Entre Nowheretown y Unknown City, en el
cinturón maicero del Midwest, hay tres horas conduciendo por una carretera en
la que los topógrafos olvidaron sembrar algunas curvas. No hay pueblos con esos
nombres, pero no importa, me los invento. A 55 millas por hora, circulando por
rectas infinitas entre campos de soja y maíz, es inevitable que la mente eche a
volar.
En el Midwest no existen ciudades, solo aparcamientos
en las afueras. El Midwest, como tantos otros lugares americanos a los que destrozó
el pensamiento urbanístico de Le Corbusier, es la aniquilación del concepto de
ciudad. El protagonista del urbanismo norteamericano no es el hombre, es el coche.
En un país conquistado a golpe de silla y espuela, el coche ejerce hoy la vieja
función del caballo. Vivir consiste en conducir por las autopistas que, como
cilicios de asfalto, ciñen y atraviesan pueblos y ciudades. Comercios y
restaurantes están siempre en las afueras, toda una ventaja porque siempre que
sales a comer encuentras aparcamiento, aunque viajes en una de esas
autocaravanas colosales que tanto gustan por aquí.
Tampoco existen las calles a la europea, las
calles para pasear. Paseas por una calle de cualquier ciudad del Midwest y automáticamente
te conviertes en un merodeador sospechoso. No
Loitering; Neighborhood Watch; Keep Out; Private Property No Trespassing,
proclaman los amenazantes carteles por todas partes. Aquí, entre el Misuri y el
Misisipi repito mentalmente una frase del On
the road de Jack Kerouac que me aprendí de memoria cuando correspondía:
«Quería sentirme en
la orilla pantanosa y observar el río Misisipi; en vez de eso, tuve que hacerlo
con la nariz pegada a una alambrada. Cuando se separa a la gente de sus ríos,
¿adónde se puede llegar?»
No se sabe bien adónde va la gente ni
adónde va a llegar. Lo que es seguro es que llegará sobre ruedas: trabajan,
viven, ven películas, hacen el amor y envejecen sin salir del coche.
Mientras conduzco me acuerdo del hogar
ficticio de Superboy en Smallville, el
pueblo en el que creció el niño alienígena antes de mudarse a Metrópolis y
convertirse en Superman. Jerry Siegel
y Joe Shuster, los creadores del héroe de cómic, situaron Smallville en Kansas.
No me sorprende; como Clark Kent, las ciudades del Midwest parecen haber
flotado por el Universo procedentes de una lejana galaxia antes de
despanzurrarse contra la Tierra. Por todas partes encuentras pedazos de la
ciudad galáctica que ahora no son ciudades, son casas fantasmas conectadas por
carreteras muertas. Viéndolas, uno entiende el porqué del auge de las películas
de zombis, de secuestradores de niños y de asesinos en serie. Escenarios no
faltan en estas casas que van por libre, que son como retales de un centón suturados
por caminos solitarios; casas que no quieren formar una ciudad, quieren estar
solas, porque les gusta la libertad de estar en medio de ninguna parte.
Llego a Unknown City, Kansas, Ohio, Illinois
o Misuri, qué más da, y me voy al hotel, el que parece ser el único de esta
localidad, el Unknown Budget Inn. En
la puerta, a modo de frontispicio, metido en una funda de plástico, un cartel
casero anuncia el que debe de ser el lema del motel: «Footwear required to enter» (Hay que entrar calzado). Compruebo que
cumplo y, después de preguntarme si se necesitará ir calzado para salir,
atravieso el lobby en un suspiro y,
pasaporte y tarjeta de crédito en mano, me dirijo a recepción.
El mostrador, una enorme estructura de madera
colocada sobre una tarima desmesurada, parece un muestrario de rombos de
formica. Sobre él, una cabeza de alce disecada y tocada con una gorrita de
béisbol de los Cardinals preside la
escena y parece vigilar la desangelada entrada de este Palace de las praderas. Hay una pequeña cola. Detrás de mí, vestida
con lo que parece ser el mono de un repartidor de butano, una mujer oronda
intenta sin éxito que no se desmanden dos lolitas
vestidas de Peggy Sue. Delante tengo
un hombre obeso, de unos setenta años, que parece haberse gastado su último
salario en K-Max y gomina; lleva una camiseta de baloncesto con el nombre de
Michael Jordan y su número, el 23, en tamaño gigantesco. Entre esa prenda y
unos bermudas de flores aflora una contundente barriga centrada alrededor de un
arrugado cráter umbilical.
