En Alejandría, Virginia, a unos treinta kilómetros al sur de Washington DC, los bajíos del Potomac sirven de frontera entre Maryland y Virginia. Siguiendo su orilla derecha por la George Washington Parkway se llega a Mount Vernon, la finca que fue el hogar de George Washington, primer presidente de Estados Unidos, y de su esposa Martha. La proximidad de la finca al distrito de Columbia no es casual. Cuando el Congreso encargó a Washington elegir la localización de la nueva capital, eligió una zona que estaba a escasa distancia a caballo de su plantación.
Cuando los
antepasados de George Washington la adquirieron era conocida como plantación de
Little Hunting Creek por el cercano arroyo del mismo nombre. Su hermanastro
mayor Lawrence heredó la finca y cambió el nombre a Mount Vernon en honor del
vicealmirante Edward Vernon, su comandante en la Marina Real británica a quien
Lawrence admiraba mucho, pese a su estrepitosa
derrota en el sitio de Cartagena de Indias.
Mount Vernon
es, junto a la Casa Blanca, el hogar histórico más importante de los Estados
Unidos. Además de la mansión, el sitio incluye hermosos jardines, un molino de
harina y una destilería que sigue funcionando, un museo, la biblioteca con los
papeles de Washington, una granja de frutales y mucho más. Una buena parte de
las instalaciones obedece a las ideas del propio Washington y a la influencia
de Palladio.
Cuando se
mudó allí en 1754, la casa era una granja modesta de ocho habitaciones. Dedicó
los treinta años siguientes a la reconstrucción y ampliación del edificio hasta
convertirlo en una mansión de veinte habitaciones, todas ellas de hermosos
acabados y elegantes proporciones, si se exceptúa la disimetría: la cúpula y el
frontón están desalineados en casi medio metro.
Su afán
reformador no cesó ni en plena Guerra de la Independencia. A pesar de todas las
penurias y la dedicación que exigía dirigir el Ejército Continental, durante
los ocho años que duró la guerra escribió semanalmente a su administrador para
estar al corriente de cómo marchaban las reformas y para darle nuevas
instrucciones o modificar las que ya había dado sobre cualquier elemento del
diseño.
Como varios
de los padres
fundadores, Washington pasó gran parte de su vida doméstica plantando
árboles en su «pequeño país forestal», como denominó a la finca en una ocasión.
Era algo que le gustaba desde niño. A los dieciséis dejó escrito en un diario
que conservó toda su vida: «Pasamos por los arboles de azúcar [Acer saccharum] más hermosos y estuvimos
la mayor parte del día admirando los árboles y la fecundidad de la tierra».
Esa era la verdadera personalidad del primer presidente: la de un hombre
cautivado por la belleza y la utilidad de los árboles que siempre se había
sentido feliz pasando un día entre ellos, algo que hizo a menudo durante sus
primeros años como agrimensor en Virginia.
Mientras Washington dirigía el Ejército Continental seguía ocupándose de las reformas de Mount Vernon. Washington Crossing the Delaware, óleo de Emanuel Leutze, 1851. |
Como otros muchos políticos de su tiempo, especialmente los de los estados sureños, Washington era un plantador, lo que significa que poseía más de veinte esclavos y se ganaba la vida comerciando con lo que cultivaba. Los privilegiados plantadores del sur, apenas el uno o el dos por ciento de la población blanca de Virginia de mediados del XVIII, usaban esclavos para manejar la mayoría de las tareas agrícolas, lo que les dejaba tiempo para dedicarse a actividades intelectuales, artísticas o creativas.
En 1783, poco
después de que se firmara el Tratado de
París y terminara oficialmente la Guerra de Independencia, Washington, que
había llevado al Ejército Continental a la victoria y gozaba de una inmensa
admiración, anunció que, como el
patricio romano Cincinato, deseaba regresar a su plantación. Según se dice,
el rey Jorge III, que no creía que ningún líder fuese capaz de ceder tan
fácilmente el poder, dijo sobre Washington: «Si lo hace, será el mejor
hombre del mundo».
