Hoy día, la idea de usar salsa de tomate para medicarse suena ridículo. No era así en la década de 1830, cuando la salsa de tomate tomó por asalto la industria de la salud estadounidense y, sin querer, abrió las puertas a la salsa más consumida del mundo.
Los tomates tienen su origen en
Mesoamérica. Hay evidencias arqueológicas de que consumían en la cultura azteca
ya en el año 700 d.C. A principios del siglo XVI, los expedicionarios españoles
de Cortés fueron los primeros europeos en verlos. Alrededor de 1600 comenzaron
a cultivarse tomates en Gran Bretaña, pero no se consideraban un producto
alimenticio y se cultivaban exclusivamente con fines estéticos y ornamentales.
Convencido de sus propiedades
afrodisiacas, John
Parkinson (1567-1650), boticario de los reyes ingleses Jaime I y Carlos I, llamaba
a los tomates “manzanas del amor”. Sin mayor conocimiento de causa, pontificaba
que la gente de las tierras calientes comía esas manzanas para calmar la sed y enfriar
el calor de sus vientres recalentados. Como los británicos no tenían esos
problemas, siguieron cultivándolas como una novedad exótica.
A pesar de que los cocineros
españoles del siglo XV comenzaron a emplearlo después de ver como lo usaban los
aztecas, los europeos de la época pensaban que, como sucedía con las patatas, eran
sucios porque nacían cerca del suelo. Los ingleses sabían perfectamente que españoles
e italianos comían tomates y seguían tan campantes, pero aun así corrían muchos
rumores.
Inmersos en la lucha imperial de
los siglos XVI y XVII, los ingleses tenían poco interés en que cualquier
producto comercial procedente de los dominios españoles tuviera éxito. Por eso,
a finales de 1700, el tomate pasó de ser una manzana del amor a llamarse “manzana
venenosa”. La cosa se complicó cuando corrió el rumor de algunos casos de
personas que enfermaban e incluso morían después de comer las terribles
manzanas venenosas.
En realidad, lo que sucedía no
tenía nada que ver con la fruta: la culpable era la vajilla. Mientras que los
ricos usaban vajillas de plata, quienes podían permitírselo usaba platos de peltre, una aleación con mucho plomo
que se utilizaba para fabricar todo tipo de utensilios domésticos. El plomo es
un veneno muy
potente. Los tomates son tan ácidos y porosos que cuando se colocaban sobre
esos platos absorbían el plomo, lo que a la larga acababa por envenenar a
quienes se les iba la mano comiendo tomates. No era el tomate en sí lo que
estaba causando que la gente enfermara, pero el fruto servía como chivo
expiatorio.
En su libro The
Tomato in America: Early History, Culture, and Cookery (El tomate en
Estados Unidos, Historia temprana, cultura y cocina), Andrew F. Smith cuenta
lo que estaba pasando en las colonias británicas de Norteamérica. La primera
referencia al tomate en las colonias se publicó en 1710, en la Botanologia del
herbolario William
Salmon (1644-1713). Pero, navegando desde Europa, la repulsión al consumo de
tomates llegó hasta allí. Muchos colonos sabían cómo cultivar tomates, pero no
sabían qué hacer con ellos porque pensaban que eran venenosos.
Las cosas se complicaron más
cuando un periódico, el Syracuse
Standard, provocó un brote masivo de histeria cuando dio la
noticia de que un tal doctor Fuller advertía sobre el peligro que representaba
el gusano verde del tomate (Helicoverpa armígera),
una oruga que apenas supera los tres centímetros y causa muchos daños en las
tomateras.
Por lo demás, la gente tenía unas
ideas bastante consolidadas sobre el color correcto de los alimentos y el rojo
no se consideraba el adecuado para ninguno. Cultivaban tomates porque eran de
un color llamativo, pero lo hacían como si se tratara de flores. Nadie había pensado
en comerlos hasta 1834, cuando se desató la pasión por consumirlos.
Ese año, el doctor John Cook Bennett (1804-1867),
mormón y botánico aficionado, dio en proclamar allí donde querían oírlo que los
tomates tenían propiedades medicinales. Sin que conste que alguna vez cruzara
el Atlántico, decía que había visitado hospitales y universidades europeas y
había visto a médicos que recomendaban comer tomates a los pacientes. Afirmaba
que podían prevenir el cólera, tratar la diarrea y ayudar con los dolores de
cabeza y la dispepsia. Al personal le encantaron esas buenas noticias. El
problema es que el doctor Bennett era un perfecto charlatán.
