sábado, 28 de enero de 2023

Veganos, vegetarianos y déficit de vitamina B12



Según el mito del origen judeocristiano, Dios le pidió a Caín y a su hermano Abel que demostraran cuánto lo amaban mediante un sacrificio que debía elegir cada uno. Abel, el pastor, le preparó cordero asado. El agricultor, Caín, puso en el fuego un potaje con los productos de su huerta.

Las dos columnas de humo se elevaron al mismo tiempo hacia el cielo, cada una con su particular aroma. Ambos hermanos aguardaron expectantes. El veredicto no tardó mucho en llegar: «Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda», se lee en el Génesis. El olor favorito de Dios era el de la carne asada, lo que despertó los celos de Caín, quien, loco de envidia, mató a golpes a su hermano. El primer asesinato bíblico fue provocado por un olor.

Como a Dios, al “padre de la evolución”, Charles Darwin, le gustaba la carne. Darwin anotó en su Diario de viaje la cultura gastronómica de Argentina: «Tuvimos de cena carne con cuero, es decir, carne asada con su piel. Es un bocado tan superior a la carne de vaca ordinaria como el venado lo es al cordero». El naturalista comió lo suficiente como para saciarse por décadas: «Desde hace varios días no como más que carne. Este nuevo régimen no me disgusta, pero me parece que solo podría soportarlo a condición de hacer un ejercicio violento».

El aroma conquistó a los primeros humanos, cautivó a Darwin y sigue conquistándonos El olor atávico, seductor y envolvente de la carne asada trasciende la tiranía del tiempo. Une el pasado con el presente y el futuro y atraviesa toda ideología política en una sociedad con múltiples ofertas aromáticas. El asado es la técnica más antigua para cocinar. Nadie sabe cuándo los humanos empezaron a cocinar alimentos y descubrieron que la comida podía transformarse mediante el fuego y volverse más fácil de digerir y por ende más sabrosa.

El primatólogo Richard Wrangham piensa que nuestros antepasados ya dominaban el fuego hace más de un millón y medio de años, es decir, mucho antes de que, hace 300 000, fuéramos auténticamente humanos y, como Faustino Cordón, sostiene que nuestro éxito como especie es el resultado de la cocina, porque una vez que comenzaron a cocinar, el tracto digestivo humano se redujo y el cerebro creció. El tiempo dedicado antes a masticar alimentos crudos y duros empezó a utilizarse para cazar, recolectar, atender a la prole y cuidar del campamento.

En especial, el descubrimiento de la comida cocinada al fuego nos procuró un exceso de energía destinado al crecimiento y al funcionamiento cerebral, un órgano insaciable que constituye tan solo el 2% de nuestro peso, pero usa el 20% de nuestra energía. Sin embargo, también es maravillosamente eficiente. Nuestro cerebro requiere solo unas 400 calorías diarias de energía, casi lo mismo que obtenemos ingiriendo 200 gramos de solomillo de ternera. Intente hacer funcionar su tableta durante un día con un solomillo y comprobará de lo que hablo.

Los humanos somos omnívoros, como demuestra la múltiple capacidad digestiva de nuestras secreciones digestivas especializadas en la degradación de grasas: los jugos gástricos, biliares y pancreáticos que acaban por degradar la grasa en moléculas grasas sencillas que pasarán directamente a la sangre a través de los capilares del intestino delgado.

Pero sin necesidad de profundizar en los procesos digestivos, basta observar nuestra cabeza y nuestra boca para darse cuenta de nuestra capacidad omnívora en general y carnívora en particular. Los componentes más familiares de la boca son los dientes, unas piezas formidables y extremadamente versátiles. Hay tres tipos: incisivos (una especie de cuchillas cuya principal función es cortar los alimentos), caninos (similares a espadas cuya función primordial es desgarrar la carne), premolares (trituran los alimentos para facilitar la digestión) y molares, cuya función es la masticación propiamente dicha que deja a los alimentos listos para la digestión.

Por lo demás, podemos morder con bastante fuerza: un varón adulto medio puede alcanzar alrededor de 400 newtons de fuerza, lo que explica lo bien que podemos triturar, por ejemplo, un pedazo de turrón —intente hacerlo a puñetazos y verá lo que consigue—, y el poco espacio que ocupan los cuatro músculos mandibulares, un prodigio de eficacia tarascadora propia de carnívoros mordedores, desgarradores y trituradores.

