Agallas pertenecientes a la generación de hembras ágamas de Neuroterus quercusbaccarum en el reverso de una hoja de roble melojo (Quercus pyrenaica). Tienen forma lenticular, de unos 4-6 mm de diámetro. Foto. |
Podemos aprender mucho sobre la vida en la
Tierra a partir del registro fósil. Nunca deja de sorprender la información que
aportan los minuciosos trabajos de los paleontólogos recopilando información
acumulada en ejemplares minúsculos con millones de años de antigüedad. En la
entrada de ayer hablé de las agallas actuales. Veamos ahora el caso de unos
fósiles de avispas y agallas procedentes del oeste de Norteamérica. Una pequeña
colección de hojas de roble fosilizadas ofrece a los paleontólogos una preciosa
información sobre la historia evolutiva de los robles y las avispas que
producen agallas.
Cynips quercusfolii. Foto. |
Los robles interactúan con una enorme
variedad de insectos. Muchas de ellos son cinípidos (familia Cynipidae), unas avispas
que producen agallas [*] que, en el caso de las quercíneas españolas sería más
apropiado desde el punto de vista del lenguaje popular llamar gallaritas [**]. En
un solo árbol de roble o de encina se pueden encontrar decenas de diferentes
especies de avispas. Las avispas hembras ponen sus huevos dentro de los tejidos
de roble en desarrollo y las larvas liberan hormonas y otros productos químicos
que causan la formación tumoral de agallas. Las agallas son esencialmente incubadoras
comestibles para la larva que se cría en su interior.
Además de sus extrañas formas y colores, los
compuestos liberados por las larvas reducen las defensas químicas del roble y
aumentan la nutrición relativa de los propios tejidos. Con frecuencia, las
relaciones entre hospedante y huésped son muy estrechas, porque hay
determinadas especies de avispas
específicas de determinadas especies de roble. Pero, ¿cuándo surgieron estas
relaciones? ¿Por qué los robles son tan “populares” entre las avispas? ¿Qué
puede decirnos la evidencia fósil sobre estas increíble relaciones?
Holotipo de agallas de Antronoides cyanomontanus en hojas fosilizadas de Quercus simulata. 1) Agallas en la superficie abaxial de la hoja. 2) Agallas cercanas a las venas secundarias. 3) Agalla que muestra un borde que se extiende parcialmente a ambos lados de la vena secundaria. 4) Primer plano de una agalla cercana al margen. 5) Agalla con morfología en forma de huso. Composición. |
Aunque sea escasa (lo que, dicho sea de paso,
hace más valiosa la investigación), la pequeña evidencia fósil de las agallas
de Quercus puede decirnos mucho. Para
empezar, nos permiten saber que las avispas cuyas larvas producían agallas similares
a las de los cinípidos han existido desde al menos el Cretácico tardío, hace
unos 100 millones de años. Sin embargo, para esos ejemplares tan antiguos, es
difícil decir con certeza qué avispa creó exactamente esas agallas y
exactamente a qué grupo taxonómico pertenece la planta huésped. Con fósiles más
“jovencitos” del Eoceno (hace entre 33 y 23 millones de años), las cosas se
aclaran un poco más gracias a fósiles claramente de cinípidos que continúan apareciendo
en el registro fósil a lo largo del Oligoceno y hasta el Mioceno [1].
Los fósiles del Mioceno son muy concluyentes [2],
especialmente los encontrados en Nevada, Estados Unidos. Algunos yacimientos
fósiles del oeste de Estados Unidos contienen hojas de roble fosilizadas con
agallas de cinípidos. La similitud de estas agallas con las de algunas especies
actuales es increíble. Demuestra que estas relaciones surgieron desde el
principio y han seguido diversificándose desde entonces. Además, gracias al grado de conservación en
estos estratos fosilíferos, los investigadores pueden llegar a algunas
conclusiones más importantes sobre por qué las avispas que producen agallas y
los robles parecen estar tan entrelazados.
