sábado, 6 de diciembre de 2025

LA TORRE QUE NO DEBÍA CAER

 

Vista del Citicorp en 1977, por entonces el octavo rascacielos más alto del mundo

En 1977, Nueva York vivía con la electricidad a flor de piel. Eran los años del apagón, del pánico económico, de los asesinos en serie y de los Mets perdiendo como si fuera un mandato bíblico. En medio de esa vorágine, y contra toda previsión razonable, se inauguró el edificio arquitectónicamente más improbable de Manhattan: el Citicorp Center, una torre de acero y cristal levantada sobre unos “zancos” metálicos que parecían las patas de un insecto futurista. Los neoyorquinos lo miraban con la misma mezcla de fascinación y desconfianza con que se mira a un equilibrista al que nadie había invitado.

La idea no había sido un capricho arquitectónico, sino una concesión eclesiástica. En la esquina de Lexington Avenue con la calle 53 se alzaba una pequeña iglesia luterana que se negó a desaparecer bajo el peso del progreso. Los promotores aceptaron el desafío y levantaron la torre sobre cuatro gigantescas columnas colocadas no en las esquinas, como dicta la cordura, sino en el centro de cada lateral. Aquello convertía el edificio en un cubo apoyado en cuatro zancos. Un experimento. Un truco de magia. Una invitación al desastre, dirían más tarde algunos.

El responsable del milagro era Bill LeMessurier, un ingeniero estructural con aspecto de profesor de física que ha visto demasiadas tormentas y demasiado pocos reconocimientos. En los planos, la torre parecía desafiar todo lo que la arquitectura moderna consideraba sensato. Pero LeMessurier confiaba en sus cálculos. Había ajustado cada detalle como quien afina un Stradivarius: diagonales, vigas, un sistema de amortiguación interna que hacía bailar al rascacielos con los vientos sin despeinarse. En aquellos años, cuando ser ingeniero en Nueva York equivalía a jugar al ajedrez con la naturaleza, la torre se convirtió en su pieza favorita.

Y entonces llegó la llamada.

Era una tarde anodina, de esas en que Manhattan parece contener la respiración. Una estudiante de doctorado en ingeniería estructural, que preparaba un trabajo académico sobre edificios poco convencionales, se atrevió a telefonear al mismísimo LeMessurier. Había detectado un problema. Nada grave, suponía ella. Quizá un matiz, una duda razonable, una de esas preguntas que los profesores responden con sonrisas condescendientes. Pero LeMessurier, por pura cortesía, escuchó. Y lo que escuchó fue una grieta en la realidad.

La estudiante sostenía que el edificio podía ser vulnerable a los vientos diagonales, esos que golpean desde los ángulos, no desde los puntos cardinales que suelen preocupar a los ingenieros. En circunstancias normales, las columnas de una torre se colocan en las esquinas para resistir justo ese tipo de embestidas. Pero el Citicorp Center, con sus columnas desplazadas hacia el centro, era cualquier cosa menos normal.

LeMessurier colgó el teléfono con una sensación incómoda que podría describirse como una sombra en la nuca. Volvió a sus cálculos, esos mismos cálculos que seis años antes habían sellado el destino de la torre. Revisó números, fórmulas, diagramas estructurales. Sudó un poco. Bebió más café del aconsejable. Y entonces lo vio. La maldita estudiante tenía razón.

No es frecuente que un hombre inteligente detecte el momento exacto en que su vida profesional podría derrumbarse como… bueno, como un rascacielos mal calculado. La primera reacción de LeMessurier fue la que todos tendríamos: negarlo. No puede ser. No soy yo. Es imposible. Pero las matemáticas, como los meteorólogos, no suelen tener sentido del humor. El ingeniero descubrió que el edificio resistía sin problemas el viento frontal, pero bajo ciertas condiciones de viento diagonal podría sufrir un fallo estructural catastrófico. Y catastrófico, en una ciudad como Nueva York, significa convertir varias manzanas en un poema apocalíptico de acero retorcido.

Para complicarlo todo, la ciudad se preparaba para la llegada de una tormenta veraniega de las que cambian de color el cielo, ponen nerviosos a los perros y erizan el pelo de los gatos. LeMessurier comprendió que no tenía tiempo. Y comprendió también que debía hacer lo impensable: admitir el error. En la ingeniería moderna, confesar un fallo es como declarar que uno ha fabricado un avión sin alas. Un gesto suicida. Sin embargo, la alternativa era peor. Mucho peor.

Convocó a los responsables del edificio en una reunión urgente donde, según algunos testigos, entró con la serenidad de un monje zen y la expresión de quien está a punto de admitir un pecado mortal. Explicó la situación con voz firme, como si hablara del proyecto de otro. Desgranó cada cálculo, cada escenario meteorológico, cada posibilidad. Dejó claro que la torre, en su estado actual, podría venirse abajo. Hubo silencio. Hubo incredulidad. Hubo, sobre todo, un consenso inmediato: había que actuar ya.

La siluesta bitriangular de la iglesia evangélica luterana de San Pedro se ve a la izquierda, debajo del rascacielos. La ubicación de la iglesia exigió la extrañadisposición de columnas en el centro de cada fachada, en lugar de en las esquinas.

Durante las semanas siguientes, mientras en la superficie de la ciudad la gente seguía con su vida —comprando bagels, cogiendo taxis, escuchando discos de Billy Joel—, bajo la piel del Citicorp Center se desarrollaba una operación clandestina que habría hecho palidecer a cualquier trama de espionaje. Equipos de soldadores entraban de noche, como comandos estructurales, y reforzaban las juntas del edificio con placas de acero. Nadie debía saberlo. No por conspiración, sino por evitar el pánico. Si los neoyorquinos supieran que un rascacielos recién inaugurado podía caer como un castillo de naipes, dormirían peor que durante los días oscuros del apagón.

Cada madrugada, los operarios trabajaban a contrarreloj mientras la ciudad, ajena a su propio destino, roncaba. LeMessurier vivía pendiente del parte meteorológico. Cada mención a una tormenta le encogía el estómago. El viento, ese enemigo invisible que tantas veces había intentado domar, se había convertido en su juez. Uno malo.

La obra secreta duró tres meses. Tres meses de nervios clandestinos, de cálculos revisados mil veces, de silencios tensos y de cafés fríos. Hasta que, por fin, el edificio quedó reforzado. El Citicorp Center, ese monstruo elegante con un techo inclinado que parecía diseñado por un arquitecto aficionado al origami, había sobrevivido a su propio nacimiento.

La historia no salió a la luz hasta décadas después, cuando ya nadie corría peligro y la torre se había convertido en uno de esos rascacielos que ves desde Queens y piensas: “Qué bien queda ahí”. Fue entonces cuando el mundo descubrió que uno de los edificios más emblemáticos de Nueva York estuvo, durante un tiempo, peligrosamente cerca de protagonizar un capítulo oscuro en la historia de la ciudad. Y que un ingeniero con más ética que orgullo había evitado una catástrofe con la ayuda involuntaria de una estudiante anónima que, probablemente, todavía no se lo cree.

Hoy, el Citicorp Center —rebautizado hace años, porque a los rascacielos neoyorquinos les cambian el nombre como a los estadios— parece un gigante tranquilo. Sus columnas laterales siguen ahí, haciendo equilibrios como un bailarín que desafía a la gravedad. Y cada vez que el viento sopla fuerte en Manhattan, uno podría imaginar a Bill LeMessurier asintiendo en algún rincón del firmamento, satisfecho de haber domado a la bestia.

El mito de los veinticuatro dólares nos enseñó que Nueva York nació de un malentendido. El mito del Citicorp Center nos recuerda que la ciudad sigue en pie gracias a personas que, en momentos de duda extrema, deciden hacer lo correcto. A veces, por puro pánico; otras, por responsabilidad; a menudo, por ambas cosas. Y quizá esa combinación —miedo y decencia— sea lo más parecido a un cimiento sólido en una ciudad que vive suspendida sobre su propio vértigo.

