDÍ Y LA LÓGICA VEGETAL DE LA ARQUITECTURA

Quizás la mayor virtud de Ciudad de sombras, una serie de televisión que acaba de estrenar Netflix, sea la elección de varios escenarios ligados al arquitecto Antoni Gaudí, máximo representante del modernismo catalán. Uno de ellos, probablemente el menos visitado, es la Colonia Güell.

La Colonia Güell nació como nacieron muchas utopías industriales de finales del siglo XIX: alrededor de una fábrica y de la fe —mezcla de cálculo económico y optimismo moral— en que el orden podía diseñarse. Eusebi Güell, empresario textil culto y ambicioso, trasladó su producción fuera de Barcelona y levantó a su alrededor un pequeño mundo completo: casas para los obreros, escuela, cooperativa, ateneo, teatro… y una iglesia que debía ser algo más que un templo. Tenía que expresar, en piedra, una idea de armonía: entre trabajo y vida, entre técnica y paisaje, entre progreso y arraigo.

Para esa iglesia recurrió a Antoni Gaudí, que ya había dejado claro que no le interesaba repetir lenguajes heredados. El proyecto era audaz, con cúpulas experimentales y soluciones estructurales que desafiaban la arquitectura conocida. Pero la muerte de Güell y las dificultades económicas interrumpieron la obra. El gran templo nunca se levantó. Solo se construyó su parte inferior: la cripta. Y, sin proponérselo, ese fragmento terminó siendo algo más elocuente que el conjunto entero.

Porque, antes incluso de hablar de religión, en esa cripta Gaudí dejó formulada una idea radical: que la arquitectura podía obedecer a una lógica vegetal, crecer como crecen los árboles, repartir esfuerzos como lo hace un tronco, encontrar su belleza no en la decoración, sino en la fidelidad a las leyes de la naturaleza.

Exterior porticado de la cripta de la Colonia Güell en Santa Coloma de Cervelló. Foto

En la cripta de la Colonia Güell uno no tiene la sensación de entrar en un edificio, sino de meterse debajo de algo que ya estaba allí antes. No hay gesto monumental ni solemnidad de postal. El suelo parece levemente inclinado, como si la tierra no hubiera terminado de asentarse y las columnas —que en otros templos se alinean como los soldados en formación—se comportan aquí como organismos con voluntad propia. No están derechas. No prometen obediencia. Se inclinan, se abren, se bifurcan. Algunas parecen avanzar hacia el centro; otras se apartan con discreción. Todas hacen lo mismo que haría un árbol sensato: buscar la manera más eficiente de sostenerse en busca de la luz.

A Gaudí le han colgado muchos adjetivos, casi todos pintorescos. Visionario, místico, extravagante. Se habla menos de algo bastante menos llamativo: que era un arquitecto ferozmente racional. En la cripta no hay nada caprichoso. Las columnas “como palmeras” no son una licencia poética ni un guiño decorativo a la naturaleza. Son la consecuencia directa de una pregunta técnica: por dónde pasan las fuerzas, cómo viaja el peso desde el techo hasta el suelo. Gaudí no disimula la respuesta: la deja a la vista.

Las columnas no imitan palmeras. Son palmeras en el único sentido que le interesaba a Gaudí: en su lógica estructural. Un tronco no es cilíndrico porque sí; se ensancha donde hace falta, se afina allí donde puede permitírselo, se ramifica cuando una sola pieza no basta para repartir la carga. Aquí ocurre exactamente lo mismo. La piedra se comporta como madera y el ladrillo como savia endurecida. El resultado es un espacio que no se entiende mirando al techo, sino siguiendo con la vista el recorrido de los empujes.

En la cripta, Gaudí se permitió un lujo que rara vez concede la arquitectura: dejar mandar a la gravedad. Para eso recurrió a la estática funicular, ese método tan elemental como revolucionario que consiste en colgar cuerdas con pesos y observar qué forma adoptan cuando trabajan únicamente a tracción. Al invertir ese modelo, aparecen las líneas ideales para trabajar a compresión. No hay cálculo abstracto ni academicismo geométrico: hay una verdad física incontestable. Las columnas se inclinan porque la carga no cae a plomo. Se ramifican porque un solo apoyo sería insuficiente. Todo lo demás —la emoción, el asombro, la belleza— viene después, casi como un efecto secundario inevitable.

El visitante percibe algo extraño sin saber explicarlo: el espacio no oprime. No hay esa verticalidad autoritaria que obliga a levantar la cabeza y recordar la pequeñez humana. Aquí el techo parece apoyarse con naturalidad, como una bóveda vegetal. La sensación es más geológica que religiosa, más de caverna que de catedral. Gaudí entendía el templo como una extensión de la naturaleza, no como su negación. En lugar de aislar al hombre del mundo, lo devuelve a él, pero traducido a piedra.

Interior de la cripta. Foto.

