Tiempos recios, la última y
sólida novela de Mario Vargas Llosa, es una biografía y una reivindicación del expresidente
de Guatemala Jacobo Árbenz, que ganó las elecciones en 1950 y ostentó el cargo hasta
1954, año en el que una nueva “revolución” orquestada por la CIA, la embajada
estadounidense, la United Fruit y los militares acabó con él. Sus profundas
reformas sociales, en concreto la Reforma Agraria, que pretendía terminar con
las desigualdades y aportar oportunidades a los indígenas pobres -que
constituían el 70% de la población guatemalteca-, sirvieron para hacerlo pasar
por comunista a ojos de Estados Unidos, y terminaron costándole el puesto y el
exilio, además de escapar de la muerte por los pelos.
El libro es un análisis del poder terrible que tiene la propaganda y
cómo la manipulación de la verdad puede terminar provocando acontecimientos
gravísimos. Apenas acabo de leer el libro y su trama aparece calcada en los
acontecimientos que le han costado la presidencia de Bolivia al líder
indigenista Evo Morales. La tragedia boliviana enseña varias lecciones que las
fuerzas sociales y políticas populares deberían aprender y grabar en sus
conciencias para siempre.
La primera lección es que por más que se administre de modo ejemplar la
economía como lo hizo el Gobierno de Morales, se garantice crecimiento, la redistribución
de la riqueza, el flujo de inversiones extranjeras y se mejoren todos los
indicadores macro y microeconómicos [1], la derecha ultraconservadora,
las iglesias cristianas y el imperialismo jamás van a aceptar a un Gobierno que
no se ponga al servicio de sus intereses y ponga a dios por encima de todo.
Segunda lección: hay que analizar los manuales publicados por la CIA,
el Departamento norteamericano de Interior y sus portavoces disfrazados de
académicos o periodistas para poder percibir a tiempo las señales de la
ofensiva. Los informes confidenciales y los artículos de opinión supuestamente
asépticos y neutrales invariablemente resaltan la necesidad de destrozar la
reputación del líder popular, lo que en la jerga especializada se llama
asesinato del personaje, calificándolo de ladrón, corrupto, comunista, ateo, dictador
o ignorante. Esta es la tarea confiada a comunicadores sociales,
autoproclamados como “periodistas o tertulianos independientes”, que con el
viento a favor de su casi monopólico control de los medios minan el cerebro de
la población con tales difamaciones, acompañadas, en el caso de Bolivia, de
Guatemala o de los mineros chilenos que sostuvieron a Allende, por mensajes de
odio dirigidos en contra de los pueblos indígenas y los pobres en general.
Tercera: cumplida esa hoja de ruta, llega el turno de las revueltas,
los alborotos, el saqueo, la toma de las calles con las más que conocidas imágenes
de las hordas saqueando, incendiando y haciendo estragos con la deliberada
anuencia de las fuerzas del orden, y las bandas de sicarios contratados para
escarmentar a unos pueblos dignos que tuvieron la osadía de querer ser libres.
Cuarta. Llega el turno de la clase política de derechas y las elites
económicas reclamando “un cambio”, “poner fin a la dictadura”, “devolver la
soberanía al pueblo”, “restaurar los valores cristianos” y otras letanías
similares.
Quinta: entran en escena las “fuerzas de seguridad”, con generales nativos
pero pulidos en West Point y dirigidos por instituciones controladas por
numerosas agencias, militares y civiles del Gobierno de Estados Unidos que han envenenado
su cabeza con consignas reaccionarias supuestamente “anticomunistas” que ya
eran viejas en tiempos de la “Guerra Fría”. Estas instituciones las entrenan,
las arman, hacen ejercicios conjuntos y las educan políticamente. En el caso de
Bolivia, como en el de Guatemala, lo que hicieron esas “fuerzas de seguridad”
fue retirarse de escena y dejar el campo libre para la descontrolada actuación
de las hordas y de ese modo intimidar a la población, a la militancia y a los
propios miembros del Gobierno. O sea, una nueva figura sociopolítica: el golpismo
militar “por omisión”, dejando que las bandas reclutadas y financiadas por la
derecha impongan su ley. Una vez que reina el terror y ante la indefensión del Gobierno
el desenlace es inevitable.
En Bolivia, como en tantos otros sitios (incluida la España del 36), la
seguridad y el orden público no debieron haber sido jamás confiadas a
instituciones como la policía y el ejército, colonizadas por el imperialismo y
sus lacayos de la montaraz derecha autóctona. Cuando se lanzó la ofensiva en
contra de Evo se optó por una política de apaciguamiento y de no responder a
las provocaciones de los “revolucionarios populares”.
