Este fin de semana, durante las noches del 11 al 13 de agosto, cuando
la Tierra atraviese una nube de escombros interestelares, los cielos nocturnos
se iluminarán y las condiciones del cielo serán casi perfectas para que todo el
mundo pueda asistir a uno de los espectáculos cósmicos más fascinantes, una
lluvia de meteoros en forma de estrellas fugaces conocidas como las Perseidas.
¿Qué son las estrellas fugaces?
Las estrellas fugaces, popularmente conocidas como meteoritos, son
asteroides. Aunque los asteroides han sido una amenaza que ha estado siempre
ahí, sobre nuestras cabezas, no hemos sido conscientes de su peligrosidad hasta
que Hollywood se encargó de recordarlo con películas como Meteoro, Armageddon
e Impacto profundo, híbridos un tanto fallidos entre el
“cine-catástrofe” y el de ciencia ficción.
Catástrofes apocalípticas al margen, la realidad es felizmente más
prosaica. Cada día entran en la atmósfera terrestre varios cientos de toneladas
de materia, la mayoría de ellas en forma de meteoroides muy pequeños que
avanzan a velocidad supersónica, pero que, debido a la fricción, alcanzan temperaturas
de ebullición y se vaporizan antes de alcanzar el suelo como un polvo
imperceptible. Sólo los más grandes conservan la velocidad suficiente para
alcanzar la superficie y para dejar educadamente un cráter como tarjeta de
visita.
Una de las ventajas de escribir artículos de divulgación sobre asuntos
de lo que uno sabe poco es tener que forzar la mente para entender la cuestión
y para elaborar un modelo metafórico comprensible para esos lectores que, como
Pascal, reconocen que vale más saber alguna cosa de todo que saberlo todo de
una sola cosa, y a los que uno supone tan legos en la materia como el que
suscribe antes de interesarse por el asunto. Así que para contarles algo sobre
la amenaza de los asteroides he buscado un símil lúdico que nos permite recuperar
algo de la infancia.
Los primeros Scalextrics, que aparecieron en el mercado allá por los
años 60, eran muy simples: dos cochecillos recorrían aburridamente una pista
muy elemental; un par de rectas cerradas por sendas curvas en las que la fuerza
centrífuga actuaba inevitablemente si se apretaba demasiado el gatillo.
Supongamos que esa pista es la órbita terrestre, el circuito celestial
que en su movimiento de traslación alrededor del Sol recorre la Tierra cada año
a una velocidad escalofriante de la que felizmente no somos conscientes:
107.000 km/h. Por si eso fuera poco, el coche-Tierra se comporta como una
peonza que rota sobre sí misma a más de 1.600 km/h.
Imagínese ahora que es usted el piloto de ese coche: circula por un
circuito a casi treinta mil metros por segundo y, por si no tuviera bastante,
el vehículo no le deja ver a través del parabrisas porque el paisaje gira a su
alrededor como una turbina de reactor. Peligroso, ¿no? Pues no acaba ahí la
cosa.
Mientras usted intenta controlar ese auto ingobernable, miles de
objetos se cruzan en su camino y lo hacen de forma errática y totalmente
impredecible. Son los asteroides, una verdadera manifestación de peatones
suicidas que insensatamente atraviesan aquí y allá la autopista por la que usted
circula me atrevo a decir que alucinado. Parece un viaje a ninguna parte, un
trayecto abocado a la destrucción por un impacto fatal e inevitable. «Eppur
si muove». Y sin embargo, así funciona la cosa.
¿Qué son las Perseidas?
En el avance de toda ciencia ha existido siempre una etapa de ábaco,
una fase de pura y simple contabilidad. La Astronomía no es una excepción. Tras
el
descubrimiento del primer asteroide realizado por el astrónomo italiano Giuseppe
Peazzi en la madrugada que alumbró el siglo XIX, comenzó una eterna,
inacabada e imposible cuenta: mientras que a finales del siglo XX se habían
catalogado algo más de veinticinco mil asteroides, se estima que todavía quedan
más de mil millones por identificar, así que esa eterna contabilidad no ha
hecho más que empezar.
Adolphe
Quetelet era uno de esos científicos, ahora perdidos como teselas en el
inmenso mosaico de la historia de la ciencia, cuyo trabajo constante,
silencioso, eficaz y ajeno al mundanal ruido ennoblece discretamente el avance
del pensamiento científico. Desde su puesto en el Real Observatorio Astronómico
de Bruselas, Quetelet observó que de forma cíclica en agosto se producía una
lluvia de meteoros, que parecían provenir de un punto dentro de la constelación
de Perseo.
El primer observador en contar por horas las Perseidas, fue el alemán Eduard
Heis, quien encontró una tasa máxima de 160 meteoros por hora en 1839, un
número que fue superado en 1863 cuando
se batió el récord: 215 por hora.
Los cálculos de la órbita de las Perseidas realizados por el italiano G.
V. Schiaparelli entre 1864 y 1866 revelaron que se parecían mucho a la órbita del
cometa periódico 109P/Swift-Tuttle,
que había sido descubierto independientemente en 1862 por los astrónomos estadounidenses
Lewis Swift y Horace Parnell
Tuttle. Esa fue la primera vez que se relacionó una lluvia de meteoritos
con un cometa y parece seguro especular que el récord de Perseidas de 1863 se
debió directamente a la aparición de 109P/Swift-Tuttle, que tiene un período de
unos 135 años.
La P en los nombres de los cometas
significa que son periódicos, es decir, que tienen una órbita cerrada:
viajan de las zonas externas del Sistema Solar a las internas en períodos de
menos de 200 años. El 109P solo ha pasado dos veces cerca de nosotros desde su
identificación como cometa; la segunda y última hasta ahora, en 1992. La
tercera será en 2125 y para entonces todos calvos.
Hoy sabemos con absoluta seguridad que las Perseidas son el gas y las
partículas sólidas que se desprenden de la cola de ese cometa en cada una de
sus órbitas alrededor del Sol cada 133 años. Cuando cada año la Tierra choca
con la trayectoria de la órbita del cometa y se adentra en la nube de hielo,
polvo y escombros que deja como rastro, las partículas
que entran en la atmósfera forman la espectacular lluvia de estrellas
veraniega.
Son partículas a veces tan pequeñas como un grano de arroz que, debido a
la alta temperatura que origina la fricción en su brusco impacto con la
atmósfera a más de 200.000 km/h, se desintegran en fracciones de segundo y se encienden
en llamas provocando el destello que se puede observar desde tierra.
Cómo y dónde observar las Perseidas
Observar las perseidas no requiere de instrumentos de la NASA, de
telescopios o prismáticos, ni siquiera de conocimiento científico alguno: basta
con alejarse de la contaminación lumínica de las grandes urbes, dejar que la
vista se adapte a la oscuridad y disfrutar contemplando el cielo nocturno.
Aunque las Perseidas se pueden ver desde finales de julio, la lluvia de
estrellas es más activa a mediados de agosto de cada año. La Luna estará en
cuarto menguante el 11 de agosto y la luna nueva lucirá el 16, así que 2023
será muy propicio para ver la gran lluvia de estrellas veraniega. Hay que mirar
hacia la constelación de Perseo, que saldrá antes que la Luna a eso de la
medianoche, bastante al norte (nordeste) en latitudes peninsulares e insulares
de España.
Si se dan las condiciones óptimas en cuanto a oscuridad y claridad del
cielo, si es usted un observador atento puede llegar a ver un promedio entre 50
y 100 estrellas fugaces por hora. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.