lunes, 27 de enero de 2020

Las uvas de la ira y el bosque del presidente Roosevelt


Distinguida con el Premio Pulitzer en 1940, una de las grandes novelas políticas de la literatura, Las uvas de la ira, de John Steinbeck, describe con precisión el drama de la emigración de los componentes de la familia Joad, unos desposeídos que, obligados por el polvo y la sequía, se ven obligados a abandonar sus tierras, junto con otros miles de personas de Oklahoma y Texas, rumbo a la «tierra prometida» de California.
Tres años antes de publicar la novela, Steinbeck había realizado para The San Francisco Sun una serie de magistrales crónicas sobre la América de la Gran Depresión, reunidas luego en Los vagabundos de la cosecha (Libros del Asteroide, 2007). La realidad que el autor conoció en aquel encargo periodístico fue la materia prima de Las uvas de la ira: hechos históricos, personajes de carne y hueso, miserias verdaderas provocadas por las tormentas de polvo y la Gran Depresión.
El último Foro de Davos ha aprobado un proyecto para plantar un billón de árboles. Una iniciativa a la que, en una adhesión que es todo un oxímoron, también se ha sumado Donald Trump. La preocupación por el estado de los bosques norteamericanos comenzó con James Madison, autor del primer discurso conservacionista de un presidente estadounidense. A Franklin Delano Roosevelt (FDR) le cabe el honor de haber emprendido la primera plantación masiva de árboles en suelo estadounidense.
Cuando Roosevelt asumió por primera vez la presidencia en 1933, la nación estaba inmersa en una crisis económica, pero también ecológica. A partir de 1930, una severa sequía azotó las altas planicies, la región de las Grandes Llanuras que los primeros exploradores del ejército, con el mayor Stephen Long a la cabeza, llamaron el "Gran Desierto Americano". Después de acabar con las tribus nómadas que los habían ocupado durante siglos, durante los primeros treinta años del siglo XX esos inhóspitos páramos habían sido poblados por varias oleadas de colonos. Sin ser conscientes de ello, habían llegado durante un período de precipitaciones superiores a la media, lo que les indujo a pensar que las tierras eran excelentes para la agricultura.
Una tormenta de polvo sobre Tyrone, Oklahoma, el 14 de abril de 1935. El Dust Bowl de la década de 1930 envió a más de un millón de residentes de la región a California. Foto New York Times.
Millones de hectáreas de praderas naturales fueron transformadas en granjas y la tierra, que había permanecido compactada por las raíces de las hierbas y por el pisoteo de las manadas de bisontes durante miles de años, quedó abierta en canal por la reja del arado. Cuando la sequía golpeó, la tierra se secó rápidamente y, desprovista de la trama fijadora de los pastos naturales, los vientos despojaron y arrastraron la reseca capa superior del suelo. Entonces, como unas cenizas sin llamas, se formaron "ventiscas negras", unas tormentas de polvo y lodo tan potentes que llegaron a más de tres mil kilómetros de distancia, hasta el océano Atlántico, dejando a su paso una lluvia del limo fértil de la pradera. Despojadas de suelo, las que una vez fueron granjas feraces se convirtieron en tierras sin valor, hundiendo a millones de colonos en la pobreza.
Una posible solución a esta catástrofe, que se conoció como el "Dust Bowl", se le ocurrió a FDR durante su campaña presidencial. Fue durante un día de calor abrasador cuando su comitiva se detuvo en las desoladas afueras de Butte, Montana. El candidato salió de su automóvil y observó una región desprovista de árboles por naturaleza y de cualquier otra vegetación como resultado de los humos nocivos emanados de una mina de cobre. Roosevelt, que había estudiado a fondo técnicas forestales para mejorar Springwood, su finca en Hyde Park, y que acababa de anunciar sus planes para crear el CCC, el Cuerpo Civil de Conservación, un programa federal de empleo masivo que estaría ligado las políticas del New Deal, tuvo una revelación: Quizás la respuesta al Dust Bowl estaba en los árboles.