LA ISLA DE LOS VEINTICUATRO DÓLARES

 


En 2026, Nueva York celebrará el cuarto centenario de su fundación neerlandesa, un aniversario que ha desatado un programa oficial de actos, exposiciones y conmemoraciones bajo el nombre de NY400. La ciudad quiere aprovechar la efeméride para revisar sus orígenes —la célebre “compra” de Manhattan, el asentamiento de Nueva Ámsterdam, el encuentro desigual entre europeos y pueblos lenape— y, al mismo tiempo, festejar la diversidad que la define hoy. Más que una celebración nostálgica, se presenta como una invitación a mirar con ojos contemporáneos un episodio cargado de mitos, equívocos y símbolos. La que sigue, es una breve historia, de una “compra” que no lo fue.

En 1626, cuando Pierre Minuit, un francés que trabajaba para los neerlandeses, bajó del Nueva Holanda y puso un pie en la punta sur de la isla, Manhattan no era todavía una palabra cargada de rascacielos ni de brillos financieros. Era un lugar húmedo, verde, áspero: una península de robles, marismas y corrientes salobres donde los mosquitos trabajaban a destajo. El viento, cuando soplaba, parecía llegar desde todas las orillas a la vez. En aquel paisaje primordial, Minuit debió de sentir una especie de alivio: por fin un sitio donde poner orden, abrir libros de cuentas y hacer que la recién creada Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales pudiera presumir de progreso ante los accionistas.

Con ese pragmatismo que se atribuye a los pueblos protestantes y comerciantes, Minuit, un hugonote de tomo y lomo, decidió que lo primero era comprar la isla. El gesto, mirado desde hoy, tiene algo de humor involuntario. Comprar una isla a quienes no entendían el concepto de venderla, registrar un acto jurídico en un lugar donde la palabra “propiedad” era desconocida, y convertir esa ausencia en un mito de proporciones cósmicas… No está mal como comienzo para una ciudad como Nueva York, que siempre ha sido más amiga del relato que de la precisión.

La historia oficial de los manuales dice que Minuit pagó 24 dólares en cuentas de vidrio. Es un cuento repetido con la misma soltura con la que los guías turísticos señalan la Estatua de la Libertad. Pero nadie pudo mencionar dólares en 1626: la cifra surge de una conversión decimonónica de 60 florines holandeses que se entregaron en forma de telas, cuchillos, herramientas, probablemente abalorios y otros bienes que los europeos consideraban irresistibles. El mito eligió las cuentas de vidrio porque brillan mejor en las anécdotas. Ningún periodista del XIX iba a titular: “Una isla por 60 florines en bienes mixtos”. Demasiado realista, demasiado aburrido. En cambio, los abalorios evocan la fábula eterna de los europeos astutos y los indígenas ingenuos.

Pero la realidad, como suele ocurrir, es más difusa. Para empezar, no está claro a quién se pagó. Los nativos lenape vivían en la isla desde antes de que nadie pensara en dividir el mundo en parcelas, pero sus nociones de territorio y propiedad eran colectivas y flexibles. En algunos relatos, los receptores del pago ni siquiera vivían en Manhattan, lo que equivaldría a comprar una finca en Galicia a un señor de Extremadura que pasaba por allí. Para los lenape, aquello no importaba. Para los europeos, acostumbrados a sellar el mundo a golpe de papel timbrado, era fundamental. Y de esa diferencia de perspectivas nació la gran confusión: los holandeses creyeron haber adquirido Manhattan; los lenape creyeron haber establecido un permiso de usufructo.

Para ellos, sencillamente, ni el aire, ni el agua, ni la tierra podían venderse. Si aquello tipos de rostro pálido eran tan tontos como para dar algo a cambio de usar la tierra, ¿qué problema había? Con un poco de suerte, pronto podrían cobrarles por tomar agua y, por qué no, hasta por respirar.

Una de las ironías más finas de la historia es que este malentendido, en su modestia burocrática, acabaría engendrando la ciudad más cara y teatral de Occidente. El primer Manhattan holandés era poco más que una aldea en la que convivían un fuerte rudimentario, unas cabañas, un puñado de colonos y un paisaje lleno de castores. Los colonos plantaban huertas, discutían sobre religión y comerciaban con las pieles de un animal que pronto aprenderían a valorar más que a respetar. Para los holandeses, el éxito de la colonia dependía del castor; para el castor, el éxito de la colonia era una pésima noticia.

Durante años, la relación con los lenape osciló entre la cordialidad y la desconfianza. Ambos bandos se necesitaban, pero hablaban idiomas diferentes: unos hablaban neerlandés; los otros, naturaleza. Los tropezones culturales dieron paso a enfados, los enfados a choques, y algún choque acabó en incendio, literal o metafórico. La Compañía Neerlandesa, disciplinada para los números y desastrosa para la diplomacia, consiguió enemistarse con más rapidez que eficacia. Aun así, el asentamiento creció. Llegaron nuevos colonos, nuevas disputas, nuevas casas. Nueva Ámsterdam empezaba a perfilarse como un proyecto interesante para quien tuviera paciencia y no demasiado apego a la vida civilizada.

Nueva Ámsterdam, centrada en lo que con el tiempo se convertiría en el Bajo Manhattan, en 1664, el año en que Inglaterra tomó el control y la rebautizó como Nueva York. Fuente.


En 1664, los ingleses se apoderaron de la colonia casi sin despeinarse. Renombraron Nueva Ámsterdam como Nueva York, en homenaje a un duque con buena genealogía y poca imaginación. En aquel instante, la compra de Minuit pasó a ser un detalle administrativo, un párrafo olvidado en un informe que nadie releía. Pero los mitos funcionan como los vinos: maduran con los años. Y cuando en el siglo XIX Nueva York ya era una ciudad llena de humo, fábricas y ambición, la historia de los 24 dólares adquirió un sabor irresistible. Era el relato perfecto para explicar cómo una ciudad podía nacer con una ganga y convertirse en la metrópolis que, desde Wall Street, el lugar donde estuvo el muro defensivo del asentamiento original, dictaba el precio del mundo.

La anécdota mínima, distorsionada por generaciones de cronistas, se volvió moralina: mira qué listos fueron nuestros antepasados; mira qué ingenuos aquellos indios. El mito sirvió como espejo complaciente para un país que prosperaba rápido y necesitaba épicas sencillas para no complicar demasiado el pasado. Lo curioso es que ninguno de sus protagonistas habría reconocido la versión moderna de la historia. Ni Minuit, que simplemente cumplía órdenes; ni los lenape, que jamás firmaron nada; ni los castores, que pagaron con su piel el entusiasmo comercial de los holandeses.

Hoy, si uno pasea por Battery Park, donde Minuit habría negociado su intercambio, no queda nada del paisaje original. El lugar se ha convertido en una puerta turística hacia Staten Island; los robledales han desaparecido; los castores son un recuerdo y los mosquitos, por suerte, una especie deportada. A cambio, los rascacielos proyectan sombras que parecen geografías nuevas, y los ferris cortan el agua con la misma naturalidad con que las antiguos canoas lenape surcaban la bahía. Nueva York ha aprendido a tragarse sus mitos y reciclarlos en mercancía cultural. Pierre Minuit tiene una plaza; los lenape, un reconocimiento ambiguo; y el relato de los 24 dólares, una inmortalidad que nadie pidió.

Pero lo importante no es la cifra, ni los abalorios, ni el cálculo inflacionario. Lo importante es lo que la historia revela: aquella “compra” fue un diálogo fallido entre dos mundos que comprendían la tierra de modos opuestos. Para los europeos, la propiedad era un documento; para los lenape, una relación. Para los europeos, Manhattan era un recurso; para los lenape, parte de una red vital. Entre ambos extremos surgió un espacio que acabaría transformándose en la ciudad más simbólica del planeta.

