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sábado, 4 de mayo de 2024

Niños salvajes: del Libro de la selva a la Trilogía de Nueva York

 


De la prensa de hoy«Una ola de calor extremo en Asia deja a millones de niños sin colegio y pone en riesgo su salud. Temperaturas por encima de los 40 grados obligan a las autoridades a suspender las clases presenciales en Bangladés, Filipinas y partes de India. Deshidratación, enfermedades cardiovasculares, falta de juego y cortes de luz empeoran la calidad de vida de los menores».

En la Trilogía de Nueva York, Paul Auster narra la historia ficticia de Peter Stillman, un niño cuyo padre, motivado por unas «rebuscadas ideas religiosas sobre las cuales había escrito» que le volvieron absolutamente loco, lo encerró en una habitación de su apartamento neoyorquino, tapó las ventanas y le mantuvo allí durante nueve años. Nueve años. Toda una infancia pasada en la oscuridad, aislado del mundo, sin ningún contacto humano excepto alguna que otra paliza. El daño que sufrió fue monstruoso.

Más allá de la ficción, los casos de los niños criados sin un entorno familiar, bien sea por circunstancias azarosas o por experiencias intencionadas, no son, afortunadamente, frecuentes. Sea cual sea la causa, los niños pierden algunas de las capacidades que se adquieren gracias al contacto social, entre otras la de hablar.

Por lo que sé, el primer relato de un experimento intencionado se remonta al siglo VII antes de Cristo y aparece en los escritos del historiador griego Herodoto, que narró un relato acerca del faraón Psamético I en el segundo de los nueve volúmenes de su Historia. ​ Durante su viaje a Egipto, Herodoto oyó que el faraón deseó descubrir la supuesta lengua original y para ello realizó un experimento. Entregó a dos niños recién nacidos a un pastor con el mandato de que nadie hablara con ellos, aunque el pastor tendría que alimentarlos y escucharlos para tratar de comprobar cuáles eran sus primeras palabras.

La hipótesis de Psamético habría sido, según Herodoto, que todos los seres humanos tenían una lengua original y que la primera palabra que pronunciasen los niños sería en dicha supuesta lengua. Según el historiador (poco fiable, dicho sea de paso), la primera palabra pronunciada fue bekos, que en idioma frigio significa ‘pan’, por lo que se concluyó que esta lengua anatólica debía de ser la primera de la humanidad. Sin embargo, ya en la antigüedad Aristófanes y Apolonio de Rodas sospecharon que bekos era un sonido onomatopéyico que imitaba el balido de las cabras con las que se alimentaba a los niños.

Según relató en su Crónica el franciscano Salimbene de Adam, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Federico II de Hohenstaufen, conocido en su tiempo como «stupor mundi» ("asombro del mundo") por su carácter excéntrico y heterodoxo y por sus extensos conocimientos (hablaba nueve lenguas y escribía en siete), repitió el experimento en el siglo XIII.

Confiando en descubrir la lengua originaria de la Humanidad, el verdadero «lenguaje natural» del hombre, Federico II ordenó aislar a un bebé de todo contacto verbal, esperándose que el niño, al crecer sin haber oído nunca a nadie hablar en ningún idioma, aprendiera espontáneamente a hablar en la lengua original de la Humanidad, que Federico sostenía que era el hebreo. El experimento fracasó porque las ayas del niño le enseñaron a hablar a escondidas.

Finalmente, en lo que sin duda era un fraude, a principios del siglo XVI el rey de Escocia, Jacobo IV, afirmó que unos niños escoceses aislados de la misma manera acabaron hablando «muy buen hebreo». Pero todavía está por saberse qué lenguaje hablarían estos niños; y lo que se ha conjeturado acerca del asunto no tiene mucha apariencia de verdad.

Además de tales experimentos, estaban también los casos de aislamientos accidentales —niños perdidos en el bosque, marineros abandonados en islas desiertas, niños criados por lobos—, así como los casos de padres crueles y sádicos que encerraban a sus hijos, los encadenaban a la cama, los golpeaban dentro de un armario, los torturaban sin otra razón que las convulsiones de su propia locura.

