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domingo, 28 de mayo de 2023

El presidente en su jardín



En Alejandría, Virginia, a unos treinta kilómetros al sur de Washington DC, los bajíos del Potomac sirven de frontera entre Maryland y Virginia. Siguiendo su orilla derecha por la George Washington Parkway se llega a Mount Vernon, la finca que fue el hogar de George Washington, primer presidente de Estados Unidos, y de su esposa Martha. La proximidad de la finca al distrito de Columbia no es casual. Cuando el Congreso encargó a Washington elegir la localización de la nueva capital, eligió una zona que estaba a escasa distancia a caballo de su plantación.

Cuando los antepasados de George Washington la adquirieron era conocida como plantación de Little Hunting Creek por el cercano arroyo del mismo nombre. Su hermanastro mayor Lawrence heredó la finca y cambió el nombre a Mount Vernon en honor del vicealmirante Edward Vernon, su comandante en la Marina Real británica a quien Lawrence admiraba mucho, pese a su estrepitosa derrota en el sitio de Cartagena de Indias.

Mount Vernon es, junto a la Casa Blanca, el hogar histórico más importante de los Estados Unidos. Además de la mansión, el sitio incluye hermosos jardines, un molino de harina y una destilería que sigue funcionando, un museo, la biblioteca con los papeles de Washington, una granja de frutales y mucho más. Una buena parte de las instalaciones obedece a las ideas del propio Washington y a la influencia de Palladio.

Cuando se mudó allí en 1754, la casa era una granja modesta de ocho habitaciones. Dedicó los treinta años siguientes a la reconstrucción y ampliación del edificio hasta convertirlo en una mansión de veinte habitaciones, todas ellas de hermosos acabados y elegantes proporciones, si se exceptúa la disimetría: la cúpula y el frontón están desalineados en casi medio metro.

Su afán reformador no cesó ni en plena Guerra de la Independencia. A pesar de todas las penurias y la dedicación que exigía dirigir el Ejército Continental, durante los ocho años que duró la guerra escribió semanalmente a su administrador para estar al corriente de cómo marchaban las reformas y para darle nuevas instrucciones o modificar las que ya había dado sobre cualquier elemento del diseño.

Como varios de los padres fundadores, Washington pasó gran parte de su vida doméstica plantando árboles en su «pequeño país forestal», como denominó a la finca en una ocasión. Era algo que le gustaba desde niño. A los dieciséis dejó escrito en un diario que conservó toda su vida: «Pasamos por los arboles de azúcar [Acer saccharum] más hermosos y estuvimos la mayor parte del día admirando los árboles y la fecundidad de la tierra». Esa era la verdadera personalidad del primer presidente: la de un hombre cautivado por la belleza y la utilidad de los árboles que siempre se había sentido feliz pasando un día entre ellos, algo que hizo a menudo durante sus primeros años como agrimensor en Virginia.

Mientras Washington dirigía el Ejército Continental seguía ocupándose de las reformas de Mount Vernon. Washington Crossing the Delaware, óleo de Emanuel Leutze, 1851. 

Como otros muchos políticos de su tiempo, especialmente los de los estados sureños, Washington era un plantador, lo que significa que poseía más de veinte esclavos y se ganaba la vida comerciando con lo que cultivaba. Los privilegiados plantadores del sur, apenas el uno o el dos por ciento de la población blanca de Virginia de mediados del XVIII, usaban esclavos para manejar la mayoría de las tareas agrícolas, lo que les dejaba tiempo para dedicarse a actividades intelectuales, artísticas o creativas.

En 1783, poco después de que se firmara el Tratado de París y terminara oficialmente la Guerra de Independencia, Washington, que había llevado al Ejército Continental a la victoria y gozaba de una inmensa admiración, anunció que, como el patricio romano Cincinato, deseaba regresar a su plantación. Según se dice, el rey Jorge III, que no creía que ningún líder fuese capaz de ceder tan fácilmente el poder, dijo sobre Washington: «Si lo hace, será el mejor hombre del mundo».

Es posible que Jorge III tuviera mucha razón si hablaba del común de los políticos, pero Washington no lo era. Era un jardinero de vocación y de afición. Mandar tropas era una responsabilidad pública que había realizado a regañadientes. La grandeza de Washington para alejarse de las tentaciones del poder se debió en gran parte al deseo de retirarse a los placeres de la vida rural. Poco después de regresar a Mount Vernon, escribió:

Me convierto en un ciudadano privado en las orillas del Potomac, y a la sombra de mi propia parra y de mi propia higuera, libre del bullicio de un campamento y de las ajetreadas escenas de la vida pública, me siento a gusto con esos tranquilos placeres […] No solo estoy jubilado de todos los empleos públicos, sino que me retiro dentro de mí mismo; y podré gozar del paseo solitario y recorrer los caminos de la vida privada con una sincera satisfacción.

Cuando dejó el mando del ejército colonial en 1785 y antes de ser elegido primer presidente en 1789, se dedicó por completo a la jardinería paisajística. Durante 1785 y 1786 estuvo supervisando la transformación de Mount Vernon en un paraíso forestal. En 1787, la parte desarrollada de su finca incluía dos arboledas, dos zonas asilvestradas, setos de arbustos, un monte, un parque de ciervos, caminos serpenteantes, un campo de bolos, un jardín botánico y parterres florales cartesianos y huertos.

