Antes de Bazooka (“se estira y
explota” ¿recuerdas?), de Dentyne
y de Chiclets, antes de que
el farmacéutico de Kentucky John
Colgan inventara la primera fórmula magistral de una goma de mascar que
poco tiene que ver con los chicles de hoy, y mucho antes de que las pizpiretas
gemelas Doublemint engatusaran a los consumidores americanos
desde las primeras pantallas de televisión, había chicle que, con
un simple corte de machete, rezumaba de los árboles de la jungla como la cera
de una vela derretida.
El año pasado un equipo de
investigadores de la Universidad de Valencia ganó uno de los codiciados premios
“Nobel Fake”, los Ig
Nobel, que, con una alta dosis de cachondeo en positivo, premian las
investigaciones más absurdas y, sin embargo, útiles publicadas cada año. El
jurado reconoció su trabajo publicado en una revista científica muy seria, Scientific Reports,
por "usar el análisis genético para identificar las diferentes especies de
bacterias que se encuentran en los chicles pegados en las calles en varios
países”.
Aunque en 1893 los
estadounidenses pudieron comprar por primera vez Juicy Fruit, el primer chicle
comercial de la historia, miles de años antes mayas y aztecas ya masticaban
chicle, una pegajosa sustancia blanca que se obtiene de un árbol endémico de
Mesoamérica y el Caribe, el chicozapote o árbol chiclero (Manikara zapota).
cuando se le hiende la corteza.
Como tantas otras historias comerciales
del siglo XX, la industria del chicle y la goma de mascar es un testimonio de
codicia, crecimiento y colapso, en cuyas bambalinas hay un fondo épico, el de
la difícil situación de los chicleros,
que trabajan aislados sajando árboles en lo profundo de las selvas y se han
convertido en iconos de la cultura pop local, retratados como luchadores
intrépidos y bebedores, unos tipos a los que hay que respetar y temer.
Un chiclero encaramado a un árbol en Yucatán, México. Foto de Fernando Pardo. |
El uso de la goma de mascar se
conoce desde el Neolítico. Hace tres años se secuenciaron
genomas humanos casi completos a partir de brea de abedul de 6.000 años de antigüedad,
que los cazadores-recolectores de la Edad de Piedra masticaban como chicle
probablemente con fines medicinales dadas las propiedades antisépticas de la
corteza de los abedules.
Hace al menos 2.500 años, los
griegos también usaban goma de mascar, la masticha, en este caso unas
pequeñas bolas elaboradas con resina del aromático lentisco (Pistacia
lentiscus), cuya resina gomosa fue también fue popular en la época romana. En
la Edad Media la masticha se utilizaba como refrescante del aliento y para
cosmética.
Pero los verdaderos precursores
del chicle actual fueron aztecas y mayas. Los aztecas consiguieron acopiar una
suma ingente de conocimientos sobre las especies vegetales de su imperio. La
riqueza en plantas medicinales y la larga tradición de su uso entre los aztecas
quedan de manifiesto en la monumental Historia general de las cosas de la
Nueva España de Bernardino de Sahagún (1500-1590).
Obtenían una gomorresina vegetal
a partir de la savia del árbol chiclero. La mascaban para calmar la sed, el
hambre y para ocultar la halitosis. Refiriéndose veladamente a las prostitutas
callejeras, Sahagún escribió que «todas las mujeres que no están casadas
mastican chicle en público». La razón de tan extraña afirmación es que se consideraba
un uso socialmente inaceptable en público, a pesar de que fuese una práctica
encaminada a evitar el mal aliento. Este era más el objetivo del consumo de
chicles entre mayas y aztecas: disimular el mal olor más que calmar la sed y el
hambre.
Indirecta y sorprendentemente, el
consumo del chicle azteca se extendió urbi et orbi gracias al general
Antonio López de Santa Anna. Tipo curioso Santa Anna. Haciendo bueno lo que
decía Óscar Wilde, que el patriotismo es la virtud de los depravados y el
eterno refugio de los sinvergüenzas, el “Napoleón de México”, como le gustaba
llamarse, era un perfecto trapisondista, cuyas trapisondas no eran cualquier
cosa. El “verdugo de El Álamo” y protagonista de la siesta que costó un
Estado, era un felón que encontraba políticamente rentable la traición y
para quien cualquier compromiso, juramento o lealtad eran papel mojado.