Es posible
que Jorge III tuviera mucha razón si hablaba del común de los políticos, pero
Washington no lo era. Era un jardinero de vocación y de afición. Mandar tropas
era una responsabilidad pública que había realizado a regañadientes. La
grandeza de Washington para alejarse de las tentaciones del poder se debió en
gran parte al deseo de retirarse a los placeres de la vida rural. Poco después
de regresar a Mount Vernon, escribió:
Me
convierto en un ciudadano privado en las orillas del Potomac, y a la sombra de
mi propia parra y de mi propia higuera, libre del bullicio de un campamento y
de las ajetreadas escenas de la vida pública, me siento a gusto con esos
tranquilos placeres […] No solo estoy jubilado de todos los empleos públicos,
sino que me retiro dentro de mí mismo; y podré gozar del paseo solitario y
recorrer los caminos de la vida privada con una sincera satisfacción.
Cuando dejó
el mando del ejército colonial en 1785 y antes de ser elegido primer presidente
en 1789, se dedicó por completo a la jardinería paisajística. Durante 1785 y
1786 estuvo supervisando la transformación de Mount Vernon en un paraíso forestal.
En 1787, la parte desarrollada de su finca incluía dos arboledas, dos zonas
asilvestradas, setos de arbustos, un monte, un parque de ciervos, caminos
serpenteantes, un campo de bolos, un jardín botánico y parterres florales cartesianos
y huertos.
El tulípero (Liriodendron tulipifera) fue uno de los árboles preferidos por George Washington. Ejemplar de Mount Vernon plantado por el propio Washington en 1785. |
La historia tiende a separar la vida de Washington en Mount Vernon de sus actividades como general o presidente, pero en realidad nunca estuvieron tan alejadas. El estadista podría ser sacado de la granja, pero no la granja del estadista. Por ejemplo, en agosto de 1776, cuando estaba a unos días de la batalla de Long Island, la primera y la más grande de la guerra, le escribió a su administrador detallándole con mucha precisión la forma en que se distribuirían los nuevos árboles en Mount Vernon:
Estos
árboles deben ser plantados sin orden ni regularidad (pero bastante agrupados,
ya que podremos aclararlos en cualquier momento) con las robinias en el extremo
norte. En el sur irán todos los tipos de árboles útiles (especialmente los que
están en flor) que se puedan obtener, como el manzano cangrejo, el tulípero, el
cornejo, el sasafras, el laurel, el sauce (especialmente el amarillo y el sauce
llorón, cuyos esquejes pueden obtenerse en Filadelfia) y muchos otros que no
recuerdo en la actualidad, que se intercalarán aquí y allá con otros siempreverdes
como el acebo, el pino y el cedro, también hiedra, a los que se pueden añadir
arbustos floridos de los más grandes, como el fresno florido y varios otros
tipos que podrían mencionarse.
Washington compartía
con otros padres fundadores la afición a mezclar cultura política con cultura botánica.
Muchos de ellos, incluidos Jefferson y James Madison, poseían grandes
propiedades. Jefferson, otro ávido horticultor y paisajista, lo visitaba con
frecuencia, al igual que muchos otros prohombres. En las conversaciones entre ellos
se mezclaban las preguntas sobre el estado de la guerra con debates sobre
semillas, injertos y jardinería.
En 1797, después
de terminar su segundo mandato como presidente, se apartó de la vida pública.
Pocos se atrevían a creer que una vez más cedía el poder fácilmente, pero
deseaba volver a la vida bucólica que su compromiso histórico le negaba.
Su finca de
Virginia finalmente se había convertido en un oasis selvático, con grandes
tulíperos bordeando el camino de entrada y más de sesenta especies nativas
distribuidas por todas partes. Después de llegar a Mount Vernon para la que
sería su última estancia, escribió:
Una vez más estoy sentado
debajo de mi propia parra y de mi higuera, y espero pasar el resto de mis días
[…] en una jubilación pacífica en la que las actividades políticas cedan a la
diversión más racional de cultivar la Tierra.
Tal vez fuera
apropiado que para una nación que se abrió paso entre los árboles y dependía de
su abundancia, que su primer héroe fuera un amante de los árboles. Como
Washington escribió una vez a un amigo:
Esos árboles que he plantado con mis
manos […] con su rápido crecimiento, indican a la vez el reconocimiento de mis
años de declive y su disposición a extender sus mantos sobre mí antes de que
parta para no volver más. Por esto, por su gratitud, los cuidaré mientras permanezca
aquí.