lunes, 22 de diciembre de 2025

TRAS LA SOMBRA DE JOHN WESLEY HARDIN: PLACA, POLVO Y CARRETERA

John Wesley Hardin mató, huyó, escribió su autobiografía y murió por la espalda. El resto es paisaje.


Viajé a El Paso con la idea equivocada de que los desiertos son silenciosos y calientes. El de Chihuahua, al caer la tarde, es frío como una nevera y suena como una sartén olvidada al fuego: chasquidos, crujidos, el roce persistente de algo que se mueve cuando uno no mira. El silencio, aprendí pronto, es una ficción urbana. Vine siguiendo una pista improbable —una muerte por la espalda en una cantina— y acabé entendiendo que en el Oeste la geografía tiene memoria y, además, rencor.

El Paso se estira a lo largo del Río Grande como un argumento mal cerrado. Hay puentes, aduanas, carteles luminosos y un sol que parece decidido a quedarse a vivir. Después de superar una tormenta de polvo que duró varias horas, caminé por el centro con esa sensación de turista que llega tarde a una fiesta histórica: todo ocurrió antes y alguien ha barrido los restos. En una esquina discreta, casi tímida, una placa recuerda que aquí cayó John Wesley Hardin. No dice mucho más. Las placas nunca dicen mucho; son el Twitter de la Historia, frases comprimidas para que nadie haga demasiadas preguntas.

Entré en un bar que presume de antigüedad con la misma desvergüenza con la que algunos hoteles europeos aseguran haber alojado a Napoleón. Pedí una cerveza y miré alrededor buscando fantasmas. No apareció ninguno, pero sí una conversación vecina sobre béisbol, una televisión con un partido irrelevante y una rockola que sonaba demasiado moderna para el siglo XIX. Aun así, pensé en Hardin apoyado en la barra, creyéndose a salvo, y en lo breve que es el futuro cuando el pasado te pisa los talones con botas de cuero.

Antes de abandonar la ciudad, tomé un desvío hacia el Concordia Cemetery, que no es un lugar solemne sino práctico. Más que silencio hay polvo, más que recogimiento hay tráfico cercano y un sol que no entiende de respeto a los muertos. Las tumbas se alinean sin jerarquía clara, como si la Historia hubiera renunciado a ordenar a sus personajes secundarios.

La tumba de John Wesley Hardin en el cementerio de Concordia, El Paso. El pistolero murió en 1895 de un disparo por la espalda; hoy descansa bajo una estructura metálica que protege menos sus restos que su leyenda.

Aquí descansan pistoleros, alguaciles, soldados, niños, inmigrantes mexicanos y comerciantes que no salieron en ningún libro. La tumba de Hardin está protegida por una jaula de hierro, una precaución tardía contra los souvenirs humanos: durante años, los visitantes se llevaron fragmentos de lápida como quien arranca páginas de un mal western. Caminando entre las sepulturas uno entiende que el Oeste no terminó; simplemente se cansó y se tumbó a esperar. El cementerio no glorifica ni condena: archiva. Y en ese archivo improvisado, Hardin ocupa el espacio exacto de un hombre que mató demasiado pronto y murió demasiado tarde para convertirse en mito completo.

Viajar tras los pasos de un pistolero es un ejercicio raro. Uno espera balazos y encuentra parkings. Espera polvo y halla aire acondicionado. Pero Texas es grande y paciente, y concede segundas oportunidades a la imaginación. A la mañana siguiente apunté el morro del coche hacia el norte, rumbo a Abilene. La carretera salió a mi encuentro con la franqueza de una línea recta: nada de curvas innecesarias, nada de metáforas amables.

Conducir por el oeste de Texas es aceptar que el tiempo se dilata. Las vallas de espino se repiten como una mala rima, el ganado mastica con la calma de quien ha visto demasiados forasteros y las gasolineras aparecen justo cuando empiezas a pensar que tal vez ya no existen. El coche se convierte en confidente. Las ideas se ordenan en frases largas, y uno empieza a pensar como piensa el paisaje: sin prisa y sin indulgencia.

Hardin no era un villano de opereta ni un héroe con sombrero blanco. Era un producto. Un hijo de un predicador tan celoso de su ministerio que bautizó a su hijo con el nombre del fundador del metodismo, John Wesley. Nació en una tierra donde la ley llegaba tarde y mal, donde el talento —para disparar, para huir, incluso para estudiar Derecho en prisión— funcionaba como una moneda más. La carretera ayuda a entenderlo. Aquí todo se mueve despacio excepto la violencia.

Paré en un diner de esos que parecen existir solo para justificar un cruce de carreteras. Era un lugar rectangular y oscuro de techo alto. Unos cuantos bancos de madera acolchados dispuestos como un laberinto. Enfrentados o dándose la cara y tan pegados entre sí que dificultaban el paso. Al fondo había un espejo sombrío y, encima, una cabeza de ciervo con un puro encajado en la boca.

Por lo general, en Texas uno siempre sabe que puede conseguir un buen filete de ternera empanado o uno de esos pantagruélicos filetazos inundado en salsa blanca y pimienta negra, pero me dio el pálpito de que en aquel lugar me iban a servir un medallón prefabricado de carne picada en lugar de un buen pedazo de carne fresca. Así que, por si acaso, pedí algo que se parecía al pollo frito por parentesco lejano. La camarera me preguntó de dónde venía. Le dije que de El Paso y que iba persiguiendo historias. Sonrió con la indulgencia de quien ha oído eso antes y me rellenó el café sin pedir permiso. En Estados Unidos, el café es una promesa autocumplida: siempre habrá más, aunque no sepas muy bien por qué.

Mientras conduzco y escucho a Bob Dylan cantando a Harding, Abilene aparece sin dramatismo. No hay arco de triunfo ni cartel grandilocuente. Es una ciudad que fue importante cuando serlo consistía en sobrevivir. Aquí Hardin se cruzó con la ley de la manera más educada posible: sin disparar. Paseé por el centro con la sensación de que todo estaba ligeramente fuera de escala, como si alguien hubiera bajado el volumen del pasado para no molestar a los vecinos.

Abilene tiene la elegancia cansada de los lugares que se hicieron famosos por algo que hoy suena a anécdota. Las calles son anchas, los edificios bajos, y el viento parece llevarse cualquier exceso de entusiasmo. Me senté en un banco frente a lo que fue el distrito donde el ruido de las pistolas dictaba la gramática. Pensé en la extraña cortesía del duelo, en ese pacto implícito de mirarse a los ojos antes de intentar borrar al otro del mapa. En la América actual, la violencia suele preferir la espalda, el anonimato, la estadística.

Entré en un pequeño museo local. Una vitrina mostraba armas que ya no asustan a nadie. Hierro viejo, madera gastada, nombres que necesitan contexto para decir algo. Me sorprendió pensar que Hardin, el abogado tardío, habría apreciado la ironía: al final lo que queda son objetos mudos y versiones contradictorias. La Historia, como los jurados, nunca se pone de acuerdo del todo.

Salí de Abilene al atardecer, pero no directamente. Di vueltas sin necesidad, buscando carreteras secundarias, prolongando el viaje como quien no quiere cerrar un libro demasiado pronto. El asfalto se volvía más rugoso, los pueblos más pequeños, los nombres más difíciles de recordar. Comprendí que el Oeste no se entiende en línea recta, aunque se recorra así.

De regreso hacia El Paso, la noche cayó de golpe. El desierto, ahora sí, guardaba silencio. Un silencio trabajado, como si hubiera aprendido a callar después de decir demasiado durante el día. Me acordé de La vida de John Wesley Hardin, según lo escrito por él mismo, la autobiografía que Hardin escribió para justificarse y en lo inútil que es justificarse ante el tiempo. El tiempo no absuelve ni condena: archiva.

Antes de irme, crucé el puente y miré el río. El Río Grande no parecía una frontera, más bien una pausa. Entendí entonces que el Oeste no es un lugar concreto, sino una discusión interminable sobre la ley, la suerte y la velocidad con la que uno desenfunda. El debate sigue, solo que ahora usa otros calibres y otros titulares.

Dejé El Paso al amanecer. El sol ya estaba allí. Hardin no. El Oeste siguió funcionando sin él.

LOS HUEVOS DEL CUCO: BREVE HISTORIA DE UN ENGAÑO EVOLUTIVO

De Aristóteles a la genómica moderna, cómo un simple huevo reveló uno de los trucos más sofisticados de la evolución.

