De la prensa de hoy: «Una ola de calor extremo en Asia deja a millones de niños sin colegio y pone en riesgo su salud. Temperaturas por encima de los 40 grados obligan a las autoridades a suspender las clases presenciales en Bangladés, Filipinas y partes de India. Deshidratación, enfermedades cardiovasculares, falta de juego y cortes de luz empeoran la calidad de vida de los menores».
En
la Trilogía de Nueva York, Paul Auster narra la historia ficticia de
Peter Stillman, un niño cuyo padre, motivado por unas «rebuscadas ideas
religiosas sobre las cuales había escrito» que le volvieron absolutamente loco,
lo encerró en una habitación de su apartamento neoyorquino, tapó las ventanas y
le mantuvo allí durante nueve años. Nueve años. Toda una infancia pasada en la
oscuridad, aislado del mundo, sin ningún contacto humano excepto alguna que
otra paliza. El daño que sufrió fue monstruoso.
Más
allá de la ficción, los casos de los niños criados sin un entorno familiar,
bien sea por circunstancias azarosas o por experiencias intencionadas, no son,
afortunadamente, frecuentes. Sea cual sea la causa, los niños pierden algunas de
las capacidades que se adquieren gracias al contacto social, entre otras la de
hablar.
Por
lo que sé, el primer relato de un experimento intencionado se remonta al siglo VII
antes de Cristo y aparece en los escritos del historiador griego Herodoto, que
narró un relato acerca del faraón Psamético I en el segundo de los nueve
volúmenes de su Historia.
Durante su viaje a Egipto, Herodoto oyó que el faraón deseó descubrir la
supuesta lengua original y para ello realizó un experimento. Entregó a dos niños
recién nacidos a un pastor con el mandato de que nadie hablara con ellos, aunque el pastor tendría que alimentarlos y escucharlos para tratar de comprobar
cuáles eran sus primeras palabras.
La
hipótesis de Psamético habría sido, según Herodoto, que todos los seres humanos
tenían una lengua original y que la primera palabra que pronunciasen los niños
sería en dicha supuesta lengua. Según el historiador (poco fiable, dicho sea de paso), la primera palabra pronunciada
fue bekos, que en idioma frigio significa ‘pan’, por lo que se concluyó
que esta lengua anatólica debía de ser la primera de la humanidad. Sin embargo, ya
en la antigüedad Aristófanes y Apolonio de Rodas sospecharon que bekos
era un sonido onomatopéyico que imitaba el balido de las cabras con las que se
alimentaba a los niños.
Según
relató en su Crónica el franciscano Salimbene de Adam, el
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Federico II de Hohenstaufen,
conocido en su tiempo como «stupor mundi» ("asombro del mundo") por
su carácter excéntrico y heterodoxo y por sus extensos conocimientos (hablaba
nueve lenguas y escribía en siete), repitió el experimento en el siglo XIII.
Confiando en descubrir la lengua originaria de la Humanidad, el verdadero «lenguaje natural» del hombre, Federico II ordenó aislar a un bebé de todo contacto verbal, esperándose que el niño, al crecer sin haber oído nunca a nadie hablar en ningún idioma, aprendiera espontáneamente a hablar en la lengua original de la Humanidad, que Federico sostenía que era el hebreo. El experimento fracasó porque las ayas del niño le enseñaron a hablar a escondidas.
Finalmente,
en lo que sin duda era un fraude, a principios del siglo XVI el rey de Escocia,
Jacobo IV, afirmó que unos niños escoceses aislados de la misma manera acabaron
hablando «muy buen hebreo». Pero todavía está por saberse qué lenguaje hablarían estos niños; y lo que se ha conjeturado acerca del asunto no tiene mucha
apariencia de verdad.
Además
de tales experimentos, estaban también los casos de aislamientos accidentales
—niños perdidos en el bosque, marineros abandonados en islas desiertas, niños
criados por lobos—, así como los casos de padres crueles y sádicos que
encerraban a sus hijos, los encadenaban a la cama, los golpeaban dentro de un
armario, los torturaban sin otra razón que las convulsiones de su propia locura.
