El viernes 31 de enero de 2020 se
confirmó el primer caso positivo por COVID-19 en España. Profundamente
preocupada por los alarmantes niveles de propagación de la enfermedad, por su
gravedad y por los niveles también alarmantes de inacción internacional, el 11
de marzo la OMS declaró oficialmente la pandemia.
En primavera, Manaos, una ciudad
situada en el corazón de la Amazonía brasileña, fue duramente golpeada por la
primera ola de la enfermedad. El 70 % de la población estaba infectada con
SARS-CoV2. El lado positivo de la escalada masiva de Manaos, pensaron los
expertos, era que un nivel tan alto de infección conferiría inmunidad
colectiva o de rebaño, una defensa a nivel de población contra otro brote
de la enfermedad. Se equivocaban.
En diciembre, otra gran ola del virus
golpeó Manaos y, a medida que se incrementaban las infecciones, las
hospitalizaciones y las muertes comenzaron a aumentar. La segunda ola fue tan dura
como la primera. El aumento se debió la aparición de una nueva cepa del virus,
enseguida bautizada como “variante brasileña”, que hizo pensar que podría haber
encontrado formas de evadir las defensas contra el virus que las personas
habían adquirido durante la primera ola de primavera.
La segunda ola de Manaos fue el inicio
de una nueva carrera emprendida en todo el mundo para estudiar esta y otras cepas
mutantes, ajustar las formulaciones de vacunas contra las nuevas variantes y
desarrollar tratamientos específicos para responder a los nuevos linajes del
coronavirus.
Pasado algo más de un año de la
expansión de la pandemia, la gran preocupación son
las mutaciones del coronavirus SARS-CoV2 que pueden estar asociadas con una
mayor transmisión del virus y la gravedad de la enfermedad. Los que siguen son unos conceptos básicos
sobre estas mutaciones, que conviene tener en cuenta y comprender para para
evitar un miedo innecesario.
Todos los organismos, incluidos los
virus, tienen genomas que constituyen su herencia genética. Esos genomas están
sometidos a mutaciones que ocurren continuamente de forma natural. Las tasas de
mutación (la frecuencia con la que ocurre uno de estos cambios) varían entre
los diferentes tipos de virus.
Los virus como el SARS-CoV-2 y el de
la gripe tienden a mutar con rapidez a medida que se van replicando en el
interior de sus huéspedes. Las secuenciaciones periódicas del SARS-CoV-2
apuntan a que cambia más lentamente que otros virus, y a pesar de que se han
catalogado más de 12.000 mutaciones, la mayoría de ellas no tienen repercusión
alguna en la capacidad del virus para diseminarse o
para agravar su patología.
La aparición de nuevas variantes no
debe sorprendernos, es pura consecuencia de la evolución natural. Entre los
virólogos evolutivos prevalece la idea de que cualquier mutación que hubiese
ayudado al virus a aumentar su difusión probablemente la habría adquirido
antes, cuando el virus saltó a los humanos por primera vez para así mejorar la
eficiencia en la transmisión. En un momento en el que prácticamente todos los
habitantes del planeta son susceptibles, hay poca presión evolutiva para que el
virus necesite diseminarse.
Muchas mutaciones en los genomas
virales son “silenciosas”: no alteran la función del virus y no producen
cambios en la gravedad de la enfermedad ni en las respuestas inmunitarias. De las
que no son silenciosas, muchas son dañinas para las funciones del propio virus
y terminan en virus no viables que no provocan una nueva generación vírica.
Ocasionalmente, una mutación le confiere
al virus una mejor oportunidad de sobrevivir y reproducirse, lo que traerá como
resultado un nuevo linaje. Una acumulación de mutaciones que altere
significativamente las propiedades de un linaje de virus es una nueva variante.
Las variantes
del SARS-CoV-2 que se encuentran en el Reino Unido, Sudáfrica y Brasil, son
los tres ejemplos conocidos porque todas tienen tasas de transmisión
significativamente más altas que los linajes anteriores.
