Con no poco esfuerzo termino la cansina lectura de Revolución, una novela previsible y folletinesca de Arturo Pérez Reverte, que al menos me ha servido para recordar un chusco suceso del que fui testigo en una cantina de Morelia el 20 de noviembre de 2010, cuando se cumplía el primer centenario de la Revolución mexicana.
En medio del bullicio propio del tugurio, resonó el grito de
un parroquiano algo pasado de tequila:
«!Viva la menstruación mexicana!»
«Oiga, mi amigo, no es la
menstruación, es la Revolución», le reconvino otro de los presentes.
«Es igual, la cuestión es que
corra la sangre», contestó el entequilado.
Más allá de la historia oficial, empeñada en presentar a sus
protagonistas como un grupo de personajes honestos, intachables e infalibles
(los vencedores) que se enfrentaban a viles, terribles y despiadados enemigos
(los perdedores), la Revolución que dio lugar al México moderno comenzó a
revisarse hace unos años para presentarla como un catálogo de traiciones, un
festín de sangre, un desahogo de rencores y una gesta de corruptelas que
produjo un millón de muertos y forjó varias generaciones de políticos demagogos
y millonarios que hicieron su carrera engrasándola con la sangre de personajes
como Francisco Madero, Pancho Villa, Emiliano Zapata o Felipe Ángeles, que
encarnaban los mejores ideales de la Revolución.
La meta original del movimiento revolucionario fue el
derrocamiento del gobierno arcaico del general Porfirio Díaz que, de héroe
nacional en la lucha contra la invasión francesa (1862-67), se convirtió en
villano favorito en las postrimerías del siglo XIX y en los albores del XX,
dada su obstinación a perpetuarse en el poder oprimiendo al común, arruinando
el país, entregando los recursos nacionales a las empresas extranjeras y, de
paso, llenando sus bolsillos y los de su camarilla.
Previsor sí que era. Dado lo avanzado de su edad, don Porfirio,
como medida precautoria, había encargado el diseño de una silla presidencial de
ruedas dispuesto a reelegirse fraudulentamente por sexta vez para el periodo
1910-16 cuando se atravesó en su ruta un pequeño burgués por partida doble
(medía poco más de metro y medio y era un acomodado hacendado) de nombre
Francisco I. Madero. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre la
enigmática "I" de su nombre: unos dicen que es la inicial de Ignacio
y otros que es la de Indalecio. Los mal pensantes decían que el que fuera presidente
Vicente Fox, tenido por algo inane, creía que Francisco “y” Madero habían
formado la primera pareja presidencial mexicana.
Una alianza entre partidos lanzó la candidatura de Madero a
la Presidencia. El porfirismo obstaculizó su candidatura hasta el punto de que
en plena campaña Madero fue detenido acusado de ser un peligro nacional.
Permaneció preso hasta que don Porfirio, sin despeinarse, ganó la reelección a
la búlgara, triunfo que el domesticado Congreso ratificó en septiembre de 1910.
Madero, libre bajo fianza, tomó las de Villadiego, una medida más que prudente
habida cuenta la facilidad con que los adversarios de don Porfis acostumbraban
a acumular plomo en sus cuerpos.
Del Porfirismo a la Revolución. Mural de David Alfaro Siqueiros . Museo Nacional de Historia, México DF. |
Durante su exilio en San Antonio, Texas, Madero se dedicó a
redactar el Plan de San Luis: una convocatoria animando al pueblo a levantarse
en armas para desconocer la reelección de don Porfis. Hecho inaudito en la
historia de las revoluciones, en el manifiesto se proclamaba que la fecha para
iniciar el levantamiento armado sería el 20 de noviembre de 1910 a las 6 de la
tarde. Únicamente le faltó añadir aquello de “con permiso de la autoridad y si
el tiempo lo permite”.
Con tan inusual proclama, el señor Madero ponía sobre aviso
a la policía de don Porfirio, le daba el santo y seña de la conspiración y le
proporcionaba no sólo el día sino hasta la hora de la insurrección. Don
Panchito Madero era un hombre bueno, ingenuo y bien intencionado, en el que
pareció cumplirse lo que dice el refrán mexicano: «Caballo demasiado grande
tira a penco, mujer demasiado coqueta a pelleja, y hombre demasiado bueno a
pendejo».
No obstante su atolondrado inicio, como resultado del plan
maderista que promulgaba la no reelección y ofrecía la restitución a los
campesinos de las tierras que les habían arrebatado los hacendados (una
tremenda bola como habría de demostrarse poco después), comenzaron a surgir
levantamientos armados en el país, comandados por Pascual Orozco y Pancho Villa
en el norte, y por Emiliano Zapata en el sur.
Los triunfos militares de los insurrectos, sumados a la edad
del dictador -80 años- produjeron que el 25 de mayo de 1911 don Porfirio, que
ese día sufría un fuerte dolor de muelas, renunciara a su cargo. La mañana del
31 del mismo mes, acompañado de su familia y de una buena parte del tesoro
nacional, zarpó rumbo a Francia en busca de un buen dentista. La Revolución
frustró él sueño don Porfirio de morir con la banda presidencial como mortaja.