Franklin Roosevelt posa con trabajadores del Civilian Conservation Corps en un campamento de Shenandoah Valley, Virginia. Foto Franklin D. Roosevelt Presidential Library and Museum.
La idea de usar árboles para mejorar las condiciones del Gran Desierto Americano no era nueva en absoluto. Se remontaba a los primeros asentamientos de mediados del siglo XIX, cuya última consecuencia fue un poderoso movimiento impulsado por visionarios como el editor Julius Sterling Morton, que sostenía la absurda creencia de que los árboles traerían las lluvias a las Grandes Llanuras. Roosevelt, sin embargo, no pensaba que la plantación de árboles podría cambiar el clima de la región. Lo que estaba considerando era la posibilidad de que una cantidad suficiente de árboles protegiera la capa superior del suelo creando un escudo contra los vientos brutales que azotaban el centro del país.
El futuro presidente estaba lejos de ser el primero en considerar el potencial de los árboles cortavientos en el Gran Desierto Americano. Muchos granjeros de las praderas habían plantado árboles con ese propósito. Lo que destacó de la epifanía de FDR en Montana no fue su originalidad, sino su escala. Roosevelt nunca vaciló en soñar a lo grande. El CCC, por ejemplo, se convertiría en la mayor fuerza laboral civil en la historia de Estados Unidos. Varios de sus programas, como el del valle del Tennessee y el del Valle Central, plantearon transformar decenas de millones de hectáreas a la vez. El proyecto de los rompevientos de las Grandes Llanuras también tendría dimensiones colosales. Roosevelt quería construir un bosque de varios kilómetros millas de anchura, desde la frontera canadiense hasta Texas, una barrera gigantesca que detendría el viento y mitigaría las peores consecuencias de la sequía. Sería la máxima expresión del poder de la reforestación.
Pero ese sueño no era algo que nadie pudiera emprender nada más entrar en el Despacho Oval. Había demasiadas cuestiones que resolver primero. A diferencia del caso de la CCC, sobre el cual tenía una visión clara a gracias a su experiencia como gobernador, los vientos de las altiplanicies sobrepasaban sus conocimientos. Puede que supiera mucho sobre plantar árboles en los suelos bien regados de Hyde Park, pero eso era una minucia cuando se trataba del clima árido del Gran Desierto Americano. Por eso, poco después de su toma de posesión, Roosevelt pidió un informe al Servicio Forestal (SF) creado en 1905 por su primo Teddy.
A finales de la primavera de 1934, el informe llegó Despacho Oval en un momento que no podía haber sido más apropiado. La sequía sobrepasaba todo lo visto hasta entonces. Las ventiscas negras arrasaban todo el país desde las Rocosas hasta Chesapeake. Llovió polvo en Nueva York, en Washington e incluso en barcos que navegaban por el Atlántico. Los que vivían en las Grandes Llanuras sufrían desdichas insoportables. Para enfrentarse a la terrible situación, el Congreso anunció en junio una astronómica partida extraordinaria de 525 millones de dólares destinada a los esfuerzos inmediatos de lucha contra la sequía.
Con la nación devastada por las tormentas de polvo, Roosevelt finalmente anunció la propuesta que había estado madurando durante casi dos años. El 11 de julio, mientras estaba de vacaciones a bordo del USS Houston, emitió una orden ejecutiva que ordenaba «la plantación de franjas de protección forestal en la Región de las Llanuras como medio para mejorar las condiciones de sequía». La proclamación autorizaba el gasto de una partida de 15 millones extraída de los fondos extraordinarios de ayuda para la sequía. Esa sería la primera partida de los 75 millones necesarios para construir la barrera contra el viento más grande del mundo. Rápidamente, el proyecto se bautizó como el Shelterbelt, el cinturón protector.