Quizá por eso, cuando uno piensa en la escena fundacional, imagina a Minuit y a los líderes lenape rodeados de árboles, intercambiando objetos que ninguno comprendía del todo. Si la historia tuviera un narrador omnisciente, seguramente diría algo así: nada de lo que hacen estos hombres se parece a lo que creen que están haciendo. Y de ese equívoco nació Nueva York, con toda su arrogancia, su energía y su corazón contradictorio.

La moraleja no es que Manhattan se compró por una miseria. La moraleja es que la ciudad nació de un malentendido cultural convertido, con el tiempo, en un chiste recurrente. Lo fascinante es que ese chiste, cuatro siglos después, siga funcionando como mito originario de una isla donde ya no caben ni los mitos. Y sin embargo, cada vez que alguien repite lo de los 24 dólares, la ciudad se ríe por lo bajo, como si reconociera en esa cifra absurda el precio de su propia leyenda.

miércoles, 3 de diciembre de 2025

EL MUÉRDAGO: UNA ESFERA VERDE EN MITAD DEL INVIERNO

 

En los inviernos del norte, cuando los árboles se quedan desnudos y las ramas parecen los huesos de un gigante abandonado por los dioses, hay algo que llama la atención del caminante: unas bolas verdes, redondas, casi perfectas, que cuelgan de los álamos o de los manzanos como si fueran nidos extraterrestres. No tienen derecho a estar ahí, tan vivas cuando todo a su alrededor parece resignado al sueño. Y sin embargo, ahí está el muérdago, el viejo Viscum, haciendo su vida a costa de otra, como un huésped que se instala en la casa ajena para pasar el invierno y termina convirtiéndose en parte del mobiliario.

El muérdago es una criatura ambigua. Ni completamente parásito ni del todo independiente, tiene esa elegancia de los seres que viven entre dos mundos. Posee hojas verdes que fabrican azúcar con la luz, pero se niega a buscar agua por sí mismo. En vez de raíces, perfora la corteza del árbol y le roba la savia con unas estructuras llamadas haustorios, que tienen nombre de monstruo marino y aspecto de garras microscópicas. No suele matar a su anfitrión, pero tampoco le hace favores: es el tipo de invitado que enciende la calefacción, usa las mejores toallas y alaba la comida sin ofrecerse jamás a fregar.

Quizá sea esa doble naturaleza la que ha fascinado a los humanos durante milenios. En pleno invierno, cuando la vida parece suspendida, el muérdago permanece verde, silencioso y firme, como si supiera algo que los demás ignoran. Las bayas que produce son pequeñas perlas blancas, viscosas, tan bonitas como peligrosas: en su interior guardan una química torcida, una especie de mal genio molecular. Contienen lectinas y viscotoxinas, nombres que suenan a personajes de novela gótica y que, en efecto, pueden provocar problemas serios si alguien decide comérselas. El muérdago no se anda con bromas: puede resultar tóxico, y aun así lo hemos convertido en símbolo de buena suerte. Cosas de la condición humana.

Antes de que la Navidad lo adoptara como adorno oficial, ya era objeto de reverencias mucho más antiguas. Los druidas galos, según escribió Plinio, lo consideraban una manifestación terrestre de lo sagrado. Para ellos, que una planta viviera suspendida en el aire, sin tocar la tierra, era un signo inequívoco de que los dioses habían puesto allí la mano. Lo cortaban con hoz de oro —el oro siempre añade solemnidad—, recogían la rama en un paño blanco y celebraban la escena como si hubieran capturado un rayo de luna.

Los mitos nórdicos lo convirtieron en arma. Balder, el dios que no podía morir, cayó abatido por una flecha de muérdago, pues Frigg, su madre, había pedido a todas las criaturas del mundo que prometieran no hacerle daño… excepto al muérdago, que le pareció demasiado pequeño e inofensivo como para incluirlo en la lista. En los mitos, como en la vida diaria, las omisiones suelen salir caras. Desde entonces, el muérdago lleva consigo una reputación extraña: por un lado, planta de amor y renacimiento; por otro, recordatorio de lo frágil que es la protección cuando uno confía en exceso.

Y, sin embargo, durante siglos se le atribuyeron virtudes medicinales. Los viejos herbarios lo recomendaban para casi todo: la tensión alta, la epilepsia, los nervios, la impotencia de espíritu. A veces funcionaba —por casualidad o por química— y a veces no. Pero en la Europa del siglo XX el muérdago volvió a los laboratorios como un actor inesperado: ciertos extractos parecían estimular el sistema inmune de pacientes con cáncer. No era la panacea, ni mucho menos, pero sí el eco moderno de aquella idea antigua de que el muérdago guarda un poder ambiguo, peligroso y a la vez prometedor.

¿Cómo llegó entonces a nuestras chimeneas, coronando las fiestas navideñas con esa rama verde bajo la que se besan los enamorados? La culpa, en parte, es de los victorianos, que tenían talento para rescatar tradiciones paganas y darles un aire respetable. Vieron en el muérdago un símbolo de vida persistente y de paz: si dos enemigos se encontraban bajo él, debían declarar una tregua. Un símbolo así encaja de maravilla entre villancicos y luces. Luego vino el romanticismo: cada beso bajo el muérdago, decían, debía corresponderse con una baya retirada. Cuando el racimo quedaba sin frutos, cesaban los besos. Había que racionar la pasión.

Hoy lo seguimos colgando en las puertas, aunque casi nadie sepa de lectinas, druidas o mitologías nórdicas. Lo hacemos por esa intuición antigua que perdura en lo cotidiano: la de que algunas plantas parecen saber más de la vida de lo que aparentan. El muérdago, con su esfera verde y su resistencia al frío, nos recuerda que incluso en mitad del invierno hay cosas que se empeñan en seguir vivas. Y que, por una vez, no está mal dejarse llevar por la superstición: si uno se encuentra bajo un muérdago y aparece alguien dispuesto a besarlo, lo sensato es no desafiar a los dioses.

LECHE DE VACA… SIN VACAS

 

Nuestros ancestros ​​ordeñaban ovejas, cabras y vacas mucho antes de que pudieran beber leche. No la bebían porque, si lo hacían, tenían asegurados diarrea, cólicos y problemas de distensión abdominal. Esos problemas se deben a que, tras el destete, se inactiva el gen que produce la lactasa, la enzima que descompone el azúcar indigeriblede la leche, la lactosa, en glucosa y galactosa. La lactosa ingerida con la leche pasa al colon, donde las bacterias la digieren y producen los gases que causan los síntomas de la intolerancia a la lactosa.

¿Por qué nuestros antepasados empezaron a domesticar animales para conseguir leche si no podían beberla? Porque, probablemente por casualidad, descubrieron que, en ciertas condiciones, la leche se convertía en queso, yogur o kéfir, tres productos fermentados que podían consumir sin problema. Ignoraban que esto se debía a que las enzimas que digieren la lactosa se habían introducido en la leche a partir de bacterias o del estómago de los terneros.

Pero, si nuestros antepasados no podían, ¿cómo es posible que nosotros sí podemos beber leche sin que nos altere el tracto digestivo? En realidad, no todos podemos. Setenta de cada cien asiáticos orientales no pueden beber leche sin sufrir efectos adversos; en cambio, gracias a una mutación fortuita en los europeos, ocurrida entre el 3000 y el 1500 a. e. c., que impidió la desactivación del gen productor de lactasa, solo cinco de cada cien personas de ascendencia europea son intolerantes a la lactosa.

Esa mutación no solo implicaba que la leche pudiera consumirse con seguridad, también proporcionaba una ventaja para la supervivencia de quienes podían consumirla dado que la leche es rica en nutrientes y, por lo general, era más segura para beber que el agua, que, antes de que se inventara la cloración, solía estar contaminada con bacterias patógenas.

