Al pie de la torre de Santa María la Mayor, dos ejemplares de Lyquidambar styraciflua acompañados por cipreses (Cupressus sempervirens): los setos son de Ligustrum ovalifolium y Photinia fraseri. |
Siendo estudiante de medicina en la Universidad de Alcalá, Francisco Hernández de Toledo (1517-1587), que más tarde sería médico de Felipe II y uno de los primeros ornitólogos y botánicos españoles, solía pasar por delante de la Iglesia Mayor de Santa María, en una de cuyas capillas, la del Oidor, sería bautizado en 1547 Miguel de Cervantes. Si pudiera hacerlo hoy, Hernández disfrutaría de la visión de unos árboles que le maravillaron en México cuando comandó la expedición científica al territorio de la Nueva España que le encomendó Felipe II.
Nombrado protomédico general de las Indias, Islas, Tierra Firme y Océano, Hernández partió en agosto de 1571 en una expedición dotada con 60.000 ducados de la Hacienda Real, que contaba con un geógrafo, pintores, botánicos y médicos indígenas. Su principal objetivo era escribir una historia natural de la Nueva España y estudiar la medicina indígena en todos sus aspectos.
Hasta su regreso a España en 1577, Hernández vivió en la Nueva España donde formó una impresionante colección de animales y plantas, estudió las prácticas medicinales locales, realizó estudios arqueológicos y escribió sobre las condiciones políticas de los nuevos territorios. El producto final de sus años de encarnizado trabajo consistió en veintidós cuerpos de libros bellamente empastados --que se sumaban a los 16 que había enviado previamente al emperador en 1576-, sesenta y ocho talegas de semillas para sembrar, ocho barriles y cuatro cubetas con árboles para trasplantar, además de otros materiales y documentos.
Por desgracia, Hernández murió antes de publicar su obra y una parte importante de sus manuscritos fue destruida en 1671 durante el incendio del monasterio de El Escorial. Una serie de acontecimientos más o menos afortunados permitieron, sin embargo, recuperar importantes fragmentos de sus manuscritos y estos trabajos publicados en Italia, México y España, muestran la extraordinaria riqueza de la farmacopea azteca en el siglo XVI.
Los aztecas consiguieron adquirir una suma ingente de conocimientos sobre las especies vegetales de su imperio. Además de lo que se conserva de la obra de Hernández, la riqueza en plantas medicinales y la larga tradición de su uso entre los aztecas quedan de manifiesto en monumental y admirable Historia general de las cosas de la Nueva España de Bernardino de Sahagún (1500-1590), y en el Libro sobre las hierbas medicinales de los pueblos indígenas de 1592, escrito apenas treinta años después de la conquista por dos alumnos indígenas del Colegio de Santa Cruz de Tlaltelolco en la ciudad de México: el médico Martín de la Cruz y el traductor Juan Badiano, oriundo de Xochimilco, el único lugar donde pueden verse aún las antiguas chinampas o jardines lacustres similares a los que cultivaban los aztecas, y en la existencia de los jardines botánicos, muy bien surtidos en especies terapéuticas, que el señor de Texcoco y el emperador Moctezuma mantenían, respectivamente, en Tezcotzingo y en los alrededores de Tenochtitlán.
Los conquistadores admiraron estos jardines botánicos y, al igual que los cronistas de Indias, quedaron impresionados por la eficacia de algunos medicamentos indígenas. Hernández mencionó cerca de 4.000 plantas medicinales y describió unas 1.200 de las que dio el nombre local y su sinonimia castellana, sus cualidades terapéuticas y los lugares donde crecían.
Una de las plantas que llamó la atención del protomédico Hernández fue el liquidámbar o xochiocotzotl (al que en 1753 el gran Linneo llamaría Liquidambar styraciflua), que se utilizaba para curar la sarna y cuyo principio activo, la estorenina, es efectivamente útil para eliminar los parásitos de la piel. De hecho, este árbol de importancia forestal en Estados Unidos, ya que su madera marrón rojiza y pesada es muy apreciada en ebanistería y se desenrolla para formar láminas delgadas que se emplean en cestería y contrachapado, es utilizado actualmente como desodorante y antiséptico, así como para combatir la tos y, mediante friegas, contra los dolores reumáticos. Para uno y otro uso se emplea su resina dulce (en inglés, al liquidámbar le llaman “sweetgum tree”: árbol de goma dulce), comercializada como bálsamo de Copalme o estoraque, de consistencia sólida, color marrón y olor a vainilla.
La primera noticia de este árbol se conoció gracias a Hernández, que se sorprendió de la resina aromática que exudaba el árbol, escribió que era semejante al ámbar líquido y lo llamó liquidámbar o ámbar líquido. La denominación específica styraciflua procede de la resina denominada "styrax" y del verbo latino "fluere", fluir. Se ha escrito que en una de las ceremonias entre Hernán Cortés y Moctezuma utilizaban resina de este árbol en mezcla con tabaco y parece que los aztecas quemaban este líquido ámbar en sus ceremonias. Aunque Hernández describió por primera vez esta planta con fines medicinales, fue el clérigo y botánico inglés John Banister quien trajo este árbol por primera vez a Europa y lo plantó en los patios de Fulham Palace, Londres, hacia 1681. Sea como fuera, el liquidámbar ya se cita en 1808 entre los árboles de los Reales Jardines de Aranjuez.
Como conocía la historia del protomédico Hernández, durante mi mandato como alcalde (1999-2003), cuando hubo que remodelar algunos parterres deteriorados del entorno de la plaza de Cervantes, encargué que en el frente del actual solar de Santa María se plantasen unos ejemplares de Liquidambar styraciflua. Allí siguen; entre cipreses enhiestos como hidalgos, como centinelas de la pila bautismal de Cervantes y homenaje vivo al primer naturalista de la Nueva España. Cumplido mi relato histórico, termino con una breve descripción botánica.
Liquidambar styraciflua es un árbol que, de forma natural, se extiende por Norteamérica, siguiendo el eje de los Apalaches, desde Connecticut a Luisiana, a menudo en lugares pantanosos, y hasta las montañas del centro y sur de Méjico y Guatemala, donde sobrevive en algunas umbrías como una reliquia de los bosques del Terciario. En los Apalaches, donde más pujante crece de forma natural, puede alcanzar los cuarenta y cinco metros. El tronco es recto, con la corteza de color pardo grisáceo oscuro, profundamente agrietada, con costillas estrechas. La copa es regularmente cónica con ramitas de color pardo amarillento o verdoso, algo zigzagueantes. El segundo año pasan a grisáceas, y están provistas de costillas suberosas (corchosas) sobresalientes (Figura 2 A). Cuando escribo este artículo la primera semana de abril, las yemas de color marrón grisáceo o verdoso de las que brotarán las hojas despiden un cierto aroma a vainilla y miden de cuatro a siete mm de longitud.
Las hojas (Figura 2 B) son caedizas, aromáticas, de base acorazonada, con cinco lóbulos palmeados y largamente triangulares, acuminados y finamente dentados, que recuerdan mucho a primera vista a las de los plátanos de paseo de los que me ocupé en una entrada anterior. Miden de diez a veinte centímetros de punta a punta, son de color verde oscuro reluciente por el haz y más pálido y con manojitos de pelos en las axilas de los nervios por el envés. Los nervios son de color amarillo claro. El pecíolo es de color verde claro reluciente, de entre seis y diez centímetros de longitud. Su mayor atractivo lo adquiere en otoño, cuando desaparece el verde de las hojas para convertirse en un dorado que vira a escarlata carmín mezclado de púrpura violáceo, a veces muy oscuro. Las hojas machacadas exhalan un suave perfume de resinas aromáticas.
Las flores son muy pequeñas y unisexuales, es decir, que hay flores masculinas y femeninas, aunque ambas aparecen sobre el mismo árbol y tienen color amarillo verdoso. Unas y otras son minúsculas, pero se agrupan en inflorescencias. Las masculinas (Figura 2 C1) se disponen en una especie de columnitas (amentos) erectas y ramificadas de cinco a diez centímetros de longitud, mientras que las femeninas (Figura 2 C2 y D) lo hacen en unas pequeñas esferas (glomérulos) colgantes de alrededor de un centímetro de diámetro. Florecen a mediados de primavera, mientras brotan las hojas.
Como las flores van dispuestas en esferitas, los frutos, que son unas cápsulas secas persistentes y erizadas, se reúnen en bolas (infrutescencias) de dos a tres centímetros de diámetro, situadas en el extremo de largos pedúnculos de alrededor de tres centímetros de longitud (Figura 2 E). Una vez liberadas las semillas por la apertura de las cápsulas, las infrutescencias vacías (Figura 2 F) cuelgan todo el invierno sobre el árbol hasta la siguiente primavera, cuando los nuevos brotes las hacen caer. Cada cápsula encierra 1 o 2 semillas aladas, ovaladas y angulosas, de color pardo claro y de alrededor de doce milímetros de longitud. Un kilogramo de infrutescencias puede contener 180.000 semillas.
Como queda dicho, dada la forma de sus hojas y de sus infrutescencias esféricas colgantes, los liquidámbares se acostumbran a confundir con los plátanos de paseo, con los que, evolutivamente hablando, no tienen nada que ver, de la misma forma que, por mucho que puedan parecerse, nada tienen que ver los atunes y los delfines, por citar un solo ejemplo de lo que en biología se llama convergencia evolutiva. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.
Nombrado protomédico general de las Indias, Islas, Tierra Firme y Océano, Hernández partió en agosto de 1571 en una expedición dotada con 60.000 ducados de la Hacienda Real, que contaba con un geógrafo, pintores, botánicos y médicos indígenas. Su principal objetivo era escribir una historia natural de la Nueva España y estudiar la medicina indígena en todos sus aspectos.
Hasta su regreso a España en 1577, Hernández vivió en la Nueva España donde formó una impresionante colección de animales y plantas, estudió las prácticas medicinales locales, realizó estudios arqueológicos y escribió sobre las condiciones políticas de los nuevos territorios. El producto final de sus años de encarnizado trabajo consistió en veintidós cuerpos de libros bellamente empastados --que se sumaban a los 16 que había enviado previamente al emperador en 1576-, sesenta y ocho talegas de semillas para sembrar, ocho barriles y cuatro cubetas con árboles para trasplantar, además de otros materiales y documentos.
Hernandia moerenhoutiana, un árbol nativo de Tonga, Islas Fiji, lleva su nombre en honor de Francisco Hernández. Ejemplar fotografiado en Mt. Coot-tha Botanic Garden, Brisbane, Australia. |
Los aztecas consiguieron adquirir una suma ingente de conocimientos sobre las especies vegetales de su imperio. Además de lo que se conserva de la obra de Hernández, la riqueza en plantas medicinales y la larga tradición de su uso entre los aztecas quedan de manifiesto en monumental y admirable Historia general de las cosas de la Nueva España de Bernardino de Sahagún (1500-1590), y en el Libro sobre las hierbas medicinales de los pueblos indígenas de 1592, escrito apenas treinta años después de la conquista por dos alumnos indígenas del Colegio de Santa Cruz de Tlaltelolco en la ciudad de México: el médico Martín de la Cruz y el traductor Juan Badiano, oriundo de Xochimilco, el único lugar donde pueden verse aún las antiguas chinampas o jardines lacustres similares a los que cultivaban los aztecas, y en la existencia de los jardines botánicos, muy bien surtidos en especies terapéuticas, que el señor de Texcoco y el emperador Moctezuma mantenían, respectivamente, en Tezcotzingo y en los alrededores de Tenochtitlán.
Los conquistadores admiraron estos jardines botánicos y, al igual que los cronistas de Indias, quedaron impresionados por la eficacia de algunos medicamentos indígenas. Hernández mencionó cerca de 4.000 plantas medicinales y describió unas 1.200 de las que dio el nombre local y su sinonimia castellana, sus cualidades terapéuticas y los lugares donde crecían.
Una de las plantas que llamó la atención del protomédico Hernández fue el liquidámbar o xochiocotzotl (al que en 1753 el gran Linneo llamaría Liquidambar styraciflua), que se utilizaba para curar la sarna y cuyo principio activo, la estorenina, es efectivamente útil para eliminar los parásitos de la piel. De hecho, este árbol de importancia forestal en Estados Unidos, ya que su madera marrón rojiza y pesada es muy apreciada en ebanistería y se desenrolla para formar láminas delgadas que se emplean en cestería y contrachapado, es utilizado actualmente como desodorante y antiséptico, así como para combatir la tos y, mediante friegas, contra los dolores reumáticos. Para uno y otro uso se emplea su resina dulce (en inglés, al liquidámbar le llaman “sweetgum tree”: árbol de goma dulce), comercializada como bálsamo de Copalme o estoraque, de consistencia sólida, color marrón y olor a vainilla.
Interior de un bosque de liquidámbares y arces. Great Smoky Mountains National Park, North Carolina. |
Como conocía la historia del protomédico Hernández, durante mi mandato como alcalde (1999-2003), cuando hubo que remodelar algunos parterres deteriorados del entorno de la plaza de Cervantes, encargué que en el frente del actual solar de Santa María se plantasen unos ejemplares de Liquidambar styraciflua. Allí siguen; entre cipreses enhiestos como hidalgos, como centinelas de la pila bautismal de Cervantes y homenaje vivo al primer naturalista de la Nueva España. Cumplido mi relato histórico, termino con una breve descripción botánica.
Figura 1. Distribución nativa de Liquidambar styraciflua |
Liquidambar styraciflua es un árbol que, de forma natural, se extiende por Norteamérica, siguiendo el eje de los Apalaches, desde Connecticut a Luisiana, a menudo en lugares pantanosos, y hasta las montañas del centro y sur de Méjico y Guatemala, donde sobrevive en algunas umbrías como una reliquia de los bosques del Terciario. En los Apalaches, donde más pujante crece de forma natural, puede alcanzar los cuarenta y cinco metros. El tronco es recto, con la corteza de color pardo grisáceo oscuro, profundamente agrietada, con costillas estrechas. La copa es regularmente cónica con ramitas de color pardo amarillento o verdoso, algo zigzagueantes. El segundo año pasan a grisáceas, y están provistas de costillas suberosas (corchosas) sobresalientes (Figura 2 A). Cuando escribo este artículo la primera semana de abril, las yemas de color marrón grisáceo o verdoso de las que brotarán las hojas despiden un cierto aroma a vainilla y miden de cuatro a siete mm de longitud.
Las hojas (Figura 2 B) son caedizas, aromáticas, de base acorazonada, con cinco lóbulos palmeados y largamente triangulares, acuminados y finamente dentados, que recuerdan mucho a primera vista a las de los plátanos de paseo de los que me ocupé en una entrada anterior. Miden de diez a veinte centímetros de punta a punta, son de color verde oscuro reluciente por el haz y más pálido y con manojitos de pelos en las axilas de los nervios por el envés. Los nervios son de color amarillo claro. El pecíolo es de color verde claro reluciente, de entre seis y diez centímetros de longitud. Su mayor atractivo lo adquiere en otoño, cuando desaparece el verde de las hojas para convertirse en un dorado que vira a escarlata carmín mezclado de púrpura violáceo, a veces muy oscuro. Las hojas machacadas exhalan un suave perfume de resinas aromáticas.
Figura 2 |
Las flores son muy pequeñas y unisexuales, es decir, que hay flores masculinas y femeninas, aunque ambas aparecen sobre el mismo árbol y tienen color amarillo verdoso. Unas y otras son minúsculas, pero se agrupan en inflorescencias. Las masculinas (Figura 2 C1) se disponen en una especie de columnitas (amentos) erectas y ramificadas de cinco a diez centímetros de longitud, mientras que las femeninas (Figura 2 C2 y D) lo hacen en unas pequeñas esferas (glomérulos) colgantes de alrededor de un centímetro de diámetro. Florecen a mediados de primavera, mientras brotan las hojas.
Como las flores van dispuestas en esferitas, los frutos, que son unas cápsulas secas persistentes y erizadas, se reúnen en bolas (infrutescencias) de dos a tres centímetros de diámetro, situadas en el extremo de largos pedúnculos de alrededor de tres centímetros de longitud (Figura 2 E). Una vez liberadas las semillas por la apertura de las cápsulas, las infrutescencias vacías (Figura 2 F) cuelgan todo el invierno sobre el árbol hasta la siguiente primavera, cuando los nuevos brotes las hacen caer. Cada cápsula encierra 1 o 2 semillas aladas, ovaladas y angulosas, de color pardo claro y de alrededor de doce milímetros de longitud. Un kilogramo de infrutescencias puede contener 180.000 semillas.
Como queda dicho, dada la forma de sus hojas y de sus infrutescencias esféricas colgantes, los liquidámbares se acostumbran a confundir con los plátanos de paseo, con los que, evolutivamente hablando, no tienen nada que ver, de la misma forma que, por mucho que puedan parecerse, nada tienen que ver los atunes y los delfines, por citar un solo ejemplo de lo que en biología se llama convergencia evolutiva. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.