La hermosa portada de Maquila, la última
novela de Rafael Cabanillas Saldaña, cuarto eslabón de una saga que comenzó con
Quercus, continuó con Enjambre y parecía culminar con Valhondo,
es un icono metafórico por medio del cual, en una alegoría de la España de
poseedores y desposeídos, el autor retrata las precarias condiciones de vida de
unas gentes aplastadas por la miseria y el yugo que imponen los señores, pero que
es también una obra sobre la violación de las relaciones entre el hombre y la
naturaleza, en la que se enfrentan dos concepciones del mundo: la de los
señoritos, basada en el desprecio por la naturaleza y por los hombres, y la de
los humildes, fundada en la integración en el medio en que viven y en la
nobleza de sus actitudes.
Cuando el tiempo pasa en el universo de Maquila, lo que queda
ante un bibliotecario desencantado es Navatrasierra, un imaginario valle
pequeño y umbrío encerrado entre riscos y peñascos en los Montes de Toledo, rodeado
de accidentes geográficos con evocadores topónimos (Guadamajud, Valleleón,
Navapuerca, Las Navillas, Vagamundos o Valdehornos), que la pluma de Rafael
Cabanillas convierte en un sueño infinito que, entre barbechos de tierra roja, rañas
de cuarzo, rastrojeras amarillas, cebadas de primavera, perdices y avutardas, el
protagonista deberá atravesar si quiere alejarse definitivamente de aquello que
le ha hecho huir.
Un buen día sus pasos se cruzan con los de otro desencantado del mundo
que le ha tocado vivir, Justo, un viejo cabrero convertido en un profesor
apócrifo como Juan de Mairena, un artífice de sentencias, donaires, apuntes y
recuerdos. A partir de ese momento, ya nada será igual para ninguno de los dos,
convertidos en testigos y cronistas de la extinción de una autosuficiente cultura
milenaria tan enfrentada al progreso como abocada al recuerdo.
Desgarrada, brutal, impresionante en su veracidad, Maquila narra
el tránsito de un niño a hombre a través de un país castigado por el abandono y
gobernado por la rapiña insaciable de caciques depredadores para los que el
valle, la comarca, el territorio, el mundo y sus gentes son instrumentos para saciar
su codicia. Un mundo cerrado, sin nombres ni fechas, en el que la moral ha
escapado por el mismo sumidero por el que se fueron sus gentes.
Decía Luis Buñuel que, en su pueblo, Calanda, la Edad Media había durado
hasta bien entrado el siglo XX. Algo así sucede en el escenario de esta novela,
un lugar que puede ser casi cualquiera de la España interior. Allí nació, al
mismo tiempo que la Segunda República, un niño llamado Justo. Y en el mismo
lugar murió, ochenta y tantos años después, cargado de conciencia ecológica y
transformado en un Juvenal del llano consciente de que se lleva a la tumba una
forma de vida milenaria.
La vida de Justo, una historia corriente que, como los gancheros del Río
que nos lleva, el río del tiempo ha hecho única, es la historia de España
en el último siglo. Contada con las manos manchadas de esa tierra desnuda sobre
la que vivió toda una sociedad rural, se dirige a esa parte de nosotros que,
como el bibliotecario de la novela, no se resigna a vivir entre ladrillos. Y seguramente
el lector reconocerá voces y paisajes y sin duda le sonarán a verdad, a vida y
a una memoria imprescindible.
Nada de lo que narra Maquila le resultará ajeno al lector,
porque a través de arquetipos como los guardas rurales, los señoritos y sus
esbirros los guardas desclasados, el cabrero o la tendera, Rafael Cabanillas
construye un relato duro, salpicado de momentos de gran lirismo.
Como sus predecesoras, Maquila
es un excelente relato sobre la historia de la España rural tan auténtica como
olvidada. Una novela arriscada que nos recuerda el vínculo entre la naturaleza
y los seres humanos y nos ayuda a reconstruir un mundo -el de la infancia-
brutalmente aniquilado por la técnica moderna. Hoy más que nunca gusta el
hombre de recuperar su conciencia de niño, de evocar una etapa -tal vez la
única que merece ser vivida- cuyo encanto, cuya fascinación sólo advertimos
cuando ya se nos ha escapado de entre los dedos.
