Al final, en el fondo de todo, está la química. La vida es, en esencia pura química: un ensamblaje de moléculas a las que les ponemos nombre: ADN, vitaminas, glutamatos, antibióticos y probióticos... Cómo se ensamblan esos componentes esenciales para articular un organismo, cualquier organismo, una minúscula bacteria o una gigantesca ballena, está escrito en un libro de instrucciones al que llamamos código genético.
Texturas, aromas y sabores, un conjunto de características a las que llamamos organolépticas, son, cómo no, también moléculas químicas cuya producción orgánica está regulada por el código genético. Para rastrear las bases genéticas de sus cualidades organolépticas, un equipo de investigadores de la Universidad de Florida ha analizado 398 variedades distintas de tomates. Sus conclusiones fueron que, mientras el equilibrio aroma-sabor de frutas como el plátano y la fresa dependen de un solo compuesto volátil (o de muy pocos), «el tomate necesita unos 25 compuestos distintos para construir su inconfundible identidad organoléptica».
Eso son docenas de aminoácidos, azúcares y compuestos volátiles bien equilibrados. Un equilibrio químico que, cuando se buscaba mejorar comercialmente colores, tamaños y durabilidades, se convertía en algo muy difícil de mantener. De hecho, los tomates, y no solo los tomates, se han convertido en una perfección estética sin alma: es un lugar común decir que, pese a su bonito y homogéneo aspecto, los tomates ya no saben a tomate. Eso es, precisamente, lo que respaldan los investigadores de la Universidad de Florida: las variedades comerciales solo tienen ya 13 de los 25 compuestos volátiles que le dan aroma al tomate.
Siguiendo una tradición de siglos, España y Francia vuelven a estar enfrentadas. El motivo esta vez son los tomates. Nada nuevo, hay mucho dinero en el tomate y hay muchos países detrás de él. España no habría sido durante años uno de los grandes exportadores de tomates del mundo, ni habría conquistado todos los mercados europeos sin una calidad y unos estándares extremadamente elevados.
Los agricultores españoles han logrado la excelencia en la producción
de las tres principales tipologías de tomates más vendidas en los mercados
internacionales: bola, saladette
y cocktail.
En esas tipologías, las variedades españolas siguen sobresaliendo en color,
tamaño y durabilidad en las cadenas de distribución. El problema no es ese.
El problema es que España ha puesto en el mercado justo lo que querían
los distribuidores: tomates hermosos, de buen tamaño y resistentes al manejo desde
la recogida en el campo a la exposición en los comercios minoristas. Y lo hemos
hecho a buen precio. Es decir, hemos puesto en circulación los mejores tomates
comerciales posibles. El problema es que esos tomates no saben a tomate.
Las que sí saben a tomate son otras variedades y cultivares menos
productivas pero que sí saben a lo que deben saber. Frente a esas variedades de hermosa y
uniforme vistosidad, productividad y resistencia al transporte y al almacenaje,
hay otro tipo de tomates: lo que en inglés se denomina heirloom (de
“herencia” o “tradición familiar”), un cajón de sastre que abarca centenares de
variedades locales o comarcales, de escasa circulación, cuyo proceso de cultivo
ha permitido que mantengan un sabor-olor bien equilibrado.
No es un milagro. Hablamos de tomates menos productivos (la planta
puede asegurar mayor cantidad de azúcares en cada fruto) y que, al ser poco
resistentes temporalmente a la logística del transporte y el almacenaje, están
obligados a circular en cadenas de distribución más cortas que le permiten una
mayor maduración en mata. Es decir, las limitaciones técnicas juegan en contra
de su comercialización, pero a favor de su aroma y su sabor.
En España abundan los tomates de esas características: el tomate rosa
de Barbastro, el feo de Tudela, el Montgrí de Girona, el corazón de buey, el
mutxamel de Alicante, los monfortes gallegos, los avoa, los de la sierra de la
Culebra, el Valldemossa mallorquín y un largo etcétera.
Nadie puede morder un tomate negro segureño bien madurado sin decir lo que dijo el otro día Pedro Sánchez: “el tomate español es imbatible”. Cuestión
bien diferente es que los grandes distribuidores hayan impuesto las insípidas variedades
comerciales. Esa batalla la estamos perdiendo: en 2022 y por primera vez en la
historia, el tomate marroquí vendió más que el español. Y no un poco: vendió un
21,3% más. Poco a poco, los europeos han empezado a sustituir los tomates
españoles por los provenientes del otro lado del Estrecho.
La ventaja regulatoria de pertenecer a la UE se está derrumbando y lo
que empezamos a ver es un gigante agropecuario con pies de barro. Para seguir
siendo una referencia internacional en el sector tendremos que poner en marcha
una de las transformaciones agrarias más importantes de la historia; la
cuestión es si aprovechamos nuestra ventaja competitiva para liderar esos
cambios o nos enfrascamos en una guerra internacional que no podemos ganar. ©Manuel
Peinado Lorca.