La actual disposición del arbolado y la jardinería de la plaza de San
Diego es consecuencia de una actuación terminada en 2002 que remodeló los parterres
de los años sesenta del siglo pasado.
Tempus fugit. Retomo mis
cuadernos de apuntes del tiempo (1999-2003) en el que tuve el honor de ejercer
como alcalde de Alcalá. El 23 de abril de 2002 se entregó el Premio Cervantes
al escritor colombiano Álvaro Mutis. En la plaza de San Diego recibí a los
Reyes, al adusto presidente José María Aznar, a la ministra de Cultura, Pilar
del Castillo, y al presidente de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz
Gallardón.
La plaza lucía por primera vez su nuevo aspecto después de la
remodelación que se había iniciado el verano anterior. Para mí, la reforma era
importante porque significaba la tarjeta de presentación del plan de
peatonalización que entraría en vigor el año siguiente. En los 5.475 metros
cuadrados que abarcaba, el proyecto convertía en peatonal tres calles -Pedro
Gumiel, Bustamante de la Cámara y San Pedro y San Pablo-, que circundan parte
de la plaza de San Diego: sólo podrían entrar coches de residentes, carga y
descarga, y vehículos en las grandes ocasiones, como el Premio Cervantes. La
expulsión de los coches, con la supresión de las sesenta plazas de aparcamiento
que acogían esas tres calles, había conseguido un gran impacto visual, complementado
con los parterres de setos de hoja roja, un perímetro de baldosas del mismo
color, el verde de los jardines y una fuente alargada con ecos árabes, que contribuían a romper la monotonía del granito gris que dominaba el pavimento de la plaza
renacentista.
El proyecto inicial había significado para mí un quebradero de cabeza. La
decisión que había que tomar era qué hacer con la docena de cedros que, aunque
ahora muchos no lo recuerden, se reunían en abigarrado tropel impidiendo la
visión frontal de la fachada de la Universidad Cisneriana, la más conocida y
bella obra de Rodrigo Gil de Hontañón. Por resumir, se planteaban dos
alternativas. Por un lado, la Universidad, que por entonces dirigía el rector Manuel
Gala, había encargado un boceto al prestigioso arquitecto italiano Giorgio
Lombardi y se lo entregó al Ayuntamiento. Generó polémica, porque contemplaba
quitar la docena de grandes cedros plantados frente a la fachada plateresca.
Más pegados al terreno y mejores conocedores de la ciudad eran los coautores
del proyecto, los arquitectos Cristóbal Vallhonrat, del Ayuntamiento, y Guillermo
de la Calzada, de la Comunidad, quienes planteaban una solución salomónica: la conservación
moderada del arbolado.
Como Alcalde, podía decidir el apeo de todos los árboles y despejar de
una vez por todas la panorámica de la fachada plateresca. El Rector presionaba
en esa dirección. Las espadas estaban en alto y amenazaban con cortarme el cuello:
cuando se presentó el proyecto actual, en 1999, se hizo una encuesta sobre la
conservación de los cedros. Las opiniones de los vecinos estuvieron divididas
casi al 50%. Hice lo que me correspondía hacer, revisar los proyectos antes de
tomar una decisión precipitada.
Cuando revisé el proyecto de Lombardi, me di cuenta que el
italiano, consciente o inconscientemente, había pasado por alto un importante
detalle: la fachada fue construida para ser contemplada desde un lateral o desde
la angosta calle central, pues en los dos parterres que hoy presiden cedros y
cipreses, había antes dos colegios universitarios dibujados ahora sobre el
pavimento. Luego estaba el asunto de los cedros, porque, al parecer, nadie
había notado que, enmascarados en el ramaje horizontal de aquellos, también se
erguían semiescondidos un par de alargados cipreses de aire quijotesco.
Aunque en la prensa y en no pocos mentideros se llegó a hablar de
cedros “centenarios”, nada más lejos de la realidad. Según mi experiencia
botánica, aquellos árboles tenían poco más de cuarenta años. Podía haber
encargado un análisis de los anillos de crecimiento que habría dado una respuesta
más certera, pero eso implicaba perforar los troncos con un taladro especial,
lo que podría hacer suponer que se estaban envenenando los árboles, vaya usted
a saber con qué.
Alcalá en 1904. Fuente y Lanceros de la Reina. Fotografía de Turleque. Colección de José María de la Peña. |
Que no tenían un siglo estaba claro. Al menos hasta 1949, la plaza, carente
de los cedros, estaba presidida por la fuente de los Cuatro Caños, reconstruida
y llevada a su emplazamiento actual en enero de ese año. Cómo era el aspecto de
la plaza durante la década de los 50 no podía saberlo, porque no disponía de
fotos de esa década. Cayó en mis manos una fotografía, probablemente tomada
desde el tejado de la Cisneriana, en la que podía verse el lateral izquierdo de
la plaza (con el observador dejando la fachada de Hontañón a su espalda), con
la vetusta posada en la que hoy se levanta el hotel El Bedel en su flanco. La
fotografía no era muy nítida, pero permitía contar hasta ocho cedros y un
ciprés que escoltaban la escultura del cardenal Cisneros. En qué año se había
tomado la fotografía no podía saberlo, pero había una pista.
“Fuente de los cuatro caños en la Plaza de San Diego”. Fotografía anónima hacia 1910. Extraída del libro “Memoria gráfica de Alcalá (1860-1970)”. |
Desconozco cuál fue el motivo, pero en los años 60, cuando regía los
destinos del ayuntamiento el alcalde Félix Huerta, en Alcalá se impuso lo que
podíamos denominar “cedrofilia”, una epidemia forestal que sembró algunos de
los espacios urbanos del casco histórico de cedros (las Bernardas y los Doctrinos,
entre otros que iré dando a conocer) que hoy tienen poco más de medio siglo. Es
probable que dado el catolicismo que imperaba en la época, y teniendo en cuenta
que el cedro del Líbano (Cedrus libani)
es un árbol bíblico (en la Biblia se cita setenta veces), algunos viveristas avispados
colocaron en los municipios de toda España (la cedrofilia alcalaína no es exclusiva)
centenares de cedros del Himalaya (Cedrus
deodara) y del Atlas (Cedrus atlantica).
Como cualquiera puede comprobar en el Real Sitio de La Granja, a los forestales
de Patrimonio Nacional también les dieron gato por liebre (vean la fotografía adjunta).
Convencido de ello, seguí los consejos de los coautores del proyecto y
por hacer un símil baloncestista, se practicó un “aclarado” de la zona, dejando
la media docena de cedros y la pareja de cipreses que hoy presiden los dos cuarteles
ajardinados que delimitan las parcelas de los desaparecidos colegios menores.
Además, se quitó la hilera de destartalados olmos siberianos (Ulmus pumila) que corrían paralelos a
los cuarteles del Príncipe y Lepanto y se sustituyeron por una decena de tilos
(Tilia platyphyllos) a cuyos pies
discurre una lámina de agua con varios surtidores.
Finalizada la crónica histórica, dejo para una próxima entrega la descripción
botánica de la que, quizás, nunca debería haber escapado, pero me ha perdido la
nostalgia. ©
Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.