El famoso efecto de bosque no es solo una cuestión estética. No se trata de que el interior recuerde vagamente a un palmeral. Se trata de que funciona como uno. Cada columna es distinta porque cada una responde a una situación distinta de cargas. No hay repetición mecánica ni módulo impuesto. Como en un bosque real, el orden existe, pero no es evidente; se intuye más que se mide. Y como en un bosque, la luz entra de forma irregular, filtrada, sin dramatismo teatral. Aquí no hay revelación súbita, sino adaptación progresiva del ojo.

La cripta es, en realidad, un laboratorio. Un lugar donde Gaudí ensayó, a escala casi doméstica, una idea que luego desplegaría con ambición descomunal. Quien entienda este espacio entiende sin esfuerzo la lógica del interior de la Sagrada Familia: columnas-árboles, ramificaciones que sustituyen a los capiteles clásicos, un templo que no se eleva como un palacio, sino que crece como un ecosistema.

Resulta revelador que esta obra sea, en cierto modo, secundaria. No es la gran atracción turística ni el icono universal. Y sin embargo, aquí Gaudí se muestra con una claridad casi didáctica. Sin fachadas espectaculares que distraigan, sin torres que compitan con el cielo, lo esencial queda al desnudo: una arquitectura que nace desde abajo, que obedece leyes físicas antes que estilos, y que encuentra su simbolismo precisamente en no forzarlo.

La cripta no quedó inacabada en el sentido trágico del término. Está completa porque dice todo lo que tiene que decir. Es un manifiesto silencioso que demuestra que la emoción no surge del exceso, sino de la coherencia. Que un edificio puede ser profundamente simbólico sin recurrir al símbolo explícito. Que un templo puede parecer un bosque sin copiar una sola hoja.

En la Colonia Güell, Gaudí no quiso levantar un monumento ni dejar una imagen para la posteridad. Quiso comprobar si era posible construir como construyen las cosas vivas: dejando que la gravedad trace las líneas, que la materia diga hasta dónde puede llegar, que la forma sea siempre consecuencia y nunca imposición. La cripta no es un templo fallido ni un proyecto mutilado, sino un sistema completo, cerrado sobre sí mismo, donde cada columna explica por qué está donde está.

Esa es la verdadera lógica vegetal de la arquitectura que Gaudí ensayó aquí: no copiar hojas ni troncos, sino pensar como piensa un árbol. Repartir cargas, adaptarse, crecer solo lo necesario. Lo que luego aparecerá amplificado en la Sagrada Familia está ya contenido en este espacio subterráneo, casi secreto, donde la arquitectura dejó de querer parecer humana para comportarse como naturaleza.

El visitante sale con la impresión de haber estado dentro de un bosque que no imita al bosque, sino que funciona como él. Y entiende entonces que, para el arquitecto de Reus, la modernidad no consistía en inventar formas nuevas, sino en volver a aprender las reglas más antiguas de todas: las que rigen la materia, el peso y el crecimiento. Las mismas que siguen obedeciendo, en silencio, los árboles.

ELIXIR PARAGÓRICO: EL FRASCO QUE NO HACÍA PREGUNTAS

Un medicamento legal, una mirada esquiva y un acuerdo tácito: cuando la farmacia fue durante décadas el último refugio del adicto respetable.

La farmacia estaba casi vacía y olía a alcohol y a madera vieja. No a ese alcohol limpio de hospital, sino a uno más doméstico, como de botiquín heredado. Yo, aburrido de pasear mientras me reparaban el coche por una ciudad anodina del Medio Oste, había entrado por curiosidad, que es una forma elegante de decir que estaba perdiendo el tiempo. El farmacéutico me miró por encima de las gafas, con una expresión cansada, y me preguntó qué necesitaba. Le dije que nada, que solo estaba mirando. Mentí mal. En realidad, estaba buscando un frasco que ya no existía.

Durante buena parte del siglo XX, en Estados Unidos, conseguir opio era más sencillo que conseguir una explicación. Bastaba con pedir algo para la diarrea y pagar en efectivo. El aparato digestivo funcionaba entonces como una coartada socialmente aceptable. Nadie hacía demasiadas preguntas. Nadie quería oír demasiadas respuestas.

El frasco era pequeño, transparente, con una etiqueta seria, casi respetable. Se llamaba paragórico, del latín paragoricus (calmante). Un medicamento aprobado, regulado, legal. Contenía opio, alcohol, alcanfor y anís. No era un secreto, pero tampoco un problema. Al menos no todavía.

Yo lo había visto mencionado en informes médicos, en novelas, en testimonios que parecían exagerados hasta que uno los leía despacio. El paragórico no era heroína ni morfina inyectable. Era algo más discreto. Un opio líquido con modales domesticados. Un frasco que no hacía preguntas y al que no había que dar explicaciones.

El problema empezó cuando el Estado decidió que la adicción dejaba de ser una cuestión médica para convertirse en un asunto penal. Con la Ley Harrison de impuestos sobre narcóticos, a principios del siglo XX, Estados Unidos no prohibió explícitamente los opiáceos, pero hizo algo casi peor: obligó a médicos y farmacéuticos a registrarlos, justificarlos y temerlos. La consecuencia fue inmediata. Miles de personas que llevaban años consumiendo morfina o láudano por prescripción se quedaron de un día para otro sin receta.

