Salvo que tengas la costumbre de leer la lista de ingredientes de tu detergente, es probable que no estés familiarizado con el carbonato de sodio (CO3Na2). Sin embargo, este producto químico, más conocido como “sosa”, tiene una curiosa historia.
Mi infancia son recuerdos de unas descomunales pastillas de jabón Lagarto (que valían para todo: desde lavar la ropa hasta el pelo), precursoras de una modernidad protagonizada por las escamas Saquito, Norit el Borreguito y a los diversos champús y geles de baño que usaban los privilegiados de la época.
Los detergentes “modernos” fueron uno de los puntales en el aprendizaje de los refinamientos de la higiene de los 50. En Nociones de ciencia, un libro de texto publicado por Eldelvives en 1943, cuando el jabón se había convertido en un artículo de estraperlo dada su escasez durante la posguerra, recordaba a los colegiales que «el cuero cabelludo ha de jabonarse a fondo cada tres semanas; el hacerlo con demasiada frecuencia volvería el pelo quebradizo, con lo cual se adelantaría la calvicie».
Empresas como Camp, que había nacido en 1934 como fábrica de lejías, jabón y escamas, dieron un golpe de mano en 1953 con el detergente Elena, introduciendo después el primero de espuma controlada para máquinas automáticas, el Colón y el biológico Coral. Fue el único grupo empresarial capaz de hacer frente a la penetración de los extranjeros Henkel, Lever o Procter & Gamble, que vendían Ariel, Persil, Ajax, Omo, y demás saga de “todos los que lavan más blanco”.
Con sus cupones, descuentos, concursos, patrocinios y una publicidad a la moderna en su estadio machaca-machaca (jingle, diríamos hoy), los detergentes, junto con los catálogos de Sears y la lectura mensual de Selecciones del Reader's Digest, constituyeron el más acelerado de los cursillos de introducción a la sociedad de consumo. Las campañas de «Yo creía que mi colada estaba limpia hasta que vi la tuya», el inefable Manuel Luque con su «Busque, compare y si encuentra algo mejor cómprelo» o «Yo quiero ser un bote de Colón y salir por la televisión» de Alaska y Dinarama dejaron a la sufrida ama de casa preparada para lo peor.
La próxima vez que te duches con jabón, laves tu ropa o bebas un trago de agua de un vaso limpio, piensa en el carbonato de sodio y en su fascinante historia que solo fue posible gracias a un médico francés, Nicolás Leblanc, que, arruinado por la sosa, puso fin a su vida de mala manera.
La sosa se hizo tan importante que, en 1775, mientras María Antonieta adornaba su cuello con piedras preciosas y el médico Joseph Ignace Guillotin meditaba sobre la invención de un nuevo artefacto para que los condenados a muerte fuesen ejecutados sin sufrimiento y sin discriminación (algo que no tardaría en comprobar María Antonieta), la Academia Francesa de Ciencias, más preocupada por la higiene que por la eficiencia en ejecutar a los condenados de forma rápida y "humana", ofreció un premio a quien pudiera desarrollar un proceso para producir carbonato de sodio, una sustancia que se estaba haciendo indispensable en las actividades cotidianas.
El carbonato de sodio se había convertido en imprescindible en la producción de jabón y vidrio a escala industrial. Para fabricar jabón, el carbonato de sodio se mezcla con grasa animal o vegetal, y para fabricar vidrio se calienta junto con arena. Ambos procesos tienen una larga historia y hasta el siglo XVIII dependían del aislamiento del carbonato de sodio a partir de las cenizas que quedaban cuando se quemaban sustancias vegetales, en especial algunas plantas conocidas como barrilleras.
A medida que aumentó la demanda de jabón y vidrio, se necesitó una fuente más abundante de sosa. La Academia Francesa de Ciencias salió al paso y ofreció un premio a quien pudiera producirla a partir de sal, que era barata y fácil de conseguir.
