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domingo, 28 de agosto de 2022

Lecturas de verano: breve historia del iceberg que hundió al Titanic



Si en algo se puede resumir la biografía del fotógrafo Wilson Bentley es que le fascinaba la nieve. En total, este fotógrafo estadounidense tomó más de cinco mil fotografías a lo largo de cuarenta años. En su trabajo utilizaba microscopios, lo que le convierte también en pionero de la microfotografía. La minuciosidad con la que Bentley estudiaba la nieve ha sido clave para entender cómo se forma ese fenómeno meteorológico que tanto nos cautivó cuando la vimos por primera vez.

La pasión por la nieve llevó a Bentley a descubrir tres cosas esenciales: a) que su formación es el resultado de la acumulación de cristales que adoptan formas geométricas y se agrupan en copos; b) que aunque se parezcan mucho entre ellos, cada copo, que apenas mide un centímetro, es diferente de otro, y c) que las formas geométricas con características fractales que pueden presentar son infinitas.

La nieve se forma cuando la temperatura atmosférica –no la que sentimos nosotros– es de cero grados centígrados. También es necesario que haya un cierto nivel de humedad en el ambiente. De hecho, hay muchos climas secos de frío extremo en los que jamás nieva. Un ejemplo son los valles secos de la Antártida, un territorio hipercongelado donde la falta de humedad impide la formación de nieve.

Fuente

Si se dan las condiciones adecuadas de temperatura y humedad, el agua que cae de las nubes se transforma en finos cristales microscópicos de hielo cuyo núcleo es una mota de polvo. Ese cristal atrae a más cristales hasta que forman largas dendritas alrededor de la mota de polvo como hormigas alrededor de un trozo de chocolate.

Unidos unos a otros gracias a la colisión de gotas microscópicas de agua mientras se precipitan al vacío, los cristales indetectables para el ojo humano caen a tierra en forma de copos visibles. Cuantos más cristales colisionen entre sí, mayor será el peso del copo de nieve. Mientras el copo en crecimiento sea más ligero que el aire, flotará. Pero tan pronto como un nuevo cristal adicional supere el punto de inflexión, la estructura sucumbirá a la gravedad y se desplomará.

Los copos son tan livianos porque entre un 90 y un 95% de cada uno es aire atrapado. Eso convierte a la nieve en un gran aislante térmico. Por eso, aunque parezca paradójico, algunos animales se cubren de nieve durante el invierno para hacer frente a las temperaturas del exterior. Esa es también la razón por la que los iglús, que solo usan el calor corporal para calentarlos, pueden llegar a ser mucho más cálidos dentro que fuera. Claro que a los iglús también les ayuda su característica forma esférica. La esfera es la figura geométrica de mayor volumen y menor superficie, lo que significa que un iglú está menos expuesto a la acción desecante de los vientos.

Hace quince mil años nevó sobre las capas de hielo congeladas de Groenlandia. La masa de tierra ya estaba cubierta de con una capa de hielo de casi cinco kilómetros de espesor. Con el tiempo, los copos frescos penetraron en el hielo y fueron comprimidos por la presión a la tercera parte de su tamaño original.

Pasaron miles de años mientras que la nieve que comenzó como copos se transformó en un compacto hielo glacial a medida que se deslizaba hacia la costa oeste de Groenlandia a razón de unos ocho kilómetros al año. El hielo pierde cohesión a medida que se acerca a la costa y, por eso, todos los días, particularmente en verano, enormes paredes de hielo se desprenden de los glaciares y caen al océano.



Así es como se forman cientos de icebergs oceánicos cada año. Fue un iceberg en particular que se desprendió en el verano de 1909 el que adquirió muy mala fama. Cuando se desprendió, su anchura era de casi cuatro kilómetros y medía treinta metros de alto, un tamaño lo suficientemente grande como para dejar pequeños a todos los estadios de fútbol del mundo juntos, al menos antes de que comenzara a derretirse.

Comenzó a derretirse una vez que empezó a flotar en el agua. Gracias al archiconocido principio de Arquímedes, sabemos que, a pesar de su tamaño colosal del que solo emerge un 10%, los icebergs flotan por la diferencia de densidades: los cuerpos ligeros (el hielo del iceberg es agua dulce) flotan sobre los densos (agua marina). Por eso, más que el tamaño de esos inmensos pedazos de hielo lo que importan son sus masas y la del agua: una vez en el agua, el hielo tiene una densidad de 900 kg/m3 que al ser mucho menor que la del agua salada del mar (1027 kg/m3), permite que floten.

Cumplidos sus quince mil años, el iceberg que venimos siguiendo cayó al mar en 1909, el mismo año en empezó a fabricarse el que hasta entonces sería el barco de vapor más grande jamás concebido, el RMS Titanic, concebido con una ambición desmesurada de tamaño y opulencia. Sería el transatlántico de pasajeros más grande y lujoso que jamás hubiera flotado.

