jueves, 16 de mayo de 2019

Plásticos en las profundidades


El 23 de enero de 1960, dos exploradores de las profundidades marinas –el teniente de la Marina estadounidense Don Walsh y el ingeniero suizo Jacques Piccard- emprendieron el único descenso tripulado hasta el fondo del mar que se había realizado jamás. Su nave, el batiscafo Trieste, se posó a una profundidad de 10.912 metros en el fondo de la sima Challenger de la fosa de las Marianas. Al tocar fondo, estaba aproximadamente a la misma distancia de la superficie del océano Pacífico que los aviones que vuelan por encima de ella.

Aunque esta épica hazaña fue equiparable al alunizaje del Eagle que sucedió nueve años después, los segundos que transcurrieron antes de que se posara el Trieste quizás fueron para los biólogos lo más fascinante de toda la inmersión. Fue entonces, cuando al mirar por la portilla de observación, Walsh y Piccard vieron un pez cuya existencia sería después muy discutida.

«Y cuando estábamos realizando la maniobra final, vimos una cosa maravillosa –escribió Piccard en 1961 en su libro Seven Miles Down: The Story of the Bathyscaph Trieste (Nueva York: Putnam)-. Reposando justamente debajo de nuestra parte inferior había un tipo de pez plano que se parecía a un lenguado y medía casi un pie de largo y seis pulgadas de ancho […] ¿Podría existir vida en las grandes profundidades del océano? ¡Podría! Y no solo eso, porque aquello era, al parecer, un verdadero pez teleósteo».

Muchos biólogos insistieron en que ningún pez puede sobrevivir a tales profundidades, bajo condiciones próximas a la congelación y a una presión de más de mil atmósferas. ¿Habrían visto otra cosa, quizás un pepino de mar, o tal vez nada? Sin ninguna fotografía que respaldara el avistamiento porque la inmersión era una prueba técnica y no una exploración destinada a estudiar la biología marina, el beneficio de la duda arraigó en el escepticismo científico.

En una entrevista recogida por Adrian Burton en Life Lines (p. 109), realizada 52 años después del famoso viaje del Trieste, Don Walsh, quien, tras la muerte de Piccard en 2008, era en esos momentos el único hombre que había estado en la sima Challenger, manifestaba serias dudas sobre lo que realmente habían visto:

«[Pudimos ver] evidencias de vida en todas las profundidades. Con nuestras luces encendidas, los organismos del plancton eran solo motas de polvo en el agua. Cuando se apagaban las luces nos envolvía una “nevada” bioluminiscente. La ilusión óptica era como mirar a través de una ventana iluminada la caída de los copos de nieve que capturan la luz. En nuestro caso, la nieve parecía estar cayendo hacia arriba, aunque en realidad era porque descendíamos […] Justo antes de posarnos, vimos lo que parecía ser un pequeño pez plano y blanquecino que descansaba en el fondo. Calculamos que tenía alrededor de un pie de largo. Jacques estaba en detrás del foco y fue el primero en verlo. Una vez que nos posamos, se levantó una nube de sedimento del fondo y perdimos la visibilidad. A partir de ese momento fue como mirar a través de un tazón de leche. Después de veinte minutos, era evidente que cualquier cosa que pasase allí tardaría más tiempo en dejarse ver que el tiempo de que disponíamos para estar en el fondo, por lo que arrojamos lastre y comenzamos a subir a superficie. En el medio siglo transcurrido desde nuestra inmersión, se ha especulado con que no vimos ningún pez plano. Eso es totalmente posible. Ni Jacques ni yo éramos biólogos y la criatura podría haber sido otra cosa».

Tres meses después de realizar esa entrevista, en marzo de 2012, el cineasta James Cameron, tras preparar cuidadosamente y en secreto una expedición submarina, y después de sumergirse casi once kilómetros hasta el lugar más profundo del océano, se convirtió en el segundo hombre en tocar fondo en la sima de las Marianas.

Cameron hizo el descenso en solitario en un submarino de acero, el Deepsea Challenger, que pasó más de cuatro horas explorando el fondo del océano (el Trieste solamente pudo estar veinte minutos), antes de su rápido ascenso a la superficie. A pesar de que el submarino de Cameron iba equipado con tantas luces y tantas cámaras como un estudio de televisión subacuático y estaba provisto de brazos robóticos que le permitían recoger muestras de rocas y suelos, el director de Titanic no logró ver nada parecido a un pez sobre el cieno increíblemente fino del fondo: para él las profundidades eran un «lugar estéril, casi desértico».