Cuando termina el trasnochado seguidor de los
Bulls y logro despegar con algún
esfuerzo los pies de la mugrienta moqueta, me aproximo al mostrador-escenario. Me
saluda la recepcionista, una pecosa simpática y diligente, tan rolliza que
apoya los codos en la lorza que le rodea una cintura de la que emergen unos antebrazos
tatuados que se me antojan alitas. De puntillas para alcanzar el formidable
escritorio, relleno el escueto formulario, pago por adelantado 64 dólares, tasas
incluidas, tomo primero la llave y luego el coche, y me voy a aparcar delante
de la puerta de la habitación 153.
La habitación es como la de todos los moteles
americanos: grande, espaciosa y espantosamente enmoquetada. La afición de los
americanos a las moquetas, herencia de los ingleses, no tiene rival. Una cama
enorme, una mesita de noche con un teléfono de la época de los Beach Boys y la Biblia de los Gedeones guardadita en el cajón; una mesa redonda con
tres sillas; un minibar vacío y un mueble cajonero sobre el que descansa la
inevitable televisión. A juzgar por su aspecto vintage, cabe esperar que hoy estrenen Bonanza. Luego están las indescriptibles colchas-edredón, los
cuadros de serie atornillados a las paredes de concreto, la cafetera eléctrica
y el cuarto de baño: una carcasa de plástico construida en un molde y embutida
en un costado de la habitación. Dos pastillas de jabón. Las toallas, cinco
toallas, cinco, de diferentes tamaños y mañosamente enrolladas, están muy limpias.
Dejo el equipaje y salgo a una calle que,
como de costumbre, no es calle. Seis de la tarde; o ceno ahora o no ceno nunca.
Me meto en un restaurante cuya fachada es una apoteosis kitsch, vaca incluida. Desde el momento en el que, aturdido por la música de
Garth Brooks a toda pastilla, traspaso las jambas de ese emporio gastronómico,
una abigarrada panoplia de colores vivos y chillones reclama mi atención desde
todos los ángulos. Son las fotografías a todo color de las especialidades de la
casa cuyo detallismo resulta alarmante a cualquiera que cuide sus niveles de
colesterol: guisos de carne de bisonte de todos los tipos, una legión de platos
de gruesas tajadas de carne roja, ladrillos de panceta y adoquines de tocino
que refulgen y rezuman jugo, pollos fritos que parecen barnizados, lonchas de
queso fundido, pirámides de anillos de cebolla que de haber estado en un
chiringuito habría tomado por calamares a la romana, torrentes de salsa para
barbacoa y centenares, quizás miles, de french
fries. En el centro, presidiendo aquel epítome fotográfico que hubiera suscrito
Apicius, luce una colosal empanada de carne de bisonte picada y frita,
enterrada bajo un denso manto de gachas de leche, mantequilla y gravy en volcánico borboteo.
Ya es tarde para recular. Una chica
faldicorta que cotorrea como Mira Sorvino en Poderosa Afrodita, me lleva hasta una mesa situada cerca del
tabique de cristal desde la que puedo ver a pinches y cocineros, todos hispanos,
afanados en pleno trajín entre el vapor de las fritangas. En la mesa, más de lo
mismo: entre un archipiélago de saleros, pimenteros, botes de salsas y un
sinfín de artefactos, emergen las cartas plastificadas, de dos palmos de alto,
repletas de fotografías en color como las de tamaño gigante que, entre
camisetas de béisbol, ruedas de bicicleta, fotos de famosos, media docena de
televisores y un sinfín de artefactos, cuelgan de las paredes. Tras estudiarla
a fondo, me decido por una hamburguesa, lo más ligero que se puede conseguir.
Le pido a la camarera que haga el favor de no incluir ni las patatas con gachas
«estilo de la casa» ni los aros de cebolla «fritos en una pradera de aceite». Así solo me
tendré que tomar un Almax.
Ahora resuena Johny Cash. Se me ocurre que Unknown
City es el lugar idóneo para desaparecer. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.