En 1932 tuvo lugar en Australia uno de los intentos más chuscos para
acabar con un animal convertido en plaga para la agricultura.
Antes de la colonización del oeste de Australia, los emúes (Dromaius novaehollandiae), unas aves grandes como
avestruces y emparentadas con kiwis y casuarios, se movían a su antojo; lo hacían en dirección
suroeste hacia la costa en invierno, al noreste en verano, o al revés, si las
lluvias lo imponían. Con sus migraciones, favorecían las sabanas y los bosques esclerófilos,
en donde viven como como omnívoros generalistas que consumen una variedad de
plantas y artrópodos. Algunos años se reunían por miles para caminar juntos,
formando uno de los mayores espectáculos de la naturaleza. Por supuesto que se enfrentaban
a peligros: dingos, tilacinos y aborígenes. Los aborígenes, cazadores
ingeniosos, capturaban unos cuantos emúes por todo el continente con la única
intención de utilizar las plumas en ceremonia rituales.
Sin embargo, los colonos europeos eran diferentes. Arrasaron la tierra
y plantaron trigo. De esa forma, el emú, que contemplaba la nueva tierra de
cultivo como una cesta de cereales dispuesta para sus largas caminatas
estacionales, se convirtió en el enemigo. Habría guerra.
En noviembre de 1932 más de 20.000 emúes se pusieron en movimiento en dirección
hacia la región de cultivo de trigo que rodeaba Campion y Walgoolan. Hasta allí habían llegado durante años muchos colonos después de luchar en la
Primera Guerra Mundial y habían plantado trigo a montones. Al principio las cosas fueron bien, pero cuando sufrieron la caída de precios del grano se mostraron
reacios al ver que su medio de vida peligraba aún más por culpa de una
oleada interminable de picos hambrientos y patas holladoras, y reclamaron la
presencia del ejército.
Transcurría la mañana del 2 de noviembre cuando el mayor G. P. W.
Meredith, el sargento S. McMurray y el fusilero J. O’Halloran, de la Séptima
Batería Pesada de la Real Artillería Australiana, abrieron fuego. Utilizaron
una ametralladora automática Lewis con la esperanza de acabar con las aves de
un plumazo, tal y como habían hecho en Francia los soldados que segaban la vida
de otros mientras corrían aterrorizados hacia la siguiente trinchera. Pero
al oír los primeros disparos, los emúes se dispersaron y la compacta bandada se
esfumó como la niebla. Dos días después, los soldados lo intentaron de nuevo apostándose
al acecho cerca de una poza, listos para disparar sobre unos mil emúes que
acudían a beber. El arma escupió de nuevo, pero se atascó y solo pudieron abatir
una docena de aves.
El día 8 se retiraron los artilleros porque, además de enfrentarse al ridículo por el fracaso para acabar con un enemigo indefenso, las autoridades discutían
sobre quién pagaría las balas. Pero los colonos exigieron la
vuelta del ejército, que regresó pasados unos días. Durante el mes siguiente
continuó la campaña: en total se hicieron 9.860 disparos. Que solo se mataran 986
aves no puede ocultar la realidad de que se trataba de un intento de exterminio
en masa. Después de haber perdido lo que se conoció como la Guerra del Emú [1],
el mayor Meredith declaró que el plumífero enemigo «podía
enfrentarse a las ametralladoras con la invulnerabilidad de los tanques». No parece que eso fuera cierto, porque en cuanto se ofrecieron mayores recompensas por las cabezas
de las aves, los colonos con sus propios rifles abatieron 57.000 emúes en tan solo un semestre de 1934.
Desde entonces, los emúes de Australia Occidental se han enfrentado a
muchas cacerías e incluso al envenenamiento por estricnina, pero todavía se
las apañan para reunirse en grandes multitudes algunos años. Y haciéndolo, contribuyen,
junto con unas hormigas, a la dispersión de la quinina australiana.
Un árbol de quinina (Petalostigma pubescens) en flor. Fuente. |
Un alimento favorito del emú es Petalostigma
pubescens, un árbol conocido como árbol de quinina, corteza amarga o baya
de quinina. Los árboles de quinina crecen en los bosques abiertos elegidos por los emúes para sus andanzas .
El árbol de quinina tiene frutos amarillos de tipo drupa (es decir con hueso), de unos dos centímetros de
diámetro, con una delgada envoltura carnosa, el exocarpo. Los frutos se dividen
en seis u ocho gajos, como una mandarina, y cada segmento contiene un endocarpo
duro (es decir, cada fruto contiene entre seis y ocho huesecillos). Cada endocarpo contiene una sola semilla. Si
se quedan sobre el árbol, los frutos finalmente se secarán y se abrirán para
liberar sus semillas, pero si un emú hambriento descubre los frutos maduros,
comienza un triple trasiego de lo más interesante.
Un emú puede zamparse docenas de frutos de una sentada. Se los traga enteros, digiere la parte blanda y carnosa y defeca los endocarpos duros
e indigeribles. Defeca mientras recorre a diario grandes recorridos,
sembrando endocarpos a medida que avanza. En uno de esos momentos tan
necesarios como poco glamurosos de la ciencia, unos biólogos australianos contaron a mano hasta 142
endocarpos en una sola defecación de emú. Si la historia terminara con las semillas
del quinino inmersas en una bóñiga de emú, diríamos que el ave ha prestado al
árbol un excelente servicio de dispersión de semillas, es decir, de ornitocoria, pero la historia no finaliza ahí.
Frutos de Petalostigma pubescens. Foto. |
El excremento de emú y los endocarpos comienzan a recalentarse bajo el duro
sol del interior de Australia. A medida que los endocarpos se secan, explosionan.
Los tejidos del endocarpo tienen fibras orientadas
en direcciones opuestas. A medida que las fibras se secan, se contraen y disparan
el endocarpo en un típico caso de ballocoria
o (dispersión balística). La dehiscencia es repentina y tan explosiva que
algunas semillas vuelan más de dos metros desde el excremento de origen. Lanzar
las semillas lejos del montón de estiércol es una estrategia beneficiosa para las plantas:
la separación espacial significa que es menos probable que las plántulas
compitan entre sí.
Pero ese no es el destino final de las semillas. Cada semilla de Petalostigma tiene un pequeño cuerpo
graso, un eleosoma, que atrae
a las hormigas. Estas recogen las semillas con sus eleosomas adheridos y las
llevan a su nido. Una vez allí, consumen el eleosoma y depositan la semilla fuera del nido. Un típico caso de mirmecoria: son las
hormigas las que dispersan las semillas hasta su sitio definitivo.
La asociación entre emúes, endocarpos explosivos, hormigas y quininos australianos es probablemente uno de los escenarios de dispersión más complejos en el universo de las plantas.
©
Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.
[1] El
episodio de la Guerra del Emú está tomado del libro de Adrian Burton (traducción de Manuel
Peinado) Life Lines, accesible en
este enlace.