El tulípero (Liriodendron tulipifera) fue uno de los árboles preferidos por George Washington. Ejemplar  de Mount Vernon plantado por el propio Washington en 1785.

La historia tiende a separar la vida de Washington en Mount Vernon de sus actividades como general o presidente, pero en realidad nunca estuvieron tan alejadas. El estadista podría ser sacado de la granja, pero no la granja del estadista. Por ejemplo, en agosto de 1776, cuando estaba a unos días de la batalla de Long Island, la primera y la más grande de la guerra, le escribió a su administrador detallándole con mucha precisión la forma en que se distribuirían los nuevos árboles en Mount Vernon:

Estos árboles deben ser plantados sin orden ni regularidad (pero bastante agrupados, ya que podremos aclararlos en cualquier momento) con las robinias en el extremo norte. En el sur irán todos los tipos de árboles útiles (especialmente los que están en flor) que se puedan obtener, como el manzano cangrejo, el tulípero, el cornejo, el sasafras, el laurel, el sauce (especialmente el amarillo y el sauce llorón, cuyos esquejes pueden obtenerse en Filadelfia) y muchos otros que no recuerdo en la actualidad, que se intercalarán aquí y allá con otros siempreverdes como el acebo, el pino y el cedro, también hiedra, a los que se pueden añadir arbustos floridos de los más grandes, como el fresno florido y varios otros tipos que podrían mencionarse.

Washington compartía con otros padres fundadores la afición a mezclar cultura política con cultura botánica. Muchos de ellos, incluidos Jefferson y James Madison, poseían grandes propiedades. Jefferson, otro ávido horticultor y paisajista, lo visitaba con frecuencia, al igual que muchos otros prohombres. En las conversaciones entre ellos se mezclaban las preguntas sobre el estado de la guerra con debates sobre semillas, injertos y jardinería.

En 1797, después de terminar su segundo mandato como presidente, se apartó de la vida pública. Pocos se atrevían a creer que una vez más cedía el poder fácilmente, pero deseaba volver a la vida bucólica que su compromiso histórico le negaba.

Su finca de Virginia finalmente se había convertido en un oasis selvático, con grandes tulíperos bordeando el camino de entrada y más de sesenta especies nativas distribuidas por todas partes. Después de llegar a Mount Vernon para la que sería su última estancia, escribió:

Una vez más estoy sentado debajo de mi propia parra y de mi higuera, y espero pasar el resto de mis días […] en una jubilación pacífica en la que las actividades políticas cedan a la diversión más racional de cultivar la Tierra.

Tal vez fuera apropiado que para una nación que se abrió paso entre los árboles y dependía de su abundancia, que su primer héroe fuera un amante de los árboles. Como Washington escribió una vez a un amigo:

Esos árboles que he plantado con mis manos […] con su rápido crecimiento, indican a la vez el reconocimiento de mis años de declive y su disposición a extender sus mantos sobre mí antes de que parta para no volver más. Por esto, por su gratitud, los cuidaré mientras permanezca aquí. 

domingo, 21 de mayo de 2023

Nixon contra Jrushchov: el chusco debate de la cocina



En 1960 John Fitzgerald Kennedy ganó las elecciones presidenciales frente al entonces vicepresidente Richard Nixon. La culpa, dicen, fue que en un tiempo en que la televisión empezaba a ganar mercado en los hogares estadounidenses, Nixon no usó la maquinilla de afeitar antes del único debate televisado, lo que deslució su imagen, por lo demás poco atractiva, frente al guapetón senador por Massachussetts.

La afeitadora eléctrica era entonces uno de los modernos electrodomésticos que él propio Nixon había elogiado durante un chusco debate con Nikita Jrushchov, secretario general del Partido Comunista, que, como antesala de la Guerra Fría, tuvo lugar en Moscú el año anterior.

¿Recuerdan el pueblecito de ficción del Show de Truman? Era la quintaesencia del suburbio residencial estadounidense. A partir de 1980, más del 40% de la población estadounidense, unos cien millones de personas, vivía en suburbios, una proporción más alta de la que vivía en áreas rurales o urbanas. Como escribió Kenneth Jackson: «En 1985, las personas razonables podían debatir si Estados Unidos era una nación racista, una nación imperialista o una nación religiosa, pero casi nadie podía discutir que fuera una nación suburbana».

Una mujer sentada en el panel de control de la denominada RCA/Whirlpool Miracle Kitchen instalada dentro de la casa Splitnik. Library of Congress, Print & Photographs Division a través de reddit.com

El que sería el prodigioso desarrollo de la vida suburbial y de su inevitable derivado, el commuter, no surgió como una alternativa a la congestionada y cara vida urbana, sino como una solución a una crisis aguda de vivienda. El fin de la Segunda Guerra Mundial significó el regreso de dieciséis millones de veteranos, muchos de los cuales tenían familias y necesitaban lugares para vivir. El Gobierno federal decidió enfrentarse a la crisis habitacional.