Construir un barco como ese era demasiado costoso como proyecto único. Por eso, el primer gigante de los mares, que tardó en construirse tres años, tenía dos barcos hermanos destinados a formar la primera línea de la White Star Line durante las siguientes dos décadas.

El Titanic, como sus dos hermanos gigantes fue diseñado para transportar potentados a través del Atlántico en enormes camarotes con lujosas comodidades victorianas siempre que el afortunado (o eso creía él antes de estamparse con un bloque de hielo) pagase un billete de primera (unos 60.000 euros actuales) que le otorgaban acceso a restaurantes de lujo, salas de reuniones y biblioteca con paneles de roble, un baño turco y un gimnasio, una piscina cubierta de agua salada, enormes ventanales y salones de baile amenizados por la Wallace Hartley Band una orquesta que, más que por sus méritos estrictamente musicales, entraría en la leyenda por su perseverancia.

Hoy, el Titanic no hubiera sido un gigante de los mares si se compara con los modernos cruceros.

Ninguno de esas opulencias duró mucho. El barco zarpó de un dique seco en Irlanda del Norte a principios de 1912 y se detuvo para recoger pasajeros en Cherburgo, Francia, y en Queenstown, Irlanda, antes de virar hacia el oeste rumbo a Nueva York. Una vez lleno, iban embarcadas 2.200 personas, más de un tercio de ellas tripulantes. Cuatro días después de su singladura, 1490 descansaban para siempre en el piélago.

En esos tiempos, se sabía poco sobre el comportamiento de los icebergs, salvo que la mayoría se derretía en algún lugar del Círculo Polar Ártico. John Thomas Towson, un científico de la navegación, escribió en 1857 que los icebergs no eran ni diferentes ni menos duros que las rocas formadas durante milenios por el tiempo y la presión. Muy cierto.

Towson sabía que los icebergs representaban un enorme peligro para los cascos de madera de los barcos del siglo XIX. También muy cierto, pero fue un poco más allá, especuló y falló estrepitosamente: los cascos de acero eran indestructibles, pronosticó sin mayor conocimiento de causa. No vivió para ver lo que ocurrió con el casco del Titanic.

Durante tres años, la masa ultracongelada de nuestro iceberg se balanceó y fue derritiéndose y moldeándose en aguas árticas. En un momento dado, viró hacia el norte y pasó el verano de 1910 alrededor del Polo Norte. Luego, impulsado por el flujo de la corriente del Labrador, que traslada agua helada hacia el sur.

La mayoría de los icebergs se derriten cumplido su primer año. Otros cuando cumplen dos. Solo un puñado dura tres hasta que la corriente del Labrador se encuentra con las cálidas aguas de la corriente del Golfo, que actúa como un calefactor oceánico. Solo uno de cada cien icebergs sobrevive a esa zona de contacto y solo uno entre varios miles llega a los 41º norte, la misma latitud de Nueva York y la misma que cruzan los transatlánticos.

Principales corrientes oceánicas. Fuente


Cuando el Titanic naufragó en 1912, se hundió cuatro kilómetros en el océano y golpeó el fondo marino a más de cincuenta kilómetros por hora. La tumba oceánica del barco era tan remota que se necesitaron setenta y tres años, casi toda una vida, para encontrar el pecio más legendario y fascinante de todos los tiempos.

La brevísima historia del Titanic se ha contado mil veces en películas, libros, exposiciones y documentales que olvidan el detalle más asombroso: lo cerca que estuvo de que nunca hubiera sucedido. Los icebergs habían golpeado a los barcos desde que hubo barcos, pero el que hundió al transatlántico de pasajeros más grande jamás construido estaba a punto de desaparecer.

El Titanic se hundió alrededor de las 2:20 am del 15 de abril de 1912, después de chocar contra un iceberg en el océano Atlántico. Universal History Archive.


Después de tres años a la deriva, a la masa helada probablemente le quedaba una semana de vida, dos como mucho. Se hacía cada vez más pequeño a medida que navegaba por aguas más cálidas. A medida que los icebergs se derriten por su base, se giran, vuelcan y siguen erosionándose y dando más volteretas hasta que al final, cuando se han reducido al tamaño de una pelota playera, giran como peonzas y desaparecen como nacieron: transformados en una y definitiva gota de agua.

Una semana más tarde o cualquier otra semana y un barco que nadie creía que pudiera hundirse hubiera completado su viaje inaugural y hoy estaría en donde quiera que habite el olvido: Sería uno más de cientos de buques trasatlánticos. Un día más y el iceberg habría sido mucho más pequeño. En cualquier otra hora el barco habría estado a cientos de metros de distancia.

Pero ni el buque ni el bloque de hielo esperaron y el ingenio de los humanos en los albores de la navegación moderna sucumbió a la fuerza de varios copos de nieve que el tiempo, quince mil años desde que cayeron en Groenlandia, había compactado hasta hacerlos tan duros como una roca de cuarzo. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca