El 23 de enero de 1960, dos
exploradores de las profundidades marinas –el teniente de la Marina estadounidense
Don Walsh y el ingeniero suizo Jacques Piccard- emprendieron el único descenso
tripulado hasta el fondo del mar que se había realizado jamás. Su nave, el
batiscafo Trieste, se posó a una
profundidad de 10.912 metros en el fondo de la sima Challenger de la fosa de
las Marianas. Al tocar fondo, estaba aproximadamente a la misma distancia de la
superficie del océano Pacífico que los aviones que vuelan por encima de ella.
Aunque esta épica hazaña fue
equiparable al alunizaje del Eagle
que sucedió nueve años después, los segundos que transcurrieron antes de que se
posara el Trieste quizás fueron para
los biólogos lo más fascinante de toda la inmersión. Fue entonces, cuando al
mirar por la portilla de observación, Walsh y Piccard vieron un pez cuya
existencia sería después muy discutida.
«Y cuando estábamos realizando la
maniobra final, vimos una cosa maravillosa –escribió Piccard en 1961 en su
libro Seven Miles Down: The Story of the
Bathyscaph Trieste (Nueva York: Putnam)-. Reposando justamente debajo de
nuestra parte inferior había un tipo de pez plano que se parecía a un lenguado
y medía casi un pie de largo y seis pulgadas de ancho […] ¿Podría existir vida
en las grandes profundidades del océano? ¡Podría! Y no solo eso, porque aquello
era, al parecer, un verdadero pez teleósteo».
Muchos biólogos insistieron en
que ningún pez puede sobrevivir a tales profundidades, bajo condiciones
próximas a la congelación y a una presión de más de mil atmósferas. ¿Habrían
visto otra cosa, quizás un pepino de mar, o tal vez nada? Sin ninguna fotografía
que respaldara el avistamiento porque la inmersión era una prueba técnica y no
una exploración destinada a estudiar la biología marina, el beneficio de la
duda arraigó en el escepticismo científico.
En una entrevista recogida por Adrian
Burton en Life
Lines (p. 109), realizada 52 años después del famoso viaje del Trieste, Don Walsh, quien, tras la
muerte de Piccard en 2008, era en esos momentos el único hombre que había
estado en la sima Challenger, manifestaba serias dudas sobre lo que realmente
habían visto:
«[Pudimos ver] evidencias de vida en todas las profundidades. Con nuestras luces encendidas, los organismos del plancton eran solo motas de polvo en el agua. Cuando se apagaban las luces nos envolvía una “nevada” bioluminiscente. La ilusión óptica era como mirar a través de una ventana iluminada la caída de los copos de nieve que capturan la luz. En nuestro caso, la nieve parecía estar cayendo hacia arriba, aunque en realidad era porque descendíamos […] Justo antes de posarnos, vimos lo que parecía ser un pequeño pez plano y blanquecino que descansaba en el fondo. Calculamos que tenía alrededor de un pie de largo. Jacques estaba en detrás del foco y fue el primero en verlo. Una vez que nos posamos, se levantó una nube de sedimento del fondo y perdimos la visibilidad. A partir de ese momento fue como mirar a través de un tazón de leche. Después de veinte minutos, era evidente que cualquier cosa que pasase allí tardaría más tiempo en dejarse ver que el tiempo de que disponíamos para estar en el fondo, por lo que arrojamos lastre y comenzamos a subir a superficie. En el medio siglo transcurrido desde nuestra inmersión, se ha especulado con que no vimos ningún pez plano. Eso es totalmente posible. Ni Jacques ni yo éramos biólogos y la criatura podría haber sido otra cosa».
Tres meses después de realizar
esa entrevista, en marzo de 2012, el cineasta James Cameron, tras preparar
cuidadosamente y en secreto una expedición submarina, y después de sumergirse
casi once kilómetros hasta el lugar más profundo del océano, se convirtió en el
segundo hombre en tocar fondo en la sima de las Marianas.
Cameron hizo el descenso en
solitario en un submarino de acero, el Deepsea
Challenger, que pasó más de cuatro horas explorando el fondo del océano (el
Trieste solamente pudo estar veinte
minutos), antes de su rápido ascenso a la superficie. A pesar de que el
submarino de Cameron iba equipado con tantas luces y tantas cámaras como un
estudio de televisión subacuático y estaba provisto de brazos robóticos que le
permitían recoger muestras de rocas y suelos, el director de Titanic no logró ver nada parecido a un
pez sobre el cieno increíblemente fino del fondo: para él las profundidades
eran un «lugar estéril, casi desértico».
Pero sin negar el esfuerzo
personal de ambos descensos, algunos científicos cuestionan que la exploración
tripulada sea la mejor plataforma para la investigación científica. Y es que la
exploración con otros medios ha demostrado que la evidencia de que hay vida en
el fondo del océano es indiscutible. Los científicos están encontrando seres
vivos que pueden resistir presiones colosales, desde peces de aguas profundas
hasta anfípodos, unos carroñeros similares a los camarones, algunos de los
cuales pueden alcanzar los treinta centímetros de longitud.
El anfípodo Hirandella gigas, fotografiado a 10.900 de profundidad en la Fosa de las Marianas. Foto. |
En 1951, el buque expedicionario
danés Galathea recogió una
muestra a unos 10.160 metros de profundidad en la fosa de Filipinas en la que
había camarones, mejillones y pepinos de mar. En 1995, el vehículo no tripulado
japonés Kaiko filmó criaturas
parecidas a gusanos y camarones a unos 10.910 metros, y en 1996 tomó muestras
del mismo sedimento que había nublado la visibilidad de Walsh y Piccard en la
sima Challenger. El análisis posterior reveló que la muestra contenía muchas
especies de bacterias.
En 1998, el Kaiko llegó a capturar un ejemplar del crustáceo anfípodo Hirondella gigas
en la misma zona. Finalmente, otro sumergible autónomo no tripulado, el Nereus del centro de
investigación Woods Hole, recorrió la sima en 2009 y sus imágenes de vídeo
confirmaron que hay vida en el fondo, pero no mostraron ningún pez como el que
creyó ver Walsh. Desde 1970 hemos sabido de la existencia de Abyssobrotula galatheae, un pez
capturado a una profundidad de unos 8.370 metros en la fosa de Puerto Rico. Y
en 2008, un equipo anglo-japonés filmó grandes bancos de los peces Pseudoliparis amblystomopsis, a unos
7.700 metros en la fosa de Japón, y peces parecidos a profundidades similares
en la costa de Nueva Zelanda. Sin embargo, después de haber capturado y
fotografiado peces en cuatro simas diferentes a lo largo de la placa tectónica
submarina del Pacífico, nadie ha visto nada que sugiera que existe el pez de
Walsh y Piccard.
Fuente. |
Con suerte, algún día, algún
ojeador podría ver ese pez, decía Walsh en la entrevista. Quizás por ello fue
testigo privilegiado del regreso del tercer y último descenso tripulado a la
sima de las Marianas, el que realizó el pasado 28 de abril el millonario texano
Victor Vescovo para batir el récord de profundidad oceánica al sumergirse hasta
los 10.928 metros en la sima Challenger.
Walsh, a la izquierda, felicita Vescovo al regreso de este. Foto. |
Vescovo pasó cuatro horas
explorando el fondo del abismo en un sumergible, el DSV Limiting Factor, construido con casco de presión de titanio de nueve
centímetros de grosor. Los brazos robóticos de submarino encontraron varias criaturas
marinas, pero también recogieron una bolsa de plástico y envoltorios de
caramelos. Que Vescovo haya encontrado plástico en el fondo del mar ha sido
resaltado como una novedad; no es así: hace dos décadas, el Kaiko japonés ya detectó
una bolsa de plástico en la fosa de las Marianas, a 10.898 metros de
profundidad.
Millones
de toneladas de plástico ingresan a los océanos cada año, pero
se sabe poco sobre dónde terminan. Hoy en día solo el 9% de
todo el plástico consumido a nivel mundial se ha reciclado, el 12% se ha
incinerado, y la gran mayoría, el 79%, ha terminado en vertederos o en el medio
ambiente. Varios informes recientes han subrayado la grave situación creada por
el uso del plástico en el mundo. Destaco dos de ellos. El
primero indica que los seres humanos consumimos un millón de botellas de
plástico por minuto. Sí ha leído bien: 60 millones de botellas a la hora; 1440
millones al día; más de medio billón al año. Al final de la década, esa cifra
se habré incrementado en un 20%. En el segundo
informe puede leerse que el 91% de todo el plástico no se recicla. Es un
desafío abrumador responder al crecimiento exponencial de productos
potencialmente reciclables, pero finalmente poco o nada reciclados.
Pero más peligrosa es la
acumulación de los plásticos como toxinas en las cadenas alimenticias. Los
plásticos no son biodegradables, pero si son fotodegradables, es decir se
descomponen hasta nivel molecular por efecto de la luz sin perder su condición
de polímeros tóxicos que se van incorporando a la pirámide trófica marina hasta
llegar al gran consumidor final, el hombre, en forma de deliciosos pescados que
llevan en su interior el testimonio de cómo nuestra soberbia y nuestra
indiferencia están convirtiendo en una gigantesca cloaca el Planeta Azul. ©
Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.