Si uno quiere entender cómo funciona la naturaleza, conviene empezar por asumir que no siempre hace las cosas como uno espera. Por ejemplo: estamos acostumbrados a pensar que el sexo se decide mediante una especie de sorteo cromosómico en el que el padre tiene la última palabra. X o Y, niño o niña. Pero en buena parte del reino animal —aves, mariposas, algunos reptiles— el reparto de papeles es justo el contrario. Allí manda la madre. Literalmente.

Este es el llamado sistema ZW de determinación del sexo, un mecanismo en el que las hembras poseen dos cromosomas distintos (Z y W) y los machos dos iguales (ZZ). Durante la formación de los óvulos, la hembra produce gametos que contienen o bien un cromosoma Z o bien un cromosoma W, y esa diferencia decide el sexo de la descendencia. El padre, en este sistema, aporta siempre lo mismo. No vota. No desempata. Simplemente acompaña.

Este detalle, que podría parecer una nota al pie de un manual de biología, resulta clave para entender uno de los engaños más sofisticados de la evolución: el del cuco y sus huevos impostores. Y lo curioso es que llevamos observándolo desde hace más de dos mil años, aunque durante la mayor parte de ese tiempo no tuviéramos ni idea de lo que estaba pasando.

La historia comienza hacia el 350 a. C., cuando Aristóteles, en su Historia de los animales, dejó constancia de que el cuco depositaba sus huevos en nidos ajenos y, en ocasiones, empujaba fuera los huevos legítimos del anfitrión. El diagnóstico era correcto; la explicación, no tanto. Aristóteles pensaba que el cuco era un ave cobarde y débil, incapaz de defender a sus propias crías, y que por eso recurría a otras aves como niñeras involuntarias. No era mala imaginación, pero no era ciencia.

Durante siglos, el asunto quedó ahí, flotando entre la anécdota y la fábula naturalista. No fue hasta el siglo XVII cuando los primeros intentos de clasificación sistemática de las aves empezaron a tomarse el problema en serio. Naturalistas como John Ray sentaron las bases para observar la reproducción con algo más de método y menos conjeturas morales. Poco después, el médico y coleccionista irlandés Hans Sloane registró diversos comportamientos extraños de cría en la naturaleza, entre ellos la sorprendente adopción de huevos de cuco por otras especies.

Pero el verdadero punto de inflexión llegó en el siglo XVIII con Gilbert White, un observador paciente y minucioso que documentó con detalle el parasitismo de cría del cuco y, lo que es más importante, la extraordinaria similitud entre los huevos del cuco y los del ave hospedadora. White no conocía la genética —nadie la conocía—, pero había entendido algo fundamental: aquello no podía ser casualidad.

Cuando en el siglo XIX la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin empezó a transformar la biología, el cuco se convirtió en un ejemplo de manual. Los ornitólogos darwinistas comprendieron rápidamente que había una carrera armamentística evolutiva entre el parásito y sus víctimas: aves que aprendían a reconocer huevos extraños frente a cucos cada vez más hábiles en la imitación. Sin genética, pero con mucha intuición, Alfred Newton fue uno de los primeros en reconocer que la imitación de huevos era un fenómeno adaptativo altamente especializado.

Lo que nadie sabía entonces —ni podía saber— era cómo se transmitía esa especialización de generación en generación sin fragmentar la especie en varias distintas. La respuesta ha llegado muy recientemente, cuando la genómica ha permitido mirar dentro del cuco con la precisión de un relojero suizo.

Los estudios actuales muestran que el color básico del huevo del cuco se hereda casi exclusivamente por vía materna. Los genes responsables están ligados al cromosoma W, presente solo en las hembras, y a la herencia mitocondrial, que también pasa únicamente de madre a hija. El resultado es una línea femenina sorprendentemente estable: una hembra que pone huevos azulados tendrá hijas, nietas y bisnietas que pondrán huevos del mismo color, perfectamente adaptados a engañar a la misma especie hospedadora.

Las manchas —el punteado, la distribución irregular, los pequeños detalles— cuentan otra historia. Esos rasgos dependen de genes heredados de ambos padres y aportan un margen de variación, como si la naturaleza permitiera cierto grado de improvisación estética sobre un fondo estrictamente controlado.

Diferentes huevos de cuco en distintos nidos de tres especies europeas Las flechas negras señalan los huevos del cuco común (Cuculus canorus). Modificado a partir de doi: 10.1016/j.cub.2022.07.052

Y aquí viene lo realmente elegante del asunto: a pesar de esta especialización extrema, el cuco no se ha dividido en especies distintas. Desde el punto de vista del resto del genoma, el intercambio genético continúa con normalidad. Los machos se cruzan con hembras de distintos linajes de huevo, y todo se mezcla… excepto el rasgo crucial. Es una solución evolutiva brillante: colocar la característica más importante —la que decide el éxito o el fracaso reproductivo— bajo control casi exclusivo de la madre, aprovechando las reglas particulares del sistema ZW.

De este modo, el cuco ha resuelto un problema que obsesiona a los biólogos evolutivos desde Darwin: cómo adaptarse de forma muy precisa sin romper la cohesión de la especie. La respuesta, como tantas otras veces, no está en hacer más, sino en hacer menos y hacerlo mejor.

Así, más de dos mil años después de que Aristóteles sospechara que algo raro ocurría en los nidos ajenos, sabemos que el cuco no es ni cobarde ni débil. Es, simplemente, un maestro del engaño genético. Y en ese engaño, como en tantas decisiones fundamentales de la vida, la madre tiene la última palabra.

domingo, 21 de diciembre de 2025

EL ROSTRO OLVIDADO DE NUESTRA ESPECIE O DE CÓMO LA HUMANIDAD FUE UNA MULTITUD

Un cráneo hallado en China reabre el debate sobre los denisovanos, los neandertales y las inesperadas mezclas que dieron forma a nuestra especie.

Durante mucho tiempo creímos que la evolución humana era una especie de pasillo largo y mal iluminado: entrabas siendo algo simiesco y salías convertido en Homo sapiens, con alguna parada intermedia para estirar las piernas. En realidad, era más bien una estación abarrotada en hora punta, llena de especies parecidas, cruces inesperados y encuentros que hoy nos incomodan un poco. La llamada cara del hombre dragón, reconstruida a partir del famoso cráneo de Harbin, ha vuelto a recordarnos que nuestra historia no es limpia ni ordenada, sino una trama compleja, compartida y, en muchos casos, sorprendentemente íntima.

Ese rostro ancho, con arcos superciliares poderosos y un aire a la vez primitivo y cercano, se ha asociado a una especie propuesta en 2021: Homo longi. Pero más allá del nombre, lo que ha reavivado el debate es la posibilidad de que este individuo represente, en realidad, a los denisovanos, una población humana misteriosa conocida hasta hace poco por fragmentos óseos mínimos y un puñado de genes dispersos por el planeta.

El cráneo de Harbin

Los denisovanos deben su nombre a la cueva de Denisova, en Siberia, donde en 2010 apareció un diminuto hueso de dedo que no parecía gran cosa hasta que alguien decidió secuenciar su ADN. El resultado fue desconcertante: no era neandertal, no era Homo sapiens y, sin embargo, estaba claramente emparentado con ambos. Era, por decirlo suavemente, un pariente al que nadie había invitado a la reunión familiar. Desde entonces, los denisovanos se han convertido en una especie fantasma: sabemos que existieron, que se extendieron por gran parte de Asia y que dejaron descendencia, pero casi no sabemos cómo eran físicamente.

Ahí es donde entra la cara del hombre dragón. Si ese cráneo robusto, hallado en el noreste de China y datado en al menos 146 000 años, resulta ser denisovano, estaríamos ante el primer rostro completo de esta población. Y eso cambiaría muchas cosas, empezando por nuestra manera de imaginar a los antiguos humanos de Asia. Ya no serían solo una nota a pie de página genética, sino personas con cara, mandíbula, cejas y, probablemente, historias bastante complicadas.

Para entender por qué esto importa, conviene aclarar quiénes eran sus parientes más famosos: los neandertales. Los neandertales vivieron principalmente en Europa y el oeste de Asia durante cientos de miles de años. Eran bajos, robustos, con un cuerpo diseñado para el frío y un cerebro tan grande como el nuestro, o incluso ligeramente mayor. Durante décadas se les retrató como brutos torpes, hasta que empezaron a aparecer pruebas de enterramientos, herramientas sofisticadas, uso de pigmentos y, en general, comportamientos que nos resultan incómodamente familiares.