Esto sirvió para envalentonarlos y subir la puja: primero, exigir una
segunda vuelta, lo que en Suramérica se llama “balotaje”; después, fraude y
nuevas elecciones; enseguida, otras elecciones, pero sin Evo (como en Brasil,
sin Lula); más tarde, renuncia de Evo; finalmente, ante la negativa a aceptar
el chantaje, sembrar el terror con la complicidad de policías y militares y
forzar a Evo a renunciar. De manual, todo de manual.
¿Aprenderemos estas lecciones? Al parecer, no. La era de los golpes de
Estado apoyados desde el exterior ha retornado a América Latina. Y podríamos
decir con total seguridad que nunca se ha ido: después de las supuestas
“transiciones a la democracia”, en 1989 fue invadido Panamá; en 1990 y 1994
hubo dos golpes electorales seguidos en República Dominicana; y posteriormente
golpes militares, golpes parlamentarios, fraudes y masacres en Haití,
Venezuela, Honduras, Paraguay y Brasil, incluyendo el intento de derrocamiento
de Rafael Correa en 2010. Para qué hablar del Estado cuasi policial de
Colombia, las violaciones en masa a los Derechos Humanos en Chile en el último
mes. O el silencio ante la autohabilitación, fraude y posterior masacre
represiva del presidente hondureño Juan Orlando Hernández, cabeza de un narco Gobierno
Ahora, cuando el hilo constitucional está roto en Bolivia y una
dirigente de derechas como Jeanine Añez, enemiga pública del
carácter plurinacional del Estado boliviano, pretende asumir la “presidencia”
entrando con la Biblia en el palacio de Gobierno, tal vez convenga detenerse en
la
opinión del expresidente uruguayo José Mujica, un hombre de cuyo talante
republicano, decente y democrático nadie puede dudar:
«Para
mí es un golpe de Estado sin vueltas, no hay que darle mucha vuelta, porque hay
ultimátum del ejército y la policía está acuartelada y punto; ¿y cómo se llama
eso? Después decir que la causa fue eventualmente el fraude, y esto y lo otro,
¿cómo demostrarlo si se habían incendiado una cantidad de mesas y; segundo, ¿qué
sentido tiene si cuando se anunció un nuevo evento electoral, la maquinaria
golpista no se detuvo? ¿Qué tiene que ver la represión que se hizo sobre casa,
familiares, a la vista y consideración de los cuerpos armados de Bolivia? Es
evidente que hay un golpe de Estado».
«Tienen
la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni
con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos».
Son palabras de Salvador Allende, en su discurso desde el Palacio de la Moneda,
asediado por los golpistas el 11 de septiembre de 1973. ¿Utopía o ficción? © Manuel
Peinado Lorca. @mpeinadolorca.
[1] Nadie podrá acusar al gobierno de Evo Morales
de hundir a Bolivia en una crisis económica y social: todo lo contrario. Según
datos de CEPAL, la economía del país ha crecido en promedio un 4.9%, casi
duplicando su tamaño pasando de 16 mil millones de dólares en 2005 a 29 mil
millones de dólares en 2018. El PIB per cápita ascendió un 50%, esto es de
1,725 dólares en 2005 a 2,586 en 2018.
En el panorama sudamericano, Bolivia ha
sido mirada como una especie de milagro. Lo más destacado es que se lograron
estos rendimientos disminuyendo la desigualdad medida con el índice de
concentración de Gini. Los bolivianos crecieron mucho en riqueza y además se
hicieron un 21% menos desiguales. Así las cosas, en el mismo período la pobreza
general disminuyó en 41% y la pobreza extrema en un 47.4%.
La receta: políticas de Estado hacia la
recuperación de los recursos naturales (especialmente gas, minerales metálicos
y litio), reglas claras ante el poder empresarial y financiero, mayor justicia
fiscal y fortalecimiento de los servicios públicos que garantizan derechos
humanos y sociales. La más reciente de las políticas fue el lanzamiento del Sistema
Único de Salud, para superar la desfinanciación, fragmentación y precariedad de
la oferta sanitaria, que ha funcionado según el ingreso, ubicación territorial,
tipo de aseguramiento y estrato sociolaboral de los ciudadanos.
Medido como porcentaje del PIB, el gasto
público social aumentó de 2005 a 2014 en un 27.1%. Específicamente en salud,
28.1%; en educación, 15.2%; en vivienda y servicios, 51.7%; y protección
social, 15.1%. En este período el porcentaje del presupuesto estatal destinado
a gasto social aumentó en un 77%, es decir prácticamente duplicó al que existía
antes. Véase bien: una economía dinámica, incrementando riqueza, bienestar e
igualdad, incluso con la baja de los precios mundiales de las materias primas y
cuando varias naciones vecinas habían entrado en recesión o crecimiento negativo.