Cuando comemos guindillas, nuestro cuerpo segrega endorfinas en el torrente sanguíneo. Las endorfinas son las mismas hormonas estrechamente emparentadas con los opiáceos que se liberan cuando mantenemos relaciones sexuales y eso nos proporciona una sensación de placer.
En nuestra boca hay miles de receptores para el dolor y otras sensaciones. De ellos unos 10 000 son receptores gustativos. Dado que esos receptores están situados unos junto a otros en la lengua, a veces mezclamos sensaciones. Por ejemplo, cuando describimos el sabor de una guindilla (un chile en México) diciendo que nos «quema» la lengua, estamos diciendo la verdad, porque en nuestro cerebro las guindillas inervan las mismas neuronas que se activan cuando tocas un cuerpo a 335 grados. Básicamente, nuestro cerebro nos dice que tenemos la lengua metida en una estufa.
El ingrediente activo de todas las guindillas es la capsaicina, un compuesto químico que irrita y provoca el ardor de boca en los mamíferos, pero que no afecta a otros animales, sobre todo a las aves, que, completamente insensibles a la ardiente molécula, son las encargadas en la naturaleza de esparcir las semillas.
La capsaicina está en concentraciones más altas en la médula blanca que rodea a las semillas y de ahí que, para evitar sorpresas, muchos cocineros las eliminan cuando preparan pimentadas. Solo existe en el género Capsicum, que incluye los pimientos en general, pero no en todas las especies y variedades de cultivo, y es a una defensa de la planta para protegerse de ser consumida por los mamíferos.
La cantidad de picor o pungencia de las guindillas se mide mediante la denominada escala Scoville, llamada así en honor a Wilbur Scoville (1865-1942), un farmacéutico estadounidense que pasó buena parte de su carrera trabajando en una gran compañía farmacéutica de Detroit.
Una de sus tareas en la empresa era supervisar la producción de un popular linimento llamado Heet. El calor que proporcionaba el Heet procedía de las mismas guindillas que se emplean en alimentación, pero este variaba enormemente de un lote de guindillas a otro, y, dado que el picor es una sensación completamente subjetiva, no había una forma fiable de calibrar cuántas guindillas había que emplear en cada lote.
En 1912 a Scoville se le ocurrió lo que pasaría a conocerse como «examen organoléptico Scoville»: un método científico (relativamente) para medir el picor de cualquier pimiento. Por su sencillez, todavía hoy sigue siendo el estándar utilizado, aunque los químicos orgánicos son capaces de ser mucho más precisos utilizando instrumentos muy sofisticados.
Scoville realizó un examen organoléptico de diversos tipos de pimientos y decidió que cada unidad de picante se llamaría SHU o Scoville Heat Units. Tal y como escribió en la revista científica en la que dio a conocer sus resultados, la escala va desde el cero hasta quince millones de SHU. Como curiosidad, el cero lo ostentan los pimientos dulces, la cayena alcanza los 50 000, los chiles jalapeños suelen situarse en el rango de 2 500 a 5 000, y el chile habanero llega a los 300 000. En el caso de los pimientos de Padrón, de picar, pueden rondar los 500 SHU.
Hoy en día, mucha gente cultiva pimientos con el propósito de que resulten lo más picantes posible. El récord lo ostenta la variedad conocida como segador (reper) de Carolina, con 2,2 millones de SHUs. Si les parece mucho, adelanto que existe una especie marroquí de euforbiácea —pariente de las inocentes euforbias comunes que adornan de flores nuestros jardines— cuyo látex alcanza los 15 000 millones de SHUs: si el infierno existe, no faltará en su despensa. Lo contaré otro día.
Obviamente, los pimientos hiperpicantes que superan cualquier umbral de tolerancia no tienen ninguna utilidad en alimentación, pero resultan de gran interés para los fabricantes de aerosoles de gas pimienta, que también utilizan capsaicina.