En 1945, el presidente Truman dijo en el Congreso: «Un nivel de vivienda digno para todos es una de las obligaciones irreductibles de la civilización moderna […] El pueblo de los Estados Unidos, muy avanzado en riqueza y capacidad productiva, merece ser el pueblo mejor alojado del mundo. Debemos comenzar a enfrentar ese desafío inmediatamente». Se convirtió en un imperativo nacional garantizar a cualquier coste que hubiera suficientes viviendas disponibles.

Ante la alternativa de construir viviendas sociales directamente, una política que olía a comunista, o de proporcionar incentivos a los constructores privados, el Gobierno federal eligió la segunda. Algunas medidas legales ya se habían puesto en marcha bajo la presidencia de Roosevelt durante y después de la Gran Depresión, que habían permitido crear varias agencias federales de vivienda que, entre otras cosas, proporcionaban un seguro hipotecario respaldado por el Gobierno. La conocida como G.I. Bill de 1944 incluía el derecho a que los veteranos compraran una casa sin entrada inicial. Dos años después, Truman firmó el Programa de Vivienda de Emergencia para Veteranos, que canalizó recursos adicionales hacia la construcción.

Para cualquier promotor inmobiliario, la situación era un maná caído del cielo. En ese momento, dos de los tres ingredientes del éxito estaban allí: la demanda de vivienda y la disponibilidad de dinero. Lo único que faltaba era el producto, la casa suburbial. Los suburbios representarían un nuevo modelo para la vida doméstica estadounidense, mediante el cual las comunidades serían planificadas por promotores a gran escala y en las que la vida social, abandonados los edificios de apartamentos donde se hacinaban las familias, se transformaría en aislamiento, el mismo aislamiento individualista de las comunidades pioneras de Nueva Inglaterra. Donde una vez hubo granjas, habría filas y filas de casas unifamiliares, muchas de ellas indistinguibles unas de otras, cada una de ellas con las esperanzas y aspiraciones de una generación de estadounidenses que acababan de ver triunfar a su país en la guerra más grande de la historia.

Las casas tenían que ser buenas, bonitas y baratas. Se comenzó a experimentar con técnicas de producción rápida: los sótanos excavados que consumían mucho tiempo fueron reemplazados por cimientos de cemento forjado; paredes, techos y suelos eran prefabricados. Las casas se construyeron siguiendo la idea de la cadena de trabajo de Ford, con la diferencia de que eran unidades inmóviles con cadenas de trabajadores que iban desfilando y montando piezas. El proceso de construcción se redujo a veintiséis pasos principales, que podrían completarse con un equipo de trabajadores no especializados en pocas horas.

Publicidad de una típica casa suburbial de una sola planta c. 1948. Fuente: http://49900678.weebly.com/20th-century-american-life.html

En un célebre relato de 1985, el escritor W. D. Wetherell describió la construcción de Levittown, el primer gran suburbio levantado en Long Island: «Esto es lo que sucede: Llega un camión, se detiene delante de la casa, se juntan media docena de hombres […] En quince minutos han puesto un baño. ¡Pop! Se dirigen a la siguiente casa, justo a tiempo, porque aquí viene otro camión con la cocina. ¡Pop! Ya está la cocina. Otra casa, aquí vienen los electricistas. ¡Pop! ¡Pop! ¡Pop! La casa avanza».

El producto terminado tenía un precio inicial de 7.990 dólares. Con la generosa financiación que otorgaban las distintas ayudas federales, los veteranos podrían comprar una casa ¡sin entrada, sin intereses y pagando 56 dólares al mes!

La vida en los nuevos suburbios era algo más que poseer una casa. También se trataba de ser un consumidor. Los signos de una buena vida residencial incluían un automóvil en la puerta, un televisor en la sala de estar y una amplia gama de electrodomésticos en la cocina.

Era el triunfo del capitalismo norteamericano y había que llevarlo hasta la casa del enemigo comunista. Lo harían en la Exhibición Nacional Norteamericana instalada en el Parque Sokólniki de Moscú. Para la jornada de inauguración, que llevarían a cabo Nixon y Jrushchov, se montó una casa prefabricada modelo Lewitton de la que se decía que cualquier obrero estadounidense podía pagar. La vivienda estaba dotada de varios aparatos de cocina que representaban los frutos del floreciente mercado norteamericano de bienes de consumo, virtualmente inexistente en la URSS de aquellos años.

Moscú, 1959: Nixon explica, Jrushchov replica. Fotografía de William Safire. Dominio público.

Para mostrarla cómodamente al público, la casa había sido dividida en dos secciones separadas por una pasarela que recorrería la comitiva de autoridades. Los periodistas acuñaron un término jocoso para bautizarla: Splitnik, un juego de palabras entre el verbo inglés to split (dividir) y el pequeño Sputnik 1, el primer satélite artificial de la historia, que los soviéticos habían lanzado al espacio dos años antes acompañado de un gran aparato de propaganda para escarnio de la incipiente carrera espacial estadounidense.

En la pasarela, Nixon y Jrushchov debatieron acaloradamente sobre los méritos de sus respectivos sistemas económicos, el capitalismo de las democracias occidentales y el comunismo soviético. Nixon alabó los productos disponibles en una típica sociedad de consumo capitalista: lavavajillas, cortacéspedes, Cadillacs descapotables, equipos de alta fidelidad, batidoras, televisión en color, aspiradoras, coca-colas… y todo lo que se le ocurrió. Para rematar con las ventajas para las mujeres, citó los maquillajes, los lápices labiales, los secadores de pelo, las medias de nylon y los zapatos de tacón de aguja.