Hoy sabemos que consumir tomates
tiene algunos beneficios para la salud. Tienen un alto contenido en ciertas
vitaminas y licopeno,
la sustancia responsable del color rojo de las frutas y verduras. Es uno más de
los numerosísimos pigmentos llamados carotenoides. Es un poderoso antioxidante
que puede ayudar a proteger las células. Por esta razón hay un gran interés en
investigar el papel del licopeno, si es que tiene alguno, en la prevención del
cáncer. En definitiva, que como ocurre con otros tantos alimentos, comer
tomates ni cura ni mata. Salvo por su sabor, se puede vivir perfectamente sin ellos.
Aun así, Bennett lo llevó
demasiado lejos. Era una de esas personas de la era salvaje de la experimentación
médica que Jürgen Thorwald narra magistralmente en El
siglo de los cirujanos. Bennett obtuvo un título médico en 1825, circunstancia
que aprovechó para comenzar a vender títulos médicos (falsos) por diez dólares
desde una universidad mormona que dirigió antes de ser excomulgado ¡por adulterio!
Al parecer a Bennett no le bastaba con la tolerancia poligámica mormona y yacía
con las mujeres del pójimo.
Convertido en un apóstol tomatero,
nuestro hombre redactó y distribuyó un panfleto con una conferencia sobre lo
buenos que eran. Empezó a comercializar tomates primero como remedio medicinal;
luego lo convirtió en un condimento y más, tarde, en una salsa. Ya puesto, contrató
a alguien para convertirlo en una píldora. En 1837, se inventó recetas en las
que decía que sus miríficas píldoras se podían freír con mantequilla, comerlas
crudas o guisarlas como a cada uno le diera la gana.
Aquí es donde entran en juego
las ambiciones de Bennett. Se unió a otro embaucador, Archibald Miles, y decidieron
que este diera la cara por las pastillas de tomate. Se llamarían Miles´ Pills. Miles
llenó la prensa de anuncios en los que se afirmaba que sus píldoras habían sido
científicamente probadas y desarrolladas después de años de investigación para
tratar cualquier cosa, desde un dolor de estómago hasta enfermedades de
transmisión sexual como la sífilis. Nada de eso era verdad, por supuesto, pero cuando
la gente vio los anuncios se mostró encantada y compró píldoras como si fueran rosquillas.
Cundió el ejemplo. Un tipo
llamado doctor Phelps, un médico que según decía había estudiado en la
universidad de Yale, comenzó a vender su propia versión. Las llamó píldoras de
tomate y prometió los mismos resultados o mejores que las de su competidor, las
afamadas Miles´ Pills.
Como cabía esperar, Miles se
enfureció y comenzó la que podríamos llamar la guerra de la píldora tomatera. Un
periódico de Nueva York publicó una carta anónima en la que se denunciaban las
píldoras de Phelps como una imitación sin fundamento científico alguno. Es bien
sabido -concluía el anónimo- que todos los médicos titulados son conscientes de
que la única pastilla verdadera de tomate es la del doctor Miles.
Miles se valió de su influencia
y de algunos sobornos para que el New York Journal of Commerce publicara
un editorial, que él mismo escribió, en el que se decía básicamente que Phelps
era un charlatán y un timador en el que no se podía confiar. Phelps respondió con
otra diciendo que Miles tenía tanto derecho al título de médico como su
caballo, y lo acusó de robarle la fórmula original de su píldora de tomate.
Por supuesto, Miles continuó la
guerra. Durante dos años, los lectores de Estados Unidos y seguramente los
editores de periódicos estaban encantados con la batalla mediática. Estaban
haciendo lo contrario de lo que se supone que debe hacer el periodismo honesto.
Publicaban cosas cada vez más fantásticas sobre el poder de la verdadera
píldora de tomate, cualquiera que fuese; y en ellas estaban cuando se supo que ¡ninguna
de las píldoras contenía tomates!
La batalla terminó en 1839.
Todavía no se sabe por qué. Pero los historiadores piensan que Phelps y Miles firmaron
la paz porque se dieron cuenta de que los ataques mutuos estaban hundiendo el negocio.
Las pastillas de tomate todavía se vendían. Las campañas publicitarias de
Phelps terminaron en primavera y las de Miles en el verano de ese año
Miles se convirtió en inversor
de bienes raíces, aunque se seguía presentando como médico. Phelps fundó una
compañía de seguros en Connecticut y continuó vendiendo sus píldoras hasta
principios de la década de 1850. Aunque el zumbido sobre las pastillas de
tomate comenzó a disminuir hasta desaparecer, mientras que Miles y Phelps
estaban enzarzados se estaba fraguando lo que poco después acabaría por entronizar
al tomate como un icono de la cocina popular: el kétchup. Lo contaré otro día. © Manuel
Peinado Lorca. @mpeinadolorca.