No se llamaban a sí mismos drogadictos. Eran pacientes crónicos, veteranos de guerra, mujeres con dolores persistentes, hombres con la espalda rota por el trabajo. La ley los redefinió sin consultarlos. Y ellos hicieron lo único que podían hacer: buscar lo que quedaba. Lo que quedaba era el paragórico.

En los años veinte y treinta, la farmacia se convirtió en una frontera difusa. No era un punto de venta ilegal, pero tampoco exactamente inocente. El paragórico se despachaba sin receta porque, oficialmente, servía para frenar la diarrea. Nadie había previsto —o nadie quiso prever— que también servía para frenar el síndrome de abstinencia.

Los farmacéuticos lo sabían. Algunos llevaban cuentas discretas. Otros preferían no llevar ninguna. No se veían a sí mismos como camellos, sino como profesionales atrapados entre la ley y la realidad. El cliente entraba, pedía su frasco, salía. A veces volvía por la tarde. A veces visitaba varias farmacias el mismo día. La diarrea se había vuelto sorprendentemente nómada.

Los informes del departamento de Sanidad estadounidense empezaron a detectar el patrón con preocupación clínica: consumo de varios frascos diarios, pacientes sin síntomas digestivos, métodos caseros para evaporar el alcohol y concentrar el opio. No era química avanzada. Era supervivencia básica. En definitiva, la medicina había cerrado una puerta sin abrir otra.

El paragórico no solo circulaba en la calle. En hospitales y sanatorios psiquiátricos se usaba como sedante informal. No figuraba en los protocolos, pero sí en los cajones. Calmaba, hacía dormir, evitaba escenas incómodas. Nadie hablaba de dependencia. Se hablaba de orden, que siempre ha sido una palabra muy flexible.

En las cárceles, el frasco adquirió otro valor. No era una droga recreativa, sino funcional. Permitía pasar el día sin temblores, dormir la noche sin gritos. Las sobredosis rara vez se registraban como tales. Eran colapsos, síncopes, reacciones adversas. Morir por medicamento siempre ha sido estadísticamente más presentable que morir por droga.

Hubo incluso dependencias cruzadas. Personas tratadas por alcoholismo que acabaron enganchadas al opio líquido. La historia de la adicción moderna está llena de soluciones bienintencionadas con efectos secundarios que nadie quiso mirar de frente.

William S. Burroughs lo entendió mejor que muchos legisladores. En Yonqui, su relato seco, casi administrativo, de la adicción, menciona el paragórico como una herramienta cotidiana cuando la heroína escaseaba o la policía apretaba. No como curiosidad histórica, sino como recurso práctico. Un opio con coartada. Burroughs no buscaba moralejas. Describía un sistema. Cuando se prohíbe una sustancia sin ofrecer alternativas, la necesidad no desaparece. Solo cambia de envase. El paragórico era eso: la misma sustancia, otra etiqueta, el mismo silencio compartido.

El capítulo más incómodo llegó con los niños. Durante décadas, el paragórico se administró a bebés con cólicos o diarreas. Gotas medidas con cucharillas domésticas, en cocinas tranquilas. Algunos niños se calmaban. Otros desarrollaban síntomas que hoy reconoceríamos sin dudar: dependencia, abstinencia, convulsiones.

Nadie hablaba entonces de adicción infantil. Pero los casos se acumularon y el frasco empezó a resultar demasiado transparente. Primero llegó la receta obligatoria. Luego, la reducción de concentraciones. Finalmente, la retirada.

No porque el paragórico fuera un invento diabólico, sino porque había demostrado algo incómodo: la frontera entre medicamento y droga no la define la química, sino el contexto social y legal. El paragórico no creó adictos. Los encontró. Funcionó como refugio cuando la ley avanzó más rápido que la medicina.

Salí de la farmacia sin comprar nada. El farmacéutico volvió a su silla. El frasco ya no estaba allí, pero su lógica seguía intacta. Prohibir sin sustituir sigue siendo una forma elegante de mirar hacia otro lado. Y a veces, lo más peligroso no es lo clandestino, sino lo que se vendió durante años con etiqueta honesta y sin preguntas.

LA ESTRELLA DE BELÉN NO SABÍA ASTRONOMÍA

La leyenda de un astro que nunca respetó las leyes de la física, pero sí las del buen relato o de cómo una estrella imposible logró una carrera más brillante que muchas reales.

El Nuevo Testamento es parco en detalles cuando se trata del nacimiento de Cristo. De los cuatro evangelios canónicos, solo el de Lucas se toma la molestia de describir una escena mínimamente reconocible: un niño envuelto en pañales, un pesebre, María, José, pastores y ángeles. Todo muy funcional. Nada de reyes, nada de estrellas, nada de camellos. El relato que hoy asociamos automáticamente con la Navidad todavía no había sido inventado.

La versión completa, la que incluye Reyes Magos bien vestidos, regalos exóticos y un astro con vocación de GPS, es un producto tardío. Aparece en el siglo VII en un texto que durante un tiempo se hizo pasar por un evangelio desconocido de Mateo, pero que más tarde fue desenmascarado como apócrifo. Desde entonces se lo conoce como el Evangelio del Pseudomateo. Es ahí donde la historia adquiere color, dramatismo y, sobre todo, cuando incorpora una estrella como protagonista.

