A nuestro alrededor hay tantas cosas transparentes que nos cubren la
existencia que evitamos prestarles atención en un acto de defensa propia. Pero son
tan imprescindibles, omnipresentes y misteriosas que a lo largo de la historia nos
han llevado a las preguntas más enrevesadas. Queramos o no, hay un mundo
escapándose del ojo humano.
¿A quién no le encanta la refrescante efervescencia de cualquier
bebida, sea agua con gas, cerveza, una simple gaseosa o un sofisticado champán?
Cuando tomas un sorbo, las burbujas estallan y el gas liberado te hace
cosquillas en la nariz, un hormigueo burbujeante que ha deleitado al mundo
durante siglos.
¿Te has preguntado alguna vez cuál es el secreto detrás de estas
burbujas? Lo lamento, no hay magia. Como casi todo en esta vida es una simple cuestión
de química, un proceso relativamente simple, por más que en su correcta
ejecución intervengan varios factores, desde la temperatura hasta la tensión
superficial, que pueden afectar el sabor y la calidad de la bebida.
La “invención” del aire
Hasta hace poco más de dos siglos, el aire era algo intangible,
indefinido y, a la vez, sutil o sublime, esto es pura poesía. El primer gran
paso de su disección fue reconocer que había diferentes tipos de gases (o “aires”)
y que el atmosférico era una mezcla de tipos muy diferentes de gases,
principalmente nitrógeno y oxígeno, pero también otros.
La invención del aire comenzó, por así decirlo, con la curiosidad de Joseph Priestley, un
clérigo que apoyó la Revolución Francesa, cuyos heterodoxos puntos de vista
provocaron que su casa y su capilla en Leeds, Inglaterra, fueran incendiadas en
1791. Para entonces, entre sermón y sermón, ya dedicaba toda su atención a la
química de los gases, por más que todavía, por no tener, no tenían ni nombre.
Priestley fue el primero en demostrar que el oxígeno era esencial para
la combustión y, junto con su contemporáneo sueco Carl Scheele, se
le atribuye el descubrimiento del oxígeno aislándolo en su estado gaseoso. También
descubrió el ácido clorhídrico, el óxido nitroso (gas de la risa), el monóxido
de carbono y el dióxido de azufre.
Su afición a los gases comenzó cuando ocupó una plaza de predicador en
una Iglesia Unitaria de Leeds. La casa rectoral estaba junto a una cervecería
que emitía muchos vapores. Se interesó por estos "aires", como él los
llamaba, particularmente por el que era responsable de las burbujas de la
cerveza. Reconoció en este "aire fijado" el mismo gas que hacía
efervescentes ciertas aguas manantiales.
Poco antes, el químico escocés Joseph
Black había demostrado que la acción de los ácidos sobre el mármol podía
producir "aire fijado", lo que tiene mucho que ver —adelanto— con el
hecho de que el 90% del mármol sea carbonato cálcico (CO3Ca), la
misma molécula que domina en la tiza, la arcilla blanca con la que Priestley
combinó el ácido sulfúrico (SO4H2) y obtuvo un gas, el
dióxido de carbono (CO2), en una reacción elemental en la que también
se forman un sólido desecante, el sulfato cálcico, y un líquido, el agua:
CO3Ca + SO4H2 → SO4Ca
+ CO2 + H2O
Priestley metió el gas en la vejiga de un cerdo y encontró una manera
de usarlo para hacerlo reaccionar con el agua, una reacción que hoy llamamos
carbonatación en la que se produce el burbujeante ácido carbónico (CO3H2):
H2O + CO2 → CO3H2
Enseguida, el agua carbonatada, a la que comenzó a llamarse gaseosa, agua
con gas, agua gasificada, agua de Seltz o también sifón, se hizo muy popular.
Se llevaba en los viajes por mar porque sabía mejor que la habitual agua
estancada en toneles. A su alrededor también se creó una falsa reputación antiescorbútica.