Denisovanos y neandertales eran, genéticamente, primos cercanos. De hecho, compartían un ancestro común más reciente entre sí que con nosotros. Pero se diferenciaban en su distribución geográfica y, probablemente, en su aspecto. Los neandertales eran una especie occidental, adaptada a los climas fríos de Europa. Los denisovanos, en cambio, ocuparon un territorio inmenso que iba desde Siberia hasta el sudeste asiático. Esa amplitud sugiere una diversidad interna considerable, algo que encaja bien con la idea de que el hombre dragón podría ser uno de ellos.

Y luego estamos nosotros, Homo sapiens, que aparecimos en África y empezamos a expandirnos hace unos 60 000 años. Durante mucho tiempo nos contamos la historia como si hubiéramos reemplazado limpiamente a todas las demás especies humanas, un poco como una actualización de software. La genética se encargó de arruinar esa narrativa. Hoy sabemos que, al salir de África, los sapiens se cruzaron con los neandertales en Occidente y con los denisovanos en Oriente. No una vez, sino varias.

El resultado es que casi todos los humanos actuales de origen no africano llevan entre un 1% y un 2% de ADN neandertal. En algunas poblaciones de Asia y Oceanía, especialmente entre los habitantes de Melanesia y Papúa Nueva Guinea, aparece además hasta un 5% de ADN denisovano. No son cifras anecdóticas. Esos genes influyen en nuestro sistema inmunitario, en la adaptación a la altitud y en la respuesta frente a ciertos patógenos. En el Tíbet, por ejemplo, una variante genética clave para vivir a gran altura procede claramente de los denisovanos.

Es decir: no solo nos cruzamos con ellos, sino que conservamos aquello que nos resultó útil. La evolución, como suele ocurrir, fue práctica antes que elegante. Los encuentros entre sapiens y otras especies de homínidos no fueron necesariamente románticos ni idílicos, pero sí lo bastante frecuentes como para dejar huella. Y eso nos obliga a abandonar la idea de especies humanas como compartimentos estancos. Eran poblaciones distintas, sí, pero lo bastante compatibles como para tener descendencia fértil.

En este contexto, la cara del hombre dragón adquiere un significado especial. No es solo un fósil espectacular para ilustrar libros de texto, sino una ventana a una humanidad compartida. Nos recuerda que Asia no fue un escenario secundario, sino uno de los grandes laboratorios de la evolución humana. Mientras en Europa los neandertales se adaptaban al frío y en África los sapiens afinaban su capacidad simbólica, en Asia ocurrían cosas igual de importantes, aunque durante mucho tiempo no supiéramos verlas.

El debate científico sigue abierto. Hay quien defiende que Homo longi merece ser considerado una especie distinta, más cercana incluso a los sapiens que los propios neandertales. Otros sostienen que ponerle un nombre nuevo es precipitado y que lo más sensato es integrarlo en el grupo denisovano. No sería la primera vez que la paleontología se deja llevar por el entusiasmo nominal. A veces, la historia humana no necesita más nombres, sino mejores conexiones.

Lo que parece claro es que nuestra genealogía se parece menos a un árbol y más a una red. Hubo bifurcaciones, sí, pero también reencuentros. Hubo líneas que se extinguieron y otras que sobrevivieron solo como fragmentos genéticos en cuerpos ajenos. Cuando miramos la cara del hombre dragón, no estamos viendo a un extraño absoluto, sino a alguien que, de una manera u otra, sigue viviendo en nosotros.

Tal vez eso sea lo más desconcertante de todo. Durante siglos hemos buscado un origen puro, una línea clara que nos separara del resto. La ciencia moderna, con su manía por los datos, nos ha contado una historia mucho menos reconfortante y mucho más interesante: somos el resultado de cruces, mezclas y préstamos evolutivos. Una especie híbrida, hecha de encuentros fortuitos y adaptaciones oportunistas.

La cara del hombre dragón no nos mira desde un pasado remoto y ajeno. Nos observa, más bien, como un pariente al que habíamos olvidado invitar, pero que siempre estuvo en la foto familiar. Y cuanto más aprendemos sobre denisovanos, neandertales y sapiens, más evidente resulta que la pregunta no es quiénes somos, sino cuántos fuimos para llegar hasta aquí.

LA TAPA DEL RETRETE Y OTRAS BARRERAS CONTRA EL APOCALIPSIS BACTERIANO

Guía no oficial para sobrevivir al momento más traicionero del cuarto de baño.

La descarga del vaciado del inodoro es una fuente potencial de transmisión de microorganismos infecciosos, porque puede generar grandes cantidades de aerosoles que contienen microbios. Ante esa realidad, ¿hay diferencia entre bajar la tapa del inodoro o dejarla levantada?

El dilema es relativamente nuevo. Hacia el año 315 (siglo IV), Roma tenía alrededor de 150 letrinas públicas, a menudo ubicadas cerca de baños públicos, y muchas de ellas contaban con largos bancos de mármol para uso comunitario. En aquel escenario, la socialización prevalecía ante la privacidad. Y continuó siendo de esa manera durante bastantes décadas.

Pasados unos cuantos siglos, la situación ha cambiado mucho, pero aun así, todavía hay más de 3 000 millones de personas en todo el mundo que no tienen acceso a baños seguros y limpios. ¡Más de un tercio de la población mundial! Los cientos de millones de personas que a estas alturas siguen sin disponer de inodoros se ven obligados a defecar en público o al aire libre, por ejemplo, en las cunetas de las calles, entre los arbustos o en aguas abiertas. Esto causa graves problemas de salud pública, al propagar patógenos fecales que contaminan el agua, el suelo y los alimentos, a la vez que genera sentimientos significativos de vulnerabilidad, vergüenza e impotencia, y provoca importantes problemas sociales, especialmente para mujeres y niñas, que se enfrentan a un mayor riesgo de violencia sexual y humillación.

Según se dice, aunque sin mayor fundamento, el mérito de inventar el precursor del inodoro con cisterna recae en Sir John Harington, ahijado de Isabel I, quien en 1592 diseñó un aparato con una cisterna elevada y un pequeño tubo por el que el agua arrastraba los desechos. Sin embargo, el ingenio fue ignorado durante casi dos siglos. Resurgió con fuerza en 1775, cuando elrelojero y mecánico escocés Alexander Cumming resolvió un problema clave, al desarrollar y patentar el tubo de desagüe con forma de “S” (o sifón) situado bajo el retrete, cuya función era crucial para sellar y eliminar de manera efectiva los malos olores.

Además de los malos olores, de los inodoros escapan también aerosoles cargados de microorganismos. Entre otros, diversas especies bacterianas de los géneros Aeromonas, Bacillus, Campylobacter, Clostridium, Escherichia, Klebsiella, Pseudomonas, Salmonella, Serratia, Shigella o Staphylococcus. De hecho, numerosos estudios handemostrado que la descarga del inodoro puede formar estos aerosoles debido almovimiento del agua: burbujeo, remolinos y salpicaduras, provocando la emisión de aerosoles que contienen microorganismos intestinales o urinarios.

Como demostró un estudio, los baños públicos no ventilados, o con ventilación insuficiente, plantean un mayor riesgo de infección cruzada. De hecho, las áreas cercanas a todo tipo de inodoros y urinarios suelen presentar una contaminación alta, lo que indica que necesitan regímenes de limpieza estrictos.

La transmisión en estos casos no se previene evitando tocar el retrete o sentarse en él, como solemos pensar. Los microorganismos se pueden transmitir también por acumulación de patógenos en el cuerpo y en la ropa del usuario a través de la aerosolización durante la descarga del inodoro o el urinario, es decir, al tirar de la cisterna. También se puede transmitir por la inhalación directa de aerosoles o la transmisión indirecta tras la deposición de patógenos aerosolizados en diversas superficies del baño como toallas, pastillas de jabón contaminadas, la manija de la cisterna, los grifos o los propios pomos de las puertas.

Muchos patógenos entéricos se encuentran en alta concentración en las heces y, por lo tanto, en los inodoros después de la defecación, particularmente durante episodios de diarrea aguda. Por ejemplo, una persona infectada llega a eliminar hasta 100 000 millones de unidades formadoras de colonias (UFC) de Salmonella y Shigella por defecación. Las personas infectadas con virus entéricos pueden eliminar 1 billónde virus por gramo de heces. Tras la descarga, las bacterias y los virus pueden dispersarse en las partes externas del inodoro y otras superficies del baño.