Jrushchov hizo hincapié en que la URSS se centraba en "cosas que realmente importaban" en lugar de "perder el tiempo" y fabricar artefactos que le parecían "superfluos". Añadió que "no creía que los obreros norteamericanos pudiesen permitirse el lujo de tantos aparatos inútiles", además de menospreciarlos comentando que "evocaban la actitud capitalista hacia la mujer". A propósito de los aparatos domésticos que hacían la vida más fácil, el líder soviético preguntó sarcásticamente si en Estados Unidos ya se había fabricado una máquina que "metiese la comida en la boca y la empujase hacia la garganta".

En respuesta, Nixon pronunció una frase que pasó a la historia: "¿No sería mejor competir sobre los méritos de las lavadoras que sobre la potencia de los misiles? A pesar de la naturaleza informal del debate, Nixon vería crecer su popularidad a su regreso de Moscú. Inmediatamente después del viaje, su perfil como hombre de Estado sobresalió por encima del que habitualmente tienen los vicepresidentes, lo que en parte contribuyó a incrementar sus posibilidades de obtener la candidatura republicana a la presidencia que finalmente logró.

En las elecciones presidenciales de 1960 perdió a favor de su rival, John Fitzgerald Kennedy. El resto es historia.

¿Por qué se extinguieron los trilobites?



Es una gran historia que la mayoría de los niños aprenden en la escuela primaria. Las pisadas de unos animales enormes y terribles, los dinosaurios, atronaron la Tierra durante millones de años mientras vagaban por los densos bosques tropicales del Mesozoico. 

Hay una etapa en la infancia en la que nos fascinan los fósiles, con el poderoso Tyranosaurus rex a la cabeza.Quizás porque teniendo unos diez años un amigo de mi padre me trajo un ejemplar fosilizado en un pedrusco marroquí que extravié en alguna mudanza, yo me aficioné a los trilobites, esos animales acorazados cuyo nombre, Trilobita, viene del latín "tres lóbulos", los fósiles más abundantes del Paleozoico, que sobrevivieron durante millones de años en una Tierra en la que dominaba la vida oceánica. Sus restos fósiles son tan abundantes y han sido tan estudiados, que posiblemente sean el grupo de organismos extintos más conocido.

Mi antigua afición ha renacido cuando se acaba de descubrir que, extrañamente, poseían un tercer ojo, como si se tratara de Lobsang Rampa, el falso monje budista protagonista del gran timo literario de los años 50, lo que me ha sorprendido casi tanto como cuando supe que lo que parecían ser unos animalitos simpáticos e inofensivos practicaban el canibalismo.

Los trilobites son criaturas extrañas: parecen bichos nadadores cuyas placas acorazadas rematan en cascos como los de Darth Vader, que vivieron en la Tierra durante la friolera de 270 millones de años. Estos invertebrados pelágicos, cuyas especies alguna vez se contaron por decenas de miles y sus especímenes por miles de millones, prosperaron mientras se afanaban rastreando incansablemente los fondos oceánicos en busca de alimento con tanto éxito que incluso lograron sobrevivir a las dos primeras extinciones masivas.

Con la tercera no lo lograron. Hace unos 252 millones de años, desaparecieron del registro fósil. ¿Qué acabó con estas criaturas hasta entonces campeonas de la resiliencia de los fondos abisales?

Aparecidos en el período Cámbrico (al inicio del Paleozoico, hace unos 540 millones de años), cuando los primeros organismos multicelulares conocidos, los ediacáricos que poblaron las aguas hace entre 635 y 542 millones de años, ya habían desaparecido, los trilobites empezaron a diversificarse en el Cámbrico inferior. Tras la extinción masiva de finales del Cámbrico, solo sobrevivieron las formas que habitaban ambientes pelágicos, de aguas profundas. Durante el Ordovícico alcanzaron su máxima diversidad y ocuparon casi todos los nichos ecológicos marinos. A partir del Silúrico presentaron pocos cambios, hasta que durante la extinción masiva del Devónico sufrieron una importante reducción con la extinción de casi todos los grupos que habían llegado a reunir unas 22 000 especies.

Su total desaparición coincidió con la extinción del Pérmico-Triásico, la más devastadora de todas las extinciones, durante la cual desapareció un 81% de las especies marinas y el 70% de las especies de vertebrados terrestres.

Las erupciones volcánicas en Siberia, que arrojaron a finales del Pérmico enormes cantidades de lava durante unos dos millones de años, emitieron billones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera, lo que provocó la acidificación de los océanos, que a su vez dificultó la supervivencia de los animales marinos. Hasta el 95% de las especies marinas, incluidos muchos trilobites, sucumbieron a la extinción de finales del Pérmico, también conocida como la Gran Mortandad.

Para entonces, los trilobites ya habían comenzado una senda imparable hacia la extinción. Cuando los alcanzó la tercera extinción masiva, su diversidad ya había mermado considerablemente porque los cambios ambientales y evolutivos habían reducido el número de representantes de esta clase de criaturas primitivas.



