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viernes, 17 de enero de 2025

MÁS ALLÁ DEL SÍNDROME DE HUBRIS: LOS PEDOS DE ADOLF HITLER

Se atribuye erróneamente al ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels, la frase “Cuando oigo la palabra ‘cultura’, echo mano a mi pistola”. De hecho, tal afirmación sí procede de otro autor nacionalsocialista, Hanns Johst, pero la usa en su más famosa obra de teatro, Schlageter, precisamente para ridiculizarla. Aunque nos resultaría tranquilizador pensar que los nazis eran unos brutotes que oponían las pistolas a lo cultural (pues bastaría entonces con ilustrar a la población para prevenirnos de los riesgos totalitarios), lo cierto es que distaban mucho de serlo.

No solo proliferaba entre ellos el gusto (a veces obsesivo) por la más refinada cultura, sino que se habían dado ya cuenta de la enorme importancia que tiene esta para hacer política hoy día. Como Gramsci y como Stalin.

Durante demasiado tiempo se ha presentado a los nazis como poco más que psicópatas o criminales. En un libro que acaba de publicarse en castellano —Gente de Hitler. Ed. Crítica, 2024—, Richard J. Evans —una de las autoridades más destacadas del mundo sobre el Tercer Reich— se sirve de una gran cantidad de nuevas pruebas recientemente desenterradas para quitar el barniz de mito y leyenda de los rostros del Tercer Reich y presentar una visión más realista de los perpetradores nazis como seres humanos que eran inquietantemente parecidos a nosotros.

Margaret Thatcher, John F. Kennedy, Tony Blair o Adolf Hitler son algunos de los líderes políticos que en 2008 el médico y miembro de la cámara de los Lores y excanciller británico David Owen estudió desde el punto de vista neurológico. Todos compartían varios rasgos en común que detonaban en un mismo concepto: la adicción al poder o el síndrome de Hubris, una definición que acuñó en su libro En el poder y en la enfermedad (edición en castellano de Siruela, 2011).

La etimología del nombre Hubris nos lleva hasta un concepto griego que significa “desmesura”, lo opuesto a la sobriedad y a la moderación. Las personas con este síndrome presentan un ego desmedido, arrogancia y narcicismo. De hecho, los estudios de Owen mostraron que, cuanto mayor poder tiene y ejerce esa persona, más propenso es a continuar e intensificar el síndrome.

El origen puede encontrarse en una excesiva seguridad y confianza en uno mismo, que termina pervirtiéndose en soberbia, prepotencia y en falta de humildad. Aunque este cambio de la personalidad no orgánica suele darse después de haber alcanzado un poder considerable o un éxito abrumador, las personas modestas, abiertas a la crítica o con un sentido del humor desarrollado tienden menos a desarrollar el síndrome de Hubris.


El síndrome de Hubris no es una enfermedad, sino más bien un subtipo del trastorno narcisista de la personalidad que desarrollan grandes políticos y otras personas poderosas. Son mandatarios con inclinación a la grandiosidad, con aspiraciones casi mesiánicas y con una intensa incapacidad para escuchar, que, junto con la obsesión por la autoimagen, acaba por generar una desconexión con la realidad.

Adolf Hitler no estaba loco, pero la flatulencia que padecía seguro que no le ayudó mucho a tomar decisiones correctas. Según algunos informes médicos, se autoenvenenó tomando preparados farmacológicos para combatir los gases que contenían estricnina y atropina.

El doctor Theo Morell, un dermatólogo que había cobrado una buena reputación social por tratar a famosos con enfermedades sexuales, siempre con discreción y unas maneras muy obsequiosas, no era ningún charlatán, aunque hubo rumores de lo contrario. Uno de sus pacientes —Heinrich Hoffmann, el fotógrafo personal de Hitler— se lo presentó al líder nazi y ambos congeniaron enseguida. Al poco tiempo trató a Hitler de una diversidad de dolencias y le proporcionó medicamentos de diversa índole, incluidos estimulantes y afrodisíacos (por lo general, antes de que Hitler fuera a pasar la noche con Eva Braun).