Como había previsto, su anuncio desató una tormenta, aunque no fuera de polvo. Los editores de periódicos de todo el país se pusieron en contra del proyecto. Un escritor resumió el pensamiento opositor citando la estrofa final de Tree, el famoso poema de Kilmer: But only God can make a tree [Pero solo Dios puede crear un árbol]; que FDR intentara remediar al Todopoderoso «no solo era inútil, sino posiblemente blasfemo». La mayoría del Congreso se oponía. Según el historiador Wilmon Droze, «Para muchos políticos, la idea de gastar 75 millones en una región donde pocos vivían y votaban, y para un proyecto con final dudoso, era políticamente imprudente, muy injusta e incumplía las promesas de equilibrar el presupuesto».
Nada de esa oposición debería haber servido para algo. Pero entonces el plan de Roosevelt se topó con un obstáculo imprevisto. El Interventor General, el republicano John R. McCarl, que estaba poniendo todo su empeño en frenar algunos programas del New Deal, dictaminó que los quince millones solicitados por el presidente no constituían un «alivio inmediato de la sequía» según dictaba la legislación de junio.
Poco podía hacer Roosevelt para eludir al interventor. Puede que un presidente fuera el hombre más poderoso del país, pero de vez en cuando el funcionamiento interno de la burocracia federal resultaba ser aún más poderoso. Al final, se vio obligado a reducir su petición a un millón de dólares, que únicamente servirían para financiar los trabajos preliminares. Era una cantidad insignificante, sobre todo comparada con los 600 millones de dólares que poco después el Congreso concedería para el CCC, pero para Roosevelt era un comienzo.
El SF utilizó los fondos para comenzar a inspeccionar las tierras, organizar a los suministradores de plántulas y contactar con los agricultores cuyas tierras tendrían que arrendar para reforestar. Roosevelt también hizo su trabajo político detrás del telón para asegurar la viabilidad de un programa. Finalmente, los trabajos estaban listos para comenzar la siguiente temporada de plantaciones.
La siembra comenzó en Oklahoma en marzo de 1935. Las plantaciones continuaron durante toda la temporada de crecimiento de primavera de ese año, no sólo en Oklahoma, sino también en Texas, Kansas, Nebraska y las Dakotas. En total, el SF y los trabajadores federales contratados como apoyo lograron plantar doscientos kilómetros de franjas forestales, que cubrían más de 15.000 hectáreas.
Una vez que el programa se puso en marcha, muchos agricultores de las Grandes Llanuras lo abrazaron con entusiasmo, pero en Washington D.C. la historia era totalmente diferente. Los congresistas se mantenían escépticos acerca de los méritos del Shelterbelt, convencidos de que era un derroche y un truco político de Roosevelt para conseguir el voto de los agricultores.
Croquis de unas parcelas del Shelterbelt. Lake States Forest Experiment Station, St. Paul, Minnesota, 1934. Forest Service, USDA.
En 1936, el Congreso asignó 170.000 dólares específicamente destinados a liquidar el programa. Roosevelt contratacó y consiguió varios millones de dólares de la recientemente creada Administración de Proyectos de Obras (WPA), que fue otra iniciativa de reactivación socioeconómica cuyo presupuesto contenía cientos de millones de dólares en fondos no finalistas.
A medida que la batalla política sobre bosque protector arreciaba en Washington, el SF continuó plantando sus árboles en silencio. En 1938 se habían plantado más de 34 millones de árboles en casi 50.000 hectáreas. Los interminables horizontes de las altiplanicies cerca del meridiano noventa y nueve empezaban a verse interrumpidos por las lejanas siluetas de los bosques.
Pero en última instancia, la oposición política demostró ser demasiado poderosa para que el bosque protector sobreviviera. A principios de la década de 1940, Roosevelt, el creador y firme defensor del programa, estaba enfermo y preocupado por la probable entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Además, durante la década de 1930 se habían aprobado dos piezas clave de la legislación federal que proporcionaban enfoques alternativos al Shelterbelt. La primera, la Ley de Conservación del Suelo de 1935, creó una nueva agencia, el Servicio de Conservación del Suelo (SCS), que fue autorizado a pagar a los agricultores por mantener sus tierras sin cultivar con la esperanza de que las hierbas nativas regresaran para estabilizar el suelo. La segunda, la Ley Forestal Norris-Doxey Farm de 1937, permitió al Gobierno dedicar fondos para trabajar en cooperación con los agricultores que buscan mejorar sus parcelas forestales.