Cuando los trilobites aparecieron por primera vez al comienzo del Cámbrico (hace entre 541 y 485 millones de años), eran extremadamente diversos, posiblemente porque no había tantos competidores. Las adaptaciones de los trilobites durante el Cámbrico temprano se relacionan principalmente con unos entornos favorables que impulsaron su crecimiento y su desarrollo expansivos, como se deduce de las muchas variaciones en la cantidad de segmentos o extremidades que poseían.

Durante el Período Ordovícico, que comenzó hace unos 485 millones de años, la competencia y la depredación entraron en juego con una virulencia desconocida hasta entonces. En esos tiempos convulsos, muchas de las adaptaciones de los trilobites están claramente relacionadas con estrategias ecológicas ofensivo-defensivas: algunos desarrollaron diferentes posiciones de los ojos, exoesqueletos más duros o la capacidad de enrollarse como una bola, tal y como hacen las modernas cochinillas comunes. Estas adaptaciones, sospechan los paleontólogos, hicieron que los trilobites tuvieran más éxito en el cada vez más competitivo fondo del océano. Pero, a la larga, estas aadptaciones podrían haber impedido su recuperación en las siguientes extinciones masivas.

Por entonces, hace unos 444 millones de años, sobrevino la extinción del Ordovícico-Silúrico, la primera extinción masiva causada por un enfriamiento global y una disminución en los niveles del mar. El número de especies de trilobites, que una vez se contó por miles, se redujo a cientos. Aunque las cadenas tróficas y los ecosistemas permanecieron intactos, los trilobites nunca se diversificaron del todo ni alcanzaron la biodiversidad específica que habían alcanzado antes. La creciente competencia en los hábitats oceánicos puede ser lo que les impidió recuperarse por completo.

La segunda extinción masiva, la del Devónico tardío, golpeó a los trilobites hace unos 375 millones de años. La extinción del Devónico tardío fue más lenta y sus causas menos específicas que la anterior y la posterior. Es más difícil de analizar porque tuvo lugar durante un largo intervalo temporal, pero probablemente condujo a una desaceleración de la evolución y de la diversificación. Aunque la causa directa sea menos clara, el efecto de la segunda extinción en los trilobites fue muy acusado. Órdenes enteros —en biología los animales se clasifican en órdenes, familias, grupos y, finalmente, especies— se extinguieron. Después de la segunda extinción, solo sobrevivió una familia de la clase de los trilobites: los Proetidae.

No está claro lo qué hizo que los miembros de esa familia fueran tan resistentes. Eran criaturas relativamente simples en comparación con algunos de los trilobites más abundantes y voluminosos que han existido. Cuando sobrevino la tercera extinción a finales del Pérmico, la competencia, los depredadores y los cambios ambientales se volvieron más hostiles contra los antiguos proétidos, que no pudieron resistir los procesos de calentamiento global provocados por las erupciones volcánicas.

Los detalles de lo que provocó que los trilobites fueran tan resistentes primero y tan vulnerables después, todavía está por aclarar. Descubrir por qué nunca se diversificaron de nuevo en la misma medida tras cada extinción, es una pregunta que sigue sin respuesta. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

lunes, 8 de mayo de 2023

Los superhongos resistentes a los antibióticos que amenazan el sistema sanitario mundial



Hace tres meses tomé conciencia de uno de los diagnósticos más temibles que te pueden decir cuando estás hospitalizado: «Tienes una infección resistente a los antibióticos». Eso significa que los microrganismos que te enferman no pueden eliminarse fácilmente con antibióticos comunes, lo que obliga a que el tratamiento se complique.

Una vez que los microbiólogos del hospital encuentran la combinación específica de medicamentos, es posible que se deba tomar por vía intravenosa durante semanas para superar la infección, lo que podría acarrear efectos secundarios más graves.

Desgraciadamente, ese diagnóstico es cada vez más común: la resistencia a los antibióticos es un gran problema que contribuyó a casi 1,3 millones de muertes en todo el mundo en 2019. Aunque estamos acostumbrados a relacionar los antibióticos con los ataques bacterianos, las cada vez más frecuentes patologías asociadas con hongos obligan a incorporar al vocabulario los términos antimicótico o antifúngico.

Hongos que amenazan la salud humana

Que los hongos sean tan vitales para nosotros como lo son animales y plantas no ha evitado que sean poco estudiados. Algo insólito teniendo en cuenta que, además, las enfermedades fúngicas son responsables de unas tasas letales similares a las de la tuberculosis y más de tres veces superiores a las de la malaria.

Son tasas más que notables, especialmente si se considera lo poco que se sabe sobre la biología de los patógenos fúngicos y la falta de reconocimiento de los efectos de sus infecciones en la salud humana. Esas infecciones están detrás de millones de casos de enfermedades, incluyendo la aspergilosis pulmonar crónica e invasiva, la candidiasis, la histoplasmosis o la neumonía, a las que cada año se suman más de diez millones de casos de asma fúngico y otro millón de queratitis.

Un reciente informe de la OMS ha sacado a la luz que las infecciones fúngicas matan a más de 1,5 millones de personas cada año. Desde mohos hasta levaduras y esporas que respiramos inconsciente e inevitablemente, la OMS ha identificado diecinueve patógenos fúngicos como las mayores amenazas para la salud humana.