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Equipo usado por Priestley en sus experimentos con gases en torno a 1775. (Wikimedia) |
Por eso, el agua gasificada comenzó a venderse en las boticas, y mucho
más cuando, para beneficiarse de sus propiedades alcalinas, comenzaron a añadirle
bicarbonato de sodio, parte esencial de muchas formulaciones de antiácidos
estomacales. El agua bicarbonatada pasó a llamarse agua de soda; con el tiempo,
el término soda acabó por hacerse sinónimo de refresco, sobre todo entre los
anglosajones.
Las bebidas carbonatadas no se crearon para calmar la sed, sino para
imitar las aguas efervescentes naturales de los manantiales naturales a las que
desde la antigüedad se les atribuían múltiples propiedades terapéuticas. El más
famoso de esos manantiales era el germano de Seltz o Selters, de cuyas
miríficas virtudes se tiene constancia desde la Edad de Bronce.
Pese a que el agua de Seltz tiene altos niveles de iones de calcio,
cloruro, magnesio, sulfato y potasio, y aflora carbonatada naturalmente con un
contenido de 250 mg/l de dióxido de carbono, las aguas carbonatadas de manantial
se bautizaron como agua de soda por su alta concentración de bicarbonato de
sodio (CO3NaH).
De ahí procede la diferencia nominal que prosperó en España entre
las aguas de seltz (como las de sifones y gaseosas) y las de soda. Las primeras
están constituidas por agua y, al menos, seis gramos de dióxido de carbono por
litro introducido artificialmente. Por su parte, el agua de soda, como la
popular agua de Vichy, incluye además bicarbonato de sodio, bien perceptible en
el paladar, por lo que se trata de sabores diferentes.
En principio, los salutíferos manantiales de aguas carbónicas eran cosa
de clases privilegiadas que las tomaban en elegantes y carísimos balnearios de lujo,
pero poco a poco se pusieron de moda y sus aguas comenzaron a comercializarse a
pesar de no haber envases capaces de contener correctamente la presión que
causaba efervescencia, de la muy escasa producción y de su elevado precio. John Mervin Nooth,
un médico militar escocés, dio con la solución que pondría el agua al alcance
del gran público.
El uso de vejigas de cerdo para carbonatar el agua siguiendo el método
de Pristley le daba un sabor desagradable. Para resolver el problema, Nooth patentó
un aparato de vidrio para carbonatar el agua cuyo uso se popularizó en tiendas
y hogares. El boom de las gaseosas había comenzado. Jacob Schweppe se
encargaría de fabricarlo y distribuirlo a escala mundial.
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Comparación
entre las ilustraciones originales de los aparatos de Priestley publicada en 1772
(izquierda) y de Nooth de 1775 (derecha). Fuente
Wikimedia. |
Schweppe (¿les suena el nombre?) desarrolló un método para carbonatar
el agua en Ginebra, donde había fundado la empresa Schweppe's en 1783. En 1792
se trasladó a la populosa Londres dejando el negocio preparado para su expansión
bajo el nombre de J. Schweppe & Co. La internacionalización llegó mucho
después de su muerte en 1821, alrededor de 1870, cuando apareció la tónica, un
agua carbonatada con varios ingredientes, entre otros con quinina.
La tónica era una bebida directa y original que encantaba a los
ingleses que habían servido (o se habían enriquecido) en la India. Allí tomaban
quinina y se acostumbraron a mezclarla con limón y soda. El resultado, solo o
mezclado con ginebra, acabó teniendo tanto éxito, que lo llevaron consigo de
vuelta a Inglaterra y lo convirtieron en la bebida nacional. Había nacido el
gintonic, un trago "largo, vivo y ligero", una compañía perfecta tanto
para el aperitivo como para la sobremesa o la noche.
Más o menos a partir de entonces el mercado se dividió en tres tipos de
aguas burbujeantes. La soda, el nombre más popular en toda América, es agua
carbonatada artificialmente. La tónica es también agua carbonatada de forma
artificial a la que se añade el toque amargo de la quinina y azúcar. Por
último, el agua mineral con gas es la que contiene gas y otros minerales, según
su procedencia.