Varios estudios documentan de que bajar la tapa del inodoro reduce la cantidad de gotas visibles y pequeñas durante y después de la descarga entre un 30% y un 60%. Por esta razón, los especialistas médicos y de salud pública tradicionalmente han aconsejado cerrar la tapa del inodoro antes de tirar de la cadena. Sin embargo, un problema que a menudo se pasa por alto es que un porcentaje importante de los aerosoles se escapa a través del espacio de aire entre la taza y el asiento, incluso con la tapa cerrada.

Parece ser que son necesarios datos adicionales sobre el papel de la tapa del inodoro como una medida de control. De lo que no cabe ninguna duda es que la desinfección habitual de todas las superficies del baño es aconsejable para reducir la potencial contaminación viral y bacteriana.

COFFEIVILLE, KANSAS: UN ATRACO, UN PUEBLO Y EL FINAL DE UNA ÉPOCA

Un viaje por carretera desde Misuri hasta un pueblo de Kansas donde la leyenda del Oeste se encontró con la realidad en forma de tiroteo.

Salgo temprano de San Luis en coche, con el Misisipi todavía bostezando a la derecha y esa sensación tan americana de que el país empieza justo cuando se acaba la ciudad. Los primeros kilómetros son un catálogo de lo previsible: autopista ancha, camiones con prisa, moteles que prometen descanso y entregan silencio. Misuri se va aplanando poco a poco, como si alguien hubiera pasado una plancha invisible sobre el paisaje. Los bosques se adelgazan, los pueblos se espacian y el horizonte empieza a ensancharse con una paciencia casi pedagógica. Es un viaje sin épica aparente, pero conviene no despreciar estas transiciones: Estados Unidos se entiende mejor en los trayectos que en los destinos.

Al cruzar a Kansas, el paisaje ya no finge. El terreno se vuelve honesto, funcional, sin concesiones estéticas. Campos de maíz, praderas largas, silos que parecen monumentos involuntarios a la perseverancia. El cielo ocupa más espacio que la tierra y uno empieza a conducir de otra manera, con menos ansiedad y más resignación. En algún punto, cerca del río Verdigris, aparece Coffeyville, sin dramatismo, como si no quisiera llamar la atención. Una ciudad pequeña, ordenada, con calles rectas y edificios que parecen haber aceptado hace tiempo que su mejor historia ya ocurrió.

El banco que intentaron atracar los Dalton a finales del XIX. Su aspecto actual es el de la foto que encabeza este artículo.

Hoy Coffeyville es un lugar tranquilo, casi monástico. Hay un centro histórico cuidado, museos modestos, parques donde los niños juegan sin sospechar que ese mismo suelo fue escenario de uno de los tiroteos más célebres del Oeste. El visitante encuentra placas, estatuas, alguna recreación histórica y, sobre todo, una voluntad clara de no exagerar. Aquí no se vende el mito a gritos. Se ofrece, más bien, como quien enseña una cicatriz antigua: con orgullo discreto y cierta distancia emocional. El pueblo vive del petróleo, del ferrocarril que llegó cuando el siglo XIX todavía tenía ambición, y de una memoria que ha aprendido a convivir con su propia leyenda.

Lo curioso es que, si uno afina la mirada, Coffeyville no es hoy tan distinta de lo que era a finales del siglo XIX. Cambian los coches, desaparecen los caballos y se civilizan los escaparates, pero la escala es la misma. Sigue siendo una comunidad lo bastante pequeña como para que la gente se reconozca, lo bastante grande como para necesitar normas. En 1892 no era un pueblo salvaje, aunque así lo pinten algunas películas. Tenía bancos, comercios, periódicos y ciudadanos que habían decidido quedarse. Eso es importante entenderlo: no era un campamento improvisado esperando ser saqueado, sino un lugar con algo que perder.

En ese escenario entró en juego la banda de los Dalton, convencida de que la fama aún intimidaba más que la realidad. Bob, Grat y Emmett Dalton habían construido su reputación a base de robos audaces y huidas rápidas. Confiaban en la velocidad, en el desconcierto ajeno y en esa mitología reciente que pintaba a los forajidos como figuras casi románticas. Su plan en Coffeyville era tan simple como arrogante: atracar dos bancos a plena luz del día y desaparecer antes de que el pueblo reaccionara.

No contaban con un detalle fundamental: Coffeyville no estaba dispuesta a hacer de comparsa. Los vecinos reconocieron a los Dalton casi de inmediato. No eran figuras abstractas del crimen, sino caras conocidas, mal disfrazadas. En cuestión de minutos, los ciudadanos se armaron, tomaron posiciones y decidieron que aquel no era un buen día para dejarse robar. El tiroteo fue breve, confuso y brutal. Murieron Bob y Grat Dalton, junto con otros miembros de la banda. Emmett sobrevivió malherido para contar la historia desde la cárcel.

Los cuerpos quedaron tendidos en la calle, fotografiados con una crudeza que hoy incomoda. No hay heroicidad en esas imágenes, solo consecuencia. El mensaje fue inmediato y eficaz: el tiempo de los forajidos intocables estaba terminando. No porque la ley fuese perfecta, sino porque las comunidades habían aprendido a defenderse. El Viejo Oeste no murió de golpe; se fue apagando a base de decisiones prácticas tomadas por gente común.

Lo interesante del episodio no es solo el fracaso de los Dalton, sino el momento histórico en el que ocurre. 1892 no es 1860. El ferrocarril había encogido las distancias, el telégrafo había acelerado las noticias y los pueblos empezaban a pensar como sociedades estables, no como avanzadillas provisionales. La leyenda iba por detrás de la realidad, y los Dalton, sin saberlo, llegaron tarde a su propia película.

Los cadáveres expuestos al público de cuatro miembros de la banda Dalton, tras su fallido intento de robar dos bancos simultáneamente en Coffeyville, Kansas, el 5 de octubre de 1892.

Cuando hoy se camina por Coffeyville, cuesta imaginar el estruendo de aquel día. El ruido ha sido sustituido por una calma casi obstinada. Pero la historia está ahí, incrustada en el urbanismo, en las narraciones locales, en la manera en que el pueblo se cuenta a sí mismo. No hay celebración del derramamiento de sangre, sino una especie de consenso silencioso: aquí se defendió algo más que el dinero de los bancos. Se defendió la idea de comunidad.

Viajar hasta Coffeyville desde San Luis no es solo un desplazamiento geográfico. Es un viaje hacia un momento en que Estados Unidos decidió, sin proclamas grandilocuentes, que el mito debía empezar a rendir cuentas. La Banda Dalton apostó por una versión del Oeste que ya estaba caducando. El pueblo, sin pretenderlo, representó el futuro inmediato: menos leyenda, más responsabilidad.

Al final, uno se va de Coffeyville con la sensación de haber visitado un lugar donde la historia no se grita, se explica. Donde el pasado no se utiliza para vender camisetas, sino para recordar que incluso en el Oeste más mitificado, las cosas terminan siempre igual: alguien cree que la fama lo protege, alguien decide que ya es suficiente y la realidad se impone. Con ruido, sí, pero también con una claridad incómoda. Y eso, visto desde la carretera de vuelta, resulta sorprendentemente moderno.

EL AZAR ORGANIZADO: BREVE HISTORIA DE LA LOTERÍA

Un rápido recorrido por siglos de sorteos, Estados necesitados y ciudadanos optimistas que siguen confiando en que el azar, esta vez sí, haya decidido acordarse de ellos.

La historia de las loterías es la historia de una tentación modesta y persistente: la idea de que el destino, habitualmente tan atento como un semáforo en rojo, pueda levantarse un día de buen humor y ponerse en verde para uno sólo. A diferencia de otros grandes inventos humanos —la rueda, el fuego, la hipoteca— la lotería no promete cambiar el mundo, solo cambiarte a ti. Y, aun así, lleva siglos sosteniendo imperios, financiando guerras, levantando puentes y arruinando conversaciones familiares cada vez que alguien dice: “si me toca…”.

Los primeros rastros reconocibles de algo parecido a una lotería aparecen en la antigua China, durante la dinastía Han. Allí se organizaban sorteos para recaudar fondos públicos, y una parte del dinero se destinaba a obras estatales de envergadura. Existe incluso la sospecha —históricamente imposible de demostrar y, por tanto, irresistible— de que algunos tramos de la Gran Muralla se pagaron con boletos. La idea era sencilla y eficaz: muchos contribuyen poco para que uno reciba mucho, mientras el Estado se queda con lo suficiente para no tener que subir impuestos, que es siempre una estrategia impopular.