Todos los hongos incluidos en el informe son microscópicos y muchos son letales. El informe los clasifica en tres niveles de peligrosidad: crítica, alta y media. Entre los cuatro considerados críticos destaca la levadura Candida auris, capaz de causar infecciones graves potencialmente mortales.

C. auris es un hongo emergente que puede causar infecciones invasivas. Auris es la palabra latina para oído, porque esta especie del género Candida se detectó por primera vez en el conducto auditivo externo de un paciente. Actualmente, se ha convertido en un patógeno nosocomial multirresistente a nivel mundial y se considera una gran amenaza en entornos sanitarios.

¿Cómo se volvió tan peligrosa esta levadura?

Para empezar, hay que tener en cuenta que las células fúngicas están rodeadas por una pared celular que ayuda a mantener su forma y las protege del medio ambiente. Las paredes celulares de los hongos se construyen en parte a partir de varios tipos diferentes de polisacáridos, que son cadenas largas de moléculas de azúcar unidas entre sí.

Dos polisacáridos que se encuentran en casi todas las paredes celulares de los hongos son la quitina, que forma también parte del esqueleto externo de muchos insectos, y los betaglucanos (ßG). Como las células animales carecen de ella, ese tipo distintivo de pared celular es una diana terapéutica de primer orden para los medicamentos, porque aquellos capaces de bloquear la producción ambos polisacáridos exclusivos de los hongos tendrán menos efectos secundarios una vez aplicados a pacientes humanos.

Algunas de los medicamentos más comunes que se usan para tratar infecciones fúngicas son las equinocandinas. Estos fármacos impiden que las células fúngicas produzcan ßG, lo que debilita significativamente su pared celular, hasta el punto que la célula fúngica no puede mantener bien su forma. Mientras el hongo está luchando por crecer o se está fragmentando, nuestro sistema inmunológico tiene muchas más posibilidades de combatir la infección.

Desgraciadamente, algunas cepas de C. auris son resistentes al tratamiento con equinocandinas. ¿Cómo lo consiguen? Durante décadas, los científicos han estado estudiando cómo los hongos superan los medicamentos diseñados para debilitarlos o matarlos. En el caso de las equinocandinas, C. auris suele utilizar tres estrategias para vencer a estos tratamientos: ocultarse, construir y mutar.

La primera es envolverse en una biopelícula, es decir, en un camuflaje complejo de azúcares, proteínas, ADN y células. Los medicamentos no son eficaces para atravesar biopelículas, por lo que no pueden acceder y matar las células fúngicas del interior. Las biopelículas son especialmente peligrosas cuando crecen en equipos médicos como aireadores traqueales o catéteres, porque una vez liberadas de la biopelícula las células fúngicas que han adquirido la capacidad de resistir los medicamentos que tomaba un paciente se vuelven más peligrosas.

Candida albicans (rojo) produciendo filamentos ramificados que le permiten adherirse a Candida glabrata (verde) para formar biopelículas. Ambas especies pueden causar infecciones nosocomiales. Foto cortesía del Edgerton Laboratory, New York State University, Buffalo.

La segunda estrategia que usan las levaduras patógenas para evadir el tratamiento es construir paredes celulares diferentes. Las células fúngicas tratadas con equinocandinas no pueden producir ßG. Cuando eso sucede, comienzan a producir más quitina. Las equinocandinas no pueden impedir la producción de quitina, por lo que el hongo puede construir una pared celular fuerte evitando así los daños. Aunque existen algunos medicamentos que pueden detener la producción de quitina, ninguno está aprobado actualmente para uso clínico.

La tercera estrategia es cambiar la forma de la enzima productora de ßG para que las equinocandinas no puedan bloquearla. Estas mutaciones permiten que continúe la producción de ßG incluso en presencia del fármaco. No es de extrañar que Candida utilice esa estrategia para resistir los medicamentos antimicóticos, ya que es muy eficaz para mantener vivas las células.

Nuevas tácticas del combate antifúngico

¿Qué se puede hacer para tratar las infecciones fúngicas resistentes a las equinocandinas? Los científicos están investigando nuevas formas de eliminar C. auris y hongos similares. El primer enfoque es encontrar nuevos medicamentos. Por ejemplo, hay dos fármacos en desarrollo, rezafungina e ibrexafungerp, que parecen ser capaces de detener la producción de ßG incluso en hongos resistentes a las equinocandinas.

Un enfoque complementario es ensayar si una clase de enzimas llamadas glucosidasas podrían combatir los hongos resistentes a los medicamentos. Algunas de estas enzimas destruyen activamente la pared celular fúngica, separando tanto el ßG como la quitina al mismo tiempo, lo que podría ayudar a evitar que los hongos sobrevivan en los equipos médicos de los hospitales.

El objetivo final de esta investigación es el médico te diga: "Tienes una infección por hongos, pero ahora tenemos un buen tratamiento". ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

domingo, 7 de mayo de 2023

Las hierbas de los ciegos

 


Si alguna vez has tocado una ortiga, habrás comprobado que no resulta agradable. Sabrás también por qué las ortigas se conocían antiguamente como “hierbas de los ciegos”: hasta los invidentes sabían reconocerlas sin verlas. Contemplarlas traslada a la niñez, trae recuerdos de piernas ardiendo mientras atravesabas los caminos rurales en bicicleta o de sarpullidos enrojecidos que aparecían de repente en las manos mientras rebuscabas fresas entre los herbazales de las veredas forestales.