Ahora bien, la leche cruda sin refrigerar se agria fácilmente a medida que las bacterias productoras de ácido láctico se multiplican descomponiendo la lactosa, lo que hace que la leche cruda pueda estar contaminada con bacterias que causan tuberculosis, difteria, brucelosis y fiebre tifoidea.

Sin embargo, a mediados del siglo XIX, estaba más que comprobado la leche era un alimento nutritivo, especialmente para los niños. Esto llevó a algunos productores a recurrir a diversos trucos para aumentar sus beneficios. Aguar la leche era una trampa sencilla, que se conseguía, en el mejor de los casos, añadiendo un poco de gelatina para espesar la mezcla. Otros más atrevidos utilizaban polvo de tiza o yeso para blanquear la leche diluida y se añadía puré de sesos de ternera para simular una nata espesa.

Como las granjas lecheras estaban alejadas de las ciudades, impedir que la leche fresca sin refrigerar se agriara era un gran problema. Una solución era añadir formaldehído, un compuesto químico que utilizaban como conservante los funerarios para embalsamar los cadáveres. Eso hacía que quienes criticaban el consumo de leche se pronunciaran contra la que llamaban "leche embalsamada". También abundaban las historias sobre gusanos en la leche cuando las lecherías diluían la leche con agua estancada, y otras no menos escalofriantes sobre la presencia en la leche de residuos de estiércol de vaca.

La ciudad de Nueva York fue testigo del famoso "escándalo de la leche desperdiciada" cuando aumentó la demanda de leche, pero el mal estado de las carreteras, las largas distancias y la falta de refrigeración dificultaron el suministro. Fue entonces cuando las destilerías de la ciudad descubrieron que las vacas podían criarse con el "puré" sobrante de la producción de güisqui y comenzaron a estabular vacas lecheras cerca de sus instalaciones. Casi todos estos animales estaban enfermos y, con frecuencia, era necesario levantarlos con cuerdas para que se mantuvieran en pie durante el ordeño. Su "leche desperdiciada", llena de pus y bacterias, provocó una epidemia de mortalidad infantil.

La solución al problema de la leche agriada fue la pasteurización, introducida en la década de 1890. Aunque recibió su nombre en su honor, Louis Pasteur nunca aplicó su proceso detratamiento térmico a la leche. Pasteur lo había descubierto investigando sobre el deterioro de los vinos franceses cuando se exportaban. Descubrió que calentando el vino entre 55 y 60 grados centígrados se eliminaban los microbios causantes de la descomposición sin estropear el sabor.

Fue el químico agrícola alemán Franz von Soxlet quien sugirió por primera vez la pasteurización de la leche en 1886. En 1890, el filántropo neoyorquino Nathan Straus había instalado estaciones de pasteurización de leche y promovía activamente el consumo de leche pasteurizada. Aunque las muertes infantiles por diarrea se redujeron rápidamente, la pasteurización también generó resistencia, porque quienes se oponían al consumo decían que «la leche calentada es leche muerta» y que «hervir la leche destruye las vitaminas».

Esas afirmaciones eran un disparate. Ni leche está “viva” ni la pasteurización implica hervirla. La pasteurización, junto con la desinfección del agua y la vacunación, se considera unas de las intervenciones de salud pública más importantes de la historia de la civilización. A pesar de ello y de las abrumadoras pruebas científicas, todavía hoy abundan los negacionistas que desconfían de la pasteurización y sostienen que es mucho mejor beber la leche cruda.

Quienes se oponen a los lácteos promocionan la idea de que la leche está relacionada con los cánceres de próstata y de mama. Es verdad que existe una asociación muy débil entre un ligero aumento del riesgo de cáncer de próstata con un consumo excesivo de leche y calcio, pero no así cuando el consumo es el normal. Cualquier asociación con el cáncer de mama es todavía más débil. Por otro lado, quienes dicen que si no se consumen todos los días tres porciones de lácteos los huesos se deshacen no están respaldadas por evidencias clínicas: las poblaciones que no consumen leche no presentan más fracturas óseas.

Donde los activistas antilácteos tienen una postura más firme es en el argumento de que la cría de ganado es perjudicial para el medio ambiente en términos de producción de gases de efecto invernadero, consumo de agua y resistencia a los antibióticos. Un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero de origen antrópico procede de la ganadería y, en concreto, del sistema digestivo de los 2.500 millones de cabezas de ganado que, entre vacas, ovejas y cabras, alimentan a media humanidad. Podría haber al menos una solución parcial a estos problemas con la introducción de leche etiquetada como "sin animales" o "hecha en laboratorio".

Existen dos tecnologías distintas disponibles para conseguir esa leche. En la "fermentación de precisión", los genes identificados como responsables de la producción de proteína láctea en mamíferos pueden construirse en el laboratorio e insertarse en el genoma de células de levadura. Cuando estas levaduras genéticamente modificadas se alimentan con una solución de azúcar y crecen en biorreactores producen unas proteínas lácteas específicas que pueden combinarse con grasas vegetales y carbohidratos para crear Remilk, un producto lácteo que ya se utiliza en la fabricación de helados, yogures y quesos para untar. No contiene lactosa, colesterol ni hormonas. Un producto lácteo líquido, llamado New Milk, publicitada como “leche sin vacas” se lanzará en Israel el próximo mes de enero.

Un segundo método consiste en el cultivo a gran escala en biorreactores de células mamarias de vaca para producir leche idéntica a la convencional. De hecho, es exactamente eso, ni más ni menos que leche vacuna, ya que se produce con las mismas células que producen leche en una vaca. Aún quedan detalles técnicos por resolver, pero la UnReal Milk, como se llamará, podría estar disponible en 2026.

Huelga decir que hay debate. Los productores lácteos argumentan que estos productos no deberían llamarse "leche" porque no son producidos por una vaca, y es probable que los activistas, en su estado más puro, generen miedo acerca de la "leche Frankenstein".

Por ética medioambiental no consumo leche ni carnes rojas desde hace años, pero si hay que beber leche no me importaría consumir UnReal Milk.

martes, 2 de diciembre de 2025

NO BUSQUES MILAGROS EN LA “SOLUCIÓN MINERAL MILAGROSA” (MMS)

 

Han pasado ya cinco años desde que el Servicio de Información Toxicológica (SIT) del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses (INTCF), perteneciente al Ministerio de Justicia, detectó que la “Solución Mineral Milagrosa” (MMS) es en realidad un compuesto tóxico (clorito de sodio al 28%) que es nocivo para la salud humana. Durante la pandemia, la sustancia estaba siendo promocionada por los grupos negacionistas del SARS-CoV-2.

Pero hay quien sigue erre que erre, aprovechando que la gente desesperada hace cosas desesperadas. Los padres de niños autistas están desesperados. Las afecciones sin cura, como el Trastorno del Espectro Autista (de ahora en adelante, TEA), son terreno fértil para charlatanes y vendehúmos que buscan vaciar los bolsillos de los padres dispuestos a hacer cualquier cosa para ayudar a sus hijos.

Algunos charlatanes ofrecen un tratamiento simple para el autismo que, según afirman, está siendo ocultado por una malvada industria farmacéutica en connivencia con los gobiernos. Autocalificándose como "luchadores de la libertad sanitaria", están listos para revelar el secreto de la cura del autismo. Todo lo que los padres angustiados tienen que hacer es comprar la Solución Mineral Milagrosa (MMS). Este "milagro" viene en dos frascos pequeños, uno con una solución de clorito de sodio al 28% y el otro con un "activador" ácido que puede ser vinagre, ácido cítrico o ácido clorhídrico.

Al combinar el contenido de los dos frascos se produce una solución de dióxido de cloro (ClO₂), un potente agente oxidante. Los oxidantes roban electrones de las moléculas y dado que los electrones son el pegamento que une los átomos en las moléculas, tienen un potente efecto destructivo, ya sea en el ADN de las células bacterianas o en las moléculas responsables del color. Por eso, el dióxido de cloro puede utilizarse para desinfectar el agua o blanquear la pulpa de papel. Sin embargo, la destrucción molecular en el cuerpo no es una buena idea.

