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Flores femeninas de la cascarilla Croton eluteria |
La medicina y la farmacología avanzan como tantas otras
ciencias: ensayando. La búsqueda de medicinas nuevas y mejores es un eterno ensayo en el que se afanan farmacólogos y químicos orgánicos, infatigables cazadores de
moléculas con potencial terapéutico. Las epidemias pueden acelerarla,
provocando un renovado interés en los remedios antiguos y ampliando los límites
de la experimentación con fármacos nuevos y prometedores.
La pandemia de COVID-19 ha despertado el interés público
por una variedad tal de terapias inútiles que ha obligado a la Organización
Mundial de la Salud a dedicar un
portal completo a desacreditar la información errónea sobre las supuestas
causas y curas del COVID-19.
A veces, circunstancias como la de la actual pandemia
obligan a buscar soluciones vengan de donde vengan. Por citar un solo ejemplo,
hace más de un año escribí
sobre la brusca aparición en el mercado de un viejo medicamento
antipalúdico, la hidroxicloroquina, que durante unas cuantas semanas aparecía
convertido en una especie de solución definitiva para acabar con el COVID-19.
Aquello no tenía ni pies ni cabeza, porque era inexplicable por qué las
cloroquinas (o cualquier otro medicamento antipalúdico) podían ser eficaces
contra un virus.
Lo que estaba claro es que la COVID-19 había provocado un
resurgimiento del interés público por fármacos ya conocidos, como la
hidroxicloroquina. En este caso, ese derivado de la quinina quedó rápidamente
desacreditado como remedio frente a la pandemia. Pero el caso de la quinina ha
traído a mi memoria un episodio histórico poco conocido en el que la casualidad
hizo que dos plantas muy diferentes acabaran por ayudar a combatir una terrible
epidemia que azotó Holanda.
Hace unos trecientos años se desató una fiebre no
identificada en varias ciudades de Holanda. Entre 1727 y 1728, Herman Boerhaave, el
médico holandés más famoso de su época, afirmó en una carta haber tratado y
curado a más de mil pacientes en Leiden que padecían una “fiebre atípica” (febris
anomala). Desde la perspectiva del siglo XXI, es sorprendente que apenas se
puedan encontrar testimonios de la epidemia más allá de las cartas de
Boerhaave. A pesar de ello, la mortalidad se disparó durante el siglo XVIII y
alcanzó su punto máximo en ciudades como Leiden y Amsterdam precisamente en los
años 1727-28.
Cabe suponer que surgiera una necesidad urgente de remedios
fiables contra esa enfermedad desconocida. Los envíos de corteza de quina
aumentaron en Ámsterdam desde octubre de 1727 en adelante, cuando el número de
muertes también comenzó a aumentar. Sorprendentemente para una sustancia
medicinal exótica, los comerciantes pudieron responder al brote tan rápidamente
como lo han hecho ahora los investigadores en vacunas, y los registros
aduaneros reflejan las importaciones masivas de corteza de quina que se vendía
inmediatamente en subastas públicas.
Pero ¿fue la corteza de quina el remedio utilizado? En el
momento de la epidemia, los médicos tenían casi un siglo de experiencia en el
uso de la corteza de quina peruana, introducida
en Europa por los jesuitas alrededor de 1640 con el nombre de cinchona, en
alusión a la primera paciente europea tratada con ese remedio de los indígenas
peruanos: doña Francisca Enríquez, condesa de Chinchón, esposa del virrey
español en Perú.
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Flores masculina de Croton eluteria |
En los días de Boerhaave, la cinchona había comenzado a denominarse
simplemente “corteza”, y era de uso común contra todo tipo de afecciones
febriles. Entre ellas, las más notables fueron las fiebres malignas “terciana”
y “cuartana”, es decir, con episodios de fiebre que ocurren cada tres o cuatro
días, una más que probable muestra de la malaria endémica que, desde tiempos
históricos, estaba
presente en muchas áreas pantanosas de Europa.
Pero el relato de Boerhaave de una " febris anomala
" no sugiere que esa extraña enfermedad fuera una fiebre terciana o
cuartana que debía de resultar bastante familiar a él y a otros médicos, y los
registros comerciales muestran que apenas se usó cinchona entre 1727 y 1728. En
otras palabras, los apuntes comerciales y los médicos ofrecen diferentes
perspectivas sobre una epidemia que no era de malaria.
La diferencia se puede explicar acudiendo a la botánica. A
pesar de la omnipresencia de la cinchona en las prácticas terapéuticas en esos
tiempos, existía una amplia gama de alternativas para tratar la fiebre. Una
sustancia exótica relativamente nueva era la corteza de cascarilla, cuyo
reconocimiento como remedio febrífugo nació de la confusión con la “verdadera”
quina. La flauta sonó por casualidad.
El nombre cascarilla, es decir "corteza pequeña", se consideraba por entonces sinónimo de cinchona y todavía se usaría como tal
mucho después de que la cascarilla fuera reconocida como una corteza diferente producida por una planta que nada tenía que ver con el árbol de la
quinina (Cinchona officinalis). Una vez más, el uso de los nombres
populares resultaba desconcertante. Por ejemplo el reputado boticario y botánico español Hipólito Ruiz (1754-1816)
publicó en 1792 su afamada Quinologia, o tratado del árbol de la quina o
cascarilla.