Quizás por ello, las ortigas no ocupan un lugar destacado en las listas de plantas favoritas de la gente. Pero detrás de ellas plantas hay mucho más: todo un conjunto de adaptaciones anatómicas y químicas que han hecho de las ortigas unos competidores formidables frente a plantas de flores más vistosas y un prodigio de la autodefensa.

Empecemos con lo básico. Las ortigas pertenecen al género Urtica, que da nombre a toda una familia, las urticáceas, que en 1753 el naturalista Linneo bautizó en clara alusión a que la mayoría de ellas se caracterizan por tener unos pelos urticantes, calificativo que deriva de los términos latinos «uro, urere», me quemo, quemar, y de «tactus», tacto, es decir, planta que quema cuando se toca.

El género Urtica comprende alrededor de un centenar de especies de las regiones templadas y subtropicales del mundo. En España hay registradas cinco especies, una de las cuales, U. bianorii limita su presencia a Mallorca, mientras que de las otras cuatro las tres más comunes son U. pilulifera, U. urens y U. dioica. Me centraré en esta última para hacer una sucinta descripción de todo el género.

Las tres especies de ortigas más frecuentes en la flora española. Flores masculinas (recuadros azules), flores femeninas (recuadros rojos), tricomas urticantes (elipses) e inflorescencias (flechas). En U. pilulifera las inflorescencias femeninas van en glomérulos esféricos.


U. dioica, conocida como ortiga mayor u ortiga verde, toma su nombre específico, «dioica», del griego «di», dos, y de «oikos», casa, (dos casas) por el hecho de que esta especie tiene flores masculinas y femeninas separadas en plantas machos y hembras. Su tallos, sobre los que crecen hojas ovaladas enfrentadas por pares, tienen una sección cuadrada y no circular como en la mayoría de las plantas, alcanzan entre 50 y 150 centímetros y, como las hojas y las flores, están revestidos de pelos transparentes.

Las flores, muy pequeñas y de color amarillo verdoso, van reunidas en grupitos esféricos (glomérulos) distribuidos en racimos ramificados más o menos colgantes en la axila de las hojas superiores. A diferencia de las plantas que atraen a los polinizadores mediante flores vistosas y recompensas en forma de néctar o de otras sustancias, las ortigas, cuyo polen es trasladado por los golpes de viento, tienen flores muy sencillas, sin diferenciación en cáliz y corola, rodeadas por cuatro piezas pequeñas hirsutas.

Ortiga mayor (Urtica dioica)


A pesar de su sencillez, el mecanismo de lanzamiento del polen es muy elaborado. La evolución genética ha hecho que en las flores masculinas los cuatro estambres permanezcan arrugados hasta que madura el polen; en ese momento, se expanden repentinamente como catapultas arrojando los granos de polen al aire para que se dispersen y se favorezca la polinización anemófila (operada por el viento) de las flores femeninas. La floración se concentra de mayo a noviembre. Los frutos secos son como diminutos cañamones, de color verde oliva y con un mechón de pelos en el ápice.

Las ortigas son asombrosas colonizadoras de suelos desnudos y alterados. Sus semillas de larga vida pueden permanecer inactivas en el suelo durante cinco años o más. La hipótesis de Darwin según la cual las semillas de las urticáceas podrían sobrevivir a un largo viaje por mar que les serviría para dispersarse entre continentes, se demostró en 2018 cuando una investigación demostró que la dureza de sus cubiertas les permite la colonización transoceánica.

Unidos a los pelos urticantes, unos magníficos repelentes rechazados incluso por los herbívoros más hambrientos, sus tallos rizomatosos o sus intrincados sistemas radiculares hacen que las ortigas sean muy difíciles de eliminar una vez que han ocupado un terreno. Esas características ayudan a que se establezcan rápidamente en terrenos despejados, compitan con ventaja y se propaguen en nuevas poblaciones resistentes a los factores ambientales externos.

Población de Urtica urens en un barbecho castigado por una plaga de conejos, incapaces de ingerir las ortigas vulnerantes.


En unos tiempos en los que la agricultura intensiva, la expansión urbana y la contaminación destruyen la naturaleza y la vida silvestre en jardines y campos depende de las plantas, la resiliencia de las ortigas las convierte en una herramienta excelente en la lucha para detener la crisis de la biodiversidad. Las ortigas ayudan a la vida silvestre a sobrevivir, especialmente en áreas urbanas y agrícolas. En todo el mundo, la propagación de las ortigas desde su hábitat forestal natural por jardines y terrenos baldíos constituye el sustento de las orugas de varias mariposas amenazadas de extinción.

Y no son solo las mariposas las que dependen de las ortigas. Las mariquitas (Coccinella septempunctata) a menudo ponen huevos en sus hojas. Estas “amigas de los jardineros” son unas voraces depredadoras de los pulgones que succionan la savia de las plantas de jardines y huertos. Tener ortigas en las lindes de los cultivos concede a las mariquitas y a otros insectos depredadores un lugar donde refugiarse y del que despegar listos para darse un festín cuando el aumento de la población de pulgones amenace con transformarse en plaga.

