Calle Libreros. Febrero de 2018. Foto: Ayuntamiento de Alcalá. |
Cada madrugada, cuando las calles de Alcalá están vacías, desde la
ventana de mi alcoba bajo la vista y veo la embocadura de la calle Libreros, un
adarve que, con el antiguo Colegio Menor de Santa Catalina a modo de jamba izquierda,
se dirige hacia el casco histórico dejando a retaguardia la fuente de los
Cuatro Caños.
Desde hace unos días, cuando casi terminaron las obras de remodelación,
la vista al atardecer de la Libreros ha cambiado por completo. Liberada de
coches, los peatones se han adueñado de un espacio que no es de nadie y es de
todos. El sábado pasado disfruté del espectáculo de la gente paseando,
hablando, conviviendo en un espacio que siempre ha estado allí, pero que
parecía recién descubierto. Unos vecinos me pararon para pedirme que pidiera al
alcalde que peatonalizara la calle. Abrí el teléfono y “guasapeé” un corto
mensaje: «Voy
de paseo por Libreros. Un gentío disfrutando de la calle».
El
Alcalde estaba, supongo, preparando el viaje que al día siguiente iba a hacer
con el Presidente del Gobierno a las sepulturas de Antonio Machado y Manuel
Azaña. Me parece que ese día Javier acabó por tomar la decisión que, me consta,
venía madurando desde hace algún tiempo. El lunes recibí su mensaje: «Calle Libreros
y plaza de Cervantes peatonalizadas, ya lo hemos dicho hoy». Me alegró saberlo,
y mucho. Al hilo de esta decisión, que pone punto y seguido a
quince años perdidos, me gustaría hacer algunas reflexiones sobre lo que me
movió hace ya tres lustros a promover el plan de peatonalización más ambicioso de
todas las ciudades españolas.
Empezaré
por subrayar una obviedad que algunos no han acabado de entender. Con la
obtención del título de Patrimonio de la Humanidad en diciembre de 1998, Alcalá,
que nunca había sido de nadie, ni de los comerciantes gárrulos que pensaban que
era suya, había ha pasado a ser, más que nunca, de toda la humanidad. La declaración
de la UNESCO significaba un honor, pero también un deber: proteger el Casco
Histórico adoptando algunas medidas de calado, entre otras la limitación cuando
no el destierro de prácticas que dañaban unos edificios y unos entornos que no
estaban diseñados para el tráfico de vehículos a motor.
Calle Libreros. 1960. Fotografía de Baldomero Perdigón Puebla. Extraída del libro “Alcalá de Henares en Blanco y Negro (1960 – 1970)”. |
Los años 50 y 60 del siglo pasado fueron testigos del lanzamiento del
coche como producto de masas. Las calles de las grandes ciudades europeas
reflejaban hasta entonces sus particulares características arquitectónicas, con
trazados estrechos o amplios bulevares peatonales, calles adoquinadas, canales
navegables (como en Ámsterdam) o vías semiasfaltadas que recorrían los
tranvías. Con la llegada del que se consideró como el medio de transporte del
futuro, la fisionomía de las ciudades cambió por completo. Las calles fueron
ampliadas y asfaltadas, se levantaron esos efímeros héroes contra el tráfico
que fueron los “scalextrics” y se abrieron túneles, todo en aras de que los flamantes
vehículos pudieran adueñarse de la ciudad.
Cuando en la década de 1990 me documentaba preparando la edición del Tratado de Ecología Urbana, el debate
sobre las ciudades, aunque prácticamente desconocido en España, había comenzado
en Europa. Una de las primeras propuestas elaboradas al respecto fue el informe
de 1991 Proposition de recherche pour une
ville sans voitures (Propuesta de
investigación para una ciudad sin coches) coordinado por el italiano Fabio
M. Ciufini a petición de la entonces Comunidad Económica Europea. Su distribución
fue limitada, casi confidencial. Ningún libro o documento publicado se refiere
a ese informe. Pero sus conclusiones superaron las mejores esperanzas del
movimiento contra el abuso del automóvil. Tres años después, se desarrolló la
primera conferencia sobre ciudades libres de coches en Ámsterdam.