La representación más antigua de la Virgen. La imagen ha sido datada a principios del siglo III (230-240). El cuadro representa a la Virgen con el Niño y a un profeta señalando una estrella sobre la cabeza de la Virgen. Este personaje puede identificarse con el profeta Balaam del Antiguo Testamento, quien predice la venida de Cristo. Fuente.

Antes de eso, el arte cristiano trabajaba con lo que tenía: muy poco texto y mucha imaginación. Una de las representaciones más antiguas de la Adoración de los Magos es una pintura mural de finales del siglo III o comienzos del IV en las catacumbas de Priscila, en Roma. 

Otro ejemplo temprano aparece en la figura de arriba, un sarcófago del siglo IV hallado en el cementerio romano de Santa Inés. En ambos casos, la escena es sobria, casi tímida, pero ya hay un elemento que empieza a repetirse: una estrella suspendida sobre María y el niño, como si presidiera el acontecimiento.

A partir del siglo V, la cosa se descontrola. Las escenas se vuelven grandiosas, los Magos ganan protagonismo y la estrella se consolida como elemento imprescindible. En el famoso mosaico de la basílica de Santa María la Mayor, terminado hacia el año 435, el niño Jesús aparece entronizado, rodeado de ángeles, con los Reyes Magos avanzando solemnes bajo una estrella que parece saber exactamente lo que hace. Nadie se pregunta de dónde sale ni por qué está ahí. Simplemente tiene que estar.

La tradición apócrifa afirma que esa estrella se movía y guiaba a los sabios hasta el lugar exacto del nacimiento. Aquí conviene detenerse un momento. Las estrellas no hacen eso. No giran, no señalan direcciones y, desde luego, no se detienen sobre una casa concreta en Belén. Cualquiera que haya aprobado física en el instituto puede certificarlo. Así que la pregunta no es qué estrella fue, sino por qué tanta gente decidió que debía haber una.

La tentación moderna consiste en buscarle una explicación astronómica. Vivimos rodeados de ciencia y nos incomoda pensar que una historia tan influyente se base en un símbolo. Queremos una causa física, un fenómeno concreto, algo que podamos fechar y etiquetar. El problema es que no hay acuerdo ni siquiera sobre el año del nacimiento de Jesús: las estimaciones varían hasta seis años según la fuente. Y, además, el cielo es generoso en acontecimientos llamativos.

Cada cierto tiempo, el debate revive. Ocurrió en diciembre de 2020, cuando una espectacular conjunción de Júpiter y Saturno coincidió con el solsticio de invierno. Los titulares no se hicieron esperar: “La estrella de Belén vuelve al cielo”. Lo cierto es que no volvía a ningún sitio. Aquella conjunción, conocida como Gran Conjunción, se repite aproximadamente cada veinte años. La vimos en 2020, volverá a verse en 2040 y no tiene nada de milagroso, aunque sea bonita.

La idea de identificar la estrella de Belén con una conjunción planetaria no es nueva. La propuso en el siglo XVII Johannes Kepler, quien sugirió que una conjunción de Júpiter y Saturno alrededor del año 7 a. C. pudo inspirar el relato del Pseudomateo. El argumento tiene su elegancia: Júpiter estaba asociado a la realeza, Saturno al pueblo judío y la constelación de Piscis a Judea. El cielo, convenientemente interpretado, parecía anunciar el nacimiento de un rey.

Otros optaron por una solución más vistosa. Entre 1303 y 1305, Giotto pintó la estrella como un cometa en los frescos de la Capilla Scrovegni en Padua. Algunos creen que se inspiró en el paso del Cometa Halley, visible en 1301 y que también pasó cerca de la Tierra en el año 12 a. C. La hipótesis es atractiva, pero vuelve a tropezar con el mismo problema: las fechas no encajan del todo y, además, los cometas solían interpretarse como malos presagios, no como anuncios de nacimientos divinos.

Existe una tercera posibilidad, más explosiva: una nova o una supernova. Sabemos que algunas estrellas aumentan repentinamente su brillo y pueden verse durante semanas o meses antes de desaparecer. El fenómeno es real y está bien documentado. Sin embargo, una explosión de ese tipo habría sido registrada por astrónomos chinos, babilonios o romanos, y no hay constancia clara de ello en las fechas relevantes.

A estas alturas, la conclusión empieza a imponerse: como el borracho que buscaba las llaves perdidas debajo de un farol, estamos buscando en el lugar equivocado. El error consiste en tratar la estrella de Belén como un fenómeno natural cuando el propio texto apócrifo no lo hace. Según el Pseudomateo, los Magos llegan desde el este a Jerusalén y luego la estrella los conduce hacia el sur, hasta Belén. Ese giro no puede realizarlo ningún objeto astronómico. La estrella no obedece las leyes del cielo, sino las del relato.