Los números son la moneda de la ciencia. Así que, veamos los números. Cuando se usa para desinfectar agua, el residuo máximo permitido de dióxido de cloro es de 0,8 partes por millón (ppm). Siguiendo las instrucciones de mezcla que vienen con la MMS, ¡la concentración de dióxido de cloro en las gotas que se ingieren sería al menos 25 veces mayor! A esa concentración, el dióxido de cloro desnaturaliza las enzimas y oxida las proteínas y las grasas. Eso puede causar lesiones en el tracto gastrointestinal y llevar a la expulsión de fragmentos dañados del revestimiento intestinal.

Pero los promotores de MMS afirman que esos fragmentos tisulares son en realidad los "parásitos" que causan el autismo que están siendo eliminados del cuerpo. Incluso si los parásitos fueran una causa, sería imposible que el dióxido de cloro los alcanzara sin destruir primero las células humanas. Los estafadores también afirman que MMS destruye bacterias y virus a los que también consideran factores causantes del autismo. No hay ninguna evidencia de que el TEA sea causado por parásitos, bacterias o virus.

El dióxido de cloro en la sangre también puede oxidar la hemoglobina, lo que provoca metahemoglobinemia, un trastorno por el que la sangre no puede transportar oxígeno eficazmente a los tejidos. También se conocen casos de diarrea, problemas respiratorios y daño hepático con el uso de MMS. En resumen, a 25 ppm, el dióxido de cloro no cura nada; es un veneno.

Aunque no existe cura para el autismo, hay ayuda farmacológica disponible. La risperidona y el aripiprazol son medicamentos antipsicóticos aprobados para el tratamiento de la agresividad, las rabietas y la irritabilidad asociadas con el autismo. Estos medicamentos pueden ayudar a restablecer el equilibrio de la dopamina y la serotonina, las sustancias químicas cerebrales que se encuentran desequilibradas en el autismo.

Los médicos también pueden recetar otros medicamentos como el Ritalin, para controlar el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), o inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina, como el Prozac, para tratar la ansiedad, la depresión y las conductas repetitivas. Las convulsiones que a veces se presentan en el autismo se pueden controlar con anticonvulsivos como el valproato de sodio.

También existe la leucovorina, un medicamento que puede ayudar con una afección conocida como "deficiencia cerebral de folato (DFC)", que presenta características del autismo, como retrasos en el desarrollo, convulsiones y dificultades para la comunicación social. La leucovorina no trata el autismo en sí, sino la deficiencia cerebral de folato subyacente que puede coexistir con el TEA.

Quienes promueven la MMS para el autismo, o para cualquier otra cosa, no defienden la "libertad sanitaria" como afirman. Son charlatanes, mangantes  y arrebatacapas que se lucran reenvasando un agente blanqueador industrial barato y potencialmente peligroso que promocionan descaradamente como cura para una enfermedad incurable.

Son unos criminales.


EL HUMILDE ARTE DE DEFECAR EN NAVIDAD

 

En navidades, cuando los adultos discuten sobre si el cava debe abrirse antes o después del turrón, los niños catalanes tienen una misión más importante: encontrar al caganer. En el belén de los catalanes —una geografía de papel de aluminio, montañas de papel estraza arrugado y un río que brilla como si tuviera minerales radiactivos— siempre aparece un campesino agachado, pantalones por los tobillos. “Está haciendo sus cosas”, dicen las abuelas con un pudor que no engaña a nadie. En Cataluña, ese gesto forma parte del paisaje navideño con la misma naturalidad que los villancicos o el frío.

El origen del caganer es difuso, como todas las buenas tradiciones. Los historiadores lo sitúan a finales del siglo XVII o principios del XVIII, cuando el barroco empezaba a cansarse de sus propios excesos. En los campos catalanes, sin embargo, la vida seguía regida por reglas menos estéticas y más agrícolas: la tierra había que abonarla, y el abono no crece en los árboles. Para un campesino del siglo XVIII, la caca era un fertilizante sagrado. No se hablaba del tema, pero se entendía sin demasiadas explicaciones.

De esa mentalidad práctica —y de algún artesano del pesebre con sentido del humor— nació el caganer. No como burla religiosa, sino como símbolo de fertilidad y buena suerte. Si el payés del pesebre hacía su aportación a la tierra, el año siguiente las cosechas serían generosas. La Navidad, con su celebración del nacimiento, ofrecía el marco perfecto para recordar que la vida se renueva desde lo más humilde. Incluso desde lo más escatológico.

A las élites urbanas, tan dadas al gesto elegante, el muñeco siempre les ha provocado cierta incomodidad. No es difícil imaginarlas frunciendo el ceño ante esa figura que devolvía al pesebre su olor a establo. Mientras el arte europeo envolvía lo sagrado en mármoles y querubines, Cataluña insistía en incluir en la escena a un señor con los pantalones bajados. Pero ese contraste es precisamente lo que mantiene viva la tradición: el caganer recuerda que, de haber existido, el nacimiento de Jesús habría sido terrenal y probablemente incómodo.

Durante siglos, la figura se escondió discretamente en algún rincón del pesebre. Encontrarla era un juego infantil, casi un rito iniciático. Los adultos lo colocaban cada año en un sitio distinto: detrás de una palmera sospechosamente frondosa, al borde del río de celofán, o junto a una casita árabe. Pocas tradiciones expresan mejor la mezcla de solemnidad y humor doméstico que caracteriza a la cultura catalana.

Aunque la figura aparece en otros lugares —el sur de Francia, en Aragón y en Levante—, solo en Cataluña ha mantenido una continuidad tan obstinada. Quizá porque encarna un tipo de ironía local: silenciosa, ligera, cómplice. El caganer no es un gag vulgar; es un recordatorio de que incluso en las escenas más sagradas conviene dejar espacio para la realidad.


El gran salto llegó en el siglo XX, cuando alguien decidió que el campesino de siempre podía ceder su puesto a personajes famosos. Fue una idea tan sencilla como brillante. Empezaron los políticos, siguieron los futbolistas, los actores y, en algún momento, hasta los superhéroes. De pronto, el pesebre catalán se convirtió en la única institución conocida capaz de igualar a todos sus protagonistas: del presidente de turno al delantero del Barça, todos aparecían en idéntica postura fisiológica. Si la muerte es la gran igualadora universal, defecar ocupa claramente el segundo puesto.

La moda convirtió los mercados de Navidad en una especie de museo de la sátira. Los turistas se quedaban mirando incrédulos esas estanterías donde Barack Obama, Messi o Darth Vader compartían destino intestinal. Algunos lo veían como algo irreverente; otros, como una prueba más de que los catalanes son capaces de reírse hasta de sus mitos. La realidad es más simple: el caganer sobrevivió porque nunca pretendió ofender a nadie. Solo quería seguir cumpliendo su misión tradicional: traer suerte, fertilidad y un poco de risa.

De vez en cuando alguien intenta retirarlo de un belén oficial, pero las protestas duran poco. Incluso quienes encuentran la figura inapropiada acaban reconociendo que sin caganer el pesebre parece incompleto, demasiado limpio, casi irreal.

Porque lo esencial del caganer es su mezcla de humildad y humor. Representa a un mundo rural que ya no existe y, al mismo tiempo, a una sociedad moderna que necesita ironía para sobrevivir a sus propias contradicciones. Recuerda que la vida es sagrada, sí, pero también profundamente cómica; que las grandes narraciones se sostienen sobre pequeños gestos; que incluso en la escena más solemne hay espacio para lo cotidiano.

Los que han crecido buscándolo entre las montañas de papel y las luces parpadeantes saben que la Navidad catalana no empieza cuando se encienden las calles, sino cuando alguien grita: “¡Aquí está!”. En ese instante, el pesebre deja de ser una postal y vuelve a ser lo que siempre fue: la historia de un nacimiento contado con verdad, con humanidad y con una sonrisa traviesa.

Y allí, en un rincón, el caganer sigue cumpliendo su tarea ancestral: fertilizar la Navidad con un poco de suerte y un recordatorio eterno de que la vida, incluso en sus momentos más solemnes, tiene los pies —y otras partes— muy pegados a la tierra.

FIEBRE PORCINA: UN ENEMIGO ANTIGUO QUE VUELVE POR LOS MÁRGENES DEL BOSQUE

 

Cuando los agentes rurales catalanes encontraron varios jabalíes muertos en el monte, la preocupación saltó de inmediato. No porque la fiebre porcina —frecuente sospechosa en estos casos— afecte a los humanos, que no lo hace en absoluto, sino porque el virus que la provoca es capaz de arrasar una cabaña porcina entera con la misma eficacia con la que un incendio devora un pajar seco. Los jabalíes son, en este escenario, el equivalente a mensajeros involuntarios que anuncian que algo serio se mueve en el ecosistema.

Un virus centenario con dos caras

La llamada “fiebre porcina” puede referirse a dos enfermedades distintas: la peste porcina clásica (PPC) y la peste porcina africana (PPA). Aunque comparten nombre, síntomas y consecuencias devastadoras, son virus completamente diferentes. A efectos prácticos, cuando en Europa se habla de brotes en jabalíes en el siglo XXI, se habla casi siempre de peste porcina africana, la más agresiva, resistente y difícil de erradicar.

Una micrografía electrónica de una partícula del virus de la peste porcina africana. Foto de Kati Franzke, Instituto Friedrich Loeffler

El virus de la peste porcina africana (PPA) fue descrito por primera vez en 1921 por el veterinario británico Robert Montgomery, que trabajaba en Kenia bajo la administración colonial. Allí observó una enfermedad fulminante que afectaba tanto a cerdos domésticos como a jabalíes africanos, aunque estos últimos, sorprendentemente, apenas mostraban síntomas. Era un virus nativo de la fauna salvaje africana y había evolucionado durante milenios sin causar estragos entre los suidos autóctonos. Los problemas empezaron cuando el cerdo europeo entró en escena: para él, sin defensas naturales, el virus era pura dinamita.

Mientras que la PPC se extendió por el mundo en el siglo XIX pudo controlarse gracias a vacunas eficaces, la PPA no tiene vacuna ni tratamiento específico. Es un virus ADN grande, extraordinariamente complejo, capaz de sobrevivir semanas en cadáveres, meses en jamones crudos o embutidos e incluso años en carne congelada. Su tenacidad es legendaria.

La expansión silenciosa

Durante décadas, el virus quedó confinado a África subsahariana, salvo un episodio inquietante en la Península Ibérica. En 1957, llegó a Portugal probablemente en restos de comida de aviones procedentes de Angola. En menos de un año saltó a España. Costó 36 años, innumerables sacrificios y un esfuerzo sanitario sin precedentes erradicarlo: España fue declarada libre de PPA en 1995.

Ese éxito, sin embargo, fue efímero en la escala global. En 2007, el virus reapareció a las puertas de la Unión Europea: un brote en Georgia, originado por restos de comida infectada desechada en el puerto de Poti, se extendió rápidamente por el Cáucaso, Rusia, Bielorrusia y Ucrania. En 2014 llegó a Polonia y los países bálticos, infectando poblaciones de jabalíes cada vez mayores. En 2018 dio un salto gigantesco hasta China, donde provocó la mayor crisis porcina documentada, con la pérdida de más del 40% del censo.

Descomposición típica de un cadáver de jabalí colocado en un bosque con suelo húmedo y dosel cerrado en el verano de 2020. Estado de descomposición tras el despliegue: (a) hinchado (7 días); (b) post-hinchado (14 días); (c) restos secos (42 días). Foto

Hoy, la PPA está presente en diversos puntos de Europa. España había logrado mantenerse libre, pero la aparición de jabalíes muertos en Cataluña obliga a reforzar la vigilancia. Basta un solo contagio en una explotación para que la normativa obligue a sacrificar a todos los animales y bloquear el comercio.

Cómo actúa el virus en los animales

La PPA es, ante todo, rápida y letal. Tras un periodo de incubación de 3 a 15 días, los cerdos infectados desarrollan: fiebre alta, apatía y pérdida de apetito, hemorragias en piel y órganos, problemas respiratorios, vómitos y diarrea sanguinolenta.

La mortalidad puede alcanzar el 100 % en las cepas más virulentas. En jabalíes, el proceso suele ser igual de fulminante. Su comportamiento natural —movimiento nocturno, amplios territorios, contacto con zonas agrícolas y basureros— facilita además que actúen como vehículo ecológico del virus. Allí donde muere un jabalí infectado, queda un foco persistente que puede contagiar a otros animales durante semanas.

Rutas de transmisión del virus de la PPA, incluyendo el contacto directo e indirecto con animales infecciosos, sus productos, excreciones/secreciones y/o sangre, canales, diversos fómites contaminados y vectores biológicos, Imagen.

En su forma más agresiva, la enfermedad avanza tan deprisa que a veces los animales aparecen muertos sin haber mostrado apenas síntomas externos.

¿Podemos contagiarnos los humanos?

No. Ninguno de los virus de la fiebre porcina —ni la clásica ni la africana— afecta a las personas. No se transmite por carne manipulada ni por contacto con animales enfermos. El problema es exclusivamente económico, ecológico y sanitario dentro del mundo porcino.

Un tratamiento imposible, una contención difícil. A falta de vacuna efectiva, la única “cura” es evitar que el virus llegue a los cerdos domésticos. Esto se articula en tres ejes:

1. Bioseguridad en las granjas

Las explotaciones deben funcionar casi como laboratorios con controles estrictos de entrada y salida, desinfección de vehículos, botas y utensilios, prohibición de restos de comida exterior, aislamiento de animales recién introducidos, ausencia total de contacto con fauna salvaje. Una sola grieta en estos controles puede ser fatal.

2. Control de poblaciones de jabalí

Los jabalíes europeos han aumentado notablemente en número y en presencia cerca de zonas urbanas y agrícolas. Controlar su población y reducir el contacto entre granjas y fauna silvestre es crucial. También lo es gestionar correctamente los cadáveres encontrados: deben recogerse, analizarse y eliminarse con rapidez para evitar contagios.

3. Vigilancia epidemiológica y sacrificio sanitario

Cuando se confirma un caso, se activa un protocolo duro pero necesario: declaración de zona infectada, inmovilización de animales, rastreo de movimientos y contactos, sacrificio de la explotación afectada y limpieza y desinfección intensiva. Estas medidas, dolorosas para los ganaderos, son la única manera probada de frenar la extensión.

La importancia de detectar jabalíes muertos

Encontrar jabalíes muertos no es solo un detalle macabro del bosque: es el sistema de alarma de una enfermedad que, si entra en una granja, paraliza exportaciones, destruye el sustento de cientos de familias y puede tardar años en erradicarse.

En Cataluña —como ocurrió antes en Bélgica o Alemania— los servicios veterinarios actúan bajo el principio de “detección precoz = brote controlado”. Cuanto antes se localice un foco, menor es la zona afectada y más eficaz el cordón sanitario.

Una batalla de larga duración

La fiebre porcina africana viene a recordarnos que las enfermedades animales no entienden de fronteras, y de que la interacción entre fauna salvaje, ganadería intensiva y comercio global puede desencadenar crisis de alcance continental. Su historia comienza hace un siglo en los valles africanos, continúa hoy en los bosques europeos y se cuela en titulares cada vez que aparece un jabalí muerto en circunstancias sospechosas.

La ciencia trabaja en vacunas prometedoras, algunas ya en fase avanzada, pero el virus es complejo y escurridizo. Hasta que exista una solución definitiva, solo queda la prevención, la vigilancia y la rápida reacción.