Los romanos, que nunca dejaron pasar una oportunidad de organizar algo con pompa, también jugaron con el azar. En Roma, las loterías eran frecuentes en banquetes y celebraciones, donde se repartían premios que iban desde objetos valiosos hasta bromas pesadas disfrazadas de regalos. No era raro que alguien se llevase una vajilla de plata mientras su vecino obtenía una ánfora vacía o, peor aún, la obligación de organizar la próxima cena. El azar romano tenía sentido del humor y una clara vocación pedagógica: enseñaba a no esperar demasiado de la vida.

Durante la Edad Media, la lotería reapareció como una herramienta práctica en ciudades que necesitaban dinero, pero no querían admitirlo abiertamente. En la Italia renacentista, especialmente en Génova y Venecia, se organizaban sorteos públicos para financiar guerras, murallas y otros gastos inevitables de la civilización. En Génova, el sistema de elegir al azar a miembros del consejo municipal acabó dando lugar a apuestas sobre los nombres seleccionados. Aquello derivó, casi sin querer, en una de las primeras loterías modernas. Fue un avance democrático: por primera vez, cualquiera podía perder dinero en igualdad de condiciones.

En los Países Bajos del siglo XV, las loterías se institucionalizaron con un propósito casi filantrópico. Se anunciaban como un modo elegante de financiar hospitales, puertos y obras públicas. Comprar un boleto era un acto cívico, una contribución al bien común con la agradable posibilidad —remota, pero estimulante— de salir beneficiado. Era el capitalismo con conciencia social y números impresos.

Inglaterra no tardó en subirse al carro. En 1569, bajo el reinado de Isabel I, se organizó una lotería nacional para reparar puertos y reforzar la defensa del reino. Los premios incluían dinero, pero también vajillas, tapices y otros objetos de respetable utilidad doméstica. La idea de ganar millones aún no se había refinado; bastaba con mejorar ligeramente la calidad de vida y poder contarlo en la taberna.

España, por su parte, desarrolló una relación particularmente estable y duradera con la lotería. En el siglo XVIII se estableció la Real Lotería, y con el tiempo surgiría la lotería moderna que hoy se presenta cada diciembre como una liturgia laica, con niños cantores, anuncios sentimentales y una pedagogía emocional basada en la envidia bien llevada. La lotería española perfeccionó algo esencial: la ilusión compartida. No se trata tanto de ganar como de comentar que podrías haber ganado, que es una actividad socialmente más inclusiva.

Con la llegada de la Ilustración y el siglo XIX, la lotería empezó a mirarse con cierto recelo moral. Algunos pensadores la consideraban un impuesto encubierto sobre la esperanza, especialmente injusto con quienes menos tenían. No les faltaba razón, pero tampoco lograron acabar con ella. La lotería sobrevivió porque entendió algo básico del ser humano: preferimos una probabilidad microscópica de redención a una certeza razonable de normalidad.

En el siglo XX, las loterías se volvieron gigantescas. Estados modernos, con presupuestos y ambiciones modernos, encontraron en el azar una fuente de ingresos constante y sorprendentemente estable. Los premios crecieron, las probabilidades empeoraron y la publicidad se volvió más sofisticada. Ya no se vendía un boleto, sino un relato: la vida alternativa que podrías estar viviendo si una combinación concreta de números decidiera quererte un poco más de lo habitual.

Hoy, las loterías son máquinas matemáticamente impecables y emocionalmente implacables. Las probabilidades de ganar el premio gordo son tan bajas que cuesta explicarlas sin recurrir a metáforas cósmicas: más fácil que te caiga un meteorito mientras te muerde un tiburón leyendo un boleto premiado. Aun así, millones de personas juegan cada semana, no porque crean seriamente que van a ganar, sino porque durante unos días pueden imaginarlo. Y esa imaginación, curiosamente, sale barata.

La lotería no vende dinero; vende una pausa en la resignación. Compra unos segundos de conversación interior en los que uno se permite pensar qué haría si el mundo decidiera compensarlo. Es una ficción colectiva, cuidadosamente organizada por el Estado, en la que todos participamos sabiendo que el final feliz es estadísticamente indecente.

Y luego llega el sorteo, los números no coinciden y la vida sigue exactamente igual. Que, bien mirado, es lo más probable. Porque la verdadera tradición de la lotería no es repartir fortunas, sino recordarnos, con admirable constancia, que las probabilidades están firmemente en nuestra contra y que, aun así, seguimos jugando, como si esta vez —precisamente esta— el azar hubiera decidido acordarse de nosotros.

 

EL CALENDARIO O EL ARTE DE FINGIR QUE EL TIEMPO ES REGULAR

Una historia de errores minúsculos y decisiones grandiosas que explica por qué el tiempo, ese caos cósmico, acaba obedeciendo a una cuadrícula de papel… más o menos.

Un calendario es, en esencia, un acuerdo colectivo para fingir que el tiempo es ordenado. El tiempo real —el que marca el Sol, la Luna y esa inclinación caprichosa del eje terrestre— es un desastre imprevisible, lleno de pequeñas irregularidades, ajustes minúsculos y trampas astronómicas.

El calendario es el intento humano de domesticar ese caos y convertirlo en algo que quepa en un almanaque de pared, con santos, festivos y ofertas del supermercado. No mide el tiempo: lo negocia. Es una convención social tan profundamente arraigada que rara vez pensamos en ella, salvo cuando febrero decide tener 28 días o cuando alguien nos recuerda, con aire solemne, que “este año hay bisiesto”.

A lo largo de la historia, casi todas las culturas han creado calendarios adaptados a sus obsesiones locales. Los antiguos egipcios, por ejemplo, tenían uno admirablemente sobrio basado en el ciclo del Nilo y en un año de 365 días que no se molestaba en corregirse; simplemente asumía que las estaciones irían deslizándose poco a poco, como muebles mal puestos sobre una alfombra. 

Los mayas desarrollaron un sistema tan complejo que parece diseñado para intimidar a futuros arqueólogos, con ciclos que se entrecruzaban como engranajes de un reloj metafísico. El almanaque islámico, estrictamente lunar, se desplaza por las estaciones con alegre indiferencia agrícola, de modo que el Ramadán puede celebrarse bajo un sol abrasador o entre bufandas. En China, el calendario tradicional combina ciclos solares y lunares con animales simbólicos, creando la sensación de que el tiempo no solo pasa, sino que además tiene personalidad.

Pero el calendario que acabaría influyendo decisivamente en medio planeta nació, como tantas cosas romanas, de una mezcla de pragmatismo, improvisación y desorden administrativo. El calendario romano primitivo era un prodigio de caos funcional. No estaba pensado para reflejar con precisión el año solar, sino para servir a necesidades políticas, religiosas y, en no pocas ocasiones, oportunistas. Tenía diez meses, luego doce, luego meses que se alargaban o acortaban según convenía, y un mes intercalar añadido cuando alguien se acordaba. 

El resultado era que nadie sabía muy bien en qué día vivía. Las estaciones se deslizaban sin pedir permiso, las fiestas religiosas perdían contacto con su significado original y los magistrados podían manipular el calendario para prolongar su mandato o acortarlo al de un rival. Era un reloj roto que, milagrosamente, seguía marcando horas útiles de vez en cuando.

El problema no era solo técnico, sino profundamente humano: el tiempo estaba en manos de sacerdotes y políticos, dos colectivos que nunca han mostrado una especial inclinación por la exactitud astronómica. Para el siglo I a. C., el calendario romano se había desviado tanto del ciclo solar que la primavera caía oficialmente en invierno, lo cual es incómodo incluso para un imperio acostumbrado a ignorar la realidad cuando no le convenía.

La solución llegó de la mano de Julio César, que tenía muchos defectos, pero no carecía de ambición ni de gusto por las reformas drásticas. Durante su estancia en Egipto, César entró en contacto con astrónomos alejandrinos —en particular Sosígenes— que entendían el año solar con bastante más precisión que los pontífices romanos. Con su asesoramiento, decidió que ya era hora de imponer orden al tiempo, aunque fuera a martillazos.

La reforma juliana fue, efectivamente, un martillazo colosal. Para corregir de golpe el desfase acumulado, el año 46 a. C. se alargó hasta unos asombrosos 445 días. Los romanos vivieron durante meses en un estado de desconcierto cronológico permanente, sin saber muy bien cuándo acababa el año ni cuándo empezaba el siguiente. No por nada aquel periodo pasó a la historia como el “año de la confusión”. Pero tras ese sacrificio inicial, el sistema quedó sorprendentemente bien ajustado. El nuevo calendario establecía un año de 365 días con un día extra cada cuatro años. Era sencillo, regular y, para los estándares de la época, extraordinariamente preciso.