Lo que el autor del Pseudomateo estaba haciendo no era astronomía, sino teología. En el mundo antiguo, las estrellas estaban estrechamente ligadas al poder. La aparición de una estrella anunciaba el ascenso de un gobernante. El ejemplo más célebre es el Sidus Iulium, el Cometa de César, que fue visible tras el asesinato de Julio César en el 44 a. C. Historiadores como Suetonio y Plinio el Viejo cuentan que se interpretó como la prueba de su divinización.

Moneda acuñada por Augusto (hacia 19-18 a. C.); Anverso: CAESAR AVGVSTVS, Cabeza laureada mirando a la derecha // Reverso: DIVVS IVLIV[S], con el cometa (estrella) de ocho rayos, y la cola hacia arriba. Fuente.

La estrella de Belén pertenece a esa tradición simbólica. No señala un camino físico, sino una verdad teológica: ha nacido un rey que no es como los demás. Pretender identificarla con una conjunción concreta, un cometa o una supernova es perder de vista el propósito del relato.

Eso no impide que el mito siga funcionando. Cada vez que el cielo ofrece un espectáculo llamativo, alguien proclama que ha regresado la estrella de Belén. El Pseudomateo, de existir, estaría encantado. Su estrella no necesitaba ser real para cumplir su función. Bastaba con que siguiera brillando en la imaginación colectiva.

Y en eso, hay que reconocerlo, ha sido un éxito astronómico.

viernes, 26 de diciembre de 2025

EL TIEMPO QUE APENAS ALCANZA A SER TIEMPO

Un zeptosegundo es el tiempo que tarda la realidad en pestañear a escala atómica.

Medición exacta del zeptosegundo

Si usted cree que llega tarde cuando pierde el autobús por treinta segundos, espere a conocer al zeptosegundo, una unidad de tiempo tan diminuta que haría parecer razonable al tipo de la ventanilla que le dice «vuelva usted mañana». El zeptosegundo es, literalmente, el tiempo llevado al extremo del absurdo: una trillonésima de trillonésima parte de un segundo, o lo que es lo mismo, 10⁻²¹ segundos. Es tan corto que, durante mucho tiempo, la ciencia sospechó de su existencia práctica del mismo modo que uno sospecha de los unicornios: con simpatía, pero sin demasiada fe.

Para situarnos: si un segundo fuese la edad del universo, un zeptosegundo sería el tiempo que tarda usted en arrepentirse de haber dicho algo inconveniente… dividido por varios millones. En un zeptosegundo no se puede parpadear, ni estornudar, ni siquiera dudar. En un zeptosegundo la realidad apenas tiene tiempo de aclararse la garganta.

La razón de que sepamos que algo tan ridículamente breve existe no es porque alguien haya tenido un cronómetro lo bastante preciso —no lo ha tenido—, sino porque la naturaleza, con su habitual desdén por nuestra escala humana, hace cosas a esa velocidad. En particular, los electrones. Los electrones son criaturas inquietas, impacientes y claramente incapaces de quedarse quietos para una fotografía. Cuando la luz golpea un átomo y expulsa uno de estos diminutos revoltosos, todo ocurre en un lapso que se mide en zeptosegundos. No es que ocurra rápido: ocurre antes de que la palabra “rápido” tenga sentido.

Durante décadas, los científicos se conformaron con unidades más respetables. El femtosegundo (10⁻¹⁵) ya parecía un exceso. El attosegundo (10⁻¹⁸) sonaba directamente a broma privada entre físicos. Pero el progreso científico tiene una cualidad implacable: siempre quiere mirar un poco más de cerca, un poco más rápido, un poco más adentro. Así que, inevitablemente, alguien dijo: “¿Y si vamos todavía más abajo?”. Y así nació el zeptosegundo como unidad útil, no solo como curiosidad lingüística.

El truco para “medir” algo que dura menos que la paciencia de un electrón no consiste en pulsar un botón en el momento justo —eso sería ingenuo—, sino en inferir el tiempo a partir del espacio. La luz tiene una velocidad conocida. Si usted puede observar cuánto recorre la luz mientras sucede un proceso, puede deducir cuánto tiempo ha pasado. Es una solución elegante y ligeramente tramposa, muy en la tradición científica: si no puedes medir el tiempo directamente, mídelo de lado.

En 2020, un grupo de investigadores logró justamente eso al estudiar cómo la luz interactúa con los electrones de un átomo. El resultado fue una medición indirecta de un proceso que duraba unos pocos cientos de zeptosegundos. El récord no fue tanto haber cronometrado el tiempo más breve jamás registrado, sino haber demostrado que incluso en esos intervalos absurdos la naturaleza sigue reglas comprensibles. O, al menos, reglas que podemos fingir que comprendemos mientras asentimos con gesto grave.

Todo esto plantea una pregunta inevitable: ¿para qué sirve saber algo así? La respuesta honesta es que no sirve para llegar antes al trabajo, ni para cocer mejor los espaguetis. Sirve para entender cómo se comporta la materia en su nivel más íntimo. Las reacciones químicas, la conductividad de los materiales, los procesos fundamentales de la vida dependen de movimientos electrónicos que ocurren en escalas de tiempo ridículas. Comprenderlas puede llevar —con el tiempo, ese concepto ya casi entrañable— a nuevos materiales, tecnologías más eficientes o avances médicos inesperados.

