Muchos naturalistas intentaron descubrir el origen del curare, pero pasaron décadas hasta confirmarse que los ingredientes fundamentales eran Chondrodendron tomentosum o Strychnos toxifera, en función de la presencia de una planta u otra en la flora local. A la izquierda, lámina botánica de C. tomentosum y, arriba, fotografía de la planta en el Jardín Botánico de Nueva York. Fuente: Wellcome Library.
El término “curare” describe una serie de venenos de origen vegetal que los nativos amazónicos utilizaban para emponzoñar las flechas y los dardos que lanzaban con cerbatanas. Esos venenos causaban parálisis progresiva, que resultaba mortal cuando las toxinas afectaban a los músculos respiratorios. De las selvas saltó a los quirófanos como unos de los primeros y más eficaces relajantes musculares.
En 1516, se
publicaron en Alcalá de Henares los tres primeros tomos de los diez que
componen las Décadas
de Orbe Novo, una obra de Pedro Mártir de Anglería, amanuense lombardo
y cronista del Carlos V. Anglería nunca visitó América, pero su obra se nutrió
de los relatos y comentarios de los principales descubridores españoles a los
que tuvo fácil acceso por haber medrado en las cortes de los Reyes Católicos,
Juana la Loca y Carlos V. Su relato, una mezcla de realidad y fantasía,
contribuyó a la mística del curare y atrajo a muchos hombres en su búsqueda,
algunos hasta morir en el intento.
En las
páginas de Décadas se describen las heridas mortales de un soldado
alcanzado por una flecha envenenada. No fue la única narración de esa
naturaleza: muchas otras crónicas dieron cuenta de historias similares, pero
esta parece ser la primera referencia al curare, el veneno fulminante con el que
los indígenas amazónicos embadurnaban sus flechas.
Sesenta años
después de la publicación de las Décadas, en 1596, antes de que perdiera
literalmente la cabeza en manos del verdugo de Jacobo I, sir Walter Raleigh capitaneaba
una de las muchas e insensatas expediciones en busca de El Dorado, la mítica
ciudad construida en oro. No tuvo éxito, pero al menos uno de los pilotos
expedicionarios, Lawrence
Kemys, en lugar de perder el tiempo durante las extenuantes marchas por las
insalubres selvas de las Guayanas, se dedicó a recopilar un conjunto de hierbas
venenosas conocidas por los nativos como ourari, posiblemente una
corrupción lingüística de dos palabras indígenas, uria que significa
pájaro, y eor que se traduce como matar.
De vuelta a
la pérfida Albión, Kemys publicó Relation
of the Second Voyage to Guiana, un libro en cuyas
observaciones dio a conocer una pasta venenosa elaborada con varias plantas con
la que los indios impregnaban flechas y cerbatanas. Más gore fue la
descripción que ofreció el propio Raleight en su Discovery
of the Large, Rich and Beautiful Empire of Guiana, cuando
describe que los indios araras, que “eran tan negros como el betún”, poseían «el
veneno más potente en sus flechas, y el más peligroso, de todas las naciones
[…]. Porque además de la mortalidad de la herida que hacen, quien haya sido
herido por una soporta el tormento más insufrible del mundo y sufre la muerte
más fea y lamentable, a veces muriendo completamente loco, a veces con las tripas
saliendo de sus entrañas, normalmente descoloridas que para entonces están tan
negras como la brea y tan desagradables que ningún hombre puede soportar
curarlos o atenderlos».
En 1735, Charles
Marie de la Condamine, matemático, cartógrafo y astrónomo francés comenzó
su famosa expedición destinada a establecer la longitud del grado del
meridiano. Hombre de ciencia y naturalista por vocación, la Condamine no se
limitó a sus cálculos astronómicos; recolectó también muestras de lo que
genéricamente ya se denominaba «curare».
El curioso la
Condamine llevó a cabo algunos experimentos con animales, pero hubo que esperar
cien años para que británicos y franceses comenzaran una cadena sistemática de
investigaciones fisiológicas que acabaron por descifrar el mecanismo de acción
de esos venenos: la parálisis muscular que provocan se debía al bloqueo de la
transmisión de los impulsos eléctricos desde los nervios hacia los músculos.
Son, pues, diríamos hoy, unos “bloqueantes
neuromusculares” que, junto
con narcóticos y analgésicos se han constituido en un trío farmacológico
imprescindible en la moderna anestesiología.
Charles
Waterton (1782-1865), un noble inglés propietario de Walton Hall, una enorme
hacienda en Yorkshire en la que está enterrado, era un hombre poco común. Hacendado,
naturalista y explorador, fue un pionero del conservacionismo que convirtió Walton
Hall en una reserva natural en la que instaló nidos artificiales para facilitar
la cría y reproducción de las aves.
Jardines de Walton Hall en la actualidad |
Con 32 años,
se fue a Guyana para administrar las plantaciones de azúcar de su familia. Al
cabo de unos años la curiosidad científica venció a la práctica agronómica y en
1812 Waterton emprendió su primer viaje como explorador naturalista. Hizo tres
viajes de exploración más en 1816, 1820 y 1824, cuyas vivencias reunió en 1825
en su famoso libro Wanderings in South America, una obra que inspiró a los
dos padres de la evolución: Charles Darwin y Alfred Russel Wallace.