Pero sin negar el esfuerzo personal de ambos descensos, algunos científicos cuestionan que la exploración tripulada sea la mejor plataforma para la investigación científica. Y es que la exploración con otros medios ha demostrado que la evidencia de que hay vida en el fondo del océano es indiscutible. Los científicos están encontrando seres vivos que pueden resistir presiones colosales, desde peces de aguas profundas hasta anfípodos, unos carroñeros similares a los camarones, algunos de los cuales pueden alcanzar los treinta centímetros de longitud.

El anfípodo Hirandella gigas, fotografiado a 10.900 de profundidad en la Fosa de las Marianas. Foto.  
En 1951, el buque expedicionario danés Galathea recogió una muestra a unos 10.160 metros de profundidad en la fosa de Filipinas en la que había camarones, mejillones y pepinos de mar. En 1995, el vehículo no tripulado japonés Kaiko filmó criaturas parecidas a gusanos y camarones a unos 10.910 metros, y en 1996 tomó muestras del mismo sedimento que había nublado la visibilidad de Walsh y Piccard en la sima Challenger. El análisis posterior reveló que la muestra contenía muchas especies de bacterias.

En 1998, el Kaiko llegó a capturar un ejemplar del crustáceo anfípodo Hirondella gigas en la misma zona. Finalmente, otro sumergible autónomo no tripulado, el Nereus del centro de investigación Woods Hole, recorrió la sima en 2009 y sus imágenes de vídeo confirmaron que hay vida en el fondo, pero no mostraron ningún pez como el que creyó ver Walsh. Desde 1970 hemos sabido de la existencia de Abyssobrotula galatheae, un pez capturado a una profundidad de unos 8.370 metros en la fosa de Puerto Rico. Y en 2008, un equipo anglo-japonés filmó grandes bancos de los peces Pseudoliparis amblystomopsis, a unos 7.700 metros en la fosa de Japón, y peces parecidos a profundidades similares en la costa de Nueva Zelanda. Sin embargo, después de haber capturado y fotografiado peces en cuatro simas diferentes a lo largo de la placa tectónica submarina del Pacífico, nadie ha visto nada que sugiera que existe el pez de Walsh y Piccard.

Fuente.
Con suerte, algún día, algún ojeador podría ver ese pez, decía Walsh en la entrevista. Quizás por ello fue testigo privilegiado del regreso del tercer y último descenso tripulado a la sima de las Marianas, el que realizó el pasado 28 de abril el millonario texano Victor Vescovo para batir el récord de profundidad oceánica al sumergirse hasta los 10.928 metros en la sima Challenger.

Walsh, a la izquierda, felicita Vescovo al regreso de este. Foto.
Vescovo pasó cuatro horas explorando el fondo del abismo en un sumergible, el DSV Limiting Factor, construido con casco de presión de titanio de nueve centímetros de grosor. Los brazos robóticos de submarino encontraron varias criaturas marinas, pero también recogieron una bolsa de plástico y envoltorios de caramelos. Que Vescovo haya encontrado plástico en el fondo del mar ha sido resaltado como una novedad; no es así: hace dos décadas, el Kaiko japonés ya detectó una bolsa de plástico en la fosa de las Marianas, a 10.898 metros de profundidad.

Millones de toneladas de plástico ingresan a los océanos cada año, pero se sabe poco sobre dónde terminan. Hoy en día solo el 9% de todo el plástico consumido a nivel mundial se ha reciclado, el 12% se ha incinerado, y la gran mayoría, el 79%, ha terminado en vertederos o en el medio ambiente. Varios informes recientes han subrayado la grave situación creada por el uso del plástico en el mundo. Destaco dos de ellos. El primero indica que los seres humanos consumimos un millón de botellas de plástico por minuto. Sí ha leído bien: 60 millones de botellas a la hora; 1440 millones al día; más de medio billón al año. Al final de la década, esa cifra se habré incrementado en un 20%. En el segundo informe puede leerse que el 91% de todo el plástico no se recicla. Es un desafío abrumador responder al crecimiento exponencial de productos potencialmente reciclables, pero finalmente poco o nada reciclados.

Pero más peligrosa es la acumulación de los plásticos como toxinas en las cadenas alimenticias. Los plásticos no son biodegradables, pero si son fotodegradables, es decir se descomponen hasta nivel molecular por efecto de la luz sin perder su condición de polímeros tóxicos que se van incorporando a la pirámide trófica marina hasta llegar al gran consumidor final, el hombre, en forma de deliciosos pescados que llevan en su interior el testimonio de cómo nuestra soberbia y nuestra indiferencia están convirtiendo en una gigantesca cloaca el Planeta Azul. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.