Es también una novela dura de prosa lograda y ritmo firme, rural,
arraigada, de retórica popular y precisa, forjada en la sobriedad fatalista de
la naturaleza, como tallada palabra a palabra, como lo estuvieron Los Santos
Inocentes, Jarrapellejos, La tierra desnuda o Intemperie, en los que
la presencia de una naturaleza inclemente hilvana toda la historia hasta
confundirse con la trama y un recorrido biográfico que avanza paralelo a los
sucesos que marcaron el siglo XX en España, en el que la dignidad del ser
humano brota entre las grietas secas de la tierra con una potencia inusitada.
La prosa de Cabanillas transmite un pensamiento de una honradez y una
dignidad que imponen respeto. Lo mismo puede decirse del contenido ideológico
de sus novelas. Cabanillas es un crítico serio y sincero de la sociedad, un
hombre honesto cuyo mensaje interior es una suave apelación a la decencia que
no se antojará a ninguna persona bienintencionada ni objetable ni subversiva,
pero que cala en sus lectores. Sus blancos son los de cualquier persona digna:
la hipocresía, la intolerancia, el egoísmo, la codicia.
Conviene aclarar que quien esto escribe es biólogo y no aportará un
análisis lingüístico simplemente porque no estoy capacitado. Pero eso no me
impide centrarme ahora en la encomiable e impagable tarea a la que, en todas
sus novelas, desde Quercus a Maquila, se ha aplicado con esmero
Rafael Cabanillas: el rescate de términos hoy en desuso y lo que ello supone en
las implicaciones de la pérdida de diversidad de lenguas y sus empobrecedoras
consecuencias culturales.
Las novelas de Rafael Cabanillas asombran por el desbordado torrente de
vocablos que hoy reposan en donde habita el olvido. Conviene, pues, tomar sus
novelas con un diccionario a mano para explorar un océano léxico inundado de palabras
plenas de significado (caramillo, esmeril, rehoya, hilvanes, sopié, trébedes, cerritraco,
calabuezo, trampal, rodezno o bohonal, por citar un ramillete de un frondoso
centón) que uno no escucha desde que era un joven doctorando que vagaba por los
Montes.
Solemos asociar la pérdida de diversidad lingüística con la extinción
de una lengua. Pero, en ocasiones, basta con la desaparición de unas pocas
palabras clave, aquellas asociadas con unos conocimientos básicos, para que la
esencia de ese idioma o, por lo menos, la esencia de la cultura que encierra,
aquello que la distingue, desaparezca.
La lengua es la depositaria de los conocimientos que una sociedad tiene
de su medio. Cada sociedad vive una realidad única, diferente a la de los
demás, por lo que en cada idioma existen algunas voces irrepetibles. Es decir,
palabras que solo se inventaron en una lengua y que son como pequeñas, pero
vitales e irrepetibles, raciones de conocimiento.
A pasos agigantados estamos perdiendo nuestras palabras y, por ende,
nuestros conocimientos sobre el mundo rural. Sobre la naturaleza y sobre otras
muchas actividades que están siendo o han sido apartadas por la modernidad en
un proceso imparable que desnaturaliza nuestra cultura y empobrece nuestra
educación por más que no seamos conscientes de ello.
La pérdida cultural derivada de la erosión lingüística dando la espalda
a nuestras costumbres, a nuestras tradiciones y a la naturaleza nos ha
adentrado en un proceso de desconexión que nos lleva a la ignorancia del medio
que nos rodea. Y eso tiene un precio.
Arrastrados por el progreso, el ochenta por ciento de los urbanitas que
hoy constituyen la población del mundo vivimos de una forma absolutamente ajena
a la pérdida de voces y de lexicones, en definitiva, a una pérdida de nuestra
propia cultura. La defensa de las lenguas se queda en poco más que
gesticulaciones, alharacas y aspavientos.
¿Queremos potenciar la diversidad lingüística? Un buen paso es celebrar
la llegada de libros como Maquila, que son garantes de una cultura
milenaria que, poco a poco, va pereciendo asfixiada en los humos de la
modernidad. ©Manuel
Peinado Lorca. @mpeinadolorca.