Por primera vez, el mundo occidental tuvo algo parecido a un reloj fiable para el tiempo largo. Las estaciones volvieron a su sitio, las cosechas dejaron de desorientarse oficialmente y las fechas religiosas recuperaron una relación razonable con el cielo. El calendario juliano fue una obra maestra de ingeniería administrativa, tan sólida que sobrevivió a la caída del Imperio romano y siguió rigiendo Europa durante más de quince siglos. No está mal para un sistema inventado en sandalias.

Sin embargo, incluso los relojes fiables adelantan o atrasan un poco. El calendario juliano asumía que el año duraba exactamente 365 días y 6 horas. El año solar real es ligeramente más corto: unos once minutos menos. Once minutos parecen una nimiedad, pero el tiempo es paciente y sabe sumar. Con los siglos, ese pequeño error fue acumulándose hasta producir un nuevo desfase apreciable. Para el siglo XVI, el calendario se había adelantado unos diez días respecto al equinoccio de primavera, lo cual empezaba a ser un problema serio para la Iglesia, especialmente a la hora de calcular la fecha de la Pascua, que dependía de equilibrios astronómicos delicados.

Así que en 1582 se decidió volver a meterle mano al tiempo. Bajo el pontificado de Gregorio XIII, se introdujo el calendario gregoriano. La reforma fue menos dramática que la de César, pero no menos audaz. Se eliminaron de golpe diez días del calendario —en algunos lugares, al 4 de octubre le siguió directamente el 15— y se ajustó la regla de los años bisiestos para evitar futuros desfases. A partir de entonces, los años divisibles por 100 dejarían de ser bisiestos, salvo que también fueran divisibles por 400. Es una norma que parece diseñada por alguien con un ligero resentimiento hacia las matemáticas, pero funciona admirablemente bien.


El calendario gregoriano es, en esencia, el ajuste fino del gran reloj iniciado por César. Reduce el error acumulado a algo casi despreciable: apenas un día cada varios miles de años. No es perfecto —ningún calendario puede serlo mientras la Tierra siga empeñada en no girar de manera uniforme—, pero es lo bastante bueno como para que la mayoría de nosotros nunca tengamos que pensar en él. 

En resumen, la historia de los calendarios cristianos es la historia de una mejora progresiva en la gestión del caos. El calendario romano era un reloj roto, útil solo a ratos y peligroso en manos interesadas. El juliano fue el primer reloj verdaderamente fiable, robusto y duradero. El gregoriano es el ajuste fino que nos permite vivir con la agradable ilusión de que el tiempo está bajo control. 

Mientras seguimos colgando calendarios nuevos cada enero, rara vez recordamos que detrás de esas cuadrículas ordenadas hay siglos de confusión, reformas drásticas y once minutos rebeldes empeñados en desbaratarlo todo.

sábado, 20 de diciembre de 2025

EL ESPECTÁCULO MENSUAL MÁS ANTIGUO DEL MUNDO

La Luna no se apaga ni se enciende, no crece ni mengua, ni sufre eclipses personales cada mes: simplemente se mueve, la ilumina el Sol y nosotros la observamos desde un ángulo cambiante. Esta es la historia de cómo un fenómeno sencillo ha conseguido desconcertarnos durante miles de años.


Si uno observa la Luna con la suficiente regularidad —y con la paciencia propia de alguien que no tiene nada mejor que hacer por las noches— acaba descubriendo que es el objeto celeste más familiar y, al mismo tiempo, uno de los más incomprendidos. Todo el mundo sabe reconocer una luna llena cuando la ve, pero una sorprendente cantidad de personas sigue creyendo que las fases lunares tienen algo que ver con la sombra de la Tierra, como si nuestro planeta se dedicara a morderle pequeños trozos a la Luna a intervalos regulares. Nada más lejos de la realidad. La Luna no es víctima de ningún ataque planetario: simplemente está mal iluminada desde nuestro punto de vista.

Después del Sol, la Luna es el objeto más brillante del cielo. Esto resulta llamativo, porque en realidad no brilla en absoluto. No produce luz propia, no arde, no resplandece ni se esfuerza lo más mínimo. Se limita a reflejar la luz solar con la obediencia de un espejo cósmico cubierto de polvo. Y aun así, ha marcado calendarios, inspirado mitologías, provocado poemas, canciones y alguna que otra escena memorable de cine de terror. Todo por cambiar de aspecto con una regularidad exquisita.

Si siguiéramos a la Luna durante un mes completo, observaríamos un ciclo que empieza con la nada más absoluta. En la fase llamada luna nueva, la Luna está ahí, pero no se ve. Se encuentra aproximadamente en la misma dirección que el Sol y su hemisferio iluminado apunta en sentido contrario a nosotros. Desde la Tierra contemplamos su cara oscura, que no emite luz alguna. Es una Luna perfectamente presente e invisible, lo que le da cierto aire filosófico.

En esta fase, la Luna sale y se pone prácticamente al mismo tiempo que el Sol. De hecho, si la viéramos, nos deslumbraría, pero no la vemos, así que el problema queda resuelto. Sin embargo, la Luna no es dada a la quietud. Avanza hacia el este a lo largo de su órbita alrededor de la Tierra, desplazándose unos 12 grados cada día, lo que equivale a unas 24 veces su propio diámetro. Es un ritmo notable para un objeto que parece tan tranquilo.

Mira ahora la Figura 1. La clave de esta figura es que debes imaginarte de pie sobre la Tierra, mirando a la Luna en cada una de sus fases. Así, para la posición "Nueva", estás en el lado derecho de la Tierra y es mediodía; para la posición "Llena", estás en el lado izquierdo de la Tierra en plena noche. Ten en cuenta que en todas las posiciones de la figura la Luna está mitad iluminada y mitad oscura (como debería estar una esfera bajo la luz solar). La diferencia en cada posición se debe a la parte de la Luna que mira hacia la Tierra.

Tenga en cuenta que hay algo bastante engañoso en la Figura 1. Si observamos la Luna en la posición E, aunque en teoría está llena, parece como si su iluminación estuviera bloqueada por una Tierra enorme y gruesa, y por lo tanto, no veríamos nada en la Luna excepto su sombra. En realidad, la Luna no está tan cerca de la Tierra (ni su trayectoria es tan idéntica a la del Sol en el cielo) como este diagrama (y los diagramas de la mayoría de los libros de texto) podrían hacernos creer.

Figura 1. Fases de la Luna. La apariencia de la Luna cambia a lo largo de un ciclo mensual completo. Las imágenes de la Luna en el círculo muestran la perspectiva desde el espacio, con el Sol a la derecha en una posición fija. Las imágenes exteriores muestran cómo se ve la Luna en el cielo desde cada punto de su órbita. Imagínese de pie en la Tierra, mirando a la Luna en cada fase. En la posición "Nueva", por ejemplo, está mirando a la Luna desde el lado derecho de la Tierra al mediodía. (Tenga en cuenta que la distancia de la Luna a la Tierra no está a escala en este diagrama: la Luna está a aproximadamente 30 diámetros terrestres de nosotros). Se dice que la Luna está nueva cuando se encuentra en la misma dirección general del Sol en el cielo (posición A). La brillante media luna aumenta de tamaño en días sucesivos a medida que la Luna se mueve más y más lejos alrededor del cielo alejándose de la dirección del Sol (posición B). Después de aproximadamente una semana, la Luna ha recorrido un cuarto de su órbita (posición C), por lo que decimos que está en cuarto creciente. Durante la semana posterior al cuarto menguante, observamos cada vez más el hemisferio iluminado de la Luna (posición D), una fase llamada gibosa creciente (del latín gibbus , que significa joroba). Finalmente, la Luna alcanza la posición E, en la que se encuentra frente a frente con el Sol. La cara de la Luna que mira hacia el Sol también mira hacia la Tierra, y se observa la fase llena. Durante las dos semanas siguientes a la fase llena, la Luna vuelve a pasar por las mismas fases en orden inverso (puntos F, G y H en la Figura), volviendo a la nueva fase después de unos 29,5 días. (Modificación de una ilustración de la NASA).


Uno o dos días después de la Luna nueva, aparece el primer indicio de su regreso: una delgadísima media luna, tan frágil que parece que un soplido podría borrarla del cielo. Esta fase creciente se debe a que empezamos a ver una pequeña porción del hemisferio iluminado por el Sol. La Luna ya no está exactamente en la misma dirección que el Sol, y eso basta para que nos devuelva un poco de luz. Sale poco después del amanecer y se pone poco después del atardecer, lo que la convierte en un objeto que suele pasar desapercibido salvo para los observadores atentos o los poetas ocasionales.