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Etiqueta de Schweppe's de 1883. Foto. |
Pero como no es oro todo lo que reluce, el agua mineral puede obtenerse
de un yacimiento (manantial) o de un estrato acuífero, mediante surgencia
natural o perforación, en cuyo caso irá etiquetada como “natural”. En cambio,
el agua mineralizada artificialmente, se elabora con agua potable a la que se
adicionan minerales de uso permitido. Ambos productos pueden presentarse con o
sin gas. Por último, el proceso de carbonatación se usa también para la
producción de diferentes refrescos o vinos espumosos.
Mientras la invención y la expansión de las bebidas gaseosas cundía por
el mundo, el inglés William
Henry Carrier (1775-1836) estaba empeñado en hacerse médico en Edimburgo, en
cuya universidad se doctoró en 1807. Su mala salud le impidió la práctica de la
medicina, así que decidió dedicarse a la investigación química sobre gases, un
tema muy en boga en aquellos tiempos.
Los experimentos más conocidos de Henry centrados en la cantidad de
gases absorbidos por el agua a diferente temperatura y presión. Sus resultados
se conocen como la Ley de
Henry, que enunció en 1803: a temperatura constante, la cantidad de gas que
puede disolverse en un líquido es directamente proporcional a la presión
parcial que ejerce ese gas sobre el líquido; es decir, a mayor presión, mayor
solubilidad del gas y a la inversa.
Un ejemplo regido por la ley de Henry es la disolución del oxígeno y el
nitrógeno en la sangre de los buceadores que depende de la profundidad y, por
tanto, de la presión, que cambian durante la descompresión y pueden causar el peligroso
y potencialmente letal síndrome
de descompresión.
Una aplicación más común y cotidiana de la ley de Henry es la
elaboración artificial de bebidas carbónicas que contienen dióxido de carbono
disuelto.
Fundamentos de la elaboración de bebidas carbónicas o carbonatadas
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En la fabricación de cervezas, la carbonatación se realiza mediante diferentes procedimientos antes del envasado final. |
La carbonatación implica disolver el dióxido de carbono, un gas incoloro
e inodoro, en un líquido introduciéndolo a mayor presión que la atmosférica.
Cuando se inyecta en una botella sellada o en una lata que contenga agua, la
presión interior aumenta y una parte del dióxido de carbono se disuelve en el
líquido mientras que otra se acumula encima.
El dióxido que se sitúa encima y el disuelto en el líquido alcanzan el
equilibrio químico, lo que significa esencialmente que la velocidad a la que el
dióxido se disuelve en el líquido es igual a la velocidad a la que se libera
del mismo. Parte del gas disuelto reacciona con el agua para formar ácido
carbónico. A medida que se convierte en carbónico, más dióxido de carbono del
aire situado arriba puede disolverse en el líquido para restablecer el
equilibrio químico.
Antes de abrir una botella o una lata, el gas que está en la parte aparentemente
vacía de arriba es dióxido de carbono casi puro. Al abrir la botella, como la
presión exterior (la atmosférica) es menor, ocurren dos cosas: primero, el gas
escapa de la parte de arriba y, a continuación, como la presión parcial del gas
en el líquido baja, el dióxido de carbono disuelto se escapa en forma de
burbujas, que causan el efecto de efervescencia.
Cuanto más frío más burbujas
La capacidad de disolución de los gases es inversamente proporcional a la
temperatura. Por eso, la mayoría de los gases, incluido el dióxido de carbono,
no se disuelven bien en los líquidos conforme aumenta la temperatura de estos. Por
eso las bebidas carbonatadas “pierden fuerza” cuando se sacan del frigorífico y
se dejan a temperatura ambiente.
Por el contrario, si la bebida carbonatada se coloca en el frigorífico hasta
que se enfríe, tanto más dióxido de carbono disuelto quedará en la bebida cuanto
más se enfríe esta, siempre y cuando el recipiente que la contiene permanezca
bien cerrado. Por eso, cuando abres una botella o una lata fría, el líquido es
más burbujeante porque había más dióxido de carbono disuelto en ella que
cuando la tomas “del tiempo”, es decir, a temperatura ambiente.