El conocimiento de que la cascarilla era una sustancia
diferente de la cinchona circulaba en los círculos académicos europeos desde
las últimas décadas del siglo XVII. Apareció pronto en importantes manuales
farmacéuticos, como la Histoire
générale des drogues de Pierre Pomet (1694, en donde aparece como
“Kinkina Femelle”) y en el Traité
universel des drogues simples de Nicolas Lémery de 1714 (donde aparece
como "Eleaterium").
Aunque la cascarilla se consideraba por entonces como otra
corteza febrífuga peruana, el nombre “Eleaterium” usado por Lémery parecía
sugerir un origen diferente. El nombre probablemente deriva de la isla de
Eleuthera en las Bahamas. Por trivial que este cambio geográfico les pareciera a los europeos en ese momento, significó una transición importante en el conocimiento:
la cascarilla comenzó a distinguirse de la cinchona.
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Cinchona pubescens, otro de los árboles de los que se obtiene la quinina. En Venezuela es conocida como cascarilla. |
En el momento de la epidemia de 1727-28, nadie en Europa
estaba seguro de las diferencias entre la cinchona y la cascarilla. Ningún
europeo había visto ninguna de las plantas al natural. Los boticarios, en su
mayoría interesados en estas sustancias por su valor medicinal, generalmente
manipulaban y mezclaban las muestras secas y más o menos trituradas.
Presentadas así, la cinchona y la cascarilla parecían muy similares y,
especialmente después de un largo viaje transatlántico, se requería el ojo de
un experto para distinguirlas entre sí.
En octubre de 1727, justo al comienzo de la epidemia, el
naturalista alemán Albertus
Seba, autor de un célebre
tratado de “curiosidades naturales” y un ávido coleccionista de animales y
plantas que regentaba una botica cerca del puerto de Amsterdam, adquirió
cinchona y cascarilla en una subasta portuaria. Etiquetó la cascarilla como
"sacorille" (una transcripción al holandés del nombre francés
"chaquerille"); el que Seba la incorporara a su colección de
curiosidades naturales indica su rareza como producto médico en ese momento.
Durante la década de 1720 Seba mantuvo correspondencia con
el médico de Ámsterdam Willem van Ranouw en la que intercambiaban información
sobre las propiedades de la quina y sustancias similares. Es posible que los
intereses de ambos despertaran su atención sobre las alternativas a la cinchona
cuando estalló la epidemia y aumentó la demanda de corteza de quina.
Sea como fuese se importaron cada vez más cascarillas a
Ámsterdam en los meses siguientes, y la sustancia se convirtió en un
ingrediente medicinal común en los manuales comerciales y farmacéuticos de los
siglos XVIII y XIX. Su origen en las Bahamas se conocería algunos años después
de la epidemia.
Por una feliz coincidencia, la publicación de la primera
descripción botánica de la cascarilla por Mark Catesby en 1743
ocurrió poco después de la primera descripción de la quina por La Condamine
en 1740. Lo que las muestras de corteza no pudieron conseguir, la botánica lo
logró: los dibujos de ambas plantas mostraron claramente sus diferencias.
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Las primeras láminas de Croton eluteria (izquierda) y de Cynchona officinalis (derecha) permitieron descubrir que eran plantas muy diferentes. |
El árbol de la quina era Cinchona
officinalis, utilizada para la producción de quinina, un vocablo
derivado de quina-quina (medicina de medicinas) que los indígenas peruanos le
daban a la corteza usada para amortiguar las llamadas “tembladeras”. La corteza
de quinina contiene diversos alcaloides, cuatro de los cuales son reputados
antipalúdicos, que, si bien no acaban con la enfermedad, palían sus efectos
febriles.
Para entendernos, en la clasificación botánica la cascarilla
tiene tanto que ver con la cinchona como un perro con un elefante en la
clasificación zoológica. La cascarilla es una especie del género Croton,
nombre que procede del griego kroton, que significa garrapata, debido a
que sus semillas se parecen a ese ácaro. Las poblaciones nativas del árbol de
la cascarilla, carcanapire, corteza eluteriana, chacarilla o quina
aromática (Croton
eluteria) están registradas exclusivamente en las islas caribeñas (Bahamas,
Cuba, República Dominicana, Haití).
Cualquiera que lo vea alguna vez, jamás lo confundiría con
el árbol de la quina. En muestras de botica es otra cosa. Es un pequeño árbol
que apenas alcanza los siete metros de altura cuyo tronco está cubierto por una
corteza quebradiza con aroma semejante al almizcle, que, elaborada como un
tónico amargo, posee características similares a la quina, aunque en dosis
elevadas produce dolor de cabeza, náuseas e insomnio. La corteza era parte de
la medicina tradicional caribeña como tónica, estimulante y febrífuga. Su
potente sabor amargo hace que se utilizara para dar sabor a los licores Campari
y a algunos buenos vermús.
La epidemia de 1727-28 provocó un aumento en el comercio de
cinchona y cascarilla. La cinchona aumentó su relevancia como producto médico,
mientras que la cascarilla experimentó su primera ola intercultural y
posteriormente fue adoptada en la práctica común de los médicos europeos. ©Manuel
Peinado Lorca. @mpeinadolorca.