Estaba la historia del marinero escocés Alexander Selkirk que entre fines de 1704 y comienzos de 1709 sobrevivió tras ser abandonado en una isla desierta en la zona central del océano Pacífico, al oeste de Chile. Su historia de supervivencia fue ampliamente publicitada después de su regreso a Inglaterra, convirtiéndose en una fuente de inspiración para el personaje ficticio del escritor Daniel Defoe en Robinson Crusoe (1719), ​ aunque en su primera edición la isla se ubica cerca de la desembocadura del río Orinoco y no en el Pacífico.

Según el capitán del barco que le rescató en 1709, Selkirk «había olvidado su idioma por falta de uso, hasta tal punto que apenas podíamos entenderle». Menos de veinte años antes, Peter de Hamelin, un niño salvaje de unos catorce años, que había sido descubierto mudo y desnudo en un bosque cerca de la ciudad alemana de Hamelin, fue llevado a la corte inglesa bajo la especial protección de Jorge I.

Tanto Jonathan Swift como Defoe tuvieron la oportunidad de verle y la experiencia inspiró el panfleto de Defoe Mera naturaleza bosquejada, publicado en 1726. Peter nunca aprendió a hablar y cuando varios meses después fue enviado al campo, donde vivió hasta los setenta años, nunca mostró ningún interés por el sexo, el dinero u otros asuntos mundanos.

Fotograma de El pequeño salvaje, con su director F. Truffaut caracterizado com el doctor Itard.


También estaba el caso del niño que inspiró El pequeño salvaje (L'Enfant sauvage), una película de 1970, dirigida por François Truffaut, basada en la historia de Víctor de Aveyron en 1790, encontrado en los bosques de Francia, cerca de Toulouse, donde aparentemente había pasado toda la niñez (no se sabía su edad, pero los habitantes del lugar calcularon que tenía 12 años). La película se desarrolla en Francia alrededor del año 1800, y se basa en la biografía de Victor de Aveyron, tal como fue publicada por el médico Jean Itard.

Bajo los pacientes y meticulosos cuidados del doctor Itard, Victor aprendió los rudimentos del habla, pero nunca progresó más allá del nivel de un niño pequeño. Aún más conocido que Victor fue Kaspar Hauser, que apareció una tarde de 1828 en Nuremberg, vestido con un estrafalario traje y casi incapaz de emitir un sonido inteligible.

Podía escribir su nombre, pero en todos los demás aspectos se comportaba como un niño pequeño. Adoptado por la ciudad y confiado a los cuidados de un maestro local, se pasaba los días sentado en el suelo jugando con caballos de juguete y solamente comía pan y agua. No obstante, Kaspar evolucionó. Se convirtió en un excelente jinete, se volvió obsesivamente limpio, tenía pasión por los colores rojo y blanco y, según el decir general, demostraba una extraordinaria memoria, especialmente para los nombres y las caras.

Sin embargo, prefería permanecer en lugares interiores, rehuía la luz intensa y, como Peter de Hanover, nunca mostró el menor interés por el sexo o el dinero. Cuando recobró gradualmente la memoria, pudo recordar que había pasado muchos años en el suelo de una habitación oscura, alimentado por un hombre que no le hablaba nunca ni se dejaba ver. Poco después de estas revelaciones, Kaspar fue asesinado con una daga por un hombre desconocido en un parque público.



El de las fotografías de arriba es Dina Sanichar en su edad adulta. En 1867, un grupo de cazadores que merodeaban por la jungla india de Uttar Pradesh divisó una guarida de lobos y comenzó a acercarse con cautela. Pero, para su sorpresa, descubrieron que uno de los miembros de la manada era un niño pequeño de unos seis años. Los cazadores decidieron llevarse al niño; ahumaron con una hoguera la cueva donde se refugió la manada y mataron a la madre lobo en el proceso. Llamaron al niño Dina Sanichar y lo llevaron a un orfanato cercano con la esperanza de civilizarlo.

Pero Sanichar nunca pudo ser civilizado. El niño continuó caminando a cuatro patas mientras comía solo carne cruda e incluso masticaba huesos solo para afilar sus dientes. Mientras tanto, se comunicaba únicamente con gruñidos y aullidos de lobo, y nunca aprendió un idioma humano. La historia de Sanichar inspiró una de las obras más perdurables de la literatura occidental, El libro de la selva de Rudyard Kipling, aunque la historia real es aún más extraordinaria y menos romántica de lo que narra la novela.