A medida que avanzan los días, la Luna se aleja cada vez más de la dirección solar. La parte iluminada que vemos crece, y con ella su horario nocturno. Una semana después de la luna nueva, la Luna ha completado aproximadamente un cuarto de su órbita y entra en la fase conocida como cuarto creciente. Aquí ocurre algo que suele sorprender: solo vemos iluminada la mitad de su disco. No un cuarto, como su nombre podría sugerir, sino exactamente la mitad. El “cuarto” se refiere a su posición orbital, no a su iluminación, un detalle que el calendario lunar se esfuerza poco en aclarar.

En esta fase, la Luna sale alrededor del mediodía y se pone cerca de la medianoche. Es una presencia elegante en el cielo vespertino, ideal para quienes disfrutan mirando hacia arriba sin tener que trasnochar. Durante los días siguientes, la parte iluminada sigue aumentando. Esta etapa recibe el nombre de fase gibosa creciente, del latín gibbus, que significa joroba, porque alguien decidió que la Luna parecía ligeramente abultada y que eso merecía una palabra específica.

Finalmente, la Luna alcanza la posición en la que se encuentra justo en el lado opuesto del cielo respecto al Sol. En ese momento, el hemisferio iluminado por el Sol coincide exactamente con el que mira hacia la Tierra, y tenemos la luna llena. Es el punto culminante del ciclo, el momento en que la Luna se muestra en todo su esplendor, redonda, brillante y dramática. Sale al atardecer, alcanza su punto más alto alrededor de la medianoche y se pone al amanecer. Durante toda la noche permanece visible, iluminando paisajes, calles y supersticiones.

No es casualidad que la luna llena haya sido durante siglos el telón de fondo preferido para historias de vampiros, hombres lobo y comportamientos humanos supuestamente erráticos. La palabra “lunático” proviene directamente de esta asociación. Sin embargo, cuando los investigadores han examinado miles de registros policiales y hospitalarios en busca de pruebas de un aumento del comportamiento extraño durante la luna llena, no han encontrado absolutamente nada. Los homicidios, los accidentes y las crisis personales ocurren con la misma frecuencia en cualquier fase lunar. La diferencia, al parecer, es que bajo una luna brillante vemos más cosas… y las recordamos mejor.

Tras la luna llena, el proceso se invierte. La parte iluminada comienza a disminuir, y entramos en la fase gibosa menguante. Aproximadamente una semana después, la Luna alcanza el cuarto menguante. De nuevo vemos medio disco iluminado, pero ahora la otra mitad. En esta fase, la Luna sale alrededor de la medianoche y se pone hacia el mediodía, lo que la convierte en una compañera habitual de los insomnes y de quienes madrugan sin entusiasmo.

Dos semanas después de la luna llena, la Luna regresa a la fase nueva, completando un ciclo de aproximadamente 29,5 días. Este período, llamado mes sinódico o solar, es ligeramente más largo que el tiempo real que tarda la Luna en dar una vuelta completa alrededor de la Tierra con respecto a las estrellas, que es de unos 27,3 días. La diferencia se debe a que la Tierra no se queda quieta mientras la Luna gira: también se mueve alrededor del Sol. Para que la Luna vuelva a alinearse de la misma manera con el Sol y repetir la misma fase, necesita recorrer un poco más de una órbita completa.

Este movimiento es perceptible incluso a simple vista. Si observas la Luna durante una sola noche y prestas atención a su posición respecto a las estrellas, verás que se desplaza lentamente hacia el este, recorriendo su propio ancho en menos de una hora. Como consecuencia, la salida de la Luna se retrasa de un día para otro unos 50 minutos de media, lo suficiente como para desorientar a cualquiera que intente usarla como reloj.

Otro de los grandes malentendidos sobre la Luna tiene que ver con su rotación (Figura 2). La Luna gira sobre su eje exactamente en el mismo tiempo que tarda en orbitar la Tierra. Por eso siempre nos muestra la misma cara. No es que no gire; gira con una sincronización impecable. Puedes reproducir este fenómeno tú mismo dando vueltas alrededor de alguien mientras giras sobre tus propios pies al mismo ritmo. Si lo haces bien, nunca dejarás de mirarlo de frente, aunque estés en constante movimiento.

Figura 2. La Luna sin y con rotación. En esta figura, colocamos una flecha blanca en un punto fijo de la Luna para visualizar sus lados. (a) Si la Luna no girara al orbitar la Tierra, mostraría todos sus lados; por lo tanto, la flecha blanca apuntaría directamente hacia la Tierra solo en la parte inferior del diagrama. (b) En realidad, la Luna gira en el mismo período que su órbita, por lo que siempre vemos el mismo lado (la flecha blanca apunta siempre hacia la Tierra).

Esta sincronía ha dado lugar a la famosa expresión “la cara oscura de la Luna”, que sugiere que existe un hemisferio permanentemente sumido en la noche. No es así. La cara posterior de la Luna recibe tanta luz solar como la cara visible. El Sol sale y se pone allí igual que aquí. Lo único que ocurre es que no podemos verla desde la Tierra. Con disculpas a Pink Floyd, no hay ningún lado eternamente oscuro.

La Luna se encuentra a unas 30 veces el diámetro de la Tierra de distancia, y su órbita está inclinada respecto al plano por el que la Tierra se mueve alrededor del Sol. Gracias a esa inclinación, la sombra de la Tierra no cae sobre la Luna todos los meses. Cuando lo hace, se produce un eclipse lunar, un evento relativamente raro y siempre llamativo. El resto del tiempo, la Luna sigue su rutina impecable de fases, puntual como un reloj cósmico ligeramente mal explicado.

Y así, noche tras noche, la Luna continúa su silencioso espectáculo. No cambia porque quiera desconcertarnos, ni porque la Tierra se interponga caprichosamente, sino porque la geometría de la luz y el movimiento orbital lo dictan. Es un recordatorio constante de que muchos de los misterios del cielo no son misterios en absoluto, sino simples cuestiones de perspectiva. Y aun así, seguimos mirándola con asombro, como si acabara de inventarse.

EL CALENDARIO: UNA OBRA MAESTRA DE LA IMPROVISACIÓN

Doce meses desiguales, dioses olvidados, emperadores vanidosos y un pequeño mes condenado a corregirlo todo: así construimos los humanos una forma imperfecta —pero sorprendentemente eficaz— de domesticar el tiempo.

Si uno se detiene a pensar en los meses del año, descubre que son como una familia ligeramente disfuncional: algunos largos, otros cortos, uno manifiestamente infravalorado y varios con nombres que no significan lo que aparentan. Nada en ellos es especialmente lógico, pero todos nos resultan profundamente familiares. El calendario, como tantas otras cosas humanas, no es una obra de ingeniería perfecta, sino un palimpsesto histórico donde cada civilización dejó una anotación apresurada antes de pasar a la siguiente.

El problema original es astronómico y sencillo: el año solar dura algo más de 365 días y no se deja dividir limpiamente en doce partes iguales. Doce es un número cómodo, manejable y tradicional, pero no encaja bien con la realidad física. Así que, desde el principio, hubo que improvisar. Y la improvisación, cuando se repite durante siglos, acaba pareciendo tradición.

Los meses que usamos hoy proceden en gran medida del calendario romano, un sistema que empezó siendo aún más caótico que el actual. El año primitivo comenzaba en marzo, cuando regresaban la luz y las campañas militares, y tenía solo diez meses. El invierno era una especie de agujero temporal sin nombre ni contabilidad. Cuando se añadieron enero y febrero para completar el ciclo anual, no se hizo con especial entusiasmo, y eso explica por qué febrero sigue pagando el precio.

Marzo, el primer mes original, recibe su nombre de Marte, dios de la guerra. Era el mes en que los ejércitos volvían a marchar y la actividad política se reanudaba. Que el año empezara con un dios armado dice mucho sobre las prioridades romanas. Abril es más confuso. Tradicionalmente se ha asociado al verbo latino aperire, “abrir”, en referencia a la apertura de flores y brotes, aunque algunos lo relacionan con Venus. Sea como sea, abril suena a primavera, lo cual ya es bastante mérito.