Trapisonda tras trapisonda, traición
tras traición, Santa Anna ascendió a la presidencia mexicana once veces, cinco
de ellas como abanderado de los liberales y las otras seis como conservador. Debido
a sus marrullerías fue enviado al exilio en múltiples ocasiones, la última en
1855, cuando el Plan de
Ayutla, le obligó a renunciar por última vez a la presidencia y marcharse
de nuevo al exilio. El triunfo del Plan de Ayutla marcó de una vez por todas su
muerte política.
El resto de su vida se mantuvo en
un exilio itinerante que, en 1866, dos años antes de morir senil, arruinado, estafado
en decenas de miles de pesos, se vio obligado a alquilar una casa en Staten
Island, que en ese momento ni siquiera estaba dentro de los límites de la
ciudad de Nueva York. Allí siguió intentando lo que mejor sabía hacer: preparar
golpes de Estado y conspirar para tratar de regresar al poder. Lo que
necesitaba por encima de todo para lograr sus propósitos era, por supuesto,
dinero.
Viviendo entre la modesta
comunidad agrícola y pesquera de Staten Island, Santa Anna, que acostumbraba a
mascar chicle para calmar los nervios, maquinó una operación descabellada:
ganar dinero convenciendo a los inversores de que el látex vegetal de los
chicleros era una alternativa barata al caucho que se usaba como llantas de los
carruajes.
El intérprete de Santa Anna era amigo del inventor local Thomas Adams, un
fotógrafo de la Guerra Civil que se había establecido allí para criar a siete hijos.
Le convenció para que importara una tonelada de chicle y se pusiera manos a la
obra para desarrollar una alternativa barata al costoso caucho que se usa en
las llantas de los carruajes. Si funcionaba, se harían ricos.
Adams gastó más de 30.000 dólares
en un esfuerzo inútil por transformar el látex en algo que pudiera ser un
producto comercializable. Disgustado por la cantidad de dinero que había
gastado sin resultados tangibles, Adams continuó buscando formas de hacer algo rentable.
Un día, entró en una tienda de golosinas y vio a una niña que pedía chicle de
cera de parafina. En esos momentos, el
chicle no se parecía en nada a lo que es hoy. Fabricado con una base de
parafina, era quebradizo después de masticarlo y contenía impurezas.
Adams se dio cuenta de que a los
niños les encantaba la goma de mascar de parafina y que el chicle mexicano era podía
ser el ingrediente perfecto para hacer algo así. Como señaló en su solicitud
de patente de 1871, en comparación con los chicles de parafina su goma de
mascar no contenía impurezas y podía “estirarse, moldearse o romperse y volver
a juntarse instantáneamente”.
Adams y sus dos hijos mayores se
pusieron manos a la obra para intentar transformar la antigua forma de chicle
inodora e insípida de su vecino en algo comercialmente valioso. Empezaron por hervir
un poco de chicle y lo enrollaron con una pequeña proporción de parafina en
bolas sin sabor. Puestos a la venta por primera vez en 1859, se vendieron tan
rápido que Adams y sus hijos se vinieron arriba.
La familia fundó Adams Sons and
Company que, bajo una marca complicada que ningún publicista hubiera aprobado —Adams
New York Gum-Snapping and Stretching—, comenzó a vender sus bolas por un
centavo cada una. Luego, asociado con William J. White, agregó edulcorante y
saborizantes al chicle que masticaba su vecino y creó una goma masticable
comercial a la que denominó «chiclet». ¡Eureka! La empresa despegó.
El primer chicle con sabor a
regaliz de Adams, llamado Black Jack, se comercializó en 1870 se hizo enormemente
popular. Lanzado al estrellato, Adams siguió innovando. Las farmacias
recibieron máquinas de chicles y las estaciones del metro de Nueva York
instalaron las primeras
máquinas expendedoras de Estados Unidos, que vendían el popular sabor Tutti
Frutti de Adams.
