Escribo este artículo mientras a mi alrededor, en la ciudad en la que vivo, el asfalto arde bajo unas temperaturas inusitadas en la primera quincena de junio. Este tórrido verano anticipado no es anecdótico: es una consecuencia más del cambio climático que será peor, mucho peor, de lo que imaginamos.
Salvo en la última extinción masiva causada por el impacto
de un asteroide que acabó con los dinosaurios, en las cinco extinciones
anteriores intervino el cambio climático producido por la excesiva acumulación
de gases de efecto invernadero. La más acusada, la del Pérmico-Triásico, tuvo
lugar hace 250 millones de años y comenzó cuando el dióxido de carbono (CO2)
aumentó la temperatura del planeta cinco grados centígrados, se aceleró cuando
ese calentamiento desencadenó la emisión de metano, otro gas de efecto
invernadero, y acabó con el 96% de las especies.
Actualmente, estamos emitiendo CO2 a la atmósfera
a una velocidad al menos diez veces más rápida que entonces. Ese ritmo es cien
veces superior al de cualquier otro momento de la historia humana previo al
comienzo de la Revolución industrial, y en la atmósfera ya hay un tercio más de
CO2 que en cualquier otro momento del último millón de años, cuando
el nivel del mar era más de treinta metros más alto. De hecho, más de la mitad
del CO2 expulsado a la atmósfera debido a la quema de combustibles
fósiles se ha emitido en los últimos treinta años, lo que significa que alrededor
del 85% por ciento del daño que hemos producido por esa quema se ha producido desde
el final de la Segunda Guerra Mundial.
En 1997, cuando se firmó el emblemático Protocolo de Kioto,
dos grados centígrados de calentamiento global se consideraban el umbral para
la catástrofe: ciudades inundadas, devastadoras sequías y olas de calor, un
planeta sacudido a diario por lo que antes llamábamos «desastres naturales»,
pero que ahora estamos incorporando al lenguaje de lo habitual tan solo como
«mal tiempo».
En 2016, semanas después de la firma agónica del Acuerdo de
París, superamos el umbral de concentración de 400 partes por millón de CO2
en la atmósfera terrestre que había sido durante años la línea roja que los climatólogos
habían trazado como el escenario más aterrador. Por supuesto, no hicimos ni caso:
apenas cinco años después alcanzamos un promedio
de 417, y continuamos lanzados por una senda que nos lleva hacia los más de
cuatro grados centígrados de calentamiento para el año 2100, lo que significa
que, si el planeta se llevó al borde de la catástrofe climática en el transcurso
de una sola generación, la responsabilidad de evitarla recae también sobre una
única generación: la nuestra.
Concentración de dióxido carbono de este mes de junio registrada en el observatorio de referencia Mauna Loa de Hawái |
La senda hacia la catástrofe ambiental parece por el momento
casi inevitable. En la práctica, el Protocolo de Kioto no logró nada: a pesar
de todo el activismo y la legislación en torno al clima y de los avances en
energías verdes, en los veinte años transcurridos desde su aprobación hemos
generado más emisiones que en los veinte años anteriores. En 2016, los acuerdos
de París establecieron dos grados como objetivo global; apenas unos años
después, abandonada toda esperanza que los países industrializados estén en
vías de cumplir con los compromisos de París, un aumento de dos grados parece
más bien la mejor situación posible.
El informe más reciente del Grupo Intergubernamental de
Expertos sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC, por sus siglas en
inglés) afirma que si actuamos sobre las emisiones pronto, poniendo en práctica
de inmediato todos los compromisos que se asumieron en París, pero que aún
están muy lejos de haberse implementado en ningún país, lo más probable es que
alcancemos en torno a los 3,2 grados de calentamiento, unas tres veces más que
todo el que ha experimentado el planeta desde los inicios de la
industrialización.
Aunque lográsemos evitar que el planeta alcanzase los dos
grados de calentamiento en 2100, tendríamos una atmósfera que contiene 500
partes por millón de CO2, o quizá más. La última vez que se dio esta
circunstancia, hace 16 millones de años, la temperatura del planeta no era tan
solo dos grados más elevada, sino entre cinco y ocho grados, lo que hacía que
el nivel del mar fuese 40 metros más alto.
Los efectos del cambio climático no son cosa del futuro sino
del presente. Algunos de los procesos catastróficos que provocará son
irreversibles y por tanto permanentes. La única actitud razonable consiste en
asumir para el futuro inmediato la creciente frecuencia y el agravamiento de
episodios como los que ha vivido España estos días, con una población
desbordada ante temperaturas diurnas y nocturnas que la han debilitado.
Cabría confiar en revertir el cambio climático, pero es
imposible. Nos llevará a todos por delante. Las peores consecuencias de los
dramas ecológicos que estamos desatando por el uso que hemos hecho de la tierra
y por la quema de combustibles fósiles —lentamente durante un siglo más o
menos, y muy rápidamente durante unas décadas— se desarrollarán a lo largo de
milenios, aunque en un ejercicio de autoengaño hayamos elegido pensar en el
cambio climático solo bajo la forma que adoptará a lo largo de este siglo.
Las montañas de Los Ángeles arden durante el gigantesco incendio Bobcat de septiembre de 2020. |
Según Naciones Unidas, de acuerdo con el ritmo que llevamos actualmente en 2100 alcanzaremos los 4,5 grados de calentamiento; superando en más del doble el catastrófico umbral de los 2 grados, fijado en París. Si no hacemos nada con las emisiones de CO2, si los próximos treinta años de actividad industrial prolongan la misma tendencia creciente de los treinta años anteriores, a finales de este siglo regiones enteras pasarán a ser inhabitables según todos los criterios que manejamos en la actualidad.
El sistema climático que dio origen a nuestra especie y a
nuestra civilización es tan frágil que a lo largo de una sola generación la
actividad humana lo ha llevado al límite de la inestabilidad total. Pero esta
inestabilidad es también una medida del poder humano que la produjo y que ahora
debe detener el daño en el mismo escaso tiempo. Si nuestra especie es la
responsable del problema, debemos ser capaces de revertirlo.
Pero, al menos de momento, la mayoría de nosotros parecemos
más inclinados a rehuir esta responsabilidad que a afrontarla, o a admitir
siquiera que la vemos, aunque está frente a nosotros, tan evidente como el
elefante de la habitación. En lugar de afrontar el problema, encomendamos la
tarea a las generaciones futuras, a sueños de tecnologías mágicas, a políticos
remotos que mantienen una especie de batalla y consiguen retrasos pírricos.
No es así. El hecho de que el cambio climático sea universal
significa que nos afecta a todos, y que todos debemos compartir la
responsabilidad para evitar compartir el sufrimiento, al menos para que no
todos lo compartamos en una medida tan agobiante. No sabemos la forma precisa
que tendrá este sufrimiento, no podemos predecir con certeza cuántas hectáreas
de bosque arderán cada año lanzando a la atmósfera siglos de carbono
almacenado; o cuántos huracanes nos asolarán; dónde es probable que haya
megasequías que producirán hambrunas masivas y guerras por el agua; o cuál va a
ser la próxima gran pandemia producida por el calentamiento global.
Pero sabemos lo suficiente para ver, incluso ahora, que el
nuevo mundo en el que nos adentramos será tan ajeno al nuestro que bien podría
tratarse de otro planeta completamente distinto. Como escribió Haroun Tazieff
en un precioso
librito publicado en 1989 la Tierra no dejará de girar por más que las
consecuencias de nuestros actos serán interpretadas por criaturas que ni
siquiera podemos imaginar y que irrumpirán en el escenario mundial impulsados
por el calentamiento. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca