Escribo esta reseña sin haber terminado la novela. No quiero
hacerlo porque hay libros que uno desearía que no terminaran nunca. Libros a
los que uno acude cada vez que tiene unos minutos, por pocos que sean, en que los
que puede alcanzar ese tiempo de sosiego imprescindible para gozar de una buena
lectura. He llegado ella por primera vez con la alegría de adentrarme en un
mundo que no es el mío de todos los días; me iré de la novela como me voy de casa,
con pena de dejarla, pero sabiendo que podré volver, con la conciencia de haber
vivido en un lugar y en un tiempo memorables.
Uno de los más acabados elogios de la lectura que puedo
recordar es el de Juan Carlos Onetti cuando escribió -cito de memoria- que le
gustaría sufrir de amnesia para olvidar los libros que amaba y volverlos a leer
con la primera sorpresa que la primera vez. Leer o releer, el placer puede ser
el mismo si se ha sabido llegar a la buena literatura, que no es otra que
aquella en la que uno se sumerge arrastrado por las palabras que fluyeron de la
pasión creadora de algunos para deleite de todos.
Como la felicidad a lo largo de la vida, esos libros llegan
al lector pausadamente, gota a gota, cuando menos se espera. Se puede llegar a los
buenos libros por insistente azar, como los buscadores de perlas, pero es más
propio y común acceder a la buena literatura siguiendo la estela de lo
conocido, de lo aprendido en la escuela, en el bachillerato o en la Universidad, de lo oído en tal o cual sitio
o, con mayor acierto, de la recomendación recibida de quienes aprecian los
buenos libros, que no siempre coinciden con los preferidos por quienes han
hecho de la crítica profesión, porque en lo tocante a éstos más parece en
ocasiones que apuesten por lo nuevo que por lo bueno.
Confieso que hasta hace algunos días yo no conocía -ni recuerdo haberla visto mencionada en página literaria alguna- la obra de Rafael Cabanillas (Carpio del Tajo, Toledo, 1959). He llegado a la novela a través del blog Los libros de Teresa, que sostiene con pasión de lectora y escritora Teresa Ibáñez. Siguiendo su consejo, la busqué por las librerías hasta que accedí a ella en la web de la editorial (www.cuartocentenario.es/). La búsqueda mereció la pena y hoy, tras haber (casi) leído y disfrutado la novela, recomiendo vivamente su lectura.
Una
buena novela abre los ojos a la novedad de lo que nos resulta extraño y remueve
en la conciencia y la memoria lo que ya estaba dentro de uno, olvidado o
latente. La raya del infinito ejerce ese efecto sobre mí. Es un libro espléndido
de fondo y forma que está hecho con una riqueza de erudición y experiencia que
sin embargo resulta liviana. La buena escritura se distingue porque remonta el
vuelo con una elegante y sobria ingravidez.
Nada ocurre por azar. El fenómeno de la despoblación de la “España vacía o vaciada”, tiene unos orígenes y unas causas. Igual que las enfermedades. Las vidas en la raya del infinito a la que alude el título de Cabanillas son las de los campesinos de los Montes de Toledo, herederas de las generaciones innumerables que, desde los tiempos del Neolítico y a fuerza de trabajo, fueron modelando el mundo tal como lo conocemos para desaparecer a continuación, tan radicalmente como esas civilizaciones perdidas de las que quedan solo ruinas comidas por la selva, como la excavadora comida por las zarzas que destrozó el paisaje en la memoria de Cabanillas.
La
diferencia es que la desaparición del mundo de los campesinos no sucedió hace
milenios: en España fue casi ayer mismo, hace apenas dos generaciones, tan poco
tiempo que hay todavía personas que, como hace Cabanillas, pueden dar
testimonio de esa civilización abolida.
Quercus. En la raya del infinito aúna lo mejor de
tres escritores bien conocidos: Jarrapellejos, de Felipe Trigo, La
familia de Pascual Duarte, de Cela, y Los Santos Inocentes, de Miguel
Delibes. Los tres supieron trazar un retrato terrible de la España rural, de la
vida una sociedad casi estamental de grandes propietarios y gentes humildes
embrutecidas por la ignorancia y la miseria. Sobre ese entorno envilecido
sobrevuela la figura de caciques como don Casto, el señorito de la obra de
Rafael Cabanillas, que lo hace como don Luis Jarrapellejos: «con
la siniestra sombra de un murciélago brutal, amparador de todos los crímenes y
robos y engaños y estafas del inmenso pudridero».
Con esto, sin ánimo alguno de convertirme en crítico, cumplo
la obligación que me había marcado: recomendar la lectura de un libro del que
he gozado y al que he llegado siguiendo el camino de quienes, con más juicio
crítico que yo, aprecian también los buenos libros y no tienen empacho en
recomendar su compañía, por más que, como decía Pessoa, me parece que auxiliar
o ilustrar es, en cierto modo, hacer el mal de intervenir en la vida ajena.
Con el tiempo he aprendido que el verdadero aprecio de la
literatura no es una cuestión académica sino de temperamento; si en el suyo
encajan obras como las que acabo de citar, corran a leer Quercus. En la raya
del infinito. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.