Phyllocladus aspleniifolius. Foto. |
“Celery pines” (“pinos apio”,
no me pregunten el porqué del nombre, aunque supongo que se debe al penetrante
olor de su resina) es el nombre genérico con el que se conocen en Australia y
Nueva Zelanda a estas curiosas coníferas, que poco tienen que ver con los
pinos, salvo su relación de parentesco que podríamos comparar con la que
guardan entre sí los manatíes y los elefantes, que es más de lo que la mayoría
de la gente supone.
Hasta que no viajé por Australia y Nueva Zelanda la primavera pasada no
fui plenamente consciente (más allá de lo que conocía por los libros) de la
diversidad en forma, hábito y estrategia reproductiva exhibidos por los viejos linajes
de las gimnospermas actuales. Lo que para un naturalista del hemisferio Norte aparece
como un grupo poco diversificado de plantas, en las Antípodas es un grupo maravillosamente
diverso, a pesar de que sea eclipsado, en lo que a diversidad de refiere, por las
angiospermas.
Por ejemplo, cuando merodeaba por uno de los pocos bosques de los
gigantescos kauris (Agathis australis)
que el hacha y el fuego han respetado, y me encontré por primera vez con un ejemplar
de Phyllocladus, el género que voy a comentar, tardé mucho en encontrarlo en mi guía de campo porque (como supongo
que les sucede a muchos) su aspecto externo y el hecho de que no estuviera en
fase reproductora, me arrastraban irresistiblemente a indagar entre las
familias de las angiospermas.
Harto ya de estar harto, recordé la frase de Einstein: «Si
buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo». Con más displicencia que
confianza, abrí el capítulo de gimnospermas y allí estaban, primorosamente
iconografiadas, unas extrañas coníferas: ¡los celery pines!
Antes de entrar en materia, déjenme que les cuente un par de cosas
sobre la flora de Nueva Zelanda. En la actualidad, Nueva Zelanda tiene una
pequeña pero diversa y muy original flora de aproximadamente 2.000 plantas
vasculares autóctonas, a las que se suman más de 1.000 especies exóticas
naturalizadas. Los bosques nativos son todos de hoja perenne, aunque localmente
pueden contener elementos notables de especies caducifolias. Están dominados
por varias combinaciones de gimnospermas y angiospermas, entre las que destacan
las podocarpáceas entre las primeras y las hayas australes del género Nothofagus entre las segundas.
Phyllocladus trichomaniodes. Foto. |
En el Pérmico (hace más de 250 millones de años) todas las masas
continentales estaban reunidas en un único supercontinente, al que llamamos
ahora Pangea. Hace unos 200 millones de años Pangea se había partido en dos
supercontinentes: Laurasia, al norte y Gondwana, al sur. Los separaba entonces
el océano Tethys, que se extendía desde el sur de Asia, por la actual cuenca
del Mediterráneo, hasta la actual América, a su vez separada en dos por las aguas, porque Norteamérica estaba unida a Europa y Sudamérica a África.
Durante el Jurásico y el Cretácico Gondwana fue escindiéndose y dio
lugar a las masas continentales de las actuales Sudamérica, África, Australia, Zealandia
(el continente sumergido del que emergen Nueva Zelanda y Nueva Caledonia), el
Indostán, la isla de Madagascar y la Antártida, un proceso de fragmentación y
alejamiento que continuó durante el Cenozoico y permanece aún activo.
El clima de la Nueva Zelanda ancestral el clima era similar al que
prevalece hoy en día. Nueva Zelanda fue colonizada por las plantas y los
animales que ya existían en Gondwana. Entre los animales migrantes se
encontraban los antepasados de algunos de los elementos más distintivos de
Nueva Zelandia; las ranas endémicas de la familia Leiopelmatidae (notables por
no tener una etapa de renacuajo libre y criarse a lomos de los machos), los tuataras
del género Sphenodon (unos reptiles
parecidos a las iguanas, pero provistas de tres ojos) y las aves no voladoras
como el Moa y el kiwi. El mundo vegetal era también muy original, y comprendía
antepasados de las coníferas modernas, incluyendo las podocárpaceas y los kauris.
Manglares de Avicennia marina en Avicennia marina en el lago Malai, Timor |
En esa Nueva Zelanda ancestral, ya geográficamente aislada, la flora
continuó adaptándose y evolucionando independientemente de sus congéneres que
vivían en lo que se convertiría en Sudamérica, Australia, Nueva Guinea y la
Antártida. Los grandes podocarpos continuaron dominando gran parte de los
bosques, pero asociados con una proporción creciente de especies de hojas
anchas. Resumiendo, la flora de Nueva Zelanda tiene tres afinidades
geográficas: australiana, la Paleoaustral (por ejemplo, las hayas y los
podocarpos que también viven en el Cono Sur) y Malayo-Pacifica, que incluye
muchos helechos arbóreos, los mangles de Avicennia
marina var resinífera y el género Phyllocladus,
que se distribuye fundamentalmente por Nueva Zelanda, Tasmania y Malasia, aunque
hay una especie filipina que es la única que vive al norte del ecuador.
