Nuestro cuerpo alberga una comunidad compleja de billones de
microorganismos que son importantes
para nuestra salud mientras estamos vivos. Además de cumplir muchas otras
funciones esenciales, nuestros simbiontes microbianos nos ayudan a digerir los
alimentos, producen vitaminas esenciales y nos protegen de infecciones. A su
vez, los microbios, que se concentran principalmente en el intestino, viven en
un ambiente cálido y relativamente estable con un suministro constante de
alimentos.
Pero ¿qué pasa con todos estos aliados simbióticos cuando nos encaminamos
al valle de Josafat? Cabría pensar que nuestros microbios mueren con nosotros,
porque una vez que el cuerpo se descompone y son expulsados al medio ambiente serán
incapaces de sobrevivir en un mundo extraño y hostil. No es así: una
reciente investigación ha presentado múltiples evidencias de que nuestros
microbios no solo continúan viviendo después de visitar a Caronte, sino que continúan
desempeñando un papel importante en el reciclaje que permite que nuestro microbioma pueda incorporarse
a una nueva vida.
Vida microbiana después de la muerte.
Cuando mueres, tu corazón deja de hacer circular la sangre que ha
transportado oxígeno por todo tu cuerpo. Las células privadas de oxígeno
comienzan a digerirse a sí mismas en un proceso de autodestrucción llamado autolisis. Las enzimas de
esas células, que normalmente digieren carbohidratos, proteínas y grasas para
obtener energía o para crecer de forma controlada, comienzan a trabajar en las
membranas, las proteínas, el ADN y otros componentes que forman las células.
Los productos de esta descomposición celular son un alimento excelente
para las bacterias simbióticas, y sin un sistema inmunológico que las mantenga
bajo control y un suministro constante de alimentos desde el sistema digestivo,
recurren a esta nueva fuente de nutrición. Literalmente es un banquete para
ellas. Un banquete sin oxígeno, es decir, en las condiciones anaerobias propias
de toda fermentación.
Lo que hasta entontes era tu microbioma, pasa a ser un tanatobioma.
Las bacterias intestinales, especialmente la especies de Clostridium, unas bacterias
anaerobias que los microbiólogos conocen bien porque están implicadas en
infecciones potencialmente mortales, se propagan a través de los órganos y los
digieren de adentro hacia afuera en el proceso de putrefacción. Sin oxígeno
dentro del cuerpo, las bacterias anaeróbicas dependen de procesos de producción
de energía que no requieren oxígeno y dejan un desagradable olor producido por los
gases propios de toda fermentación.
Desde un
punto de vista evolutivo, tiene sentido que nuestros microbios hayan
desarrollado formas de adaptarse a un cuerpo sin vida. Como las ratas en un
barco que se hunde, nuestras bacterias tendrán que abandonar a su huésped y
sobrevivir en el mundo el tiempo suficiente como para encontrar un nuevo
huésped al que colonizar. Aprovechar el carbono y los nutrientes de nuestro
cuerpo les permite multiplicarse. Una población más grande significa una mayor
probabilidad de que al menos unos pocos sobrevivan en un entorno más duro y aumenten
las probabilidades de encontrar un nuevo cuerpo.
Una invasión microbiana
Si un cuerpo yace sepultado en el suelo, a medida que se descompone sus
microbios se incorporan a la tierra junto con un caldo de fluidos en
descomposición. Cuando lo hacen, están entrando en un entorno completamente extraño
y hostil para ellos en el que tendrán que competir con una comunidad microbiana
completamente nueva propia del suelo, el llamado edafobioma.
Nuestros microbios están adaptados al ambiente cálido y estable de nuestro
cuerpo, donde reciben un suministro constante de alimento. Por el contrario, el
suelo es un lugar particularmente duro para vivir: es un entorno muy variable
con gradientes químicos y físicos pronunciados y grandes oscilaciones de
temperatura, humedad y nutrientes. Además, el suelo ya alberga una comunidad
microbiana excepcionalmente diversa, llena de descomponedores que están bien
adaptados a ese entorno y presumiblemente derrotarán a cualquier recién
llegado.
Por eso, es fácil suponer que nuestros microbios morirán una vez que
salgan de nuestro cuerpo. Sin embargo, algunas investigaciones han demostrado
que las huellas de ADN de los microbios asociados a un huésped pueden
detectarse durante meses o años en el suelo debajo de un cuerpo en
descomposición tanto en
la superficie del suelo como en
tumbas después de que los tejidos blandos del cuerpo se hayan descompuesto.
La cuestión es saber si estos microbios todavía están vivos y activos o
si simplemente permanecen en estado latente esperando al próximo huésped. La publicación
que hemos mencionado sugiere que nuestros microbios no solo viven en el
suelo, sino que también cooperan con los microbios del edafobioma para ayudar a
descomponer nuestros restos.
En el laboratorio, esas investigaciones demuestran que la mezcla de
suelo y fluidos en descomposición llenos de los microbios asociados a un cadáver
aumenta las tasas de descomposición por encima de las que son habituales en las
comunidades del suelo por sí solas.
Los microbios asociados al cadáver también mejoran el ciclo
del nitrógeno. El nitrógeno es un nutriente esencial para la vida, pero en
su mayor parte está atrapado en forma de gas atmosférico que los organismos no
pueden utilizar directamente. Los organismos descomponedores
desempeñan un papel fundamental al reciclar formas orgánicas de nitrógeno, como
las proteínas, en formas inorgánicas, como el amonio y el nitrato, que los
microbios y las plantas pueden utilizar.
Los hallazgos recientes sugieren que nuestros microbios probablemente
estén desempeñando un papel en este proceso de reciclaje al convertir grandes
moléculas que contienen nitrógeno, como proteínas y ácidos nucleicos, en amonio,
que los microbios nitrificantes del suelo convertirán en nitrato.
Una nueva generación de vida
El reciclaje
de nutrientes de la materia orgánica muerta es un proceso central en todos
los ecosistemas. En los ecosistemas terrestres, la descomposición de animales
muertos alimenta la biodiversidad y es un vínculo importante en las redes tróficas.
Los animales vivos son un cuello de botella para los ciclos de carbono
y nutrientes de un ecosistema. A lo largo de su vida acumulan lentamente
nutrientes y carbono de grandes áreas y cuando mueren los depositan todos en un
lugar pequeño y localizado. Un animal muerto puede sustentar toda una red
alimentaria emergente de microbios, fauna del suelo y artrópodos que viven
gracias a su cadáver.
Los insectos y animales carroñeros ayudan a redistribuir aún más los
nutrientes en el ecosistema. Los microbios descomponedores convierten los
grupos concentrados de moléculas orgánicas ricas en nutrientes de nuestro
cuerpo en formas más pequeñas y biodisponibles que otros organismos pueden
utilizar para sustentar nueva vida. Es frecuente observar plantas floreciendo
cerca de un animal en descomposición; ese “criar malvas” es la evidencia
visible de que los nutrientes corporales se están reciclando como un abono orgánico
que se reincorpora al ecosistema.
Que nuestros propios microbios desempeñen un papel importante en este
ciclo es una forma microscópica de continuar vivos después de la muerte sin
apelar a lo que nadie ha visto: el alma.