Uno de los principales
objetivos de las campañas de Waterton era obtener muestras del veneno con el
que los nativos impregnaban sus flechas, el “wourali”, como él lo llamaba. Regresó
de su primer viaje por Guyana con un bloque del veneno que había visto utilizar
a los chamanes de la tribu Macushi, que en sus rituales utilizaban una
preparación a base de plantas entre las que se encontraba una liana de grandes
hojas que los botánicos españoles Ruiz y Pavón
habían descrito en 1798 como Chondrodendron
tomentosum.
En el proceso
de elaboración, los chamanes hervían las raíces y las ramas de la planta hasta
formar una pasta a la que llamaban curare. A continuación, impregnaban con ella
la punta de las flechas y los dardos que seguidamente introducían en cerbatanas
de caña. Los macushi las utilizaban para cazar con una efectividad
impresionante: con solo rozarla, el dardo paralizaba temporalmente a la presa que
caía desplomada.
En Wanderings
Walterton describió algunos experimentos realizados en Londres en 1814. Ese
año, demostró a una audiencia que incluía a sir Benjamin Brodie los efectos del
wourali en animales. A falta de cobayas, el excéntrico Waterton utilizó burros
para sus experimentos. Inyectó wourali a dos de ellos. Se derrumbaron y
murieron en unos diez minutos. Aplicó un torniquete a la pata de un tercer
burro y le inyectó el wourali por debajo de la atadura. El animal continuó
caminando durante una hora hasta que le quitaron el torniquete. En cuestión de
minutos se derrumbó, paralizado. Le abrieron inmediatamente la tráquea y le
insertaron un fuelle para ventilarla. Al cabo de dos horas retiraron la
ventilación, el burro se despertó y luego volvió a desplomarse. Se inició de
nuevo la ventilación antes de que el animal muriera, y después de otras dos
horas, el burro se recuperó y anduvo, maltrecho, pero anduvo.
Lo que se
deducía del experimento era que el veneno afectaba a la musculatura (por eso
los animales se desplomaban) y que tardaba algún tiempo en paralizar la
musculatura respiratoria. Los animales morían por asfixia. Si se intubaban con
ese prototipo de respirador que era el fuelle, el efecto del veneno pasaba y el
animal seguía vivo. Eso explicaba por qué las presas que envenenaban los indios
podían comerse al cabo de algún tiempo. Cuando se encontró la naturaleza
química del veneno, para lo que hubo que esperar hasta 1939, se supo que el
curare es una mezcla de muchos alcaloides, es decir, compuestos de amonio
alcalinos. Precisamente por ser alcalinos, se absorben poco en el tubo
digestivo, razón por la cual la carne de los animales cazados podía ingerirse
sin temor a intoxicarse.
Que el
ilustre sir Benjamin
Brodie estuviera entre los asistentes a la demostración de Waterton no era
un capricho. Tres años antes de los experimentos con burros, Brodie, un
fisiólogo y cirujano inglés famoso por su investigación sobre enfermedades
óseas y articulares que acabarían por elevarlo en 1844 a la prestigiosa presidencia
del Real Colegio de Cirujanos, había frotado curare en una herida de un
conejillo de indias. El animalito dejó de respirar y parecía muerto, pero
cuando se abrió el tórax el corazón aún latía. Después de ser ventilado, se
recuperó.
Algo después,
en 1856, en uno de sus muchos experimentos con animales, el fisiólogo francés Claude Bernard descubrió que al inyectar curare a una rana los músculos del batracio se
detenían completamente, ¡pero el corazón seguía latiendo! La siguiente es una
versión abreviada, que he traducido, de “Physiological studies on certain
American poisons, ("Estudios fisiológicos sobre ciertos
venenos americanos"), publicado en La Revue des Deux Mondes
en 1864:
«En junio de 1844 hice mi
primer experimento con curare: inserté debajo de la piel del dorso de una rana
un pequeño trozo de curare seco y observé al animal. Al principio, la rana se
movía y saltaba con gran agilidad, luego se quedó quieta, el cuerpo se aplanó y
se encogió poco a poco. Después de varios minutos la rana estaba muerta, es
decir, se había vuelto flácida y no respondía a los pellizcos en la piel. Luego
procedí con lo que llamo una “autopsia fisiológica” […] es decir, abriendo el
cuerpo inmediatamente después de la muerte.
[…] Al abrir la rana envenenada, vi
que su corazón seguía latiendo. Su sangre se volvió roja al exponerse al aire y
parecía fisiológicamente normal. Entonces utilicé estímulos eléctricos como el
método más conveniente para provocar una reacción en nervios y músculos. La
estimulación directa del músculo producía contracciones violentas en todas las
partes del cuerpo, pero al estimular los nervios no había reacción. Los
nervios, es decir, los haces de tejido nervioso, estaban completamente muertos,
mientras que los demás componentes del cuerpo, los músculos, la sangre, las
mucosas, conservaban sus propiedades fisiológicas durante varias horas, como sucede
en los animales de sangre fría. […]
Por supuesto,
la interpretación de Bernard era errónea: los nervios no estaban muertos; como
se descubriría años después, lo que ocurría era la desconexión que se producía
cuando fallaba la unión o sinapsis neuromuscular.
El curare
era, sin lugar a duda, una herramienta farmacológica con mucho potencial. El
problema es que estaba compuesto por demasiados ingredientes. ¿Cuál de ellos
era el principio
activo, es decir, el responsable de su efecto paralizante?
La respuesta comenzaría
a desvelarse en 1936, cuando se entregó en Estocolmo el Premio Nobel de Medicina.
Retomaré la historia en la segunda parte.