Con el paso del tiempo, ya convertido en su médico personal, Morell acabó por recetarle al dictador una serie muy larga y diversa de medicamentos. Las notas —minuciosas y del todo creíbles— del cuaderno médico que Morell redactaba para evitar que se le juzgara responsable en el caso de que Hitler falleciera, muestran que la medicación que eligió era convencional, aunque se aseguró de que la produjeran empresas en las que tenía intereses económicos directos.

El doctor Theodor Morell con Hitler. Está señalado con una flecha y situado detrás de Martin Bormann y Nicolaus von Below (Wolfsschanze, 1940). Foto

No obstante, ni Morell ni ninguno de sus otros médicos lograron detener o siquiera ralentizar los efectos de la enfermedad de Parkinson, que hacía cierto tiempo que Hitler sufría; entre ellos, un temblor perceptible en la mano izquierda, que ya había llamado la atención de algunos observadores en 1941, cuando empezó a manifestarse en su pierna derecha, junto con unos andares cada vez más arrastrados y una creciente rigidez muscular en la cara. Diversos electrocardiogramas mostraron un endurecimiento paulatino de las arterias; el pelo se le volvió cano.

El atentado con bomba de julio de 1944 también hizo mella en su salud. A principios de 1945, según información posterior de Albert Speer, «se había marchitado como un anciano. Le temblaban las articulaciones; caminaba encogido y arrastraba los pies. Incluso la voz empezó a vacilar y perdió su antigua habilidad magistral: la fuerza dio paso a una manera de hablar dubitativa y falta de energía». Aunque estaba a mediados de los cincuenta, las fotografías de la época lo muestran encorvado.

Según su biógrafo John Toland (Adolf Hitler: The Definitive Biography. Knopf Doubleday Publishing Group), por la amistad que había surgido entre Frau Morell y Eva Braun, Hitler incorporó a Morell como su médico personal y confió tanto en el que por primera vez desde sus días en el ejército, Hitler se desnudó para un examen físico completo, porque. en 1936, sus retortijones eran tan dolorosos que se ponía a gritar.

Morell diagnosticó los dolores y calambres en la región epigástrica como gastroduodenitis, para lo cual le recetó Mutaflor y Gallestol. La hinchazón y el exceso de gases también son síntomas comunes de la gastroduodenitis. Por eso, el Führer también sufría de meteorismo, pedos incontrolables, para el que Morell recetó las píldoras antigás del Dr. Köster.

Estas píldoras contenían estricnina y la atropina hacen que la gente se ponga muy nerviosa, y afectan al sueño y a la salud mental. Sin saber el poder de esos alcaloides, Morell instruyó a su paciente para que tomara de dos a cuatro en cada comida. Además, Morell complementó la dieta vegetariana de Hitler con grandes dosis de vitaminas, a menudo administrándolas por vía intravenosa junto con glucosa para obtener energía.

Entre unas cosas y otras, a principios de 1941, cuando Hitler ya había empezado la invasión de la Unión Soviética, tomaba entre 120 y 150 pastillas a la semana. Los cambios de humor de Hitler, la enfermedad de Parkinson, los síntomas gastrointestinales, los problemas de la piel y el deterioro constante hasta su suicidio en 1945 están documentados por observadores e historiadores confiables, y en los diarios de Morell.

Además de estricnina y atropina, los medicamentos extraños y poco ortodoxos que se le dieron a Hitler, a menudo por razones no reveladas, incluyen cocaína tópica, anfetaminas inyectadas, glucosa, testosterona, estradiol, corticosteroides, un preparado a base de un limpiador de armas, un extracto de vesículas seminales y numerosas vitaminas y "tónicos".

Nunca sabremos el rol que esta medicación tuvo en Hitler y sus acciones durante la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Cuando los efectos de las pastillas fueron evidentes, tan solo seis meses antes de que Hitler quedara tocado psicológicamente y se suicidara en su bunker, el doctor Morell fue despedido y salvó su vida por los pelos.

Irónicamente, según John Toland, la causa de la flatulencia de Hitler era la más evidente: su vegetarianismo.