En el momento en que escribo
este artículo (1 de abril), desde que el SARS-CoV-2 se detectó por primera vez
en Seattle el 20 de enero, el virus ha contagiado al menos a 181.099 personas en los 50 estados según las
cifras oficiales (siempre más reducidas que las reales). De esos casos registrados,
3.606 son fallecidos, 1.550 de ellos en Nueva York.
En un país con 329
millones de habitantes, esas cifras significan una incidencia proporcionalmente
mucho más baja que en España o Italia. Pero allí las cosas irán a peor, porque
todo apunta a una escalada rápida provocada por el inevitable crecimiento exponencial que caracteriza el inicio de todas las epidemias.
Hay razones estructurales
por las cuales Estados Unidos tiene dificultades para ofrecer una respuesta a
la pandemia. Entre ellas destacan la atención médica privatizada y cara, la deficiente
red de asistencia social y la autoridad descentralizada. En la guerra biológica
contra el coronavirus, que es también una amenaza para la propia democracia, la autoridad descentralizada es una deficiencia
de primera magnitud.
Figura
1. Los costes humanitarios del brote de coronavirus continúan aumentando, con
más de 719,000 personas infectadas en todo el mundo. El número de fallecimientos
confirmados ha superado los 33.900. Datos a 30 de marzo. Fuente.
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La gripe de 1918, también
conocida como gripe española, duró hasta 1920 y se considera la pandemia más
mortal de la historia moderna. Desde su primer caso conocido, que tuvo lugar cerca de una base militar de
Kansas en marzo de 1918, la gripe se extendió por todo el país. Al final de la
pandemia, entre 50 y 100 millones de personas habían muerto en todo el mundo,
incluidos más de 500.000 estadounidenses.
En 2007, dos estudios científicos
intentaron explicar cómo influyeron en la propagación de la enfermedad las distintas
respuestas ofrecidas en diferentes ciudades. Al comparar las tasas de
mortalidad, el tiempo y las intervenciones de salud pública, los investigadores
descubrieron que las tasas de mortalidad eran alrededor de un 50% más bajas en
las ciudades que adoptaron medidas preventivas desde el principio en
comparación con las que lo hicieron tarde o no lo hicieron (Figura 2C). Además,
las ciudades que adelantaron el distanciamiento social se recuperaron económicamente mejor tras la pandemia.
Los casos de San Luis y
Filadelfia son paradigmáticos. Poco después de que se adoptaran medidas sanitarias
en Filadelfia, apareció otro caso en San Luis. Dos días después, la ciudad
cerró la mayoría de las reuniones públicas y pusieron a las víctimas en
cuarentena en sus hogares. Los casos se ralentizaron. Al final de la pandemia,
la tasa de mortalidad en San Luis era menos de la mitad que en Filadelfia
(Figura 2D).
Figura
2. A. Adoptar medidas de aislamiento social un día después eleva
espectacularmente el número de contagiados (Luis Monje). B. Número de
muertes previstas en Gran Bretaña y Estados Unidos en el caso de no adoptarse
medidas de aislamiento social (Fuente). C. Diferencias de casos
mortales registrados en diferentes ciudades norteamericanas. San Luis y Nueva
York, las primeras en aplicar medidas de aislamiento fueron las que menos casos
registraron Fuente. D. Diferencias en el número de casos
mortales registrados entre Filadelfia y San Luis. Dos ciudades que adoptaron
medidas de aislamiento en fechas diferentes. Fuente.
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La restricción de viajes
a Europa que hizo la Administración estadounidense es una medida en la buena
dirección: probablemente el país ganó unas horas, quizás un día o dos para
frenar la expansión del virus. Pero no más. No es suficiente. Eso es contención
cuando lo que se necesita en estos momentos es mitigación. Y es ahí donde el poder federal tropieza con la
capacidad legislativa de los estados.
Aunque la mitad de los
ciudadanos está sometida a diferentes grados de distanciamiento social, cada estado (e incluso cada condado o cada gran
ciudad) actúa por su cuenta en función en la gravedad de la situación en su
territorio, sin olvidar que las autoridades actúan influidas en ocasiones por
un trasfondo social.
El presidente Trump tiene
las manos constitucionalmente atadas a la hora de declarar un estado de alarma
como el declarado en España. La nación norteamericana nunca ha sido propensa a
embarcarse en debates sobre el titular de la soberanía y el triángulo
conceptual que esta pueda formar con las situaciones excepcionales y la defensa
de la Constitución. Como escribió el constitucionalista Bruce Ackerman: «El silencio de la Carta Magna estadounidense sobre
las situaciones de excepción ha favorecido a lo largo de la historia respuestas
improvisadas del presidente de la nación, adoptadas con descuido de cualquier
análisis coste-beneficio».
Cuando escribió aquel
libro en 2005, Ackerman advertía que nada garantizaba que un futuro presidente
no fuera «una combinación letal del simplismo de George W. Bush, el instinto
político de Lyndon Johnson y el carácter despiadado de Richard Nixon». El
cóctel parece haberse sublimado en la persona de Donald Trump.
Sin embargo, el virus
circulará por mucho que el presidente desee que desaparezca. Frente a la crisis
del coronavirus el trumpismo no parece a la altura de las circunstancias, como ha
ido demostrando el empecinamiento interesado del presidente y de los grupos negacionistas que lo sostienen en acabar con la cuarentena
cuanto antes para volver a la normalidad.
El 9 de marzo Trump acusó
de embusteros a los medios de comunicación y a los demócratas por conspirar
"para inflamar la situación del coronavirus" y dijo equivocadamente
que la gripe común era más peligrosa. El 30 de marzo, tuvo su caída en su
particular camino de Damasco. Ese día, su Administración emitió las primeras recomendaciones federales de distanciamiento social que debían
mantenerse hasta el lunes 30 de marzo.
Abrumado por las cifras
cada vez más preocupantes y por el informe del Imperial College que pronosticaba 2.200.000 muertes de
estadounidenses de no adoptarse medidas (Figura 2B), Trump, que había pensado sacrificar miles de vidas para no parar la economía, decidió que esas
recomendaciones permanecerán vigentes durante otro mes y podrían durar hasta
junio.
Pero son solo eso, recomendaciones,
que no son suficientes en el combate actual. En 1918, la clave para acabar con
la epidemia fue el aislamiento social. Y eso probablemente sigue siendo cierto
un siglo después, en la batalla contra el coronavirus que enfrentamos todos,
pero que Estados Unidos enfrenta con unas herramientas legales que se han
mantenido casi iguales desde los padres fundadores.
Una versión más corta de este artículo fue publicada ayer en el blog Diálogo Atlántico.