Gracias a Adams, el chicle se
convirtió en la base de la goma de mascar en todo el mundo, abriendo las
puertas a la industria de 19 mil
millones de dólares que conocemos hoy. A finales del XIX, Adams Sons and Company
se había convertido en un conglomerado llamado American Gum Company que
empleaba a más de 300 trabajadores en la planta de chicles más grande del
mundo, cerca del puente de Brooklyn. La marca Adams era conocida por todos los
continentes, así como muchos de sus productos (Halls y Trident,
por ejemplo) incluidos sus famosos Chiclets, que se
retiraron de la producción hace varios años. La empresa fue creciendo poco a
poco hasta convertirse en Cadbury Adams.
El éxito de Adams animó a otros. En
unos pocos años, el experto en dulces William Wrigley
entró en acción agregando azúcar y sabor para crear Spearmint y Juicy
Fruit. Wrigley también inició una campaña publicitaria masiva para
presentar el chicle al público estadounidense: envió un paquete de chicles a
todos los residentes que figuraban en la guía telefónica de los Estados
Unidos", dice Mathews.
Durante la Segunda Guerra
Mundial, Wrigley convenció al Ejército de estadounidense para que incluyera la
goma de mascar en las raciones de los soldados. Los soldados, a su vez,
difundieron el hábito en todo el mundo. Al lograr que los soldados
estadounidenses llevarán chicle en sus macutos, Wrigley no había inventado la
pólvora.
La goma de mascar se hizo popular
porque ayudaba a calmar la sed. Durante
la Primera Guerra Mundial, el Departamento de Guerra citó a un oficial de
artillería de campaña que afirmó que: «250 libras de chicle ahorrarían varios
cientos de galones de agua cuando más se necesita […] que el chicle es barato y
que hay momentos en que el agua es muy cara y casi imposible de conseguir».
El Cuartel General estuvo a la altura de las circunstancias y, en enero de
1919, por ejemplo, se enviaron al extranjero 3,5 millones de paquetes de
chicle. Y cuando las tropas aliadas recuperaron las ciudades francesas, descubrieron
que los soldados alemanes en retirada solían envenenar los pozos. Esta
situación potencialmente grave llevó a la Cruz Roja Americana a enviar 4,5
millones de paquetes de goma de mascar a Francia.
Sea como fuera, el éxito que
siguió la Primera Guerra Mundial hizo que la empresa familiar William Wrigley
Jr. Company fundada en 1891 en Chicago saliera a cotizar en la bolsa
estadounidense en 1919. Actualmente, está presente en más de 150 países, con
unas ventas totales de 2.700 millones de dólares basadas en sus marcas de
chicle más conocidas: Orbit, Doublemint, Wrigley o Freedent.
Con la colosal demanda de chicle en todo el mundo, la producción de los chicozapotes no daba para más. que hubo que encontrar un sustituto sintético. Mientras que Adams y Santa Anna buscaban reemplazar el caucho con chicle, al final fue al revés, cuando los polímeros sintéticos (un tipo de caucho) desarrollados por Louis D. Dreyfus, un químico de Staten Island en 1909 se convirtieron en la base elegida por los fabricantes de chicle. Hoy, salvo en Japón, donde siguen aferrados al chicle natural, la goma de mascar a base de resina de chicozapotes es una rareza para exquisitos.
A pesar de su popularidad, la
goma de mascar no estuvo exenta de críticas. The
New York Sun editorializaba en 1890:
«El
hábito ha llegado a tal punto que hace imposible que un neoyorquino vaya al
teatro o a la iglesia, o suba a los tranvías o al tren, o camine por un bulevar
sin encontrarse con hombres y mujeres cuyas mandíbulas trabajan con la
actividad de la víctima masticadora de chicle. Y el espectáculo se mantiene
frente a los frecuentes avisos de que masticar chicle, especialmente en
público, es una costumbre esencialmente vulgar que no solo demuestra mala
educación, sino que es síntoma de falta de autocontrol y resta dignidad a
quienes practican el hábito».
En un artículo
en contra de la Ley Seca, Nikola Tesla afirmó que masticar chicle en exceso
era más peligroso que abusar del alcohol. Trotsky decía que el chicle era una
maniobra del capitalismo para evitar que el trabajador pensara demasiado, y
en las películas los malos mascaban chicle rumiando como vacas, mientras que
los buenos fumaban cigarrillos. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.