Estaba
la historia del marinero escocés Alexander Selkirk que
entre fines de 1704 y comienzos de 1709 sobrevivió tras ser abandonado en una
isla desierta en la zona central del océano Pacífico, al oeste de Chile. Su
historia de supervivencia fue ampliamente publicitada después de su regreso a
Inglaterra, convirtiéndose en una fuente de inspiración para el personaje
ficticio del escritor Daniel Defoe en Robinson Crusoe (1719), aunque
en su primera edición la isla se ubica cerca de la desembocadura del río
Orinoco y no en el Pacífico.
Según
el capitán del barco que le rescató en 1709, Selkirk «había olvidado su idioma
por falta de uso, hasta tal punto que apenas podíamos entenderle». Menos de
veinte años antes, Peter
de Hamelin, un niño salvaje de unos catorce años, que había sido
descubierto mudo y desnudo en un bosque cerca de la ciudad alemana de Hamelin,
fue llevado a la corte inglesa bajo la especial protección de Jorge I.
Tanto
Jonathan Swift como Defoe tuvieron la oportunidad de verle y la experiencia
inspiró el panfleto de Defoe Mera naturaleza bosquejada, publicado en
1726. Peter nunca aprendió a hablar y cuando varios meses después fue enviado
al campo, donde vivió hasta los setenta años, nunca mostró ningún interés por
el sexo, el dinero u otros asuntos mundanos.
Fotograma de El pequeño salvaje, con su director F. Truffaut caracterizado com el doctor Itard. |
También
estaba el caso del niño que inspiró El pequeño salvaje (L'Enfant
sauvage), una película de 1970, dirigida por François Truffaut, basada en
la historia de Víctor de Aveyron en 1790, encontrado en los bosques de
Francia, cerca de Toulouse, donde aparentemente había pasado toda la niñez (no
se sabía su edad, pero los habitantes del lugar calcularon que tenía 12 años).
La película se desarrolla en Francia alrededor del año 1800, y se basa en la
biografía de Victor
de Aveyron, tal como fue publicada por el médico Jean Itard.
Bajo
los pacientes y meticulosos cuidados del doctor Itard, Victor aprendió los
rudimentos del habla, pero nunca progresó más allá del nivel de un niño
pequeño. Aún más conocido que Victor fue Kaspar Hauser, que
apareció una tarde de 1828 en Nuremberg, vestido con un estrafalario traje y
casi incapaz de emitir un sonido inteligible.
Podía
escribir su nombre, pero en todos los demás aspectos se comportaba como un niño
pequeño. Adoptado por la ciudad y confiado a los cuidados de un maestro local,
se pasaba los días sentado en el suelo jugando con caballos de juguete y
solamente comía pan y agua. No obstante, Kaspar evolucionó. Se convirtió en un
excelente jinete, se volvió obsesivamente limpio, tenía pasión por los colores
rojo y blanco y, según el decir general, demostraba una extraordinaria memoria,
especialmente para los nombres y las caras.
Sin
embargo, prefería permanecer en lugares interiores, rehuía la luz intensa y,
como Peter de Hanover, nunca mostró el menor interés por el sexo o el dinero.
Cuando recobró gradualmente la memoria, pudo recordar que había pasado muchos
años en el suelo de una habitación oscura, alimentado por un hombre que no le
hablaba nunca ni se dejaba ver. Poco después de estas revelaciones, Kaspar fue
asesinado con una daga por un hombre desconocido en un parque público.
El
de las fotografías de arriba es Dina
Sanichar en su edad adulta. En 1867, un grupo de cazadores que merodeaban
por la jungla india de Uttar Pradesh divisó una guarida de lobos y comenzó a
acercarse con cautela. Pero, para su sorpresa, descubrieron que uno de los
miembros de la manada era un niño pequeño de unos seis años. Los cazadores
decidieron llevarse al niño; ahumaron con una hoguera la cueva donde se refugió
la manada y mataron a la madre lobo en el proceso. Llamaron al niño Dina
Sanichar y lo llevaron a un orfanato cercano con la esperanza de civilizarlo.
Pero
Sanichar nunca pudo ser civilizado. El niño continuó caminando a cuatro patas
mientras comía solo carne cruda e incluso masticaba huesos solo para afilar sus
dientes. Mientras tanto, se comunicaba únicamente con gruñidos y aullidos de
lobo, y nunca aprendió un idioma humano. La historia de Sanichar inspiró una de
las obras más perdurables de la literatura occidental, El libro de la selva
de Rudyard Kipling, aunque la historia real es aún más extraordinaria y menos
romántica de lo que narra la novela.