Nicolas Leblanc, un médico francés, que había desarrollado interés por la química mientras estudiaba medicina aceptó el reto. Logró producir carbonato de sodio a partir de sal mediante un proceso de dos pasos. Primero, calentaba la sal (ClNa) con ácido sulfúrico concentrado (SO4H2), lo que producía sulfato de sodio (SO4Na2 )y cloruro de hidrógeno gaseoso (ClH) según la reacción
2 ClNa + SO4H2 → SO4Na2 + 2 ClH
Esta reacción había sido descubierta en 1772 por el químico sueco Carl Wilhelm Scheele. Después de ensayar cientos de alternativas, la contribución original de Leblanc fue el segundo paso: trituró el sulfato de sodio y lo calentó con carbón y piedra caliza (carbonato de calcio: CO3Ca) para producir carbonato de sodio (CO3Na2). En la reacción química subsiguiente, el carbón (carbono) se oxida a dióxido de carbono, reduciendo el sulfato a sulfuro y dejando una mezcla sólida de carbonato de sodio y sulfuro de calcio (SCa), llamada ceniza negra, siguiendo una reacción en la que se desprendía dióxido de carbono (CO2):
SO4Na2 + CO3Ca + 2C → CO3Na2 + SCa + 2CO2
Con su patrón capitalista, el duque de Orleans (que no tardaría mucho en comprobar la eficacia de la cuchilla de Guillotin), Leblanc montó una fábrica para producir carbonato de sodio y reclamó el premio que le habían ofrecido. Nunca lo cobró. La Revolución Francesa se interpuso en su camino, el duque fue acusado de "monárquico" (como no podía ser menos) y fue guillotinado (como no podía ser menos). La fábrica de Leblanc fue incautada y nacionalizada, y el Comité de Seguridad Pública obligó a Leblanc a publicar detalles de su proceso sin ninguna compensación.
Cuando Napoleón llegó al poder, la planta fue devuelta a Leblanc, pero no se asignaron fondos para rehabilitarla. Desolado, Leblanc se suicidó. Sin embargo, sin ningún pudor y sin pagar royalties, su método acabó por ponerse en producción en plantas químicas europeas, lo que permitió que el carbonato de sodio estuviera disponible en abundancia. Las industrias del vidrio y del jabón prosperaron, al igual que otras, como la fabricación de textiles y papel, que dependían de la sosa.
En Inglaterra, el proceso de Leblanc dio lugar a la promulgación de una de las primeras leyes de protección medioambiental. El cloruro de hidrógeno liberado en la fabricación de soda causaba problemas, ya que se disolvía en el agua de lluvia y formaba ácido clorhídrico, lo que daba lugar a una importante lluvia ácida.
La “Ley británica de álcalis” de 1863 obligaba a los fabricantes de sosa a pasar sus gases efluentes por torres de absorción de ácido. Pero esto no resolvió todos los problemas medioambientales introducidos por el proceso Leblanc, ya que el sulfuro de calcio, otro subproducto, se vertía en los campos donde liberaba lentamente sulfuro de hidrógeno tóxico y maloliente (como cualquiera puede comprobar oliendo huevos podridos).
Hoy en día, el proceso Leblanc ha sido sustituido por el proceso Solvay, que es más eficiente para fabricar sosa a partir de sal, o por el aislamiento de la soda a partir de depósitos minerales conocidos como tronas, un carbonato de sosa cristalizado que suele formar incrustaciones en las orillas de lagos y grandes ríos, donde se deposita como evaporita. Aun así, el proceso Leblanc conserva su importancia histórica como el primer método comercial de fabricación de carbonato de sodio, un producto químico fundamental en la Revolución Industrial.
¿Por qué está en nuestros detergentes? Por dos razones. Una solución de carbonato de sodio es alcalina y las manchas de grasa se eliminan mejor en una solución de esa naturaleza, ya que las grasas insolubles se convierten en sales de sodio solubles de ácidos grasos. Además, el carbonato de sodio ablanda el agua. El “agua dura” contiene iones de calcio y magnesio que se unen a las moléculas del detergente y reducen su capacidad de formar espuma que ayuda a eliminar las manchas. En presencia de carbonato de sodio, los iones de calcio y magnesio forman carbonatos de calcio y magnesio, ambos insolubles y precipitados de la solución, mejorando así la capacidad de limpieza del detergente.
Y no lo olvides: todos, sin excepción, lavan más blanco…. según dicen.