Europa ardía. América ardía. La irrupción de Napoleón en los campos de
batalla europeos unida a los movimientos independentistas americanos, hizo que
a principios del siglo XIX la producción de nitrato de potasio (salitre), un
componente esencial de la pólvora, fuera una industria en auge.
Una industria en auge, pero en absoluto innovadora. El salitre, la
sustancia vital pero misteriosa que anhelaban los gobiernos, era un tesoro
inestimable. La seguridad nacional dependía del control de este material
orgánico, que tenía propiedades a la vez místicas y minerales. Derivado del
suelo enriquecido con estiércol y orina, proporcionaba el corazón o
"madre" de la pólvora, sin la cual no se podía disparar ningún
mosquete o cañón.
Conseguirlo implicaba
conocimientos alquímicos y una tecnología primitiva que, finalmente, conduciría
al dominio del mundo. En 1561, Isabel I de Inglaterra, en guerra con Felipe II,
no pudo importar el salitre (del que Inglaterra no tenía producción propia), y
tuvo que pagar 300 libras de oro al
capitán alemán Gerrard Honrik por un manual para fabricarlo.
Cuando todavía los grandes salitreros de Bolivia o de Chile eran un
recurso tan infinito como desconocido, en Europa los agentes gubernamentales, los
odiados "salitreros", invadían terrenos privados, rebuscaban en granjas
y en cuevas donde el guano de los murciélagos se había acumulado durante milenios,
para obtener un suministro insuficiente que obligaba a ponerse en manos de
comerciantes extranjeros.
Con el tiempo, las enormes importaciones de salitre de Suramérica para
los españoles y de la India para Gran Bretaña aliviaron la presión social y, en
el siglo XVIII, posicionaron a Gran Bretaña como potencia imperial global; los
gobiernos de los Estados Unidos revolucionarios y de la Francia del antiguo
régimen, por otro lado, se vieron obligados a encontrar fuentes alternativas de
esta preciada sustancia.
Una típica salitrería (Alemania, circa 1580) con depósitos de lixiviación (C) llenos de materias vegetales en descomposición mezcladas con excrementos. Un trabajador recoge el nitro eflorescente de los depósitos de lixiviación para pasarlo luego a ser concentrado por ebullición en las calderas de la factoría (A). Fuente. |
El nitrato de potasio se aislaba de las cenizas que quedaban después de
quemar algas, un proceso complicado. Un día de 1811, el tanque de algas de la
fábrica de salitre del descubridor de la morfina, el químico francés Bernard
Courtois, necesitaba una limpieza a fondo y decidió que el ácido sulfúrico
era el producto químico adecuado para dejarlo como una patena. A los pocos
minutos, un atónito Courtois vio cómo su salitrería se llenaba de vapores
violetas que luego se depositaban en las superficies y formaban cristales. No
lo sabía, pero había descubierto el
yodo, el halógeno que, más tarde, el gran fisicoquímico francés Gay Lussac
identificó como un nuevo elemento al que llamó “yodo”, del griego que significa
violeta.
Las algas son una fuente del ion yoduro (I−), que en el
afortunado accidente de Courtois fue oxidado a yodo por el ácido sulfúrico. Saberlo,
llamó la atención de Jean Francois
Coindet, un médico suizo que estaba familiarizado con el uso tradicional de
las cenizas de esponja de mar para tratar la hinchazón en el cuello causada por
el agrandamiento de la glándula tiroides conocida como "bocio".
¿Podría ser, se preguntó Coindet, que las esponjas también contuvieran yoduro y que este fuera el principio activo? Él no era químico, pero continuó tratando con éxito a sus pacientes de bocio con yodo, aunque sin entender por qué funcionaba. Finalmente, en 1896, el primer químico en fabricar PVC, el farmacéutico alemán Eugene Baumann, descubrió que el yodo se concentraba en la glándula tiroides y especuló con que el agrandamiento de la glándula se debía a su frenético intento de secuestrar la mayor cantidad de yodo posible cuando el suministro era deficiente.