En cuanto estructura y tamaño, todas las especies son leñosas y su
tamaño oscila entre un arbusto de buen tamaño (por ejemplo, de nuestra coscoja)
y un árbol de tamaño mediano, como nuestro madroño. A primera vista, estas
extrañas coníferas se parecen más a una angiosperma de hoja ancha. Esta
similitud es superficial, por supuesto, pero ha sido el origen de no pocas
controversias, que han tratado de encajar a este bicho raro entre las coníferas
en donde le corresponda taxonómicamente y filogenéticamente.
Phyllocladus fue descrito en
1826 por dos naturalistas franceses, Louis Claude Marie Richard y su hijo Achille.
Durante muchos años después de su descripción inicial, Phyllocladus fue colocado en una familia propia-Phyllocladaceae,
donde estaba ubicado en mi curso universitario de Fanerogamia. Los modernos
análisis moleculares han añadido alguna confusión. A pesar de sus
características morfológicas únicas, sus características genéticas le hacen
encajar muy bien en la familia Podocarpaceae (recuérdese al respecto lo que
decía antes de los manatíes y los elefantes). Pero dejémonos de afinidades familiares
y vayamos al grano de las originales características de los pinos apio.
Los filóclados del rusco parecen hojas, pero la posición de las flores y los frutos denuncia que son tallos modificados. |
Para empezar, tenemos las "hojas". Pongo la palabra “hojas”
entre comillas porque no son verdaderas hojas. El término correcto para estas
estructuras es filóclado (de ahí el nombre del género). Un filóclado es una
proyección aplanada de una rama que adquiere la forma y función de una hoja. Mientras
que redactaba este artículo me devanaba los sesos pensando en algún ejemplo de
la flora ibérica que me sirviera como ejemplo. Se me ha ocurrido uno: el rusco
(Ruscus aculeatus), que les describo
en la foto adjunta.
En los Phyllocladus lo que
conocemos como hojas se ha reducido. Si quiere verlas, tiene que mirar
atentamente las puntas de los filóclados. Al principio de su desarrollo, las
hojas existen como diminutas escamas marrones. Estas escamas se pierden
gradualmente con el tiempo, ya que no tienen ninguna función en la planta.
Aunque nadie ha probado esto directamente (que yo sepa), y a riesgo de
que algún especialista me corrija, la evolución de los filóclados probablemente
tiene que ver de una forma u otra con el ahorro de energía. ¿Por qué producir
tallos y hojas cuando se puede optar por estructuras similares a los tallos
para que hagan el trabajo? Para enredar un poco más, algunos botánicos sugieren
que considerarlos tallos en el sentido más verdadero de la palabra es erróneo,
porque morfológicamente hablando comparten rasgos que son intermedios entre
ramas y tallos. Voy a tener que estudiar más antes de que me sienta cómodo elucubrando
sobre este punto. Quienes estén interesados, que consulten las referencias
bibliográficas que dejo más abajo.
Agrupación de conos masculinos en los extremos de las ramas de P. trichomanioides. Foto. |
Phillocladus enseña su personalidad
de conífera (recuerden que se llaman así porque sus estructuras reproductoras
masculinas y femeninas se disponen en conos) cuando llega el momento de la
reproducción. Todos los miembros del género Phyllocladus
producen conos. Los conos masculinos son estructuras diminutas y cilíndricas
ubicadas en los extremos de sus ramas laterales, que recuerdan a los conos
masculinos de los cipreses, por citar un ejemplo.
Los conos femeninos se agrupan en grupos a lo largo de las axilas o
márgenes de los filóclados. Una vez fertilizados, estas plantas ofrecen otro poquito
de confusión para el observador ocasional. Si uno ha visto alguna vez la
semilla rodeada de una carnosidad roja (el arilo, diría un botánico) de los
tejos europeos (Taxus baccata), podrá
imaginarse mejor lo que voy a contarles.
Conos femeninos con brácteas rojas de P. aspleniifolius. Foto |
Como los tejos, Phyllocladus
es otro género de coníferas que ha convergido en una estrategia de dispersión
de semillas que, sin serlo, parecen frutas. A medida que los conos femeninos
maduran, las escamas que las protegen (las brácteas seminíferas, diría nuestro
amigo el botánico tiquismisquis) se hinchan gradualmente y se vuelven rojas y atractivas
como si fueran bayas. El arilo rojo brillante contiene una sola
semilla cubierta por una epidermis blanca. Estos arilos carnosos funcionan de manera similar a las frutas: atraen
a las aves, que consumen el arilo, se tragan la semilla y luego la dispersan
con sus heces. Cuando caen al suelo, las semillas van rodeadas de un fértil
estiércol. Ingenioso ¿verdad?
Otro aspecto curioso de la morfología de Phyllocladus se produce por debajo del suelo. Las raíces forman
nódulos, que proporcionan un hogar para bacterias especializadas en la fijación
de nitrógeno atmosférico. A cambio de un hogar y algunos carbohidratos procedentes
de la fotosíntesis, las bacterias pagan a los árboles con el imprescindible nitrógeno
que de otro modo no estaría disponible en el suelo.
Eso lo hacen algunas plantas, entre otras muchas leguminosas, pero es
una cosa bastante curiosa un grupo tan esotérico de coníferas. ©
Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.