El gobierno interino del porfirista León de la Barca convocó
elecciones y el 6 de noviembre de 1911 Madero fue aclamado presidente, lo que
según cuentan las malas lenguas hizo que su hermano Gustavo dijera: «De todos
los dieciséis hermanos Madero fueron a elegir presidente al más tonto», aunque,
todo hay que decirlo, por aquel entonces no había nacido el actual senador panista
Gustavo Enrique Madero, sobrino nieto de los Madero, de quien cuentan y no
acaban.
En compañía del vicepresidente Pino Suárez, Madero gobernó
ingenuamente durante casi dieciséis turbulentos meses: dejó intacto al Ejército
federal, una corrupta creación de la dictadura, se hizo acompañar en su
gabinete por notorios porfiristas chaqueteros y, sobre todo, se negó a admitir
que el triunfo de la Revolución llevaba aparejado una serie de reivindicaciones
sociales inevitables, entre ellas el reparto de tierras. Esto ocasionó que
Orozco y Zapata, al grito de «Tierra y libertad» se levantaran en su contra.
La “Marcha de la lealtad”, con Francisco I. Madero en el centro. Retablo de la Revolución, de Juan O’Gorman. Museo Nacional de Historia, México DF. |
Apenas ungido “Apóstol de la democracia”, Madero, fue
víctima de las intrigas del dipsómano embajador gringo Lane Wilson, quien
instigó a los generales Victoriano Huerta, Félix Díaz (sobrino de don Porfirio)
y Aureliano Blanquet, así como al ministro maderista Pedro Lascurain para que
lo traicionaran. Presionados por los antes mencionados y algunos miembros más
del cuerpo diplomático, quienes les plantearon la conveniencia de su renuncia y
les garantizaron poner a salvo sus vidas y las de sus familiares, Madero y Pino
Suárez presentaron ingenuamente su renuncia el 19 de febrero de 1913.
El Congreso, en un nuevo arrebato democrático, las aceptó y
designó, como establecía la ley, al ladino Lascurain como presidente interino,
que duró en el cargo menos que un merengue en la puerta de un colegio: a las
10:24 tomó posesión; su primer y único acuerdo fue nombrar al felón Victoriano
Huerta (el general borrachín que se había distinguido masacrando indígenas
yaquis y mayas) ministro de Relaciones Exteriores; satisfecho del deber
cumplido, a las 11:18 renunció al honroso cargo de Presidente de la República
que había desempeñado durante 56 minutos, tiempo suficiente para que Huerta
asumiera la Presidencia y consumiera una botella de coñac francés, décima parte
de la dosis que –según sus allegados- consumía todos los días.
Por órdenes de Huerta, Madero y Pino Suárez fueron
asesinados alevosamente la noche del 22 de febrero. El gobernador de Coahuila,
Venustiano Carranza, quien ya canonizado es conocido como el “Varón de Cuatro
Ciénagas”, pero de cuyo apellido se deriva el neologismo carrancear, sinónimo mexicano
del verbo robar, fue el primero en desconocer al espurio Victoriano y,
enarbolando la bandera del constitucionalismo, a la que se unieron un puñado de
ilusos fieles maderistas y una caterva de oportunistas, desató el segundo
periodo revolucionario: una guerra civil y una orgía de asesinatos.
Carranza, tras dar un golpe de Estado, mandó fusilar al
hombre mejor preparado del Ejército –el general Felipe Ángeles- y ordenó
asesinar a Emiliano Zapata. A su vez, Carranza fue asesinado por el “manco de
Celaya”, el general Álvaro Obregón quien resultó elegido Presidente. Éste mandó
matar a Pancho Villa y, de común acuerdo con su sucesor y compadre, Plutarco
Elías Calles, dio la orden de asesinar a Arnulfo R. Gómez y a Francisco R.
Serrano, candidatos presidenciales, en compañía de una docena de sus futuros
ministros. De esta forma, el manco Obregón quedó como candidato único y,
saltándose a la torera la norma constitucional que impedía repetir en la
Presidencia de la República, resultó elegido por segunda vez.
Según todos los indicios, el presidente saliente Calles algo
tuvo que ver con la muerte del presidente electo Obregón, asesinado por el cristero José León
Toral, quien –desafiando toda lógica y vulnerando las precisas leyes de la
balística y las estrictas reglas aritméticas- le metió a Obregón trece balazos
de distintos calibres ¡con una pistolita de dos tiros!
Con don Plutarco, la Revolución se institucionalizó en un
prodigioso oxímoron: el Partido Revolucionario Institucional, o como le dijo el
coronel Zataray a Renato Leduc: «La Revolución degeneró en gobierno». ©Manuel
Peinado Lorca. @mpeinadolorca