Aunque por entonces las propuestas eran tomadas como poco más que una
quimera por la mayoría de urbanistas (empeñados en la política centrífuga de
los centros comerciales y las ciudades dispersas), hoy en día casi todas las
grandes ciudades europeas tienen planes para reducir el tráfico. Algunas de
ellas ya han anunciado su intención de lograr un centro urbano completamente
libre de tráfico de vehículos particulares. Otras han apostado por combinar
formas alternativas de transporte al coche, con una circulación reducida de
automóviles.
Algunos de los veranos de aquella década los dediqué a viajar por
algunas ciudades que habían apostado por la peatonalización o la reducción del
tráfico a motor por sus centros urbanos. Algunos de ellos me llamaron
particularmente la atención. De una de ellas, Oslo, me
he ocupado en un artículo anterior. Lo haré ahora sobre Friburgo.
Situada en el suroeste de Alemania y con una población de unos 220.000
habitantes, Friburgo supuso una excepción a las normas favorecedoras del
tráfico a motor que imperaba en las ciudades de todo el mundo. Cuando el
tráfico empezó a convertirse en un problema, la mayoría de las urbes alemanas
optaron por reducir la infraestructura del transporte público para dar más
espacio a los coches. Friburgo apostó, sin embargo, por mantener y ampliar su
red de tranvía. La ciudad comenzó a desarrollarse urbanísticamente desde los 70
con la idea de dar prioridad al transporte público, a las bicicletas y a los
viandantes. El barrio de Vauban, construido en los 90, fue un modelo
experimental de zona urbana diseñada desde un principio para estar cien por
cien libre de coches.
Un tranvía circula por las calles de Friburgo. |
El resultado de esas políticas a medio y largo es que en Friburgo solo
un 32% de los desplazamientos se realizan en vehículo particular y más de un
tercio de la población ni siquiera tiene coche. Más de 200.000 personas de su
zona metropolitana, con una población de 615.000 habitantes, utilizan a diario
el transporte público y la ciudad es, a día de hoy, uno de los referentes
mundiales en cuanto a movilidad sostenible.
El mismo año en que tomé posesión como alcalde (1999), dediqué quince
días del verano a visitar los modelos peatonales de dos ciudades
universitarias: Oxford y Cambridge. Allí aprendí el sistema de bolardos que
restringían el paso de los vehículos no autorizados al entorno de los cascos
históricos de ambas ciudades. Fuimos trabajando en el proceso durante todo el
mandato. Buscamos financiación europea y en 2003 el proyecto entró en funcionamiento.
Lo que pasó después lo
he lamentado en estas mismas páginas. Pero conviene comparar.
Calle cerrada al tráfico con bolardos en Cambridge. Verano de 199 |
El mismo año en que yo asumí el gobierno municipal, lo hizo también por
primera vez en Pontevedra el médico Miguel Ánxo Fernández. Desde su llegada a
la alcaldía, la ciudad inició un cambio de rumbo en cuanto a sus políticas de
movilidad. Se ampliaron aceras y se redujeron los carriles para coches y buena
parte del centro fue completamente peatonalizado. Aunque el cierre del tráfico fue
tomado como una maldición por los comerciantes, pronto comenzaron a reclamar
nuevas peatonalizaciones. Más allá de un incremento del espacio para los
peatones y una reducción de las emisiones de hasta un 65% y de lograr que en
2018 el 70% de los desplazamientos internos se realicen a pie o en bicicleta,
la estrategia de movilidad de Pontevedra ha traído como consecuencia que sea un
caso reconocido internacionalmente (en 2015 recibió el premio ONU Habitat por
su modelo urbano peatonal) y un modelo a imitar por ciudades como Nueva Orleans,
que estudia la estrategia de Pontevedra para la revitalización del barrio
francés.