Falleció
sin saber que su especulación era tan cierta como que la Tierra es redonda. La
tiroides requiere yodo para incorporarlo a la estructura molecular de las
hormonas que produce, entre otras la tiroxina, la hormona del crecimiento que hace
que los tejidos se desarrollen en las formas y proporciones adecuadas.
Cuando se supo, adquirió pleno significado un hecho bien conocido: las
personas que viven cerca del mar rara vez padecen bocio. El fondo marino
contiene sales de yoduro solubles que pasan al agua y se concentran en las plantas
y animales que finalmente consumimos. El yoduro del océano también se infiltra
en los suelos litorales y desde allí pasa a los cultivos.
En el interior hay menos yodo, razón por la cual hasta principios del
siglo XX el Medio Oeste estadounidense era conocido como el “Cinturón del
Bocio”, una funesta denominación que hoy sigue aplicándose a las regiones
del Himalaya donde la falta de yodo causa estragos. Los cultivos y los
animales que se alimentaban de sus pastos contenían muy poco yodo.
Mujeres nepalíes afectadas por el bocio en el "Cinturón del bocio" del Himalaya. Fuente. |
El papel fisiológico del yodo se identificó claramente en 1914 cuando el
bioquímico estadounidense Edward Calvin
Kendall aisló la hormona tiroidea y se demostró que contenía yodo. En 1924,
para solucionar el problema de la baja ingesta de yodo, Michigan comenzó a
experimentar añadiendo yoduro de sodio a la sal, y el resto, como suele
decirse, es historia. La sal yodada se convertiría en nuestro primer “alimento
funcional”.
La conexión del yodo con la tiroides también interesó al doctor Saul
Hertz, cuya investigación se
centró en la enfermedad
de Graves, una afección en la que la glándula tiroides se vuelve
hiperactiva y produce demasiada hormona. Dado que la tiroides concentra yodo,
Hertz se preguntó si la administración de pequeñas cantidades de yodo
radiactivo podría destruir parcialmente la tiroides y reducir su actividad.
En 1946 demostró que el isótopo radiactivo del yodo, el yodo-131, era
un tratamiento eficaz para el hipertiroidismo que hasta hoy sigue siendo la
terapia estándar para la enfermedad de Graves. La terapia con yodo radiactivo
también se utiliza en casos de cáncer de tiroides. Las células cancerosas que
se multiplican rápidamente pueden destruirse mediante radiación.
Pero la radiación es un arma de doble filo. Los rayos gamma y las
partículas beta emitidas por el yodo-131 también pueden alterar la estructura
del ADN y provocar cáncer. Esta es una preocupación importante en cualquier
accidente en una central nuclear, ya que el yoduro radiactivo es uno de los
productos del proceso de fisión del uranio utilizado para generar electricidad.
Si el yodo-131 se libera accidentalmente puede inhalarse o ingerirse a
través de las plantas, los productos lácteos o la carne contaminados. Una forma
de prevenir la acumulación de yoduro radiactivo en la tiroides es saturar la
glándula con el isótopo no radiactivo del yodo. Por ese motivo se distribuyen
pastillas de yoduro de potasio a las personas que viven en las proximidades de
las centrales nucleares. En caso de accidente, se les aconsejaría tomar una
dosis adecuada (130 mg al día para un adulto, la mitad para un niño) hasta que
el riesgo haya pasado.
Los peligros de la exposición al yoduro radiactivo, especialmente en
los niños, quedaron dramáticamente demostrados en 1986 en Ucrania después del accidente de
Chernobyl. En las zonas afectadas por la columna radiactiva, en apenas cuatro
años hubo un enorme aumento de cáncer de tiroides en niños. Polonia, donde se
distribuyeron inmediatamente tabletas de yoduro de potasio a unos 11 millones
de niños y 7 millones de adultos después del accidente, constituyó un notable
contraste con la situación de Ucrania. Prácticamente no se observó ningún
aumento en el cáncer de tiroides, lo que demuestra claramente el efecto
protector del yoduro de potasio.
De las algas oceánicas a Chernobyl, un hilo conductor entre la vida y
la muerte.