La picadura

Si miramos de cerca una planta de ortiga, veremos que está cubierta de rígidos pelos transparentes. Observados bajo el microscopio, aparecen constituidos por una base formada por un grupo de células secretoras y una larga célula terminal con forma de aguja. En la macrofotografía adjunta, se observa claramente la transparencia de la aguja que remata las células secretoras de su base, cuya turgencia sea posiblemente la responsable de la presión del líquido contenido en la aguja. La enorme célula aguzada está hueca y sus finas paredes silicificadas como vidrios son tan extremadamente duras y transparentes como una aguja de cristal hueco.

El líquido irritante que se aprecia por transparencia en el interior de la aguja es una neurotoxina compuesta principalmente por ácido fórmico, el mismo ácido que secretan al morder las hormigas (formicas, en latín) y es el responsable del escozor que sentimos al rozar una ortiga. Otros componentes del líquido son la acetilcolina y la histamina. La primera es un vasodilatador que aumenta el tamaño y la permeabilidad de los capilares, mientras que la histamina está implicada en las reacciones alérgicas que producen la irritación de las mucosas y la hinchazón de los tejidos.

A-C. Macrofotografías de un tricoma urticante que muestran la transparencia de la aguja y las células secretoras de su base. D. Detalle de la microampolla apical del pelo urticante. E. Sistema de inyección de los pelos urticantes de la ortiga y su similitud con una aguja hipodérmica.



Ambas toxinas son, por tanto, las responsables de la rápida penetración del veneno y de las pequeñas ampollas e hinchazones que surgen segundos después de la picadura de una ortiga. La mezcla de toxinas es estable y resistente al calor y conserva sus propiedades urticantes durante décadas. Por eso, los ejemplares momificados y conservados en herbarios durante décadas siguen provocando irritaciones. 

Examinando la punta de la aguja a mayor aumento no se observan poros, pero se nota un pequeño engrosamiento en el ápice que se revela al microscopio óptico de cien aumentos como una delicada microampolla, cuya rotura confiere a la célula terminal la forma de una perfecta aguja hipodérmica con un orificio en bisel similar al de las agujas clínicas. El estado turgente de las células secretoras de la base hace que el veneno se encuentre bajo presión y se inyecte en la herida en cuanto se rompe la microampolla al contactar con la piel.

Usos

Hay una larga historia del uso de las ortigas en la medicina popular de todo el mundo. Existe evidencia científica de que las ortigas (o los extractos de sus hojas, raíces y tallos) pueden tratar la hipertensión y la diabetes. Incluso, añadidas al pienso, sirven para mantener en estado saludable a los animales criados en piscifactorías y granjas avícolas.

Ya en la Edad Media, pero seguramente mucho antes (hay documentos que atestiguan el uso de ortigas en la Edad del Bronce y el antiguo Egipto), se extraían de sus tallos largas fibras similares a las del cáñamo; con ese propósito se cultivaron en el siglo XIX unas ortigas asiáticas (Boehmeria nivea) para producir unos tejidos llamados ramios parecidos a los de lino. En el siglo XVIII, el relator del tercer viaje del Capitán Cook escribió que los habitantes de Kamtchatka, una península ubicada en el extremo oriental de Rusia bañada por el Océano Pacífico, no habrían podido sobrevivir sin ortigas, a las que usaban para hacer redes de pesca, cuerdas, hilo de coser y ropa resistente, etc. Para lograrlo cortaban los tallos de ortiga en agosto, los maceraban, los secaban e hilaban sus fibras durante los largos inviernos.

La ortiga se cultivó durante mucho tiempo en muchos países del norte de Europa como forraje para el ganado y todavía ahora, después de trituradas, se administran ortigas frescas ricas en carotenos a los animales de granja para que su piel, carne y huevos sean más coloridos y para aumentar la producción de grasa en la leche y colorear la mantequilla con un hermoso amarillo.

La ortiga también es una excelente verdura: las hojas, completamente inermes después de un breve escaldado, y luego exprimidas, se usan cocidas y sazonadas con sal y aceite como las espinacas, y para preparar risotto, sopa de verduras, tortillas, tortellini, pasteles salados, rellenos, etc.

En fitoterapia se usa toda la planta cosechada de abril a septiembre, los rizomas recolectados en otoño (para hacer decocciones con vinagre de uso externo, para combatir la alopecia y la caspa) y en algunos países también los frutos, que contienen un aceite rico en ácidos grasos insaturados, fitoestimulinas cicatrizantes, fitohormonas y tocoferoles vitamínicos. Se utilizan en forma de extractos alcohólicos, como corroborantes y tonificantes. Además de ser muy rica en clorofila, existen numerosos ingredientes activos en la ortiga (taninos, nitratos, ácido fórmico y salicílico, flavonoides, carotenoides, hierro, vitaminas C, B, K1) que le confieren propiedades diuréticas, astringentes, hemostáticas, depurativas, antirreumáticas, antihemorrágicas, hipoglucémicas y antiseborreicas.

Una verdadera botica, urticante, pero una botica. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.