También sirve, aunque nadie lo diga en las solicitudes de financiación, para poner a la humanidad en su sitio. Vivimos obsesionados con la prisa, convencidos de que todo ocurre demasiado rápido, cuando en realidad existimos en una especie de cámara lenta cósmica. Un segundo, visto desde la perspectiva de un electrón, es una eternidad burocrática. Un minuto es una condena perpetua.

El zeptosegundo pertenece a una familia de prefijos que suenan como personajes secundarios de ciencia ficción: femto, atto, zepto, yocto. Son palabras que parecen inventadas por alguien con exceso de café y poco respeto por el diccionario, pero están cuidadosamente definidas y son tan oficiales como el metro o el kilogramo. Que existan dice algo interesante sobre nuestra especie: no nos basta con entender el mundo; queremos medirlo hasta el último decimal, aunque ese decimal dure menos que un suspiro subatómico.

Hay algo profundamente reconfortante en todo esto. El hecho de que podamos hablar con naturalidad de un intervalo de tiempo tan breve que ni siquiera la luz se mueve mucho durante él sugiere que, pese a nuestras torpezas evidentes, somos capaces de una precisión asombrosa. Medimos lo que no podemos sentir, nombramos lo que no podemos experimentar y, en el proceso, ampliamos un poco más el mapa de la realidad.

Así que la próxima vez que alguien le diga que “no tiene ni un segundo”, piense en el zeptosegundo. Piense que incluso en el lapso más insignificante que podamos imaginar, el universo está haciendo algo complejo, elegante y perfectamente indiferente a nuestras prisas. Y recuerde que, comparados con un electrón, todos vivimos a la velocidad de un domingo por la tarde.

EL CAPITALISMO COMO UNA MONTAÑA QUE SE COME A LOS HOMBRES

Ningún fenómeno ha moldeado tanto la historia humana como el capitalismo. No solo determina cómo producimos y consumimos, sino cómo pensamos, cómo nos organizamos políticamente y qué entendemos por progreso.

Hay libros que intentan explicar el mundo y otros que, con más ambición todavía, intentan explicarlo todo. Capitalism. A Global History, de Sven Beckert, un libro que, el pasado mes de noviembre Allen Lane publicó en Inglaterra, pertenece sin complejos a la segunda categoría. No es una historia del capitalismo: es la historia del capitalismo, contada a escala planetaria y con una convicción tan firme que a veces parece que el capitalismo no sea solo un sistema económico, sino una fuerza de la naturaleza, como la gravedad o la entropía.

Beckert parte de una idea sencilla y demoledora: ningún fenómeno ha moldeado tanto la historia humana como el capitalismo. No solo determina cómo producimos y consumimos, sino cómo pensamos, cómo nos organizamos políticamente y qué entendemos por progreso. Su tesis central es clara: el capitalismo nació global. No brotó de repente en una Inglaterra ilustrada y protestante, como suele contarse, sino que fue el resultado de siglos de conexiones entre Asia, África, Europa y, más tarde, América. Desde el principio estuvo ligado al poder, a la violencia y al Estado. Nunca fue un cuento de mercados libres.

Cerro Potosí, Bolivia

Para demostrarlo, Beckert desplaza el foco lejos de Europa y nos lleva, por ejemplo, a Potosí, en el actual sur de Bolivia. A comienzos del siglo XVII, aquella ciudad se autodenominaba el “tesoro del mundo” y no exageraba demasiado: del Cerro Rico salía alrededor del 60 % de la plata mundial. Esa plata financió guerras europeas, lubricó el comercio global y ayudó al desarrollo económico de China y la India. En Potosí se bebía en copas de cristal veneciano y se lucían diamantes de Ceilán. Mientras tanto, uno de cada cuatro mineros —en su mayoría indígenas— moría en el trabajo. El cerro acabó siendo conocido como “la montaña que se come a los hombres”.

Ahí está condensado todo el libro: riqueza obscena, sufrimiento masivo, redes internacionales y un mundo transformado para siempre. Frente al relato eurocéntrico que vincula el capitalismo con la democracia, la Ilustración y la ética protestante, Beckert propone una historia más incómoda. El capitalismo, sostiene, no es natural ni inevitable. Es una revolución gestada durante siglos, profundamente inestable y siempre contestada.

“El capitalismo es la acumulación incesante de capital privado”, escribe Beckert, con una frialdad forense. Explicarlo, añade, es como explicar el agua a los peces. Adam Smith lo entendió como la expresión benigna del interés propio; Beckert lo ve como una criatura mucho más turbulenta, dependiente de factores que Smith minimizó: el poder, la coerción, el Estado.

