Han trascurrido cincuenta años desde
que en 1974 entregó sus armas el último oficial del Ejército Imperial japonés, que
había permanecido oculto en las selvas de Filipinas desde la rendición de Japón
y del fin de la II Guerra Mundial en 1945.
Entrenado como oficial de Inteligencia,
el teniente Hirō Onoda tenía 22 años cuando fue enviado a Filipinas. Llegó a la
isla de Lubang en diciembre de 1944, en la que estuvo al mando de un pequeño
pelotón de siete soldados cuya misión era destruir el aeropuerto y el muelle de
la isla una vez que las tropas filipinas se retiraran antes de que desembarcaran
los estadounidenses. El lugar tenía fines estratégicos, ya que le permitiría al
ejército imperial japonés tomar la capital, Manila. Un lugar clave en la guerra
en el Pacífico.
Sus órdenes también incluían el no rendirse en
ninguna circunstancia. La alternativa a la rendición en casos extremos sería el
suicidio. Las tropas aliadas desembarcaron en la isla en febrero de 1945. En
poco tiempo, las patrullas estadounidenses acabaron con los hombres de Onoda.
Al final, solo él y tres de sus soldados sobrevivieron y se internaron en las
montañas para continuar la guerra de guerrillas.
El grupo sobrevivió en la selva a
base de plátanos, leche de coco y ganado robado, y de vez en cuando se
enzarzaban en tiroteos con la policía de los pueblos que asaltaban durante las
noches. A finales de 1945, una vez rendido su país, los cuatro militares japoneses
leyeron folletos lanzados desde el aire que decían que la guerra había
terminado. Se negaron a rendirse, porque Onoda decidió que se trataba de
propaganda enemiga. Uno de los soldados de se entregó en 1950 y puso a la
policía filipina en la pista del lugar donde se ocultaban sus camaradas.
En 1952 se lanzaron desde un
avión cartas y fotos de familiares instándoles a rendirse, pero los tres militares
llegaron a la conclusión de que se trataba de otro ardid. En 1954, otro de los
soldados murió al enfrentarse a una patrulla que los buscaba. El último soldado
fue abatido a tiros por la policía en 1972 mientras él y Onoda destruían almacenes
de arroz en una granja local. Onoda estaba solo, pero continuó como un maquis
solitario.
La historia de un misterioso
soldado japonés intrigó a un joven viajero llamado Norio Suzuki, que salió en su
busca. El 20 de febrero de 1974, los dos hombres se encontraron en las selvas
de Lubang y se hicieron amigos. Norio Suzuki le contó la rendición de Japón
hacía ya casi treinta años, intentando persuadirle para que regresara a su
patria. La respuesta de Onoda fue tajante: no podía rendirse y abandonar su
destino a menos que se lo ordenara un oficial superior.
Suzuki regresó a Japón y, con la
ayuda del gobierno, localizó al comandante del Ejército Imperial Yoshimi
Taniguchi, un anciano que trabajaba en una librería. Taniguchi voló a Lubang y
el 9 de marzo de 1974 le ordenó oficialmente que depusiera las armas. El
teniente Onoda, vestido con su uniforme de campaña con su espada y su pistola
reglamentaria al cinto, surgió de la selva 29 años después del final de la
Segunda Guerra Mundial.
Aceptó la orden de rendirse, entregó
de su fusil 99 Arisaka, todavía en perfectas condiciones de funcionamiento 500
cartuchos y varias granadas de mano. Su sable de oficial lo entregó en una ceremonia
oficial al entonces presidente filipino, Ferdinand Marcos.
Indultado por el presidente
Marcos, Hirō Onoda fue recibido en su patria como un héroe. Muchos japoneses
admiraban su voluntad inquebrantable y su firmeza castrense acorde con el
principio japonés del "giri" (deber de honor). Hiroo vivió una
vida feliz hasta los 91 años.
Onoda fue el penúltimo soldado en
rendirse tras la Segunda Guerra Mundial. Siete meses después se rendiría el
soldado Teruo Nakamura,
en circunstancias muy diferentes.