Aquella sesión de la Comisión de Ética, más conocida como la Camarilla, levantó más interés mediático que otras anteriores. Ya habían dictaminado que quedaban derogadas las teorías desde Ptolomeo hasta Galileo y Newton, y así quedaba claro que la Tierra era plana y que era no solo el centro del sistema solar sino de todo el universo.
También derogaron la Teoría de la
Evolución, instituyendo que el único gran ser de la creación era el hombre, así,
en masculino y además blanco, ya que se asumían aquellos axiomas del Concilio
de Trento que argumentaban que la mujer y las otras razas carecían de alma.
Las mismas razones sirvieron
también para derogar los logros del feminismo y de la lucha contra la xenofobia,
ante la creencia de que eran ínfulas de los falsos progresistas incapaces de
asimilar la supremacía del hombre blanco.
Las leyes con las que se pretendían luchar contra el calentamiento global producido por nuestro feroz desarrollismo quedaron derogadas, ya que, argumentaron, se trataba de una conspiración para negocios propios de enemigos malintencionados.
Muchos medicamentos, las vacunas
y la sanidad pública fueron también derogados porque se trataban de modelos de
control individual por parte de los estados.
Incluso lograron derogar la
edición de la Biblia por entender que encerraba momentos obscenos, como
en el Cantar de los Cantares, o proclamas revolucionarias contra los
ricos, como la del camello y el ojo de la aguja. Muchas hogueras de las
vanidades se cebaron con libros y leyes de este tipo.
Todos estos fueron grandes éxitos de la Camarilla, aplaudidos por el público en general a pesar de los informes científicos que en todos los casos avalaban lo contrario.
Pero, sin lugar a duda, el que
más preocupó al mundo de la ciencia fue el de esta última sesión. Todo se inició
cuando el hijo de uno de los asesores que estudiaba biología le contó a su
progenitor que les estaban enseñando en clases de Botánica que un tal Linneo
había creado un sistema sexual para clasificar las plantas con flores.
Según ese rijoso sistema se
reconocía que había flores hermafroditas, bisexuales o incluso que era
frecuente la poligamia, y mayoritariamente la poliandria. Tal era el caso de
muchas rosas, cactus o almendros, en cada una de cuyas flores había muchos
estambres y un solo carpelo, es decir muchos machos para una sola hembra como
ellos lo tradujeron en su grotesco lenguaje.
Ante tan peligrosas
disquisiciones que se trasladaban a los jóvenes, el Jefe convocó a la Camarilla
y él mismo fue el ponente del informe en el que, además de derogar las
enseñanzas botánicas en todos los niveles, se proponía la eliminación en suelo
patrio de todas las plantas con flores. La fórmula para exterminarlas era
acabar con todos los incómodos insectos que se dedicaban a la polinización, en
especial las abejas, alcahuetas de la Naturaleza según sus propias palabras.
Sería tan fácil como esparcir por campos y serranías una lluvia de potentes
insecticidas.
Nadie les advirtió de aquel
aforismo atribuido a Einstein de que bastaban cuatro años para que la humanidad
desapareciera si se extinguían las abejas. Pero por encima de la humanidad, que
eran todos los demás menos ellos, para la Camarilla se imponía la moralidad
libre de conspiraciones.
Artículo publicado originalmente por Enrique Salvo Tierra, profesor de Botánica en la Universidad de Málaga en el blog 'El auditor de helechos' en @andaluciainf @viva_malaga