Alrededor de la entrega del premio Cervantes de este año, los días 22, 23 y 24 de abril el Real Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá ha organizado unos itinerarios botánico-literarios y una exposición temática destinados a dar a conocer las plantas citadas en las obras del autor de El Quijote.
En toda la obra de Cervantes aparecen
1.400 citas de plantas que corresponden a 184 especies, y en El Quijote
unas 500 citas y 116 especies. Son muchas referencias para alguien que no tenía
más relación con la Botánica que la propia de su tiempo y para quien los
conocimientos que podría haber adquirido sobre la materia eran los propios de
un hombre curtido en la universidad de la vida y de un lector insaciable («yo
soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles»), nunca de los estudios de humanidades, que cursó
en Sevilla y en Madrid, entre 1564 y 1568.
En general,
el estudio de las plantas durante el siglo XVII era tarea de médicos y
boticarios y, por tanto, orientados hacia el conocimiento de las virtudes medicinales de las
plantas. Entre las varias alusiones que hay en El Quijote a tales
virtudes no pueden olvidarse las del ruibarbo, que prescribía el Cura para
purgar la demasiada cólera de Don Belianís de Grecia, ni el bálsamo de
Fierabrás, ni el de romero, aceite, vino y sal que Don Quijote confeccionó y se
administró en la Venta.
En el capítulo XVIII, cuando a la vista de que le faltan las alforjas, Sancho indica a su amo el recurso de las hierbas, este le responde: «Con todo eso tomara yo ahora más aina un cuartal de pan o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna», una referencia culta a los méritos del Dioscórides anotado, un libro publicado en Amberes en 1555 por el médico naturalista Andrés Laguna, catedrático en Alcalá, que sirvió para generalizar en España los conocimientos botánicos de la época.
No cabe duda de que Cervantes estaba familiarizado con lo que estaba sucediendo en los campos españoles con la vegetación natural. En los tiempos de Cervantes, la España rural vivía sujeta al pleno dominio de la Mesta. Desde los Reyes Católicos, y durante todo el reinado de Carlos V y de su hijo Felipe II, la política económica de la nación estaba encauzada hacia la protección de la ganadería y del comercio de la lana, que a comienzos del XVI había llegado a su apogeo cuando pasaban de tres millones y medio las merinas que se aprovechaban de los leoninos privilegios concedidos por la Monarquía en detrimento de la agricultura y de los montes, pues se permitía que los ganaderos tomaran posesión permanente de un campo si los rebaños lo ocupaban, sin que se enterase su dueño, durante una temporada de dos meses; esa fue la base de las apropiaciones de montes y de la invasión desenfrenada de la propiedad pública y la causa de la disminución y el destrozo de los bosques que constituían nuestra vegetación autóctona más evolucionada.
De todo ese
panorama hay un reflejo en la obra de Cervantes, en cuyos textos, sobre todo en
El Quijote, queda manifiesto la preponderancia de la ganadería por el
conjunto de personajes y episodios en que intervienen pastores, cabreros y
rebaños, a la que no es ajena la curiosa decisión final del desengañado hidalgo
de convertirse en pastor: «[…] bien querría, ¡oh Sancho!, que nos
convirtiésemos en pastores, siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo
compraré algunas ovejas y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son
necesarias, y llamándome yo el pastor Quijotiz y tú el pastor Pancino, nos
andaremos por los montes, por las selvas y por los prados [...]».
La encina es,
con mucho, la especie arbórea más aludida por don Miguel. Son más de veinte
citas en El Quijote y más de cincuenta en el total de la bibliografía
cervantina en las que se nombra concretamente la encina o se habla de sus
frutos, las bellotas, que en muchas ocasiones comen sus personajes como postre
de sus refrigerios o como principal componente de sus almuerzos.
Recordemos aquel puñado de bellotas avellanadas del discurso Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, en el que Cervantes por boca del Ingenioso Hidalgo dice: «[…] a nadie le era necesario para alcanzar el ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas que liberalmente estaban convidando con su dulce y sazonado fruto», lo que viene a corroborar la hipótesis de una mayor difusión de las encinas en los tiempos anteriores a los de esa arenga a los cabreros.
Es muy lógico
que, a esta especie, a la que por tantos motivos corresponde el título de árbol
emblemático de España, le corresponda también tal preminencia en la obra
maestra de nuestra literatura, ya que casi toda ella se desarrolla en
territorios de los que fueron, o eran todavía, dominios naturales del encinar.
Es más que probable que sigan dando bellotas muchas encinas de las que pudo ver
Cervantes, entre las cuales, sentados junto a ellas o encaramados en sus copas,
suceden los muchos episodios que ponen de manifiesto la condición y carácter de
los personajes de El Quijote.
Ya en la
primera salida, a poco de abandonar la venta el recién investido caballero, oyó
salir de la espesura de un bosque los lamentos de Andrés, el muchacho al que
estaban azotando atado al tronco de una encina, a cuyo reclamo acudió don Quijote a socorrerlo;
de una encina o de un roble piensa don Quijote desgajar una rama para sustituir
su lanza, imitando a Diego Pérez de Vargas, de sobrenombre Machuca; en el
tronco de una desmochada encina se sienta el pastor Antonio para tocar el rabel
y entonar su amoroso canto; emboscados en el encinar, junto a El Toboso, aguardan
la noche para que vaya Sancho a entrevistar a Dulcinea; al pie de una robusta
encina estaba dormitando don Quijote cuando surgió la aventura del Caballero
del Bosque; en una alta encina se subió Sancho y de ella quedó colgado, cuando
huía de un jabalí en la montería organizada por los duques; por último, en el
camino de Zaragoza a Barcelona, al cabo de seis jornadas, les cogió la noche
entre unas espesas encinas o alcornoques, que en esto no consiguió Cide Hamete la
precisión que suele.
En jardines y huertos, junto a pozos y norias, Cervantes despliega verduras, hortalizas y árboles frutales. Como muestra sirvan algunos botones: «Junto con ser jardín, era una huerta, un soto, un bosque, un prado, un valle ameno» (Viaje del Parnaso); «De sus cultivados jardines, con quien los huertos Espérides y de Alcino pueden callar» (La Galatea); «los montes nos ofrecen leña de balde; los árboles, frutas; las viñas, uvas; las huertas, hortaliza» (La gitanilla); «amanecía sentado al pie de un granado, de muchos que en la huerta había» (El casamiento engañoso).
Algunas plantas propias de los huertos se mencionan en
sentido simbólico o como comparación: «como si fuera un nabo» (El
Quijote I); «porque sus cuellos, por la mayor parte, han de ser siempre
escarolados, y no abiertos con molde», «como yo esté harto, eso me
hace que sea de zanahorias que de perdices» o «los moros son amigos de
berenjenas»
(El Quijote II). Otras plantas citadas para aderezar o
aliñar, son la alcaparra, el anís, el azafrán, la mostaza, el orégano, la pimienta y el tomillo.
Los jardines constituyen la naturaleza domesticada. Cervantes
se refiere a ellos en el prólogo de las Novelas Ejemplares: «Horas
hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse. Para este efecto se
plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan
con curiosidad los jardines». Algunas de las plantas ornamentales que
cita son alhelíes, amarantos, azucenas, claveles, clavelinas, hiedras, jazmines,
juncias, lirios, madreselvas y rosas. Estas y los rosales son los más citados.
En sentido figurado aparecen en muchos textos ciertas
partes de las plantas: «quitarme allá esas pajas», «que así a humo de pajas hago esto», «los
árboles destas montañas son mi compañía», «que la escribiésemos, como
hacían los antiguos, en hojas de árboles», «flor de la fermosura», «los
demás días se los pasaban en fl ores», «arma de las flores de oro»,
“la flor de la honestidad», «flor de la caballería andante», «de fruta seca», coger
el fruto de nuestros trabajos» o «quitar de sobre la faz de la
tierra tan mala simiente» (Quijote I); «raíces tiene tan hondas
echadas»,
«que
como raíz escondida, que con el tiempo venga después a brotar, y echar frutos
venenosos en España», «mándole yo a los leños movibles» -que era ir a remar a
galeras-, «no
la ha cortado el estambre de la vida» o «que todo sería de poco fruto» (Quijote
II); «enderezando
las tiernas varas de su juventud» o «árbol en cuyo tronco no se hubiese
sentado a cantar» (El casamiento engañoso).
En conclusión, la naturaleza juega un papel importante en la
literatura cervantina y el análisis de su obra ayuda a configurar el imaginario
del mundo vegetal hace cuatro siglos.