Mientras tanto, el hallazgo de jabalíes muertos en Cataluña no debe desatar alarmismo entre la población general —no hay riesgo para las personas—, pero sí exige prudencia y seriedad en el manejo de animales y productos porcinos. Para la cabaña porcina española, una de las más importantes del mundo, el enemigo no es visible a simple vista, pero sus consecuencias sí pueden notarse durante años.

lunes, 1 de diciembre de 2025

LA DOBLE VIDA DE LA AUTORA DE MUJERCITAS

 

Supongo que conocen una de esas pequeñas maravillas de Roma, la llamada perspectiva de Borromini, en el palacio Spada. No les desvelo nada, pues hay que verla o no te lo crees, si les digo que es una galería de arcos que parece muy larga y que mide 35 metros, cuando en realidad no llega a los nueve. Es un trampantojo, una ilusión, cuyo mensaje es que no todo es lo que parece, que la vida es un juego, la realidad es un engaño, los bienes materiales no son tan grandes y cosas así. Bueno, pues apliquen esto a la doble perspectiva que, como escritora, guardó Louise May Alcott.

La casa de los Alcott en Concord es uno de esos lugares donde los escolares hacen cola para fotografiarse sonriendo, como si en el porche pudiera oírse todavía el eco de las risas de Meg, Jo, Beth y Amy. El guía turístico, que lo ha contado mil veces, explica que Mujercitas fue escrita en ese cuarto de arriba, en un escritorio diminuto, durante un verano caluroso y con más prisas que inspiración.

Los visitantes asienten, compran un imán de nevera, hojean una edición con ilustraciones victorianas y se van convencidos de que Louisa May Alcott fue una escritora amable, hogareña, casi maternal. Ninguna de esas cosas es del todo cierta. La Alcott fue muchas cosas, pero sobre todo fue alguien que tuvo que pelearse con su época para que la dejaran ser escritora. Y cuando por fin la dejaron, hizo algo todavía más impropio: escribió lo que le dio la gana, incluso lo que nadie debía escribir.

Nació en 1832, hija de un filósofo trascendentalista que fracasó en casi todo excepto en producir frases altisonantes. Bronson Alcott era vegano, pacifista, visionario educativo, utopista profesional… y tan poco práctico que la familia vivió la mayor parte del tiempo en la precariedad más absoluta. La madre, Abigail, era el verdadero sostén de la casa: una mujer inteligente y combativa, activista abolicionista, que sacó adelante a cuatro hijas mientras su marido perseguía perfecciones abstractas.

Louisa tuvo que enfrentarse a una vida nómada (se mudaron treinta veces en treinta años) y, desde muy pequeña, tuvo que trabajar para poder mantener a su familia, quienes acababan en bancarrota tras cada idea revolucionaria del padre (como la Temple School o Fruitlands, una comunidad utópica). La muchacha creció entre charlas sobre moral universal y facturas sin pagar, un entorno ideal para aprender dos lecciones: que la bondad no alimenta a nadie y que escribir podía ser, con suerte, un trabajo.

Concord era por entonces un pequeño hervidero intelectual: Thoreau, Emerson, Hawthorne… un vecindario de celebridades literarias. La pequeña Louisa los observaba con mezcla de curiosidad y fastidio, consciente de que los grandes hombres hablaban mucho, pero solían dejar las tareas urgentes a las mujeres. Ella prefería salir a correr, trepar por los árboles, inventar historias de aventuras y hacer lo que más tarde definiría como “trabajos de chico”, una expresión que usaba sin ironía, como quien constata que la diversión siempre parece estar al otro lado de la frontera social.

La vida no fue amable con los Alcott y Louisa empezó temprano a ganarse el pan. Hizo de institutriz, costurera, criada, maestra… cualquier oficio que permitiera llevar algo de dinero a casa. En los ratos libres escribía cuentos, poemas, piezas teatrales, relatos sensacionalistas para revistas baratas. Firmaba lo que podía vender y escondía lo que sabía que no gustaba. A los treinta años tenía ya una doble vida literaria perfectamente establecida.

Bajo su nombre real escribía obras respetables y relatos morales. Bajo el seudónimo de A. M. Barnard, en cambio, se permitía una libertad casi escandalosa: pasiones ilícitas, venganzas femeninas, violencia doméstica, adulterios, incestos insinuados, heroínas manipuladoras y una visión del matrimonio como tranvía averiado que uno toma por necesidad, no por romanticismo. Para la época, aquello era dinamita. El hecho de que hoy casi nadie lo recuerde dice mucho de cómo se construyen las reputaciones literarias: a base de seleccionar la parte de una vida que encaja con la postal.

Durante la Guerra de Secesión, Louisa se ofreció como enfermera voluntaria en un hospital de Washington. En sus memorias de guerra —que pocos leen— describe jornadas agotadoras, infecciones, amputaciones y una epidemia de tifus que estuvo a punto de matarla. No murió, pero quedó con secuelas crónicas y con la convicción de que el heroísmo es un concepto sobrevalorado. A su regreso publicó Escenas de hospital, un libro breve y seco, sin sentimentalismos, que tuvo una recepción discreta. Nadie imaginaba que la misma mujer que describía con naturalidad la muerte y la miseria acabaría escribiendo una novela que sería lectura obligatoria en colegios, clubs de lectura y sociedades literarias de señoras.

El encargo llegó casi por accidente. Su editor, convencido de que lo que vendía eran libros “para chicas”, le pidió algo así como una historia edificante para señoritas. Alcott puso mala cara; prefería escribir aventuras, sátiras, incluso melodramas sangrientos. Pero necesitaba dinero —su familia siempre necesitaba dinero— y aceptó. En unas semanas redactó Mujercitas. Lo hizo con prisa, sin esperar demasiado, modelando a las cuatro hermanas March a partir de ella misma y de sus tres hermanas. El libro fue un éxito inmediato. Las ventas se multiplicaron, las niñas americanas copiaban las frases de Jo, y Louisa se encontró atrapada en una ironía peligrosa: lo que había escrito por obligación se convirtió en su obra definitiva, mientras lo que escribía por placer quedaba relegado a cajones.

El éxito tuvo consecuencias. Llegaron las traducciones, las secuelas, las visitas de admiradoras, las opiniones morales sobre si Amy debía casarse con Laurie o no, las interpretaciones alegóricas, las versiones ilustradas. La Alcott sobrevivió como pudo. Daba entrevistas, posaba para fotógrafos, sonreía ante las cartas de niñas que la llamaban “tía Louisa”, mientras en privado seguía cultivando su vena más sombría. Tras la máscara o A Long Fatal Love Chase (Una larga y fatal persecución amorosa; no ha sido traducida oficialmente al español. Esa ausencia resulta llamativa, porque esta obra es considerada por muchos estudiosos una de las obras más atrevidas y subversivas de Alcott/Barnard, por lo que su invisibilidad en el mercado hispanohablante dice mucho sobre la historia de lo que se traduce y lo que no de las mujeres escritoras del siglo XIX) son hoy obras recuperadas y estudiadas, pero durante décadas flotaron en una especie de limbo editorial, como si la sociedad necesitara mantener a la autora dentro de un molde que ella nunca aceptó del todo.

Su compromiso político era otro aspecto que el canon prefería pasar por alto. Louisa se declaró abiertamente abolicionista, colaboró con círculos sufragistas, dio discursos sobre igualdad de derechos y fue la primera mujer que se registró para votar en Concord, en las elecciones escolares de 1880. Sabía que era un acto simbólico, casi un gesto, pero lo hizo con la misma determinación que ponía en sus historias de mujeres que toman decisiones audaces. Dejó constancia escrita de algo que todavía hoy suena moderno: que la independencia económica era el primer paso para cualquier libertad femenina.