El propio término “capitalismo” apareció tarde, en la Francia de la década de 1840, junto a sus antagonistas: socialismo, comunismo, anarquismo. Pero el proceso era mucho más antiguo. Beckert lo rastrea hasta el puerto de Adén, en 1150, uno de esos enclaves que llama “islas de capital” dentro de un “archipiélago capitalista”. Allí surgieron prácticas sorprendentemente modernas —seguros, contabilidad, crédito—, pero sus protagonistas eran vistos con desconfianza. Acumulaban riqueza sin prestigio ni poder político: “capitalistas sin capitalismo”.

Lo que les faltaba era el abrazo del Estado. Ese abrazo llegó durante lo que Beckert llama la “Gran Conexión” (1450–1650), cuando la expansión europea, el descubrimiento de América y la guerra oceánica hicieron a los comerciantes indispensables. Nació así el “capitalismo de guerra”: el comercio financiaba conflictos y los conflictos abrían nuevas rutas comerciales. El colonialismo creó lo que Beckert denomina “diversidad conectada”: pensar globalmente, explotar localmente.

Como la plata, el azúcar reconfiguró el mundo. En Barbados, una isla antes deshabitada, apenas 74 plantadores construyeron una colonia privada basada en tierras americanas, mano de obra africana y capital europeo. En todo el continente, millones de personas esclavizadas representaron una cantidad incalculable de trabajo no pagado. Incluso tras la abolición británica de la esclavitud en 1833, no hubo manos limpias: un europeo que empezaba el día con café, azúcar y tabaco participaba ya en tres cadenas esclavistas.

La Revolución Industrial, el gran salto adelante del capitalismo, sustituyó la coerción explícita por otras formas más sofisticadas. El Manchester victoriano fue descrito como “la chimenea del mundo… la entrada al infierno hecha realidad”. Mientras tanto, el modelo estadounidense —territorios vastos, recursos abundantes— alimentó el reparto de África, que un periódico francés definió como “Estados Unidos a nuestras puertas”.

Beckert se recrea desmontando mitos. El libre mercado, dice, es una fantasía académica. La ética protestante del trabajo sirvió para justificar el trabajo infantil y el trabajo forzoso. El rey Leopoldo II defendía que era necesario “sacudir la ociosidad” de los africanos para enseñarles la santidad del trabajo, mientras millones morían en el Congo. Y, sin embargo, el capitalismo sobrevivió a la esclavitud y al imperio.

Su fuerza, insiste Beckert, está en su capacidad de adaptación. Produce crecimiento e inestabilidad a la vez. Cuando una región clave estornuda, el mundo entero se resfría. Las grandes crisis —las de 1870, 1930— parecieron terminales. Karl Marx creyó que tenía fecha de caducidad; también Joseph Schumpeter. Ambos se equivocaron.

El único personaje que sale relativamente bien parado es John Maynard Keynes, que intentó salvar al capitalismo de sí mismo. Durante tres décadas tras 1945, su receta —intervención estatal, redistribución, crecimiento— dio lugar a un capitalismo con rostro humano. Luego llegó la contrarrevolución neoliberal y la mercantilización de todo. En 2025, sugiere Beckert, resulta difícil seguir asociando capitalismo y democracia liberal.

El libro es apabullante. Viaja de Barbados a Samarcanda y Phnom Penh, cita a Abba y a Zola, retrata a figuras como Jakob Fugger, Pinochet o industriales indios y alemanes hoy olvidados. El caudal de datos impresiona y, a veces, agota.

Queda, sin embargo, una pregunta sin responder del todo: ¿por qué el capitalismo? Beckert es implacable al enumerar sus “palos” (léase daños) —racismo científico, desigualdad, crisis climática—, pero minimiza sus “zanahorias”. Incluso Marx reconoció que había “logrado maravillas”. Vidas más largas, niveles de vida más altos, innovaciones que ahorran trabajo también forman parte de la historia.

Si Smith se equivocó al ver el capitalismo como natural, Beckert quizá se equivoca al presentarlo como antihumano: una fuerza alienígena, un monstruo insaciable. Dice escribir una historia “centrada en los actores”, creada por personas. Pero el resultado se parece más a un relato de terror: una montaña que se come a los hombres y sigue creciendo.

El libro no ofrece consuelo, pero sí claridad. Y eso, en estos tiempos, ya es bastante.

CAPITALISTAS SIN CAPITALISMO O DE CÓMO UNO PODÍA HACERSE RICO, PERO NO PODÍA HACERSE SEÑOR

En el siglo XII, en el puerto de Adén, mercaderes sin prestigio ni poder político inventaron el crédito, el riesgo compartido y la contabilidad moderna: una economía global antes del capitalismo y una lección olvidada sobre cómo el dinero no siempre manda.

En el siglo XII, mientras Europa afinaba el arte de la espada y el monasterio, en un puerto del sur de Arabia se afinaban cosas mucho más útiles: el crédito, el riesgo compartido y la paciencia. Allí se ganaba dinero sin épica y se perdía sin tragedia. Se negociaba. Y eso, por extraño que parezca, era un problema.

Adén no era un lugar bonito. Era caluroso, polvoriento y práctico, como los contables. Tampoco era un puerto romántico, de velas blancas y cantos marineros, sino un engranaje comercial. Por allí entraba y salía el comercio del océano Índico como si el mundo tuviera una tráquea y alguien hubiera decidido colocarla justo allí. Pimienta, clavo, incienso, tejidos, oro, esclavos. La mercancía no descansaba; solo cambiaba de manos.