Tensión superficial y efervescencia
La tensión
superficial de un líquido, es decir la fuerza de cohesión que lo mantiene
en su estado, está determinada por la fuerza con la que
sus moléculas interactúan entre sí. En la mayoría de las bebidas predominan las
moléculas de agua, pero los refrescos contienen edulcorantes artificiales
disueltos. Estos edulcorantes pueden debilitar las interacciones entre las
moléculas de agua, creando una tensión superficial más baja. Una tensión
superficial más baja hace que las burbujas de dióxido de carbono se formen con más
rapidez y duren más.
Por eso, en un vaso con hielo se tarda un poco más en verter una Coca-Cola
Light que una Clásica. Esta última está elaborada con azúcar,
mientras que la primera es una versión menos azucarada. Una lata de 355 ml de Clásica
contiene aproximadamente 140 calorías y 39 gramos de azúcar. En lugar de
azúcar, para elaborar la Light se utiliza un edulcorante hipocalórico artificial,
el aspartamo, un presunto
cancerígeno, y, como resultado, una lata contiene solo 1 caloría y menos de
1 gramo de azúcar.
La tensión superficial más baja que provoca el aspartamo en la Coca-Cola
Light aumenta la efervescencia y su duración temporal en comparación con el
refresco clásico. Por eso, hay que esperar a que las burbujas en el vaso se rompan,
antes de poder llenarlo con más Coca-Cola Light, un fenómeno que conocen
bien los auxiliares de vuelo.
La tensión superficial es también la razón por la que la Coca-Cola
Light funciona tan bien en el famoso experimento
Mentos, durante el cual se dejan caer caramelos Mentos en botellas
de Coca-Cola Light de 2 litros. Se forman burbujas de CO₂ en la
superficie del caramelo, que cae al fondo de la botella y empuja el líquido
efervescente hacia la parte superior.
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Izda. Una botella de 2 litros de Coca Cola Light justo después de que se introduzca un caramelo Mentos. Dcha. De izquierda a derecha: la reacción de cinco Mentos (por botella) con Perrier, Coca-Cola clásica, Sprite y Coca-Cola Light. Fuente. |
El caramelo ha debilitado las interacciones entre las moléculas de agua
y las moléculas de CO₂, reduciendo la tensión superficial y permitiendo una
liberación más fácil de las moléculas del gas. Un burbujeante
"géiser" de Coca-Cola Light se eleva rápidamente por encima de
la botella a medida que las moléculas de CO₂ se forman rápidamente en las
superficies de los caramelos y obligan a que el líquido mane a borbotones de la
botella.
Poner las burbujas en una bebida
Hoy en día, la mayoría de las cervezas comerciales, refrescos, seltzers
y aguas con gas se crean por carbonatación "forzada", lo que quiere
decir que los fabricantes inyectan directamente dióxido de carbono a alta
presión en la bebida.
Una segunda forma común de introducir dióxido de carbono en un líquido
es por fermentación. Los fabricantes de champán y algunos pequeños cerveceros
caseros siguen este método sellando una fuente de azúcar y levadura viva en sus
botellas. La levadura produce alcohol y dióxido de carbono, y este dióxido de
carbono aumenta la presión en la botella, lo que finalmente produce champán o
cerveza carbonatados. Pero este proceso no está tan controlado y puede acabar con
una indeseada y peligrosa explosión de botellas. Por eso, para resistir la
presión, las botellas de champán tienen unas paredes muy gruesas.
Los cerveceros industriales a menudo capturan el CO₂ producido durante el
proceso de fermentación y bombean ese gas a los tanques que contienen cerveza
para carbonatarla. Este es un proceso controlado que permite que se introduzcan
las cantidades adecuadas de dióxido de carbono en las bebidas.
En resumen, la carbonatación es un matrimonio entre la física y la química, un enlace feliz que transforma los líquidos ordinarios en apetitosas bebidas efervescentes. La próxima vez que bebas una bebida carbonatada, tómate un momento para apreciar la ciencia que hay detrás de esas burbujas que cosquillean en tu nariz. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.