A finales de octubre de 1941, el secretario de Agricultura sugirió a Roosevelt que el proyecto Shelterbelt debería someterse al cada vez más afianzado SCS. Roosevelt, que había estado luchando para mantener vivo el programa contra la hostilidad del Congreso durante casi una década, finalmente cedió. En julio de 1942, después de ocho años y un coste total de 14 millones, el Shelterbelt echó oficialmente el cierre como programa independiente. El SCS, poblado por agrónomos más que por silvicultores, retiró rápidamente la prioridad el uso de franjas arbóreas como medida de conservación del suelo. Las plantaciones cayeron de 1.750 millas en 1942 a 65 millas en 1943.
Pronto, Roosevelt tuvo que lamentar la muerte de su proyecto.  En 1943, durante un discurso pronunciado en una cena en la Casa Blanca en honor del rey de Arabia Saudita, en el que comparaba el desierto árabe con el Gran Desierto Americano, el presidente dijo: «Hace años habíamos emprendido un proyecto conocido como Shelterbelt [...] Le diré al Congreso de los Estados Unidos que voy a resucitarlo de nuevo, si vivo lo suficiente. Es algo excelente». Pero los días de Roosevelt tocaban a su fin.
El 12 de abril de 1945, menos de un mes antes de que Estados Unidos obtuviera la victoria sobre los nazis, el presidente más duradero en la historia de la nación murió de una hemorragia cerebral. Al día siguiente, un editorial del New York Times resumió el estado de ánimo nacional: «Dentro de cien años, puestos de rodillas, los hombres agradecerán a Dios que Franklin D. Roosevelt estuviera en la Casa Blanca para liderar el pensamiento del pueblo estadounidense y dirigir las acciones de su Gobierno en esa oscura hora en la que una barbarie poderosa y despiadada amenazaba con invadir la civilización del mundo occidental y destruir la obra de siglos de progreso».
Aunque muchos de sus últimos días los empleó agobiado por asuntos de Estado y por las emergencias de la guerra, hasta los últimos momentos Roosevelt todavía pensaba en su amado y atacado Shelterbelt. Tres días antes de su muerte, revisó un nuevo memorándum sobre el programa y envió una carta a su autor pidiéndole «un poco más de material sobre lo que está suponiendo la plantación de árboles para que las familias puedan mejorar el rendimiento de sus cultivos».
Franjas del Shelterbelt continúan protegiendo granjas en las Grandes Llanuras. Foto de 2015.
Al final, la gran visión de Roosevelt para transformar las Grandes Llanuras en un bosque se quedó corta, pero el proyecto dejó su huella en la región. Una evaluación de 1954 del Shelterbelt concluyó que se habían plantado más de 220 millones de árboles en treinta mil granjas. En total, el SF había implantado más de 18.600 millas lineales de franjas de árboles y la mayoría de ellas, más del 70 por ciento, sobrevivió durante décadas. Durante las décadas de 1950 y 1960, muchas de las plantaciones originales del Shelterbelt se reforzaron o ampliaron a través de las acciones privadas de los agricultores que habían llegado a apreciar el valor como cortavientos de los árboles.
Y hoy, entre los campos y las granjas de las planicies altas por los que conduzco entre Nebraska y South Pass, algunos rodales de álamos, fresnos y olmos siguen dando testimonio de la existencia de un programa planeado inicialmente como «el mayor trabajo técnico que el SF haya realizado jamás», pero que se convirtió, a los ojos de muchos, en «el proyecto más ridiculizado del New Deal». © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.