Pero una cosa es ser funcionalmente carnívoros y otra muy distinta negar las consecuencias del consumo excesivo de carnes, en especial de carnes rojas asadas, relacionadas con el desarrollo de tumores cancerígenos, entre otros del cada vez más frecuente cáncer colorrectal. En 2015 la revista médica Lancet Oncology clasificó la carne roja como probablemente carcinogénica en humanos. Por otro lado, cabe recordar que el consumo de carne también está relacionado con el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares. Un reciente estudio llevado a cabo con casi 30 000 personas indica que un consumo elevado de carne roja aumenta significativamente el riesgo de incidentes cardiovasculares.

Tampoco hay que olvidar el impacto medioambiental que supone la producción de proteína animal debido a la emisión de gases de efecto invernadero inductores del cambio climático y al elevado consumo de agua que conlleva. Así las cosas, un cambio hacia una alimentación con mayor consumo de vegetales y proteína animal de producción ecológicamente eficiente mejoraría tanto nuestra salud como la del planeta.

Por ello, cada vez es mayor el número de veganos (cuya dieta excluye alimentos de origen animal), y vegetarianos, que a los alimentos vegetales añaden huevos y lácteos. En paralelo a ese incremento poblacional, se extiende la opinión de que quienes siguen esas dietas son especialmente vulnerables a la deficiencia de algunos nutrientes, entre los cuales los que más se mencionan son proteínas, ácidos grasos, vitaminas D y B12, hierro y calcio.

¿Qué hay de cierto en esa presunción? ¿De verdad seguir tales dietas puede conducir a estados carenciales o más bien es un argumento destinado a desprestigiarlas? ¿Qué dice la Ciencia al respecto?

Llegar a la ingesta diaria mínima de proteínas siendo vegetariano o vegano no es ningún problema. Las proteínas están presentes en cantidades adecuadas en muchos alimentos de origen vegetal como legumbres y frutos secos. Además, en las dietas vegetarianas lácteos y huevos son excelentes fuentes proteínicas.

La ingesta de grasa también es suficiente si se consumen frutos secos, semillas o aceite, e incluso frutas como aceitunas y aguacates. Lo que hay que valorar para el correcto funcionamiento fisiológico es que la proporción entre ácidos grasos omega-3 y 6 debe ser equilibrada (no excederse en los segundos en detrimento de los primeros). Por eso conviene utilizar aceite de oliva (que tiene menor contenido en grasas omega-6) en vez del procedente de semillas, e ingerir frutos secos como las nueces, o semillas de soja linaza, chía o quinoa que contienen ácidos grasos omega-3.

La vitamina D se sintetiza al exponernos a la luz solar, por lo que su carencia entre vegetarianos o veganos no tiene por qué ser mayor que en personas omnívoras. Diversos estudios indican que vegetarianos y veganos no presentan mayor déficit de hierro que el resto de la población. En cualquier caso, para mejorar la absorción de hierro procedente de alimentos de origen vegetal como las legumbres es conveniente que se acompañen de otros que aumentan su absorción, especialmente los ricos en vitamina C como cítricos, fresas, pimientos rojos o kiwis.

El aporte de calcio es suficiente en vegetarianos que consuman lácteos. En el caso de no consumir lácteos o alimentos reforzados con calcio, es importante ingerir vegetales ricos en ese mineral y en los que se absorba bien, como la col rizada o kale, el brócoli, la coliflor, la soja, las alubias o las almendras.

El problema para veganos y vegetarianos es la vitamina B12. La única fuente natural de esta imprescindible vitamina, producida únicamente por microorganismos ingeridos por animales, son el pescado y las carnes de aves y mamíferos. Para evitar la anemia megaloblástica y otros trastornos psicomotrices, quienes siguen dietas estrictamente vegetarianas necesitan incorporar el aporte de B12 en su ingesta diaria mediante suplementos.

Los suplementos pueden obtenerse de nutracéuticos como la cianocobalamina y de alimentos enriquecidos, sobre todo a partir de soja y cereales, aunque la oferta sea todavía escasa. Los licuados vegetales, como los de almendra, soja, coco o avena, a menudo están reforzados con esa vitamina, como también lo están cereales y levaduras. No hay evidencias de que la vitamina presente en los tés fermentados kombucha y batabatacha, que a veces indican en su etiquetado que contienen en torno al 20 % del valor diario recomendado de vitamina B12, sea biológicamente activa en humanos.

En cualquier caso, se sea o no vegetariano o vegano, cuando aparece anemia por deficiencia de vitamina B12 hay que recurrir al médico para que establezca un tratamiento, que puede incluir una inyección de vitamina B12 una vez al mes, aunque muchas personas pueden responder con un sencillo aporte de suplementos de B12.

En resumen, vegetarianos y veganos en general pueden adquirir a través de una dieta bien planificada todos los nutrientes que necesitan salvo la vitamina B12, que debe ser suplementada en unos y otros y que, en caso de que aparezca anemia requerirá tratamiento médico. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.