Como ocurre con la popular escala Richter para evaluar la magnitud de los terremotos, la escala Scoville es subjetiva, inexacta e imprecisa. Scoville suministraba un extracto de chile diluido en agua azucarada a cinco catadores y estos determinaban cuándo dejaban de notar el picor. Así, si un tipo de guindilla tiene un valor de 100 HSUs significa que ha sido diluido 100 veces, hasta que no picaba.
Pero, como bien saben quienes saborean guindillas, a todo el mundo no le afecta el picor por igual, por lo que bastaba con que tres de los catadores dejaran de notarlo, para que nuestro amigo diera por evaluado ese tipo de pimiento y le asignara el valor de la dilución.
Pero pongamos las cosas en su sitio. Hace algo más de un siglo, la química no contaba con los avances de hoy en día. Hoy, el procedimiento de cuantificación del número de moléculas de capsaicina en un alimento se realiza mediante cromatografía. Usando este método, la cantidad de capsaicina se mide en unidades ASTA, que equivalen aproximadamente a 15 unidades Scoville.
Al margen de pasar un rato desagradable si ingerimos más cantidad de picante del que podemos tolerar, la capsaicina puede resultar peligrosa e incluso mortal. De hecho, si la ingerimos en estado puro podemos morir por paro respiratorio. En general, los mamíferos sufren el picante en zonas mucosas como los ojos, la nariz o la lengua. Por ello, cuando cogemos una guindilla no notamos nada, pero si a continuación nos frotamos los ojos, el escozor será inmediato y terrible.
Al contrario de lo que sugiere el experimento de Scoville, el agua no es el mejor remedio para el picante. La capsaicina es hidrófoba, por lo que no se mezcla con ella y el agua pasa por nuestra boca sin llevarse cantidades significativas de la molécula picante. Por ello, si nuestra boca arde por comer guindillas, es más recomendable tomar alimentos grasos como embutidos, aceite, queso o leche.
¿Por qué seguimos tomando picante?
Al margen de las propiedades organolépticas del picante aplicadas a la gastronomía, no debe extrañarnos nos guste más un plato de patatas aderezado con unas gotas de tabasco porque el picante nos hace felices.
Cuando ingerimos capsaicina, la hipófisis segrega endorfinas en el torrente sanguíneo. Las endorfinas son las mismas hormonas estrechamente emparentadas con los opiáceos que se liberan cuando comemos o mantenemos relaciones sexuales y eso nos proporciona una sensación de placer. Sin embargo, como ocurre con cualquier tipo de calor, este puede hacerse rápidamente incómodo y luego insoportable.
Existen informes que indican que la capsaicina reduce la presión arterial, combate la inflamación y disminuye la susceptibilidad al cáncer, entre muchos otros beneficios para el ser humano. Un estudio realizado con adultos chinos llegaba a la conclusión de que los que consumían una gran cantidad de capsaicina tenían un 14 % menos de probabilidades de morir por cualquier causa durante el periodo del estudio que los consumidores menos atrevidos.
Pero no corran a comprar guindillas. Como ocurre siempre con este tipo de cosas, es posible que el hecho de que los sujetos ingirieran mucha comida picante y fueran un 14 % más capaces de sobrevivir sea solo una simple coincidencia. Mucho más exacto es decir que la capsaicina encuentra numerosas aplicaciones en la industria farmacéutica gracias a sus propiedades analgésicas, antioxidantes y anticoagulantes.
Pero aún hay más. Según un estudio elaborado en 2007 por la Universidad de Nottingham y publicado por la revista científica Biochemical and Biophysical Research Communications, la capsaicina es anticancerígena y puede emplearse en tratamientos contra el cáncer.
Los investigadores usaron capsaicina en cultivos de células cancerosas de pulmón y páncreas humanos. El estudio demostró (hasta donde se puede demostrar en estos casos) que las vaniloides, la familia de moléculas a la que pertenece la capsaicina, se unen a las proteínas en las mitocondrias de la célula cancerosa y genera la apoptosis, o muerte celular, sin dañar a las células sanas circundantes.
Toda una maravilla. ¿Hace una ronda de pimientos de Padrón?