Se atribuye erróneamente al ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels, la frase “Cuando oigo la palabra ‘cultura’, echo mano a mi pistola”. De hecho, tal afirmación sí procede de otro autor nacionalsocialista, Hanns Johst, pero la usa en su más famosa obra de teatro, Schlageter, precisamente para ridiculizarla. Aunque nos resultaría tranquilizador pensar que los nazis eran unos brutotes que oponían las pistolas a lo cultural (pues bastaría entonces con ilustrar a la población para prevenirnos de los riesgos totalitarios), lo cierto es que distaban mucho de serlo.
No solo proliferaba entre ellos el
gusto (a veces obsesivo) por la más refinada cultura, sino que se habían dado ya
cuenta de la enorme importancia que tiene esta para hacer política hoy día. Como Gramsci
y como Stalin.
Durante demasiado tiempo se ha
presentado a los nazis como poco más que psicópatas o criminales. En un libro
que acaba de publicarse en castellano —Gente de Hitler. Ed. Crítica,
2024—, Richard J. Evans —una de las autoridades más destacadas del mundo
sobre el Tercer Reich— se sirve de una gran cantidad de nuevas pruebas
recientemente desenterradas para quitar el barniz de mito y leyenda de los
rostros del Tercer Reich y presentar una visión más realista de los
perpetradores nazis como seres humanos que eran inquietantemente parecidos a
nosotros.
Margaret Thatcher, John F. Kennedy,
Tony Blair o Adolf Hitler son algunos de los líderes políticos que en 2008 el médico
y miembro de la cámara de los Lores y excanciller británico David Owen estudió
desde el punto de vista neurológico. Todos compartían varios rasgos en común
que detonaban en un mismo concepto: la adicción al poder o el síndrome de
Hubris, una definición que acuñó en su libro En el poder y en la enfermedad
(edición en castellano de Siruela, 2011).
La etimología del nombre Hubris nos
lleva hasta un concepto griego que significa “desmesura”, lo opuesto a la
sobriedad y a la moderación. Las personas con este síndrome presentan un ego
desmedido, arrogancia y narcicismo. De hecho, los estudios de Owen mostraron
que, cuanto mayor poder tiene y ejerce esa persona, más propenso es a continuar
e intensificar el síndrome.
El origen puede encontrarse en una
excesiva seguridad y confianza en uno mismo, que termina pervirtiéndose en
soberbia, prepotencia y en falta de humildad. Aunque este cambio de la
personalidad no orgánica suele darse después de haber alcanzado un poder considerable
o un éxito abrumador, las personas modestas, abiertas a la crítica o con un
sentido del humor desarrollado tienden menos a desarrollar el síndrome de
Hubris.
El síndrome de Hubris no es una
enfermedad, sino más bien un subtipo del trastorno narcisista de la
personalidad que desarrollan grandes políticos y otras personas poderosas. Son
mandatarios con inclinación a la grandiosidad, con aspiraciones casi mesiánicas
y con una intensa incapacidad para escuchar, que, junto con la obsesión por la
autoimagen, acaba por generar una desconexión con la realidad.
Adolf Hitler no estaba loco, pero la
flatulencia que padecía seguro que no le ayudó mucho a tomar decisiones
correctas. Según algunos informes médicos, se autoenvenenó tomando preparados
farmacológicos para combatir los gases que contenían estricnina y atropina.
El doctor Theo Morell, un
dermatólogo que había cobrado una buena reputación social por tratar a famosos
con enfermedades sexuales, siempre con discreción y unas maneras muy
obsequiosas, no era ningún charlatán, aunque hubo rumores de lo contrario. Uno
de sus pacientes —Heinrich Hoffmann, el fotógrafo personal de Hitler— se lo
presentó al líder nazi y ambos congeniaron enseguida. Al poco tiempo trató a
Hitler de una diversidad de dolencias y le proporcionó medicamentos de diversa
índole, incluidos estimulantes y afrodisíacos (por lo general, antes de que
Hitler fuera a pasar la noche con Eva Braun).
