La Segunda Guerra Mundial sigue
siendo excepcionalmente popular como tema de historias y biografías, y como
telón de fondo de la ficción histórica. Las tragedias que sucedieron antes,
durante y después de aquella guerra son bien conocidas, pero al menos una había
quedado olvidada.
El gobierno, los veterinarios y
las organizaciones animalistas desaconsejaron este enorme sacrificio. Si fue
así, ¿por qué miles de ciudadanos británicos formaron grandes colas para
sacrificar voluntariamente a sus mascotas?
El 3 de septiembre de 1939,
Neville Chamberlain, primer ministro del Reino Unido, anunció en la BBC que
Gran Bretaña le había declarado la guerra a Alemania. Desde ese mismo instante
sucedió algo que casi nadie había contado hasta ahora. Sin que las autoridades lo
exigieran como un sacrificio más a los que obligaría la guerra y sin que nadie lo
sugiriera, durante los primeros cuatro días de la Segunda Guerra Mundial
aproximadamente más de 400 000 perros y gatos (un 26% de los animales domésticos
que vivían en Londres) fueron sacrificados.
Decenas de miles de londinenses optaron
por dar a sus animales el "regalo del sueño" o por hacer largas colas
para entregar sus mascotas a las perreras. Rápidamente se empezó a producir una
escasez de cloroformo y se desató una crisis sanitaria debida a la acumulación
de cadáveres de perros y gatos que no podían ser incinerados, porque debido a
las restricciones impuestas por el comienzo de la guerra, no se podía trabajar
de noche.
Cuatrocientos mil animales
muertos en menos de una semana. Fue un episodio atroz que afectó a cientos de
miles de familias. De alguna manera, en cuanto se supo que llegaba un nuevo conflicto
el recuerdo de lo mal que lo habían pasado los perros y gatos durante la
Primera Guerra Mundial desató esta locura colectiva. La gente prefería sacrificarlos
antes de ver cómo su mascota moría de hambre.
Mientras eso estaba sucediendo, llovían
las críticas de las sociedades protectoras de animales, de los veterinarios y
de las personas preocupadas por esos sacrificios innecesarios. Cuando la
propaganda británica se estaba concentrando en los alemanes, muchos sectores sociales
empezaron a expresar su profundo malestar ante lo que estaba sucediendo en
Londres.
Basándose en sus propias investigaciones, Hilda Kean hace algo más que contar una historia prácticamente olvidada, porque remueve nuestra comprensión de la Segunda Guerra Mundial como una “guerra
buena” librada por una nación de gente “buena”.