Los hombres que manejaban ese tráfico tampoco eran héroes. Eran mercaderes. Gente que calculaba, escribía, firmaba, esperaba. Algunos eran musulmanes, otros judíos, otros cristianos orientales. Se parecían más entre ellos que a sus respectivos gobernantes. Vivían de la confianza, que es una forma elegante de decir que vivían del miedo a perderla.

Lo sorprendente es que hacían cosas que hoy llamaríamos modernas. Prestaban dinero para viajes que duraban meses. Repartían el riesgo entre varios socios. Anotaban gastos y beneficios con una meticulosidad que ya querría más de un banco contemporáneo. Si un barco se hundía, la ruina no era total: el daño se distribuía. Si llegaba a puerto, la ganancia también.

Todo eso lo sabemos gracias a una montaña de papeles rescatados de la Geniza de El Cairo, una especie de trastero de la historia donde acabaron más de doscientos mil documentos: cartas, contratos y cuentas que nadie pensó que interesarían a nadie siglos después. Allí aparecen comerciantes de Adén escribiéndose como hoy lo haría un asesor fiscal con su cliente: con ansiedad contenida y precisión matemática.

Así que la pregunta es obvia: si tenían capital, cálculo y mercados globales, ¿por qué no tuvieron capitalismo? La respuesta es incómoda porque no es técnica, sino social. Aquellos hombres sabían ganar dinero, pero no sabían —o no podían— convertirlo en poder. Eran ricos, pero no importantes. Y en el mundo medieval islámico eso no era una contradicción: era el orden natural de las cosas.

El prestigio pertenecía a otros. A los juristas que interpretaban la ley, a los guerreros que defendían el territorio, a los burócratas que administraban el Estado. El mercader era necesario, pero moralmente sospechoso. Se le toleraba como se tolera a un fontanero: porque hace falta, no porque inspire admiración.

La riqueza, además, tenía límites morales. Acumular demasiado era mal visto. El dinero debía circular, no convertirse en una palanca para dominar a otros. El comercio estaba protegido por la ley, pero no glorificado por la cultura. Nadie escribía epopeyas sobre un buen balance anual.

Eso marcaba una diferencia decisiva con lo que ocurriría más tarde en Europa. Allí, lentamente, el comerciante empezó a mandar. Primero en las ciudades, luego en los Estados. En Adén, no. El poder político no dependía de ellos, y por tanto no se dejó moldear por sus intereses. El Estado protegía el comercio, pero no se subordinaba a él.

Había también una cuestión de forma. No existía una burguesía urbana con autonomía política. No había ayuntamientos mercantiles capaces de legislar para sí mismos. Las reglas venían dadas desde arriba, y eran estables, previsibles, casi tranquilizadoras. Perfectas para comerciar. Inútiles para revolucionar nada.

Eso explica otra paradoja: el sistema funcionaba. Funcionaba muy bien. Durante siglos. No necesitaba crecer indefinidamente, ni reinventarse cada década. Su objetivo no era transformar el mundo, sino hacerlo circular. Y lo hacía.

Cuando siglos después viajó por la región Ibn Battuta, el más grande de los viajeros musulmanes, quien describió puertos ricos y activos, pero no dominados por mercaderes. El dinero estaba allí, pero el poder no. Era como una caja fuerte sin llave política.

La expresión “capitalistas sin capitalismo” no significa que faltara inteligencia económica. Significa que faltó algo más escurridizo: una ideología que celebrara la acumulación, una cultura que convirtiera el beneficio en virtud pública y una estructura política dispuesta a dejarse colonizar por el dinero.

En Adén, el mercader podía hacerse rico. No podía hacerse señor. No podía dictar leyes. No podía transformar su contabilidad en destino histórico. Y eso, visto desde hoy, parece una oportunidad perdida. Pero quizá no lo fuera.

Porque aquel mundo no necesitaba una revolución burguesa. Necesitaba estabilidad, rutas seguras, contratos fiables. Y eso lo tenía. El capitalismo moderno, con su ambición de crecimiento infinito y su capacidad para convertir el dinero en poder político, es otra cosa. No es solo una técnica económica. Es una manera de organizar la sociedad.

Adén nos recuerda algo que tendemos a olvidar: que el capitalismo no es inevitable. Que puede haber mercados sin burguesía dominante, crédito sin bancos centrales, comercio global sin Wall Street. Que la historia pudo haber seguido otros caminos.

Aquellos mercaderes eran modernos en sus prácticas y conservadores en sus aspiraciones. No querían cambiar el mundo. Querían que el barco llegara a puerto, que la carta fuera contestada, que la deuda se pagara. Querían seguir siendo invisibles y eficaces.

Quizá por eso no dejaron estatuas ni nombres de calles. Dejaron papeles. Y en esos papeles, amarillentos y precisos, está la prueba de que se puede ser capitalista sin capitalismo. Y de que, a veces, eso no es un fracaso, sino una elección colectiva.