Mayo honra a Maia, diosa asociada al crecimiento y la fertilidad. Es un mes que todavía conserva esa reputación optimista. Junio, por su parte, se vincula a Juno, protectora del matrimonio y del hogar. No es casual que siga siendo un mes popular para bodas, aunque los novios rara vez sospechen que están obedeciendo a una divinidad romana.

Luego viene julio, que originalmente se llamaba Quintilis, porque era el quinto mes del año cuando marzo ocupaba el primer puesto. Fue rebautizado en honor de Julio César, que no solo reformó el calendario, sino que se aseguró de que su nombre quedara literalmente grabado en el tiempo. Agosto corrió la misma suerte: antes era Sextilis, hasta que fue dedicado a Augusto. A partir de ahí, la numeración de los meses quedó definitivamente desajustada, pero nadie tuvo el valor de corregirla.

Y así llegamos a septiembre, octubre, noviembre y diciembre, cuyos nombres siguen significando siete, ocho, nueve y diez respectivamente, aunque ahora ocupen las posiciones nueve a doce. Es un recordatorio permanente de que el calendario es un sistema heredado, no rediseñado. Vivimos con él como con una casa antigua: sabemos que hay habitaciones mal colocadas, pero moverlas sería peor.

Enero y febrero, añadidos más tarde, completan el conjunto. Enero (January en inglés, Janvier en francés) debe su nombre a Jano, el dios bifronte de las puertas y los comienzos, representado con dos caras mirando al pasado y al futuro. No podría haber un símbolo más adecuado para el mes que abre el año. Febrero procede de februa, los rituales de purificación que se celebraban en ese periodo. Desde su origen, fue un mes destinado a limpiar, corregir y cerrar asuntos pendientes. Que acabara siendo corto y flexible no fue un accidente, sino una consecuencia lógica.

Cuando el calendario fue reformado para ajustarse definitivamente al año solar, febrero se convirtió en el contenedor oficial de las anomalías. Cada cuatro años recibe un día extra para absorber ese cuarto de día sobrante que, de otro modo, desplazaría lentamente las estaciones. Sin febrero, el calendario se desmoronaría. Y aun así, sigue siendo tratado como un mes de segunda categoría.

El resultado final es un sistema irregular pero extraordinariamente resistente. Los meses no tienen la misma duración, sus nombres cuentan historias contradictorias y su estructura responde más a la política romana que a la mecánica celeste. Pero funciona. Y lo hace porque llevamos tanto tiempo usándolo que ya no lo cuestionamos.

En el fondo, el calendario es un acuerdo tácito entre generaciones. No refleja el orden del universo, sino nuestra obstinación en ponerle etiquetas manejables. Los meses son fósiles lingüísticos, recuerdos de dioses olvidados y emperadores vanidosos que siguen organizando nuestras vidas sin pedir permiso. Y febrero, breve y algo resentido, nos recuerda cada año que el tiempo humano no es perfecto, solo suficientemente bueno como para seguir adelante.

POR QUÉ LA SEMANA TIENE SIETE DÍAS (Y NO OCHO, COMO CANTARON LOS BEATLES)

Breve historia de cómo una convención astronómica, un puñado de dioses y mucha costumbre acabaron organizando nuestra vida en bloques de siete días.



La semana es una de esas invenciones humanas tan sólidas que nadie se plantea discutirlas y, al mismo tiempo, tan arbitrarias que cuesta creer que no haya habido nunca una reunión para reconsiderarla. Siete días. Ni seis ni ocho. Siete, como si alguien hubiera probado todas las combinaciones posibles y hubiera llegado a la conclusión de que esa era, sin duda, la más razonable. Lo curioso es que no hay ninguna razón astronómica de peso para ello. El día tiene su rotación, el año su órbita, el mes una Luna que entra y sale como un invitado irregular, pero la semana… la semana flota en el tiempo como una convención particularmente bien aceptada.

A veces se dice que la semana deriva del ciclo lunar, porque entre una fase y la siguiente pasan unos siete días. Es verdad, pero también lo es que la Luna nunca se ha tomado muy en serio esa puntualidad: sus cuartos no encajan como las marcas de un reloj suizo. Si alguien hubiera querido construir una unidad temporal rigurosa a partir de la Luna, habría acabado con semanas de duración variable, lo que habría sido un desastre administrativo y, peor aún, habría complicado la vida a los calendarios de sobremesa.

Y sin embargo, aunque la semana no esté gobernada por el cielo de manera estricta, sí lo está de forma simbólica. En la Antigüedad, cuando mirar al firmamento era tanto un acto religioso como científico, se distinguían siete cuerpos que se movían con voluntad propia frente al fondo inmutable de las estrellas. Eran los llamados “errantes” o “vagabundos”: el Sol, la Luna y cinco planetas visibles a simple vista. No eran muchos, pero eran suficientes para dotar de personalidad a los días. Cada uno recibió su astro, y con él su carácter, su dios y, de paso, su nombre.

Ese legado aún se nota, aunque a veces haya que rascar un poco. En inglés, por ejemplo, el domingo y el lunes se presentan sin disfraz: Sunday es el día del Sol, Monday el de la Luna, y Saturday conserva incluso al viejo Saturno romano, como un fósil lingüístico que nadie se ha molestado en retirar. El resto de la semana parece más confusa, hasta que uno recuerda que los pueblos germánicos decidieron hacer una traducción cultural creativa. Donde los romanos veían a Marte, Mercurio, Júpiter y Venus, ellos colocaron a sus propios dioses: Tyr, Odín, Thor y Frigg. El resultado es una semana que sigue siendo planetaria, pero con barba, martillo y cuervos.

En las lenguas romances todo resulta más transparente, casi didáctico. El martes es el día de Marte, sin rodeos; el miércoles pertenece a Mercurio, dios rápido y mensajero, apropiado para una jornada que suele ir acelerándose hacia el ecuador de la semana; el jueves honra a Júpiter o Jove, señor del rayo y del trueno; y el viernes queda para Venus, que siempre ha tenido buen ojo para colocarse cerca del fin de semana. Incluso el sábado, que en castellano parece haberse salido del sistema para abrazar el sabbat hebreo, conserva en otras lenguas el recuerdo de Saturno, ese planeta lento y melancólico que parece hecho a medida para un día que no sabe muy bien si empezar a descansar o seguir trabajando.

Todo esto es fascinante, pero también plantea una pregunta incómoda: si los nombres de los días dependen de los planetas visibles, ¿por qué siete? ¿Por qué no más? La respuesta es sencilla y decepcionante: porque no había más a la vista. Urano, Neptuno y Plutón —cuando aún era planeta— llegaron demasiado tarde para influir en el calendario. Si hubieran sido visibles sin telescopio, quizá ahora estaríamos maldiciendo los lunes de Urano o celebrando con entusiasmo los viernes de Neptuno, aunque eso habría complicado bastante las canciones infantiles.

La arbitrariedad de la semana se vuelve aún más evidente cuando uno recuerda que otras culturas experimentaron con calendarios distintos. Hubo semanas de diez días, de cinco, de ocho. Ninguna sobrevivió al empuje cultural de la tradición judeocristiana y del Imperio romano, que exportó la semana de siete días con la eficacia habitual de sus conquistas. Una vez que algo se convierte en costumbre global, resulta casi imposible desmontarlo, aunque no tenga una justificación sólida.

Y aun así, la semana ha terminado por parecernos natural, casi inevitable. Organizamos el trabajo, el descanso, la televisión y las crisis existenciales en bloques de siete días como si el universo estuviera de acuerdo con ello. Nos sorprende descubrir que no lo está. El cosmos sigue indiferente a nuestros lunes y nuestros viernes, mientras los planetas continúan su lenta coreografía sin preocuparse por los horarios de oficina.

Quizá por eso resulta tan tentador especular con realidades alternativas. Imaginar un mundo en el que el cielo nocturno estuviera más concurrido, en el que ocho o nueve planetas visibles reclamaran su propio día. En un universo así, la semana sería más larga, el fin de semana más lejano y los calendarios todavía más difíciles de colgar rectos en la pared. Tal vez, en ese caso, los Beatles no habrían estado cantando una exageración romántica, sino una simple descripción astronómica cuando crearon Eight Days a Week.

Al final, la semana es un buen recordatorio de hasta qué punto nuestra vida cotidiana está hecha de acuerdos antiguos, de decisiones tomadas por personas que miraban el cielo con asombro y le daban nombres a las luces que se movían. No es una medida dictada por el universo, sino una historia que seguimos contando, día tras día, planeta tras planeta, aunque ya casi nadie levante la vista para comprobar quién da nombre a qué.