Hace algún tiempo (¡la década pasada, ahora que lo pienso!)
publiqué en este mismo digital un
artículo contando la historia de unos árboles, los liquidámbares, que
rodean a modo de centinelas hechos de lignina y clorofila las ruinas de la iglesia
de Santa María. A modo de adarve del callejón de Santa María, cerca de esos
silenciosos guardianes, a un lado de la capilla del Oídor, hay otros curiosos
árboles, los ginkgos (Ginkgo biloba)
que guardan el secreto de la eterna juventud.
Los ginkgos (o gingos, como prefieran llamarles otros),
reproducen los nombres vernáculos chinos “gink-go”
o “gin-ki-go”, que significan árbol
sin hojas en invierno. En 1771, el naturalista sueco Linneo le añadió el
epíteto biloba que, como puede verse en la foto que encabeza este artículo, alude a los dos lóbulos que muestran muchas de sus hojas.
Los ginkgos se reconocen enseguida por el inconfundible
porte que les confieren sus troncos rectos de los que surgen ramas gruesas casi
horizontales, las cuales, vistas de cerca, aparecen cubiertas de ramillas cortas muy gruesas, los braquiblastos, marcados por las cicatrices dejadas por las hojas desprendidas cada año, en cuyo extremo surgen cada
primavera las hojas nuevas (véase una foto más abajo). Estas parecen pequeños abanicos más o menos escotados
en el ápice, con la base que va formando una cuña hacia la confluencia con el
pecíolo. Si se observan con alguna atención, se verá que están recorridas por
numerosas nervaduras bifurcadas, un caso único entre todas las plantas con
semillas pero común en los helechos. Las hojas se desprenden al final de cada otoño, después de adquirir
unas preciosas tonalidades amarillas o doradas resplandecientes.
Racimos de flores masculinas de Ginkgo biloba. Ejemplar de la Capilla del Oídor. |
Florecen a principios de la primavera. Las flores son
pequeñas y amarillentas y responden a un modelo primitivo de organización estructural.
Los sexos se disponen en árboles diferentes. Las flores masculinas aparecen en
racimos estrechos alargados, mientras las femeninas quedan reducidas a dos pequeños
óvulos sostenidos por un largo pedúnculo. Cuando maduran, uno de ellos aborta y queda en la base del otro. La semilla, cubierta de una pulpa carnosa (la sarcotesta) parece una pequeña ciruela
de color marrón que, cuando se desprende y se pudre sobre el suelo, desprende
un desagradable olor a mantequilla rancia por el ácido butírico que contiene. Por
eso se eligen ejemplares masculinos en jardinería y plantaciones urbanas. Los
de Santa María y otros repartidos por Alcalá no son una excepción, a menos que yo sepa.
Flores femeninas de G. biloba. Fuente. |
Cuando los dinosaurios aparecieron sobre la faz de la
Tierra, los ginkgos ya estaban allí. De hecho, han sido
considerados como los fósiles vivientes más antiguos entre las plantas con
semillas. Se conocen fósiles directamente emparentados con ellos desde hace más
de 250 millones de años.
Debido a su antigüedad los chinos lo denominan
“alimento de los dinosaurios”, porque piensan que sus semillas eran comidas por
aquellos saurios ancestrales. En Europa se habló de estos árboles por primera vez en 1690, después de
que el botánico alemán Kaempfer regresara de una visita a Japón. En 1730 se
plantó la primera planta en Europa, en Utrecht, y en 1754 se plantó un ejemplar en
el Jardín de Kew, cerca de Londres, donde sigue tan campante. En 1808 ya se cita en los Jardines
de Aranjuez. Se dice que el primer ejemplar se adquirió por cuarenta escudos y
de ahí la denominación de árbol de los cuarenta escudos.
G. biloba. 1, braquiblastos con las cicatrices que dejan las bases de las hojas caídas. Los primordios seminales nacen por parejas, pero uno de ellos aborta (2) mientras que el otro se desarrolla hasta alcanzar el tamaño de una cereza. Foto. |
Y es que para los ginkgos y probablemente para otras muchas
plantas de las que apenas sabemos nada de su fisiología, se diría que su condición
innata es la inmortalidad basada en su resistencia y en su resiliencia, esto
es, en su capacidad de recuperarse después de alguna adversidad. Se pueden ver
ejemplos extremos de la resiliente tenacidad del ginkgo en Hiroshima, donde
seis árboles que crecen a menos de dos kilómetros del lugar donde tuvo lugar la
explosión de la bomba atómica de 1945 sobrevivieron a la explosión. Aunque casi
todas las demás plantas (y animales) en el área desaparecieron calcinadas, los
ginkgos, aunque chamuscados, sobrevivieron y pronto volvieron a estar sanos. Los
seis árboles todavía están vivos y cada uno con su correspondiente placa
identificativa, doy fe.
Los ginkgos han desarrollado un
arsenal de armas moleculares para mantenerse en forma durante la vejez. A
diferencia de muchos otros organismos, no parecen programados celularmente para
morir. Por el contrario, los árboles continúan bombeando unos compuestos bioquímicos
que los protegen de la senectud.
Ejemplar de ginkgo de 1.400 años en el templo de Gu Guanyin. La base del árbol está protegida por una empalizada artificial de ramas. |
Mientras que la mayoría de los organismos de edad avanzada
sucumben fácilmente a cualquier enfermedad, las defensas del sistema inmunológico de un
ginkgo milenario se parecen mucho a las de un joven árbol veinteañero. Y aunque el
crecimiento de otros organismos va desvaneciéndose a medida que pasa el tiempo,
los viejos ginkgos continúan creciendo como si nada hubiera cambiado. Su capacidad de resistencia
y su vigor juvenil se pueden observar a simple vista: los ginkgos de seiscientos
años producen tantas semillas y tantas hojas como los ejemplares juveniles.
Además, los genes que codifican la producción de
antioxidantes y antipatógenos son muy activos en árboles viejos y jóvenes, los
que les ayuda a evitar infecciones y sugiere que estos árboles de
características ancestrales no pierden su capacidad de defenderse contra los
factores estresantes externos. Y aunque las hojas amarilleen, se marchiten y
mueran cada año, las células responsables del crecimiento del leño no se
deterioran de la misma manera, en parte porque en ellas no se expresan los genes
que provocan la senescencia, la etapa final de la vida.
Si toda esa maquinaria molecular continúa funcionando
indefinidamente, los ginkgos teóricamente podrían ser inmortales. Pero la inmortalidad
no significa ser invencibles: los árboles siguen muriendo debido a diferentes
plagas, sequías, fuegos naturales provocados por los rayos o por actividades
humanas y otros episodios dañinos.
Menos mal que es así. Si algunos seres vivos nunca murieran,
el mundo sería un lugar terrible lleno de gente extraordinariamente vieja
como esta
medusa que desafía la muerte, que no dejaría recursos para otros
organismos. Entre los árboles, el ginkgo no está solo: las secoyas de
California (Sequoiadendron giganteum)
también pueden vivir durante miles de años, los tejos ingleses no se consideran
"viejos" hasta que alcanzan los 900 años de edad, e incluso un pino norteamericano,
Pinus longaeva, ha alcanzado los 4.800
años. ©
Manuel Peinado Lorca, @mpeinadolorca.