Agallas de Xanthoteras clavuloides adheridas a la vena secundaria en Quercus lobata fosilizado. 2) Dos agallas de una vena secundaria que muestran superposición de sus bases. 3) Tres agallas recogidas de la hoja del Quercus lobata de (1) que presenta una forma claviforme y una base expandida, similar a un anillo. 4) Agalla que muestra el aspecto anulado o nervado de la base, qsimilar a las bases de Antronoides cyanomontanus y A. polygonalis. 5) Agallas claviformes con superficies pilosas y no pilosas, y bases. Composición. |
En cuanto a los fósiles de Nevada, se han
encontrado agallas en una hoja de roble fósil de la Flora Gillam Springs del
Mioceno en el condado de Washoe [3].
Las agallas descritas como una nueva especie (Antronoides schorni) se encuentran en la superficie de la hoja de Quercus hannibali, un ancestro de la
especie moderna Q. chrysolepis, que
actualmente vive en las montañas de California bajo clima Mediterráneo. La
aparición de A. schorni coincide con un episodio rápido de cambio de un hábitat
exigente en humedad (mésico) a uno menos exigente (xérico), que es coincidente con
el cambio de una paleoflora dominada por robles a otra dominada por coníferas.
Agallas de lentejuela común, que son muy comunes y se forman en la parte inferior de las hojas de roble. Son causadas por larvas de Neuroterus quercusbaccarum, una avispa cinípida. Foto. |
Esas y otras evidencias, sugieren que las
avispas que producen agallas parecen diversificarse a un ritmo mucho más rápido
en climas xéricos. Los registros fósiles durante esos tiempos muestran que las
especies de árboles mesofíticos fueron gradualmente reemplazadas por especies
más xerofíticas como las encinas. Las avispas parecen preferir estos ambientes
más secos y la idea de los investigadores es que tales preferencias tienen que
ver con las enfermedades y las cargas parasitarias.
Como las agallas acumulan tejidos ricos en
nutrientes pero bajos en compuestos defensivos, es lógico pensar que, con la
jugosa larva en su centro, las agallas son excelentes sitios de infección para
hongos y otros parásitos. Al vivir en hábitats más secos, se piensa que las
avispas que producen agallas son capaces de escapar de estas presiones
ambientales que de otro modo las dañarían más en hábitats más húmedos.
La evidencia fósil parece apoyar esta
hipótesis y hoy vemos patrones similares. Los robles del grupo americano de Quercus alba y del europeo de Q. pubescens son especialmente
tolerantes a la sequía y es precisamente este grupo de robles el que alberga la
mayor diversidad de avispas que producen agallas. © Manuel Peinado Lorca.
@mpeinadolorca.
[*] La reproducción de las avispas gallaritas
es parcialmente por reproducción sexual y parcialmente por partenogénesis (el
macho es completamente innecesario). Sin embargo, en muchas especies hay una
alternancia de generaciones con una a dos generaciones sexuales y una
partenogénica anualmente. Este proceso diferencia a las varias generaciones en
su apariencia y en la forma de inducir las gallaritas [**]. Estas se
desarrollan directamente después que la hembra ovoposita. La inducción para la
formación de gallaritas es bastante desconocida; no se conoce bien cuales son
los mecanismos desencadenantes ya sean químicos, mecánicos o virales. Las
larvas crecen absorbiendo los tejidos nutritivos de las agallas, donde además
están bien protegidas de efectos ambientales adversos externos. Las plantas
hospedantes y el tamaño y forma de las gallaritas son específicos de cada
especie de avispas, de las cuales el 70% de las especies conocidas viven en
varios tipos de robles. Se pueden encontrar agallas en muchas partes de esos
árboles, algunas en hojas, tallos, ramas, raíces. Otras especies de avispas
parasitan rosales o arces, así como a muchas hierbas. Frecuentemente, la
determinación de la especie es muy simple observando las agallas producidas más
que al insecto en sí.
[**] La
gallarita o gallaruto es la excrecencia que sale en los robles y encinas por
efecto de la picadura de un cinípido. Es un caso particular de lo que más en
general se llama agalla. La palabra no está incluida en el diccionario de la
Real Academia Española, aunque es nombrada por algunos autores españoles: «
Nada faltaba en el escenario: matos densos, calveros, caminos de arcilla
encharcados, bogales, bellotas y gallaritas» (Miguel Delibes en El último coto, p. 52). Las gallaritas
se han usado para hacer un tipo de tinta desde los tiempos de los romanos.