La salud no la acompañó. Arrastró durante décadas los efectos del tifus contraído en la guerra —aunque algunos médicos modernos sospechan que pudo padecer intoxicación por mercurio, usado entonces en los tratamientos— y pasó sus últimos años cuidando de sus padres, escribiendo cuando podía y rechazando propuestas de matrimonio con una constancia que habría escandalizado a las damas más tradicionales. Murió en 1888, a los 55 años, dos días después de la muerte de su padre. La cronología parece escrita con una ironía trágica: Bronson se dedicó toda la vida a educar de forma ejemplar a sus hijas, pero fue Louisa quien sostuvo a la familia con su trabajo, su ingenio y sus libros.

Hoy, cuando se habla de ella, Mujercitas sigue ocupándolo todo, como un globo aerostático demasiado grande. Las versiones cinematográficas se suceden, cada década con su propia lectura moral; las jóvenes actrices declaran que Jo March cambió su vida; y miles de lectoras siguen encontrando en los afectos familiares un refugio atemporal. Pero basta rascar un poco para descubrir a otra Alcott: la que escribía bajo seudónimo historias feroces, la que aborrecía la domesticación literaria, la que no veía contradicción entre la ternura y la rabia.

En Concord, en esa casa convertida hoy en museo, la habitación donde escribió Mujercitas tiene un aire recogido, casi devoto. Pero si uno se fija bien, el pequeño escritorio inclinado parece más bien una mesa de campaña: una trinchera donde una mujer inteligente, impaciente y mal pagada tecleó lo que necesitaba para sobrevivir.

Y en las estanterías, entre ediciones florales del libro, a veces se cuela un volumen oscuro firmado por A. M. Barnard, como un guiño involuntario de quien nunca quiso ser solo la tía amable de la literatura juvenil. Louisa May Alcott fue muchas cosas, pero sobre todo fue una narradora que entendió antes que nadie algo esencial: que las mujeres también tenían derecho a contar sus secretos, por íntimos que fueran.

domingo, 30 de noviembre de 2025

CUANDO HOLLYWOOD SE PUSO LA SOTANA (Y LA LITERATURA DECIDIÓ DIVERTIRSE)

 

Durante casi cuarenta años, Hollywood vivió bajo un extraño régimen teocrático que no necesitó sotanas ni incensarios, pero que olía a sacristía. Era el Código Hays, una colección de mandamientos morales redactados en 1930 que prohibían el adulterio demasiado alegre, los besos demasiado largos y, si era posible, las piernas demasiado visibles. También prohibía las insinuaciones entre personas del mismo sexo, las críticas al clero, los criminales simpáticos y las mujeres que parecían disfrutar del sexo, una categoría sorprendentemente amplia para los censores.

El cine, claro, obedeció. Nunca ha sido una industria famosa por su espíritu insumiso. Pero mientras en Hollywood se recortaban faldas y se medían besos con cronómetro, la literatura norteamericana asistía al espectáculo con una mezcla de incredulidad y una pizca de satisfacción maliciosa. Era como ver a un primo famoso meterse en un lío moralista ante millones de espectadores. La literatura, en cambio, seguía a lo suyo: fumando, bebiendo y hablando de cosas impropias.

De repente, y casi sin proponérselo, los escritores se encontraron con un territorio liberado. El Código Hays, que pretendía sanear el entretenimiento, acabó convirtiendo a la novela en el lugar donde se podía contar lo que todo el mundo sabía que ocurría. El sexo, la violencia, el racismo, la corrupción, incluso el aburrimiento conyugal: todas esas cosas que el cine escondía bajo alfombras de terciopelo encontraban en las páginas impresas un hogar confortable.

En los años treinta y cuarenta, mientras Humphrey Bogart resolvía crímenes sin despeinarse y las mujeres fatales se conformaban con ser sugerentes sin llegar a la tentación, novelistas como Faulkner, Steinbeck o Dos Passos escribían sobre pueblos hundidos, mujeres desesperadas, hombres sin épica y pecados sin redención. Era como si el cine se vistiera de domingo y la novela saliera en camiseta y con ojeras. Y, naturalmente, todos querían saber qué pasaba en la casa de los ojerosos.

El fenómeno tuvo un efecto secundario delicioso: las novelas que Hollywood no podía filmar se convirtieron en armas de prestigio. Ahí está Tobacco Road, de Erskine Caldwell, un libro tan descarnado que la adaptación cinematográfica acabó pareciendo un folleto turístico del Sur profundo. O las novelas de James M. Cain, donde la gente se mataba o se acostaba sin perder tiempo en alegorías. Hollywood las filmaba como podía, y lo que podía casi siempre era poco.

Ese contraste —el libro crudo y la película puritana— convirtió a la novela en un territorio donde reinaba algo parecido a la honestidad moral. Y ya se sabe: cuando una sociedad quiere saber la verdad, a veces termina leyendo. La ironía es que muchos escritores, conscientes de que Hollywood era la gran chequera nacional, empezaron a escribir con el ojo puesto en los estudios. Surgió entonces una especie de literatura esquizofrénica:

– por un lado, tramas adultas, llenas de esa mugre humana que hace interesante a la ficción;

– por otro, suficientemente ambiguas como para que los guionistas pudieran podarlas sin que el argumento se desmoronase por completo.

Raymond Chandler, siempre tan elegante, dominó esa técnica como un cirujano. Sus novelas eran laberintos llenos de sexo y violencia que Hollywood convertía en laberintos llenos de humo y diálogos ingeniosos. A veces las películas eran tan limpias que ya no se entendía quién mató a quién, pero eso tampoco parecía preocupar a nadie.

Y mientras en los cines se purificaban almas, en los quioscos proliferaban los pulp magazines: literatura barata, repleta de crímenes sudorosos, mujeres demasiado listas y hombres demasiado torpes. Muchos de esos relatos habrían sido ilegales en la pantalla, pero en la letra impresa encontraban una especie de exilio feliz. Fue un florecimiento literario por expulsión: todo lo que no cabía en el cine buscó refugio en páginas mal impresas y portadas estridentes.

Incluso las novelas queer —esas historias en las que nadie se atrevía a decir la palabra “amor” pero todos sabían que estaba ahí— se convirtieron en un mundo propio, gozoso y clandestino. Hollywood no podía tocarlas; la literatura, sí.

El resultado fue paradójico: el Código Hays, concebido para moralizar la cultura, terminó elevando la literatura a un papel inesperado. La convirtió, sin querer, en la voz adulta de un país que fingía ser más casto de lo que era. Hizo de la novela el lugar donde se hablaba de la vida tal cual es, con sus sombras y sus pecados, mientras el cine se refugiaba en sus atardeceres románticos y sus finales ejemplares.

Cuando el código cayó en los años sesenta —aplastado por la realidad, por el hartazgo y por el hecho de que ya nadie creía esas ficciones de moral victoriana—, Hollywood corrió a recuperar el tiempo perdido. Empezó a adaptar, casi con ansia, todas aquellas novelas que antes eran impensables: La naranja mecánica, A sangre fría, Alguien voló sobre el nido del cuco. De repente, la pantalla descubrió que el mundo era más grande, turbio e interesante de lo que sus antiguos guardianes habían permitido.

Hoy, cuando uno mira atrás, da la sensación de que el Código Hays no encogió la literatura, sino que la engrandeció. Obligó al cine a comportarse como un adulto que vive aún con sus padres y tiene que esconder sus revistas, mientras los escritores paseaban por la acera de enfrente con una libertad insolente.

No es la primera vez —ni será la última— que la censura genera efectos contrarios a los previstos. En aquel caso, la moral vino a salvar al cine de sus pecados, pero al final fue la literatura quien se llevó el botín: más lectores, más temas, más ambición y una saludable alergia al puritanismo. 

Y uno imagina a Faulkner o a Steinbeck, sentados en algún porche de madera, brindando por aquel reglamento absurdo que pretendió cerrarles la boca… y acabó regalándoles el micrófono.