Con el paso del tiempo, ya convertido
en su médico personal, Morell acabó por recetarle al dictador una serie muy
larga y diversa de medicamentos. Las notas —minuciosas y del todo creíbles— del
cuaderno médico que Morell redactaba para evitar que se le juzgara responsable
en el caso de que Hitler falleciera, muestran que la medicación que eligió era
convencional, aunque se aseguró de que la produjeran empresas en las que tenía
intereses económicos directos.
El doctor Theodor Morell con Hitler. Está señalado con
una flecha y situado detrás de Martin Bormann y Nicolaus von Below (Wolfsschanze,
1940). Foto
No obstante, ni Morell ni ninguno de sus otros médicos lograron detener o siquiera ralentizar los efectos de la enfermedad
de Parkinson, que hacía cierto tiempo que Hitler sufría; entre ellos, un
temblor perceptible en la mano izquierda, que ya había llamado la atención de
algunos observadores en 1941, cuando empezó a manifestarse en su pierna
derecha, junto con unos andares cada vez más arrastrados y una creciente
rigidez muscular en la cara. Diversos electrocardiogramas mostraron un
endurecimiento paulatino de las arterias; el pelo se le volvió cano.
El atentado con bomba de julio de 1944
también hizo mella en su salud. A principios de 1945, según información
posterior de Albert Speer, «se había marchitado como un anciano. Le temblaban
las articulaciones; caminaba encogido y arrastraba los pies. Incluso la voz
empezó a vacilar y perdió su antigua habilidad magistral: la fuerza dio paso a
una manera de hablar dubitativa y falta de energía». Aunque estaba a mediados
de los cincuenta, las fotografías de la época lo muestran encorvado.
Según su biógrafo John Toland (Adolf Hitler: The Definitive Biography.
Knopf
Doubleday Publishing Group), por la amistad que había surgido entre Frau Morell
y Eva Braun, Hitler incorporó a Morell como su médico personal y confió tanto
en el que por primera vez desde sus días en el ejército, Hitler se desnudó para
un examen físico completo, porque. en 1936, sus retortijones eran tan dolorosos
que se ponía a gritar.
Morell diagnosticó los dolores y
calambres en la región epigástrica como gastroduodenitis, para lo
cual le recetó Mutaflor y Gallestol. La hinchazón y el exceso de gases también
son síntomas comunes de la gastroduodenitis. Por eso, el Führer también sufría
de meteorismo, pedos incontrolables, para el que Morell recetó las píldoras
antigás del Dr. Köster.
Estas píldoras contenían estricnina y
la atropina hacen que la gente se ponga muy nerviosa, y afectan al sueño y a la
salud mental. Sin saber el poder de esos alcaloides, Morell instruyó a su
paciente para que tomara de dos a cuatro en cada comida. Además, Morell
complementó la dieta vegetariana de Hitler con grandes dosis de vitaminas, a
menudo administrándolas por vía intravenosa junto con glucosa para obtener
energía.
Entre unas cosas y otras, a principios
de 1941, cuando Hitler ya había empezado la invasión de la Unión Soviética,
tomaba entre 120 y 150 pastillas a la semana. Los cambios de humor de Hitler,
la enfermedad de Parkinson, los síntomas gastrointestinales, los problemas de
la piel y el deterioro constante hasta su suicidio en 1945 están
documentados por observadores e historiadores confiables, y en los
diarios de Morell.
Además de estricnina y atropina, los
medicamentos extraños y poco ortodoxos que se le dieron a Hitler, a menudo por
razones no reveladas, incluyen cocaína tópica, anfetaminas inyectadas, glucosa,
testosterona, estradiol, corticosteroides, un preparado a base de un limpiador
de armas, un extracto de vesículas seminales y numerosas vitaminas y
"tónicos".
Nunca sabremos el rol que esta
medicación tuvo en Hitler y sus acciones durante la Segunda Guerra Mundial y el
Holocausto. Cuando los efectos de las pastillas fueron evidentes, tan solo seis
meses antes de que Hitler quedara tocado psicológicamente y se suicidara en su
bunker, el doctor Morell fue despedido y salvó su vida por los pelos.
Irónicamente, según John Toland, la causa
de la flatulencia de Hitler era la más evidente: su vegetarianismo.