¿Serán las nuevas variantes más
resistentes a las vacunas que salgan al mercado?
La respuesta no es sencilla porque la
cuestión de la inmunidad es compleja.
Cuando el virus SARS-CoV-2 alcanza una
célula humana, se
adhiere a ella a través de una glicoproteína en forma de espícula (la
proteína S) que se fija a la proteína receptora ACE2 humana situada en las
superficies celulares. Las “cerraduras” ACE2 están presentes en prácticamente
todos los tipos de células humanas, pero son especialmente comunes en las
células mucosas de la nariz y la garganta. Míralo en este vídeo.
Las infecciones naturales conducen a
amplias respuestas inmunitarias celulares y de anticuerpos que se dirigen a
muchas partes del virus. Pero la mayoría de las vacunas contra el SARS-CoV-2
estimulan respuestas que, como misiles teledirigidos, se dirigen únicamente a
la proteína S: esto ha generado la preocupación de que las nuevas variantes
puedan escapar a estas respuestas inmunes tan selectivas. Prueba aparente de
esto que la vacuna AstraZeneca, que fue la primera en llegar a Sudáfrica y que
estaba programada para ser utilizada en trabajadores sanitarios de primera
línea, tiene
poca eficacia para prevenir la COVID-19 leve o moderada causada por la
variante nativa.
Pero es tranquilizador saber que hay
poca evidencia de que alguno de los cambios encontrados hasta ahora en la secuencia
de la proteína S afecte
a la eficacia de la mayoría de las otras vacunas. También es muy positivo
saber que es posible rediseñar
rápidamente vacunas para contrarrestar cualquier amenaza.
¿Qué pasará con las mutaciones
futuras?
Es muy probable que aparezcan próximamente
nuevas variantes de SARS-CoV-2. De hecho, es muy probable que ya estén
circulando nuevas variantes en la población humana, pero aún no se han
detectado mediante vigilancia genómica. La vigilancia es potente en algunos
países, como el Reino Unido y Sudáfrica, pero es muy limitada en otros,
incluida la mayoría de los países africanos.
Es fundamental incrementar la
vigilancia y la secuenciación de los aislamientos del virus, para identificar
qué variantes están circulando en cada país y poder hacer un seguimiento de los
nuevos mutantes. Medidas como el cierre de fronteras con países concretos (o la
cancelación de vuelos internacionales) difícilmente evitarán la extensión de
estas variantes, que pueden surgir en cualquier momento y en cualquier lugar.
Es necesario investigar qué efecto pueden tener estas variantes en la
virulencia del virus y si se relacionan con una mayor gravedad de la
enfermedad, o con un mayor número de reinfecciones.
Lo que resulta preocupante es que las
proteínas S de los coronavirus que causan el resfriado común y de la gripe
evolucionan para evitar las respuestas inmunitarias del huésped, lo que hace
que las personas contraigan estos virus cada tres años aproximadamente. Eso
significa que es posible que las vacunas contra el SARS-CoV-2 deban cambiarse
con regularidad, al igual que se hace todos los años con las de la gripe.
No sabemos si las nuevas mutaciones
harán que el virus sea más peligroso o se transmita fácilmente. Pero la
evidencia de la historia de algunos virus conocidos del resfriado común humano
puede orientarnos un poco. Los resfriados son causados en su mayoría por varios
rinovirus que han estado entre nosotros desde hace siglos y resurgen anualmente
como epidemias estacionales. A pesar de que lo hagan, no hay evidencia de un
empeoramiento patológico. De hecho, otros cuatro coronavirus que también causan
el resfriado común pudieron haber causado originalmente una
enfermedad mucho más grave antes de volverse endémicos y estacionales.
Esperamos o, mejor dicho, deseamos,
que el COVID-19 tenga el mismo comportamiento, pero nadie puede afirmarlo. ©
Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.